Las ideas y formulaciones del Cristianismo sobre la Revelación de la que vive y sobre la divina Palabra de la que continuamente se nutre, nunca se han desarrollado como si el resto de los mundos religiosos no existiera. Al contrario, han dejado traslucir siempre, en mayor o menor medida, la innata dimensión universalista de la religión cristiana, y la conciencia de una multiforme sabiduría divina en sus vías de manifestación a la humanidad.
La Revelación cristiana
El discurso cristiano acerca de la Revelación abarca determinados presupuestos, que son de orden trinitario, cristológico y eclesiológico, sin los cuales sería una enseñanza flotante y ambigua.
1. En la Revelación se autocomunica la Trinidad. Conocemos así la Trinidad económica, mientras que el misterio trinitario inmanente permanece velado para nosotros. La Trinidad económica es la Trinidad inmanente, pero no viceversa, porque de otro modo estaríamos afirmando que el misterio trinitario divino necesita de la historia salutis para constituirse. La Trinidad invita a los hombres a la comunión con ella.
2. La Revelación de Dios consiste en último término en el acontecimiento que es Jesucristo, nacido, muerto y resucitado por nosotros. «La verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que la revelación trasmite resplandece en Cristo, mediador y plenitud de la Revelación» [1].
3. La realidad de la Revelación implica para el Cristianismo la autoridad y la mediación de la Iglesia, sin la cual no es posible leer ni interpretar adecuadamente la Sagrada Escritura. La Revelación reside en la comunidad viva que es la Iglesia, definida por Newman como «coetus revelans Verbum Dei». La Iglesia depende absolutamente de la Revelación divina, que la constituye y justifica. Pero al mismo tiempo, la Revelación no existiría para nosotros sin la Iglesia [2]. La Iglesia descubre al mundo el propósito salvador de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.
4. La Revelación ha quedado cerrada con la muerte del último Apóstol [3]. Si Dios se ha revelado completa y realmente en Jesús de Nazaret, no cabe ya esperar nuevas revelaciones propiamente dichas, dado que la plenitud divina está presente en Jesucristo. Nada nuevo, distinto o añadido puede venir ya: no debe esperarse una nueva economía, un nuevo plan divino de salvación, u otros mediadores. Sólo puede producirse el desvelamiento y desarrollo gradual de lo ya revelado. Este principio ha de ser apreciado no sólo en sentido negativo, sino también y sobre todo en el alcance positivo que encierra. Dios ha hablado en el Hijo único de una vez para siempre [4]. Pero la Revelación ya completa crece en sentido para nosotros durante el tempus Ecclesiae, y es posible alcanzar así una comprensión cada vez perfecta de lo que Dios ha querido y quiere decir a la humanidad.
El contenido esencial de la fe cristiana desaparecería si se abandonase la creencia en que Dios ha hablado de una vez por todas a profetas y apóstoles, y se ha encarnado en Jesús de Nazaret, que ha muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación [5]. El Cristianismo vive de una Revelación que en su origen posee como patrimonio común con los israelitas «de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, las promesas, y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas» [6].
Revelación en las religiones. Qué dicen las religiones no cristianas sobre sí mismas.
El término revelación, que es en su origen una categoría de pensamiento propia de la teología cristiana, ha sido aplicado en los últimos tiempos, por extensión, a muchas religiones no cristianas. Se suele referir en estos casos a un hecho religioso que manifiesta de algún modo la voluntad divina y que se encontraría en el origen de la religión de que se trate, o sería la base de su mensaje espiritual. En toda revelación hay un poder superior al hombre que se da a conocer a éste. Entendida en este sentido amplio, la idea de revelación procede principalmente, aunque no de modo exclusivo, de la fenomenología religiosa [7]. Puede tener, sin embargo, un fundamento en el hecho de que «no ha habido nunca un tiempo en el que Dios no haya hablado a la humanidad, y le haya dicho en alguna medida su deber» [8].
Cuando afirmamos en el marco de la teología cristiana que diversas religiones ajenas al Cristianismo se comprenden a sí mismas como religiones con una revelación de lo alto, que sería la fuente de sus doctrinas y de su culto, conviene ser consciente de que estamos usando un lenguaje occidental, unas categorías de pensamiento elaboradas en un marco teológico y filosófico determinado, y una terminología que no es la propia de las regiones en cuestión.
Esta circunstancia condiciona y limita el alcance de las afirmaciones que se hagan en este terreno. Con esta importante reserva, que implica serios efectos en el método y en las conclusiones de nuestro estudio, hablamos, sin embargo, de lo que las religiones parecen considerar, a su modo, como hechos que estarían en su causación histórica o en sus cimientos doctrinales, cúlticos, etc. Esto no significa situarnos en la perspectiva del historiador de las religiones, que según un postulado corriente debe considerar revelación todo lo que pretenda ser tal.
En la religión de Zoroastro, éste recibe una comunicación de Ahura Mazda en un estado de trance, y la recoge en himnos llamados gathas. En este hecho se afirma principalmente la unidad y sabiduría de Dios, en oposición superadora de los cultos politeístas anteriores. Caracterizada por un poderoso sentido moral, la enseñanza de Zoroastro (o Zaratustra) acentúa la necesidad de combatir el mal, que el hombre debe abandonar a favor del bien. El profeta en trance ve de audiciones explicativas. Ha visto con sus ojos a Ahura Mazda, y comprendido su verdadera esencia. El ojo que se menciona en las gathas que suele hablar la tradición religiosa Pahlavi. Algunos textos contienen un diálogo entre el profeta y su Dios, en el que éste responde preguntas de Zoroastro [9].
Es prácticamente imposible establecer la fecha en que aparece el fundador de la religión iraniana, pero debió ser en torno al año 600 a. C. El Avesta, que contiene las palabras escuchadas por Zoroastro, no recibió forma escrita hasta los últimos años del período sasánida (siglo VI d.C.). Hubo, por lo tanto, unos mil años de transmisión oral.
Las religiones del Hinduismo se expresan originariamente en los vedas. Sabios inspirados de antigüedad inmemorial habrían escuchado en su interior y memorizado la palabra divina eterna, que viene a identificarse con una sabiduría perenne, y la han comunicado por tradición oral. Sólo al cabo de siglos ha conseguido el Hinduismo vencer su innata resistencia a consignar por escrito las enseñanzas sagradas [10], y ha producido los libros védicos.
Son textos que en realidad no han sido compuestos por dioses ni por hombres, sino que existen eternamente, tanto si alguien los conoce como si no los conoce. Expresan el dharma o disposición última y fundamental de las cosas. Se contiene en ellos la desvelación gradual de verdades acerca del ser divino y el hombre. Estas verdades se desarrollan y completan en los Upanisadas, que son la base más directa del sistema religioso Vedanta [11]. Hay que tener en cuenta que la categoría de «escritos sagrados» es occidental y que el énfasis del Hinduismo no recae sobre la palabra canónica escrita, sino sobre la palabra oída y recibida por tradición en una sucesión ininterrumpida de maestro (gurú) a discípulo [12].
Las enseñanzas oídas por los sabios hindúes son verdaderas e infalibles. Dicen a los humanos lo que deben hacer, y dado que es prerrogativa de la clase brahmán aprenderlas e interpretarlas, toda autoridad descansa sobre esa clase. Según la comprensión hindú, la relación entre las palabras de la revelación y su significado permanece siempre constante. Las palabras que se desvelan a la conciencia del vidente no adquieren su sentido por convención humana, sino que lo contienen por sí mismas de modo inherente. Los escritos védicos son concebidos por lo tanto como constitutivamente significativos y autoiluminados, aunque su sentido original pueda oscurecerse en ocasiones debido a la debilidad de la mente humana. La investigación y el esfuerzo humanos pueden y deben recuperar, en su caso, ese sentido.
Para el Hinduismo no se necesita un Dios que sea autor de la revelación. Esta no se entiende de modo estático. Hay desde luego un cuerpo de textos inmutables, que son los Vedas en toda su extensión (Samhitas, Brahmanes, Aranyakas, y Upanisadas), pero hay también una fluidez y aceptación de nuevos textos. La comunicación divina no es solamente algo ocurrido en el pasado sino una constante posibilidad presente [13].
El Budismo significa históricamente un desarrollo más bien heterodoxo del Hinduismo, aunque comparte con éste algunas ideas fundamentales acerca de la reencarnación, la ley del Karma, etc. Pone, sin embargo, gran énfasis en la iniciativa religiosa individual. El impulso religioso se origina totalmente en el espíritu del hombre, y éste deriva de sí mismo los elementos que necesita para su desarrollo anímico y su liberación. Esta es una de las enseñanzas nucleares del Buda, que nunca pretendió haber recibido de divinidad alguna un mensaje que hubiera de comunicar y transmitir a sus discípulos [14]. Cuando se habla de doctrinas secretas en algunas corrientes del Budismo, los autores se refieren a un saber esotérico y reservado, que no recibe ese nombre por proceder de lo alto sino por ser transmitido oralmente de maestro a discípulo [15].
El Budismo no se basa en una revelación, sino en el esfuerzo de introspección personal y en la sabiduría de Sidarta Gautama, que consiguió la iluminación al comienzo de su carrera religiosa. Podría plantearse la cuestión de si esa iluminación experimentada por el Buda no equivale de algún modo a una revelación, o si no desempeña en el Budismo una función análoga a la revelación de otras religiones.
Fieles a sus planteamientos fenomenológicos, los especialistas occidentales en budismo le suelen atribuir, sin embargo, una revelación, tanto si la noción se entiende como algo derivado del sujeto, como si se considera venida desde fuera. En el primer caso, la revelación supone el descubrimiento (por los que no se habían aventurado aún más allá del mundo y de la epistemología ordinarios) de la no existencia de sujeto y objeto como dos realidades distintas e independientes. Si la comunicación revelatoria adviene al sujeto desde el exterior, sería el impulso necesario para el autodesarrollo espiritual que permita en su momento el despertar a la condición de Buda [16]. Esta luz exterior sería como una sugerencia de temas, categorías, proposiciones y símbolos que deben ser meditados y aplicados. No es lo último en la vida espiritual, sino únicamente un estímulo. Pero en la medida en que uno se decida a hablar de revelación dentro del Budismo, ésta ha de ser entendida fundamentalmente como un proceso endógeno de autorrevelación, es decir, una serie de actos de autocomprensión del propio sujeto, que sería el revelante, lo revelado, y el término de la revelación.
El Islam se considera a sí mismo como una religión de revelación y se equipara como tal al Judaísmo y a la religión de Jesús. La fe musulmana establece solemnemente que «el Corán es la voz de Dios, escrita en sus ejemplares impresos, conservada en la memoria de los creyentes, recitada oralmente, revelada al Profeta. Nuestro pronunciar, escribir y recitar el Corán es algo creado, mientras que el Corán mismo es increado» [17].
Urgidos por estas tajantes afirmaciones, los musulmanes se refieren a los versículos del Corán con la expresión dijo Dios, y lo hacen de un modo todavía más directo y literal de como lo afirman judíos y cristianos. El sentido antropomórfico que late en estas afirmaciones ha sido analizado y debatido por los comentaristas islámicos. A la larga venció la corriente de interpretación metafórica, representada por Al Ghazzali (1057-1111) [18]. El Corán no es para los musulmanes objeto de devoción ni de oración, pero se ha llegado a decir con alguna razón que ocupa en el Islam un lugar parecido al que ocupa Cristo para los cristianos, si bien es una observación que debe ser matizada [19]. La palabra divina que se contendría en el Corán va dirigida a Mahoma y a sus contemporáneos, a todos los árabes, y tiende a una vigencia universal [20].
La fe islámica sostiene que el Corán comunica a través de Mahoma –que ha sido receptor de los mensajes divinos llegados por mediación del arcángel Gabriel– los designios de Dios, su misteriosa voluntad, el anuncio del juicio, y la ley divina (sharia). La revelación ha sido dada a profetas anteriores y finalmente a Mahoma, que la habría recibido en su forma definitiva, mediante sueños, visiones y audiciones [21]. Esta revelación es inalterable, y se diferencia de la judeo-cristiana por la carencia de promesas divinas, entre otras cosas. Contiene sabiduría y orientaciones básicas para la vida terrena, así como severas advertencias respecto al juicio último y al más allá.
Opiniones favorables en teología católica sobre revelación en las religiones
A partir de la década de los sesenta se escuchan en la teología católica voces que se manifiestan a favor de extender globalmente la noción de revelación a las religiones no cristianas, o a alguna de ellas en particular. Estos autores hablan de revelación propiamente dicha, entendida al menos como palabra explícita de Dios. No se refieren sólo a la idea de revelación en general, que nunca ha supuesto dificultades para la teología ni afecta a la singularidad de la revelación judeo-cristiana.
Las conferencias religiosas de Bombay, pronunciadas con motivo del congreso eucarístico, en noviembre de 1964, por Piet Fransen, Hans Küng, Joseph Masson S.J. y Raimundo Pannikar, son muy probablemente la primera ocasión en la que un grupo de teólogos católicos postula la aplicación a las religiones de la categoría revelación, tal como ha sido elaborada por la teología de la Iglesia [22]. El alemán Heinz Schlette S.J. publica, también en 1964, la monografía Die Religionen als Thema der Theologie, en la que defiende la idea de entender las religiones no cristianas como la mediación normal donde se anuncia y se concede a los no cristianos el mensaje y la oportunidad de salvación. La Iglesia tendría en esta hipótesis el carácter de medio extraordinario de revelación-salvación.
En una línea análoga pero con mayor cautela, Kart Rahner escribe en 1969: «(no) es correcta la hipótesis según la cual todas las representaciones sobre una revelación en religiones fuera de la judía y cristiana son filosofía… la revelación pertenece al modo de entenderse a sí misma toda religión que pretenda ser creación divina y no mera obra humana. La fenomenología de la religión confirma esta tesis… la naturaleza de la Iglesia exige, por ser signo universal, que se admita la existencia de representaciones no cristianas sobre la revelación, allí donde se menciona y se fomenta a su manera la paz universal» [23].
Rahner no se pronuncia sobre el tema como lo hacen los conferenciantes de Bombay, pero sus afirmaciones de carácter general sugieren el marco teológico en el que se va a situar y desarrollar la tesis que nos ocupa.
Joseph Schmitz parte de la idea de «experiencias de iluminación por las que a una persona se le desvela una realidad abarcante e incondicionada» [24]. El autor habla de un tipo de «religión revelada», en el que incluye el judaísmo, el cristianismo, el islam, la religión védico-brahmánica del Hinduismo, el mazdeísmo iránico, y «determinadas formas de budismo» [25]. La obra de Schmitz es un manual de teología cristiana, lo cual hace llamativo que adopte la experiencia, y no la historia de la salvación, como punto de partida. Sobre la experiencia no se puede basar adecuadamente una noción precisa y teológicamente sólida de revelación, porque la simple experiencia permite considerar revelación a cualquier fenómeno interior que el sujeto presente como revelatorio. La mención de diversas religiones como reveladas parece mezclar, además, puntos de vistas teológicos, fenomenológicos, y de autodefinición de algunas de las religiones que enumeran. El tratamiento de la revelación queda, en suma, oscuro y ambiguo; pero se orienta hacia un reconocimiento gratuito de hechos formales auténticamente revelatorios en las religiones.
Hay autores que, para facilitar este reconocimiento, intentan reformular la noción cristiana de Revelación. Así lo hace, por ejemplo A. Torres Queiruga, que considera simplemente la Revelación de Jesucristo como una «emergencia e intensificación del fondo común que es la presencia reveladora de Dios en todos los hombres» [26]. Estamos de nuevo ante la experiencia del sujeto receptor como criterio o piedra de toque de la Revelación, y ante la consiguiente disolución de la categoría clásica cristiana [27].
Donde la extensión de la idea de Revelación ha encontrado defensores más abundantes y explícitos ha sido en relación con el Islam. Es un desarrollo que arranca de la personalidad y la obra del arabista francés Louis Massignon (1883-1962), que trabajó asiduamente a favor del entendimiento mutuo de cristianos y musulmanes. Massignon trató de rescatar la imagen del profeta del Islam de las injurias de los historiadores y de la incomprensión de los teólogos cristianos. Subrayó su sinceridad religiosa sin buscar nunca una comparación con Jesús de Nazaret, que estimaba impropia. Intención de Massignon fue en todo momento exponer el sentido de la misión religioso-profética de Mahoma en el Islam y en el marco de las demás religiones monoteístas [28].
«La inteligencia de Mahoma –escribe nuestro autor– ha recibido la impresión rigurosa de una rica idea pura y sencilla, abstracta y desnuda, una idea única: la de la divinidad. Esta verdad abstracta se le imponía de tal modo que no solo la manifestó a otros como un descubrimiento ocurrido en el mundo de las ideas, sino que la entendió también como un mandato que debía predicar. Desde el momento que pienso en Dios, quiere decirse que Él existe y que me habla…Estas ideas se le presentan a Mahoma no solo como conceptos seguros, sino también como órdenes inesperadas y definitivas que él debe necesariamente enseñar…Esta trasparencia de Dios, este «milagro intelectual», el versículo aya, constituye la esencia misma del mensaje. He aquí el milagro del Corán, esta iluminación imprevista de la inteligencia a la que todas las conversiones al Islam dan crédito» [29].
La prudencia y el equilibrio de Massignon no están presentes en algunas publicaciones de otros autores sobre el mismo asunto. Es el caso del dominico Claude Geffré, que en 1983 «asume el riesgo» –según sus propias palabras– de decidirse a «reconocer en el libro del Islam una verdadera Palabra de Dios» [30]. Se entiende que esta Palabra de Dios coránica es prácticamente equiparada por Geffré a la que se contiene en la Biblia. Lo hacen pensar algunas observaciones más recientes del autor, en las que a partir de la idea, en principio correcta, de que puede haber «más verdad religiosa en la suma de todas las religiones que en una religión separada, comprendido el Cristianismo» [31], sugiere extender al Islam la categoría judeo-cristiana de Revelación y hacerle participar así del patrimonio de las religiones bíblicas.
Una expresión radical y sin ambigüedades de esta postura se encuentra en el Padre Gilles Couvreur, responsable del Secretariado del episcopado francés para las relaciones con el Islam. Couvreur sienta la premisa de que la Palabra divina es esencialmente una, lo cual le anima a concluir que puede revestir formas diferentes, como ocurre en el «Cristianismo con Jesucristo, Verbo divino, y en el Islam con el Corán, Palabra divina». «El Islam –leemos– es una Revelación original, que continúa la Revelación primordial de Dios a la humanidad, bajo una forma perfectamente adaptada a las condiciones cíclicas del tiempo presente» [32]. Es evidente que el autor no habla de revelación en general, sino de revelación en el sentido formal que el término recibe en la teología cristiana [33].
Algo semejante ocurre en un editorial publicado por la Civiltá Cattolica bajo el título «El Cristianismo y las demás religiones» [34]. El editorialista establece una presunción a favor de la existencia de Revelación en las religiones. Arranca del hecho de que «los libros sagrados de las tradiciones religiosas distintas del Cristianismo han alimentado y sostenido la vida y la práctica religiosa de los adeptos a esas religiones de la tierra. Han sido por tanto instrumentos de gracia y de salvación en las manos de Dios» [35]. De aquí concluye directamente que esos libros «han sido escritos por hombres profundamente religiosos, no sin un particular influjo del Espíritu Santo, y que, por ello, en cierta medida contienen una «revelación divina». Sobre todo porque muchas páginas de estos libros son de gran elevación religiosa y profundidad espiritual, contiene oraciones e himnos de adoración y de alabanza del Señor, de gran belleza y no pocas veces expresan amor y devoción a Dios» [36].
Aplicando estas premisas de fondo al caso del Islam, se afirma que «si bien no se puede considerar la totalidad del Corán como una revelación divina auténtica, se puede reconocer que hay en él verdades –aunque entreveradas de graves errores– capaces de alimentar y sostener la fe y la vida religiosa y moral de millones de hombres» [37]. Se estima, por lo tanto, que aunque no es correcto decir que el entero Corán contenga Revelación divina, puede afirmarse que la contiene parcialmente. Si esto fuera así, habría que dilucidar a nivel teológico cómo puede hablarse de una Palabra formal de Dios que pierde parte de sus virtualidades veritativas al encerrarse en un mensaje que es precisamente concebido por el Islam como una recitación literal de la voz divina. Está además el problema de que nos encontraríamos ante una Revelación divina decreciente.
Esta atribución al Corán de contenidos formalmente revelatorios se detecta también en el Seminario sobre el Antiguo Testamento y el Corán, ofrecido para este curso académico por la Facultad de Teología de Munich. Se dice en el programa: «La discusión debe contribuir a no relacionar de manera exclusivista la Palabra de Dios con la Biblia, sino a percibir también en el Corán el Espíritu inspirador de Dios» [38].
Motivos que erosionan la noción de Revelación
La apertura del concepto cristiano de Revelación a otras religiones es un fenómeno moderno cuyas causas son fáciles de señalar.
Se encuentran en primer lugar el afecto y la consideración que las religiones suscitan hoy en el Cristianismo, y a los que son merecedoras después de siglos de juicios severos, incomprensión y distanciamiento. Los cristianos son en la actualidad conscientes, como nunca lo han sido anteriormente, de que lo suyo no es solamente enseñar, sino también aprender. Existe así una dinámica de acercamiento que afecta con frecuencia a campos teológicos, en los que se formulan a veces hipótesis bienintencionadas que tratan de abordar y resolver problemas reales, sin apoyarlas en razones suficientemente sólidas. Podría olvidarse que la amistad y simpatía que deben mostrarse hacia las religiones no se encuentran reñidas en los cristianos con la fidelidad a su patrimonio. No porque éste sea una tradición venerable; sino porque se estima que contiene la verdad y expresa una identidad religiosa y espiritual bien definida y documentada.
A esta circunstancia se une la notable capacidad semántica del término Revelación, que dado su sentido genérico puede acomodar fácilmente contenidos flexibles y ambiguos. Después de que la teología cristiana ha tomado esa palabra del lenguaje corriente y elaborado con ella una categoría teológica de significado preciso, parece como si el término en cuestión sufriera hoy un declive, por el que se tiene en cuenta y se generaliza solo un aspecto del significado cristiano. La idea de Revelación pierde intensidad en el uso que muchos hacen de ella, y gana simultáneamente en extensión.
Se ha producido así lo que podríamos denominar un deslizamiento de una categoría clásica e indispensable de la teología cristiana hacia una pérdida o decrecimiento de sentido.
El hecho de la aplicación de la idea de Revelación a las religiones orientales podría analizarse también, con provecho científico, en el marco del llamado Orientalismo académico occidental de los siglos XIX y XX. Los observadores y estudiosos occidentales del Oriente en todos los campos humanísticos y religiosos han tratado inevitable y comprensiblemente de adaptar sus investigaciones a los intereses intelectuales y teológicos que en cada momento eran prevalentes para ellos como miembros del mundo cultural y académico europeo y norteamericano.
Este fenómeno intelectual comienza ya en el siglo XIX y afecta originariamente al Budismo conocido por los ingleses del imperio. Escribe Ph. Almond: «Las interpretaciones victorianas del Budismo acerca de su fundador, sus doctrinas, su ética, su valor de verdad, revelan al construir el Budismo el mundo en el que tuvo lugar esa construcción… El discurso sobre el Budismo viene a suministrar de ese modo un espejo en el que se refleja una imagen que no es solo del Oriente sino también del mundo victoriano» [39]. Categorías y esquemas de interpretación aplicados, y de algún modo impuestos, por los autores occidentales al mundo budista obedecían a tendencias académicas de estos, mucho más que a las peculiaridades del Budismo [40]. En las últimas décadas del siglo XIX se desarrolla en Occidente un intenso y brillante análisis de los textos sagrados del Canon Pali. Es un hecho intelectual que hace del Budismo una posesión de los analistas, que con el estudio y el conocimiento textual controlan ideológicamente esa religión mediante el examen documental, y están en condiciones de dictar su estatuto epistemológico. El Budismo deviene así en el pasado siglo un objeto textual basado en instituciones del Occidente. Se dice implícitamente que su esencia no debe buscarse tanto en sus lugares de origen como en el mundo académico de las universidades de Europa, que lo estudia, interpreta y da a conocer en sus textos.
Esta situación obedece sin duda a un momento histórico en el que los poderes coloniales europeos dominan el Oriente, y en el que la India, el Sureste asiático, China y Japón se encuentran bajo la presión cultural y los modos de conocer propios del Occidente. Podía hablarse así de una cierta «fabricación» del Oriente por el mundo intelectual europeo [41]. Este escenario ha sufrido notables modificaciones que obligan a matizar para el presente algunas de las afirmaciones anteriores. Pero continúa la tendencia a encajar y forzar las escrituras y el vocabulario sagrado del Oriente en categorías occidentales, olvidando que «una de las reglas prácticas del estudio de las religiones es evitar juzgar otras creencias con criterios propios» [42].
Llevados de estos planteamientos, muchos autores, incluidos teólogos, han contestado ya numerosas cuestiones decisivas, antes de tener un contacto real con las otras religiones. Algunos pueden animarse a decretar que esas religiones tienen una revelación, como la cristiana, y que están orgullosas de ella [43]. Este modo de proceder corre el grave riesgo metodológico de subsumir lo específico de cada religión en categorías religiosas que son generales y abstractas. Se presta entonces atención solamente a las semejanzas en perjuicio de las diferencias, de modo que juicios a priori usurpan el lugar que corresponde al análisis histórico-crítico con toda su diversidad, detalle y atención a lo concreto.
Una valoración de lo revelatorio en tres grandes religiones universales
La cuestión teológica de la Revelación en las religiones exige ante todo examinar lo que éstas presentan en este campo a favor de sí mismas ante un observador que sea a la vez crítico y respetuoso, y en el que la necesaria simpatía hacia lo que estudia no apague la capacidad de análisis. Cada una de las tres religiones que vamos a considerar, Hinduismo, Budismo e Islam, contiene sus peculiaridades y, al margen de interpretaciones apriorísticas externas que puedan haber desfigurado en alguna medida sus doctrinas y postulados, ha de ser valorada según sus propias afirmaciones y su específico genio espiritual.
Hinduismo
La percepción ordinaria de las religiones que el Occidente suele agrupar bajo el nombre de Hinduismo, tal como se manifiesta en numerosas monografías y obras de referencia, no habla de este mundo religioso como algo originado en Revelación o revelaciones. Se considera más bien que para los hindúes, la religión en general no es tanto una revelación a la que se accede mediante algún tipo de fe subjetiva, como un esfuerzo por desvelar los estratos y niveles más profundos del ser humano, y entrar en contacto permanente con ellos. El alma solitaria y activa es aquí el lugar donde nace la religión. Creencias y conducta, ritos y ceremonias, dogma y autoridad: todo recibe un lugar subordinado al arte de autodescubrimiento personal y de relación, lograda autónomamente, con lo divino. Lo que llamamos momento revelatorio en una religión ha sido tradicionalmente considerado algo muy débil, por no decir inexistente, en el Hinduismo. Éste es básicamente una búsqueda del Absoluto. Dios no es una idea intelectual ni un principio moral, sino la más honda conciencia de la que ideas y normas morales derivan. Es esta una visión humanista, que concibe la religión como el desarrollo natural, aunque esforzado, de una vida auténticamente humana.
El principio eterno de todo ser es idéntico con el yo o el alma del hombre, de quien constituye la genuina y verdadera esencia. Es algo que, según el Hinduismo, podemos reconocer cuando vemos las cosas correctamente [44]. En esta exploración individualista radica el sentido de la religión. Se ha dicho que uno de los más importantes dilemas del Mahatma Gandhi reproducía el que ya se le planteaba al héroe Yudhishtira en el Mahabharata. Se preguntaban ambos donde se encuentra la verdad última (sanathana dharma) que debe seguirse para realizar la existencia y lograr la liberación final. ¿Estaba en el corazón o en las enseñanzas proclamadas por los brahmanes? La conciencia interior y la mente parecían imponerse a los dos personajes como la fuente radical de su ser. «Mi creencia en las escrituras hindúes –escribe Gandhi– no me exige aceptar todas sus palabras y versículos como divinamente inspirados… Pero afirmo conocer y creer las verdades de la enseñanza esencial de esas escrituras» [45]. Ninguna letra escriturística y ninguna interpretación eran vinculantes para el Mahatma, si las consideraba contrarias a su razón o a su sentido moral [46].
Acerca de la dimensión de revelaciones discernible en el Hinduismo, el profesor Ananda Coomaraswamy afirma lo siguiente: «Cuando consideramos el modo indio de concebir los Vedas como un todo, encontramos implícita en la palabra «shrutí» (oír) una doctrina muy importante: que los vedas son eternos y que los libros sagrados son su expresión temporal. Esto no es una teoría de revelación en sentido ordinario, dado que la audición de la que se habla depende de la cualificación de oyente, y no de la voluntad y activa manifestación de un dios» [47].
Los Orientalistas –creyentes o no– no han atribuido a los Vedas un origen sobrehumano. No lo hizo Max Müller, llevado en gran medida por su agnosticismo, que le movía también a negar el carácter revelado de la religión judía [48]. Pero los estudiosos del pensamiento religioso de la India han insistido habitualmente en su alto nivel especulativo y metafísico, asociado siempre con cuestiones últimas, que conectan necesariamente con la religión [49]. Esta especulación ha alcanzado auténticas cimas en la comprensión de la realidad y podría asemejarse en algunos aspectos a un pensamiento inspirado, que ha sugerido a muchos lo mismo que sugerían a los cristianos de los primeros siglos los escritos de Platón.
El teólogo indio Sebastián Karotemprel ha podido escribir: «Si se excluye el Cristianismo, la realidad es que el hinduismo ha alcanzado el más rico y complejo concepto de Dios que la humanidad ha podido descubrir sin la ayuda de la revelación histórica» [50]. Podría mencionarse también, a modo de ejemplo, el admirable relato de la entrada del hombre en su autoconciencia, contenido en el Brhadaranyaka Upanisad, así como otros muchos análisis especulativos de hondura y percepción semejantes.
Vedas y Upanisadas destacan por una reflexión de gran alcance en la que convergen lo filosófico, lo religioso y lo poético. La inspiración que es propia de la poesía ha dado aquí alas al pensamiento y lo ha proyectado hacia alturas insospechadas [51]. No pueden extrañar las palabras de Moncure Conway, citadas por Max Müller. Dicen así: «La encendida poesía de los Vedas, las sublimes imágenes de sus videntes, se han hecho parte de mi vida». Es verdad también que el mismo Conway añade: «pero ni un solo destello de los grandes pensamientos de sus poetas y sabios ilumina sus oscuros templos» [52].
Hay sin embargo iluminación en los escritos hindúes, donde la considerable habilidad en el uso del lenguaje va acompañada de un espíritu lúcido y penetrante que se acerca a los misterios divinos y humanos [53]. Estos elementos se decantan en una profunda sabiduría sobre la vida del hombre en relación con Dios, consigo mismo, y con la tierra. Esta sabiduría es como un saber primordial que tiene visos de revelación [54]. Ha escrito Newman: «Son sabios y profundos los antiguos maestros; y casi únicos los poetas cuyo poder de imaginación, tan parecido a la profecía, palpita en sus escritos» [55]. La distinción occidental inicial entre pensamiento religioso (Palabra, Dabar) y pensamiento profano (logos) no existe en las culturas no cristianas.
Lo que oye el sabio autor de los Vedas (rsis) (o lo que percibe Buda) es equivalente a descubrimientos y percepciones intelectuales de gran profundidad, que son análogas a la visión del filósofo «inspirado» y movido por el logos.
Sus escritos pueden llamarse inspirados, como puede hablarse de la inspiración de Platón o de Plotino y otros autores singularmente lúcidos y penetrantes, cuya sabiduría y visión de la realidad posee para la humanidad cierta condición de enseñanza revelatoria y perenne.
A pesar de sus limitaciones, los Vedas retendrán siempre su singular posición en la historia de la humanidad como los libros religiosos más antiguos que, por vez primera, hablaron a los pueblos del subcontinente indio de un mundo más allá del presente mundo visible, de una ley superior a las leyes humanas, y de un Ser divino en el que se encuentra la raíz de nuestro propio ser.
Aplicado al Budismo en sus diversas formas, el término revelación está fuera de lugar, tanto si lo consideramos en su valor categorial teológico, como si lo usamos en un sentido más general y ambiguo. Se ha dicho que «ningún budismo se comprendería sin apelarse a una revelación, por el Buda, de verdades escondidas a las que los fieles prestan su Fe» [56]. Esta afirmación no corresponde a la realidad de las cosas. Poco tiene que ver con la definición que el budismo suele dar de sí mismo, y con la percepción histórica y culta que sus buenos conocedores han alcanzado de esa religión. El budismo es, contrariamente a lo que escribe el autor citado, la religión universal que mejor puede comprenderse sin apelar a una revelación. Su fundador la plantea como el resultado de una exploración autogestionada de las profundidades del espíritu humano. Solamente si entendemos por revelación la emergencia de posibilidades de la mente, o la correcta interpretación de la realidad con ayuda de la observación y de una mirada sabia, podría hablarse de revelación en el budismo, de modo análogo a lo que podría decirse en el terreno de la filosofía o de la ciencia.
Se habla por algunos con desenvoltura de revelaciones místicas en el budismo tibetano, para significar tesoros (termas) de conocimiento que habrían sido escondidos por budas y que deberán ser descubiertos en el momento oportuno por maestros espirituales dotados de la necesaria capacidad de visión para verlos. Estos tesoros pueden estar escondidos en un lago, en el firmamento, o en la mente de un discípulo. Su descubrimiento ofrece la posibilidad de una renovación espiritual [57].
En otras ocasiones, como ocurre con el monje budista japonés Myoe (1173-1232), se habla de visiones revelatorias que expresan una combinación de pensamiento filosófico y religioso. Myoe adquiere sabiduría mediante sueños y apariciones, que son vehículo de enseñanzas sagradas procedentes de seres sobrenaturales [58]. A veces se observa que la palabra revelación es empleada en algunos ensayos como término que despierte la atención de la comunidad académica y de los lectores cultos, sin ser indicativo de temas realmente discutidos en las obras correspondientes [59]. Se trata en suma de una inflación y de un abuso de la palabra, que apenas tiene en cuenta el espíritu del budismo. Es como una concesión a lo esotérico.
Islam
Como se ha indicado más arriba, los musulmanes afirman que el Corán es la palabra de Dios transmitida fielmente por el profeta Mahoma. Se hallan en el libro sagrado musulmán numerosos elementos de la tradición bíblica, como nombres de lugares y personas (Abraham, Moisés, Jesús, María,…), y evocación de determinados acontecimientos. La manera de presentar estos personajes y estos hechos difiere, sin embargo, considerablemente del estilo y modo de proceder bíblicos y suele hacerlos difíciles de reconocer por lectores familiarizados con la Biblia. La persona de Jesús (Aissa), por ejemplo, apenas se asemeja en su vida y en su misión a la que aparece en los Evangelios. Los musulmanes juzgan la Biblia desde el Corán, y tal como la utilizan e interpretan judíos y cristianos la consideran errónea y falsificada, producto de escritos originales que se habrían perdido. La Biblia se halla, para los creyentes islámicos, demasiado impregnada de humanidad o de elementos humanos, para ser Palabra divina. Mahoma no es el más reciente de los profetas, sino el último y el llamado a enderezar las vías de Dios en el mundo.
Ante estas afirmaciones, que podrían exponerse con mayor detalle, los cristianos, que viven en un contacto y una relación cada vez más frecuentes con el Islam y con los numerosos creyentes de esta gran religión, se ven requeridos por motivos religiosos y prácticos a precisar y construir una actitud hacia las creencias musulmanas. Esta actitud ha de tener en cuenta principios básicos de convivencia y respeto, y ha de estar también fundamentada en razones teológicas. El material histórico debe servir a la teología, junto a sus propios principios, para formular los juicios oportunos.
En la proclamación y el anuncio religioso del Islam destacan un mensajero (Mahoma), un mensaje (monoteísmo) y un proceso de transmisión oral y luego escrita de ese mensaje, que se expresa finalmente en el Corán [60].
Las fuentes para conocer la vida de Mahoma que sean dignas de crédito son escasas. El Corán proporciona pocos detalles biográficos, dedicado como está, sobre todo, a proclamar la doctrina y a organizar la joven comunidad de creyentes. Es necesario acudir a la tradición para completar las lagunas del Libro, pero tampoco los materiales tradicionales resultan del todo fiables. Existe una preocupación de los biógrafos por establecer las credenciales de Mahoma como profeta semejante a Moisés, etc., lo cual recomienda una gran cautela antes de aceptar todas sus afirmaciones.
La tradición acerca de los dichos y hechos del profeta se organizó gradualmente en algo muy similar a una ciencia exacta, en la que cada sentencia o dicho atribuido a Mahoma (hadith) se conectaba de modo ascendente con algún miembro de la familia o alguna persona directamente asociada con él. Pero muy poco es conocido sobre la fiabilidad de los intermediarios, y la rapidez con que materiales legendarios suelen agruparse en torno a fundadores y reformadores de religiones hace pensar en buena ley que un número apreciable de hadith podrían no ser históricos. Es muy posible que muchos de ellos contengan genuinas palabras y actuaciones de Mahoma, pero casi nunca es dado distinguirlos con certeza de los otros.
Los juicios de los críticos acerca de la autenticidad de la tradición musulmana vienen determinados de hecho por la opinión sobre su consonancia con el Corán o con otro criterio que se proponga como válido. Dejan en cualquier caso mucho espacio libre para prejuicios individuales y puntos de vista diferentes. Algunos críticos se mueven por el principio de aceptar en las fuentes todo aquello que no presente motivos para ser rechazado. Otros más estrictos se deciden por rechazar todo lo que no tenga razones específicas y sólidas para aceptar.
Hay un núcleo histórico muy firme en la vida de Mahoma [61]. Nacido hacia el año 570, quedó huérfano muy pronto y se dedicó, como su tío y protector Abu Talib, a actividades comerciales, que le llevaron, como a sus paisanos de la Meca, a Siria y al sur de Arabia. Casado con una rica viuda llamada Khadija, entró pronto en un proceso gradual de reflexión y cuando tenía unos cuarenta años se vio a sí mismo con claridad como enviado de Dios para predicar la unicidad divina. Animado por sus parientes y amigos más próximos, inició una predicación pública en la que denunció el culto de los dioses locales como idolátrico.
Con toda deliberación y sin ambigüedades se pronunció contra el apegamiento popular a la religión heredada, contra los intereses comerciales que temían la ruina mercantil de la ciudad, y contra el orgullo de los grupos más aristocráticos que veían amenazados su prestigio y su poder. El Corán abunda en alusiones a las acusaciones y cargos lanzados contra Mahoma. Sus adversarios dijeron y propalaron que era un demente (Suna 81,22), un adivino (Suna 52,29), un mago inspirado por Satanás (Suna 81,25), o un poeta (Suna 52,30; 37,35). Otros le tacharon de impostor, y de un falso profeta que era incapaz de obrar hechos sobrenaturales palpables. Murió en el año 632.
Mahoma poseía una atractiva personalidad, que le granjeó la admiración, el afecto y la lealtad de sus familiares y conocidos más allegados, así como de muchos hombres juiciosos. Se comportó con dignidad ante la persecución, y su solidez de carácter le permitió arrostrar con entereza moral los riesgos de presentar ante sus paisanos una imagen impopular. Era también excitable y violento, con una excitabilidad nerviosa que algunos han atribuido a epilepsia. Se piensa que este modo de ser no siempre le permitía distinguir con claridad entre visiones y sucesos reales. La neta convicción acerca de su misión profética iba en él unida al repudio más absoluto de la atribución a su persona de hechos milagrosos, como curaciones, predicción del porvenir, conocimientos extraordinarios, etc. [62] La vida pública de Mahoma es una llamativa combinación de religión y política, en la que radica para muchos la clave de su éxito. «Su religión y sus acciones político-militares no eran dos actividades separadas que llegaron a mezclarse. Estaban fusionadas, y esta fusión se expresaba doctrinalmente en el vocabulario de política monoteísta que permea el Corán» [63].
En nuevo profeta, que especialmente durante su vida en la Meca había dedicado mucho tiempo a ejercicios religiosos y devotos, se distinguía por una inteligencia práctica de gran alcance y una manifiesta habilidad para planear y organizar. Es incierto si sabía leer o escribir, aunque se estima que sus actividades iniciales en el comercio le exigían por lo menos algunas letras. Corresponde sin duda a Mahoma un lugar de honor en la historia del monoteísmo. Otros hombres de su tiempo creyeron también en un gobierno divino y unitario del mundo, pero solo él en el desierto politeísta de Arabia desarrolló y difundió la idea con tanta claridad, constancia y entusiasmo [64].
Esto nos pone en contacto con la esencia monoteísta del mensaje de Mahoma. Los primeros pasajes del Corán parecen presuponer en aquellos a quienes la predicación iba inicialmente destinada una cierta familiaridad ya establecida con la idea de un Ser supremo, y es bien conocido el hecho de que la antigua religión pagana de los árabes apenas conservaba influencia en tiempos de Mahoma [65]. El monoteísmo judeo-cristiano se había insinuado con notables efectos religiosos en los habitantes de Arabia [66]. Estas circunstancias ambientales no restan importancia ni originalidad a la predicación de Mahoma, que puede considerarse una irrupción creativa –según palabras de Montgomery Watt– en la situación religiosa de la Meca y sus alrededores.
Subsisten mucha incertidumbre y puntos oscuros sobre las circunstancias que han acompañado la formación y el alumbramiento de la vocación de Mahoma. Las palabras que oye –«tú eres el Mensajero de Dios»– no son una locución externa, sino algo parecido a una locución intelectual, cuyo origen resulta muy difícil de establecer [67]. Hay en cualquier caso un impulso y un mensaje que pueden considerarse proféticos en un sentido analógico de la palabra, dado que originan una situación religiosa y social que es del todo nueva. Dice Massignon: «Mahoma no ha pretendido nunca ser un intercesor ni un santo, pero ha afirmado ser un testigo, una voz que grita en el desierto la separación final de buenos y malos» [68].
Su actividad puede considerarse de algún modo como fruto de una iniciativa divina providente, encaminada a recordar unas verdades fundamentales que habían sido olvidadas, y a elevar el nivel de religiosidad de pueblos enteros, sin que esto signifique una revelación formal.
Vinculada a este tema se halla la cuestión de la filiación abrahámica de los musulmanes. Para éstos, la revelación está depositada en los pueblos particulares de la estirpe de Abraham. De ahí la gran importancia simbólica que conceden a las genealogías. Sin embargo, el Evangelio no concuerda con esta concepción. Las genealogías que señalan el comienzo de los evangelios de Lucas y Mateo significan la extensión del Israel según la carne a toda la humanidad (Lucas), y la asunción por Jesús de toda la historia de Israel (Mateo). Jesús es llamado «hijo de Abraham» y es esta una expresión que puede entenderse en sentido carnal, dado que era judío, de la familia de David.
Ser hijo de Abraham quiere decir en el Evangelio entrar en una relación nueva y definitiva con Dios (Juan 8,39). Se deviene hijo de Abraham mediante la fe en Jesús. «Tened entendido –dice San Pablo– que los que viven de la fe, ésos son los hijos de Abraham. La Escritura, previendo que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció a Abraham con antelación esta buena nueva: «en ti serán bendecidas todas las naciones». Así pues, los que viven de la fe son bendecidos, con Abraham el creyente… Si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gal 3,7-9,29) [69].
Abraham ocupa desde luego un lugar central en las tres religiones monoteístas, porque marca nítidamente la emergencia del monoteísmo, como reconocimiento de un Dios único, creador y remunerador.
Mahoma, de cuya sinceridad no puede dudarse, negó explícitamente haber obrado otro milagro que no fuera el signo mismo del Corán, al que califica de inimitable en su lenguaje. Esta inimitabilidad suele basarse en su éxito, su contenido (recogería información que no puede obtenerse por procesos normales de conocimiento) y su estilo artístico. En el debate histórico y teológico provocado por estas afirmaciones se hace observar por parte de las voces críticas que no existen razones suficientes para negar que un genio creativo sin letras (si es cierto que Mahoma no sabía leer ni escribir) pueda llegar a verdades que solo alcanza normalmente una persona culta, o que sea capaz de producir un nuevo estilo literario de gran nivel, o que pueda generar un movimiento de empuje arrollador.
El diálogo teológico cristiano-musulmán tiene delante un amplio número de cuestiones que deben examinarse con perspectiva histórico-crítica y que exigen clarificación. Un paso importante en la dirección correcta suponen los cuatro coloquios organizados desde 1974 a 1986 por la Universidad de Túnez. El primer fruto editorial de estos coloquios es el volumen titulado La Biblia y el Corán, aparecido en 1987. La parte musulmana admite en estas páginas que la palabra de Dios llega a los hombres mediante un lenguaje humano situado en el tiempo, lo cual representa una etapa nueva en sectores de la teología islámica contemporánea [70]. Este desarrollo puede indicar al menos que esa teología se abre gradualmente a la aceptación de métodos histórico-críticos que faciliten el diálogo interreligioso [71].
La Comisión teológica internacional acepta en su documento sobre Cristianismo y religiones (1996) que «ciertos elementos de la revela ción bíblica han sido recogidos por el Islam, que los ha interpretado en un contexto distinto» [72]. Se trata simplemente del reconocimiento del bien conocido hecho de la influencia judeo-cristiana en el Corán [73]. Esta circunstancia no resta originalidad a las percepciones y enseñanzas de Mahoma, pero es extrínseca a la cuestión de fondo, es decir, si el Corán puede considerarse palabra divina. El citado documento no lo admite.
Conclusiones
Las reflexiones teológicas sobre estos temas han de hacerse en un marco global, que sea relevante a las preocupaciones cristianas actuales en relación con las religiones y las tenga en cuenta. Las ideas y formulaciones del Cristianismo sobre la Revelación de la que vive y sobre la divina Palabra de la que continuamente se nutre, nunca se han desarrollado como si el resto de los mundos religiosos no existiera. Al contrario, han dejado traslucir siempre, en mayor o menor medida, la innata dimensión universalista de la religión cristiana, y la conciencia de una multiforme sabiduría divina en sus vías de manifestación a la humanidad. Lo revelatorio en las religiones, de cualquier modo que se entienda, es como un lugar teológico para una teología cristiana de la revelación.
La Comisión teológica internacional ha señalado algunos puntos que ha de tener en cuenta una teología cristianamente responsable. Se dice en el documento de 1996 que «la especificidad e irrepetibilidad de la revelación divina en Jesucristo se funda en que sólo en su persona tiene lugar la autocomunicación del Dios Trino. De ahí por lo tanto que, en sentido escrito, no se puede hablar de revelación de Dios más que cuando Dios se da a Sí mismo. Cristo es así a la vez el mediador y plenitud de toda la revelación» [74].
Previene también contra el peligro de confundir la noción categorial de revelación, que es propia de la teología cristiana, con una apreciación fenomenológica de lo que se consideran situaciones revelatorias en la historia comparada de las religiones. Habla asimismo de que si bien no puede excluirse una iluminación divina específica a hombres y mujeres fuera de lo que suele considerarse historia salutis, «nunca tenemos garantía de la recta acogida e interpretación de esas luces por quienes las reciben». El documento considera oportuno finalmente «reservar el calificativo de inspirados» para los libros canónicos del Antiguo y del Nuevo Testamento [75].
La definitiva revelación judeo-cristiana, que supone la llegada de «los últimos días», ocurre, sin embargo, en el seno de una historia más amplia de manifestaciones divinas, de la que aquélla es el núcleo que da sentido y dirección a todo el resto. La religión está abierta por su propia naturaleza a alguna clase de revelación y en último término a la salvación. Cuando se habla de «revelación general» no quiere decirse que Dios se revele en general, lo cual no tendría mucho sentido. La revelación es siempre concreta. Lo general indica simplemente referencia a una intensificación histórica de la revelación, que suele llamarse especial, y que se halla en una relación de continuidad/discontinuidad con las luces revelatorias que han brillado desde siempre en la historia religiosa de la humanidad. Esta historia religiosa es el contexto donde las afirmaciones y los eventos cristianos entregan todo su sentido.
La religión revelada –dice Newman– «viene de Dios en un sentido en el que ninguna otra puede considerarse venida de Él. No obstante, si queremos hablar correctamente hemos de admitir, por la autoridad de la misma Biblia, que todo conocimiento religioso procede de Dios, y no sólo el que la Biblia nos transmite. Porque nunca ha habido un tiempo en el que Dios no haya hablado a los hombres. Se nos dice por los que ha llegado a sus gentes la verdad moral y religiosa».expresamente en el Nuevo Testamento que en ningún momento ha estado Dios sin testigos en el mundo, y que de toda nación y pueblo acepta a quienes le temen y obedecen. Parece por lo tanto que hay algo de verdadero y de divinamente revelado en toda religión de la tierra, sobrecargado y a veces sofocado, tal vez, por las impiedades con que la voluntad y el intelecto corrompidos lo han contaminado. Pero propiamente hablando, la Revelación es un don universal, no local… No hay nada absurdo en la idea de poetas y sabios paganos, o sibilas, divinamente iluminados en cierta medida, como canales y órganos [76].
Si por revelación divina entendemos una influencia divina o sobrenatural en los intermediarios y en determinados contenidos religiosos, no puede excluirse algún tipo de influjo divino revelatorio en muchos de ellos.
En las religiones hay Palabra de Dios en el sentido de que Dios habla de modo no definitivo a los fieles de esas tradiciones religiosas, y lo hace por tanto con un impulso que es dinámico, es decir, no para mover al estancamiento sino al desarrollo y al descubrimiento de horizontes nuevos. Podemos decir que la Revelación judeo-cristiana trasciende y finaliza esas otras instancias revelatorias, a la vez que, purificadas, las retiene e incorpora. Las realiza en sus más profundos anhelos de verdad y de salvación.
Lo revelatorio de otras religiones guarda además una relación en cierto modo dialéctica con la Revelación cristiana. Esta influye críticamente sobre aquéllas. Pero dado también que el don divino es infinitamente superior a la capacidad humana para acogerlo y se recibe en forma finita, la Revelación cristiana podría enriquecerse materialmente con elementos y percepciones de otros ámbitos religiosos, se consideren o no a sí mismos como depositarios de revelación. Ciertamente, la Revelación del Evangelio no necesita esas luces para su plenitud formal como Palabra divina acabada en el acontecimiento de Jesús de Nazaret. Entre la Revelación judeo-cristiana y los otros hechos que pudieran ser considerados revelatorios existe un desnivel, que afecta tanto al plano formal (cualidad del acontecimiento) como al plano de los contenidos. No debe hablarse de convergencia, suma o complementariedad de revelaciones, aunque pueda hablarse del carácter mutuamente complementario de los mundos culturales donde viven y se desarrollan las diversas tradiciones religiosas.
Cabe referirse finalmente a lo que podríamos denominar resolución escatológica de los aspectos revelatorios de las religiones: sólo en el eschaton se dilucidarán su verdadero sentido y valor, así como la relación que guardan con la Revelación en Jesucristo. Sólo en el eschaton podrían eventualmente converger o articularse patentemente quad nos esos aspectos revelatorios con la Revelación pública del Antiguo y del Nuevo Testamento.