Un avanzado proceso de secularismo, que ha pretendido desterrar a Dios de la sociedad, vacía al hombre y lo precipita a su degradación, arrancando los valores centrales de la familia y de la vida. 

La proclamación entusiasta del Evangelio de la familia y de la vida, como «estupenda noticia» y la profundización en la identidad y misión de la Iglesia doméstica, santuario de la vida, como verdad que humaniza plenamente a los esposos, a los hijos y a la humanidad, ocupó un puesto privilegiado en el corazón de Juan Pablo II.

Como Maestro de la fe, su Magisterio aseguró y garantizó la identidad y la dinámica evangelizadora de la familia, única institución en el designio creacional de Dios, capaz de formar integralmente al hombre. Consagró sus energías no sólo para anunciar, sino para liberar la verdad, rescatándola de la tormenta de una crisis en una sociedad enferma, que deshumaniza. Como expresa San Pablo, la verdad es aprisionada y sofocada por la impiedad y la mentira (cfr. Rm 1, 18.25).

Un avanzado proceso de secularismo, que ha pretendido desterrar a Dios de la sociedad, vacía al hombre y lo precipita a su degradación, arrancando los valores centrales de la familia y de la vida. Es la enfermedad del espíritu privado de la verdad que le roba su humanidad, como ya intuía Romano Guardini. El anuncio de la verdad y su liberación, se tornan vigorosa defensa de la familia y de la vida, hoy tan amenazadas.

Fue el centro unificador de su enseñanza la verdad del hombre, su misterio que sólo se manifiesta en plenitud a la luz del misterio del Verbo Encarnado (cfr. GS 22). Por «Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón» (RH 8). El Papa Juan Pablo II clamó para que la humanidad se abra a Cristo que manifiesta al hombre plenamente su misterio. «El hombre no puede escaparse a los ojos de Dios. Buscando esconderse de él, se esconde a sí mismo» (Martin Buber, Il cammino dell’uomo, Ed. Qiqajon, Bose 1990).

Con su experiencia de Pastor en Cracovia, con un bagaje académico que le permitió un diálogo con las culturas fiel a la verdad del hombre y abierto a la esperanza, no sólo con la abundancia y profundidad de sus escritos, sino también con su testimonio y solicitud pastoral, imprimió un dinamismo renovado a la Iglesia en este campo vital y decisivo para el porvenir.

I. El servicio a la familia y a la vida en la Iglesia

a.- La familia, corazón de la evangelización

En una definida perspectiva evangelizadora, porque el anuncio del Evangelio es el respirar de la comunidad cristiana, sus esfuerzos fueron puestos en convergencia 278 con la identidad de la familia según el designio de Dios. La Buena Nueva suscita admiración y es acogida en su originalidad con entusiasmo. El entonces Cardenal Wojtyla fue el Relator generalis del Sínodo sobre la Evangelización que se plasmó en la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, que tan decidida y singular influencia de renovación ha tenido.

La comunidad de los creyentes se vio notablemente enriquecida doctrinal y pastoralmente con la enseñanza de Juan Pablo II. Sobre todo con ese tríptico, centro de referencia indispensable, constituido por: 1) la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, fruto del Sínodo sobre la Familia de 1980, el primero de su Pontificado; 2) la Carta a las Familias, Gratissimam sane, con ocasión del Año Internacional de la Familia, en que retoma, profundizándolos, temas centrales para la identidad de la familia y su misión, y 3) la Encíclica Evangelium vitae, el más vigoroso anuncio y defensa del evangelio de la vida.

Sería necesario emplear mucho espacio para referirse a tantos otros significativos escritos como la Mulieris dignitatem –en que subraya la misión irreemplazable de la mujer como esposa, madre, hermana, y el beneficio que aporta a la sociedad en su progresiva inserción, sin discriminación–; la Carta a los niños –en que aboga en un diálogo lleno de ternura por la dignidad del niño, tantas veces conculcada–; etc.; las «Catequesis del amor humano», recogidas con el título de «Varón y Mujer los creó». Ocupan varios volúmenes las homilías, particularmente de los viajes pastorales, así como los mensajes y discursos, que constituyen una rica mina de enseñanzas. Ha sido un período de aportes densos y múltiples que han dado un dinámico impulso doctrinal y pastoral.

Mención especial merecen los mensajes y las homilías en los Encuentros Mundiales con las familias, del Año de la Familia en Roma (1994), en Río de Janeiro (1997), en el Jubileo de la Familia (2000) y el mensaje televisivo de Manila (2003). Estos Encuentros Mundiales convocados por el Papa fueron hechos de Iglesia en que las familias experimentaron la cercanía amorosa del Sucesor de Pedro y constituyeron una oportunidad singular de asumir compromisos con especial ardor y de ahondar en la riqueza doctrinal, para dar con renovado vigor «razón de nuestra esperanza» (cfr. 1P 3, 15). Juan Pablo II convocó por fin el V Encuentro Mundial para el 2006 en Valencia, España.

El Magisterio del Papa que recordamos hizo presente que la Iglesia doméstica es evangelizada; transformada al calor del Evangelio, ofrece al mundo la verdad recibida. Ella misma se torna modelo, estilo de vida. Los rasgos distintos de fidelidad y defensa de la vida son fuertemente reafirmados. «Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Tienen la mesa en común, pero no el lecho» (Carta a Diogneto, V.7; Funk 1, 318). Sirve así de modo original y especial a la comunidad de los creyentes en la viva transmisión de la fe, sobre todo en la participación litúrgica y la oración. En la plegaria familiar son transmitidos los rudimentos de la fe y se abre el corazón a la paternidad de Dios.

Algunos aspectos de la enseñanza de Juan Pablo II pueden, entre otros, ser registrados como una constante que ha vigorizado de singular manera la reflexión teológica y el compromiso pastoral. Ante los graves y crecientes desafíos presentes, lejos de suscitar desconcierto y una actitud resignada o pesimista, con el ardor de su enseñanza, la Iglesia ha mantenido fresco el entusiasmo responsable fundado en las formidables energías que el Señor derrama sobre las familias.

La plena vigencia de la familia, fundada sobre el matrimonio, y la fidelidad de la gran mayoría, como vivo testimonio, son la mejor respuesta a quienes aseguraban la extinción de esta institución natural que, vuelta añicos por nuevos proyectos culturales y políticos, sería sustituida por otros modelos y alternativas que alteran el tejido sano de la comunión conyugal. Hay signos esperanzadores que suscitan una renovada confianza en el futuro.

b.- Una enseñanza de espesor antropológico iluminante

Es la verdad del hombre la que se quiere poner en tela de juicio, su «misterio», su vocación. Es lo «humanum» lo que se encuentra en peligro. ¿El hombre ha de asistir impotente al drama de su deshumanización, vaciado de los valores que lo realizan como imagen de Dios? ¿Debe rendirse ante una cultura que, mientras parece exaltarlo, le roba su dignidad humana y lo trata como un instrumento y un objeto? Asistimos a la «conspiración» de tantos parlamentos y a las presiones y ambigüedades de toda índole, que llegan a proclamar otros derechos humanos sustitutivos de los que son fundamentales.

La familia sería la negación de la libertad, el lugar de la esclavitud para la mujer, su vocación maternal un obstáculo, culturalmente impuesto a su realización; los hijos una carga pesada, la estabilidad y la fidelidad del amor conyugal una quimera, y no un bien fundamental para el hombre y la sociedad. Se le niega su espesor social, su capacidad de hacer felices a los esposos y a los hijos, haciéndolos verdaderamente humanos.

Se vio la sacralidad e inviolabilidad de la vida humana que corrobora el artículo tercero de la Declaración universal de los derechos humanos, pero, con el recurso a incontables y crueles excepciones, se somete a la ejecución capital al ser más inocente, el «nascituro». Es una masacre mundial que pone de manifiesto a qué degradación conduce la cultura de la muerte.

El embrión es reducido a objeto, a cosa, a material manipulable, víctima de toda clase de experimentos que atentan contra su incolumidad, como en las técnicas de fecundación asistida y con el grave riesgo para la humanidad de la clonación reproductiva y terapéutica. Se repite el mito de la Medusa: todo lo que cae bajo su mirada se convierte en cosa.

La enseñanza del Papa levanta los espíritus, para buscar y encontrar la verdad que redime y libera. En la Gratissimam sane hace resonar el Papa su voz de alarma, al expresar: «En semejante perspectiva antropológica (...) el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto». Y más adelante advierte: «El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente, no tolera el ‘gran misterio’, anunciado en la carta a los Efesios, y lo combate de modo radical» (Grat. san. 19).

Frente a los intentos de desmontar la estructura familiar pieza por pieza, la enseñanza de Juan Pablo II ha sido una barrera moral de autoridad reconocida, incluso por quienes no comparten nuestra fe.

El Santo Padre ha tomado un texto clave del Concilio Vaticano II, al cual muchas veces hace referencia (cfr. Grat. san. 14):

«Como afirma el Concilio, el hombre ‘es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma’» (ibid. 9; GS 24).

Dios ‘ama’ al hombre como un ser semejante a Él, como persona. «Persona significat quod est perfectissimum in tota natura» (Sto. Tomás de Aquino, STh I, q. 29, a. 3). La Encíclica Veritatis splendor enseña: «Es a la luz de la dignidad de la persona –una dignidad que debe ser afirmada por sí misma– como la razón capta el valor moral específico de ciertos bienes, hacia los cuales la persona humana está naturalmente inclinada. Y como la persona humana no puede estar reducida a una libertad de auto-designio, sino que supone una estructura espiritual y corporal, el requerimiento moral y primordial de amar y respetar a la persona, como un fin y nunca como un mero medio, también implica, por su naturaleza, respeto por ciertos bienes fundamentales» (VS, 48). Este hombre, todo hombre, es creado por Dios «por sí mismo» (Grat. san. 9). «Aperta manu clave amoris, creaturae prodierunt» (Sto. Tomás de Aquino, Liber II Sent. dist. 2 prol.). «El nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a ‘encontrarse plenamente’ como persona» (Grat. san. 9). «En efecto, la familia es –más que cualquier otra realidad social– el ambiente en que el hombre puede vivir ‘por sí mismo’» (ibid. 11). Esto es fundamental para mostrar cómo el hombre «imagen» no puede ser tomado y usado como objeto, como instrumento, como «producto», desde el momento de la concepción hasta la muerte natural, grave tentación de una cultura científico-tecnológica que se quiere reservar su dominio como un absoluto: «El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las ‘cosas’ y no de las ‘personas’; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas (...). La mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros (...). Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos» (ibid. 13).

Si «la familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre (...), la más pequeña y primordial comunidad humana» (ibid. 7), «singular comunión de personas» (ibid. 10) en la sociedad, de un «nosotros», «la familia, comunidad de personas, es por consiguiente la primera ‘sociedad’ humana» (ibid. 7). Esto debe traducirse, a la luz del primado de la persona.

El hombre debe ser «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales» (GS 25) y el orden social por tanto y su progreso deben siempre dejar prevalecer el bien de las personas, porque el orden de las cosas debe estar subordinado al orden de las personas (cfr. GS 26).

Esto ha de traducirse en realidad enfrentando los programas de ingeniería social que manipulan a las personas como piezas de ajedrez, en el utilitarismo a que se ha hecho mención, y en una concepción individualista que niega a la familia su dignidad de sujeto social. Ella integra a sus miembros padres e hijos, no tomados separadamente, en un individualismo tal que no responde al conjunto de relaciones personales, que es la familia. En ella tienen significativa y «justa aplicación los derechos de las personas que la componen» (Grat. san. 17).

Ha recomendado vivamente el Papa la Carta de los Derechos de la Familia, valioso instrumento de diálogo, plenamente vigente, que partiendo de los principios morales afirmados, consolida la existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico de la «gran» sociedad (cfr. Grat. san. 17).

Un aspecto digno de tener en cuenta es la defensa del Papa Juan Pablo II de la «soberanía» de la familia. «La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en varios aspectos» (ibid.) y «al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua» (ibid.). La intervención del Estado con relación a la familia debe enmarcarse, en aquello en lo que no es autosuficiente, en el principio de subsidiariedad, en el respeto de los derechos de la familia.

En el texto clave que el Papa comenta según el cual el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios, por sí misma, prosigue profundizando en lo que el Concilio dice a continuación, a saber que el hombre

«no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (GS 24).

A esto consagra no solamente el número 11 de la Gratissimam sane, sino preciosas consideraciones en distintos lugares.

Este don sincero de sí, que realiza al hombre en plenitud, hace que «en este entregarse recíproco se manifieste el carácter esponsal del amor» (Grat. san. 11). Obliga más fuertemente que cualquier bien comprado e imprime «la lógica de la entrega sincera» (ibid.) que entra en la vida del hombre y de la mujer. La conclusión del Papa es contundente: «Sin aquélla, el matrimonio sería vacío» (ibid.).

En la promesa de los esposos –«Prometo serte fiel... todos los días de mi vida»– se enfatiza una fidelidad plena, una entrega de la persona que por su naturaleza es «duradera e irrevocable» (ibid.), abierta a la vida.

En el don sincero de sí se fundan pues las conocidas notas de fidelidad, exclusividad, permanencia hasta la muerte y apertura a la vida, que la Humanae vitae iluminaba con vigor profético (cfr. HV 9) y que Juan Pablo II ahondara notablemente desde la lógica de la entrega. «La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de los esposos» (FC 28). Un amor condicionado, ad tempus, que se cierra a la vida nueva por temor, desconfianza o hedonismo, es una traición a la sinceridad y totalidad de la entrega. «El anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal» (FC 32).

Es la lógica del bien que por su naturaleza es «difusivo», en un amor exigente, que en el misterio de Cristo que se entrega hasta el fin encuentra la fuente de la cual emanan admirables energías. Por la presencia del Resucitado en la Iglesia doméstica, ella que se encuentra al centro de este gran combate entre el bien y el mal, recibe el mandato de «liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre» (Grat.san.23).

c.- A la luz del misterio de Cristo

Todo está referido a Cristo, «Aquel que ha penetrado, de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su corazón» (RH 8). Por eso «los esposos tienen en Cristo un punto de referencia para su amor esponsal» (Grat. san. 19).

Uno de los textos del Concilio más estudiados por el Papa Juan Pablo II (GS 22), es también hilo conductor de la Redemptor hominis: «El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser, debe ‘apropiarse’ y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo» (RH 10).

Por eso la familia debe vivir su vocación en un clima de oración, de diálogo con el Señor que siempre manifiesta su amor y lleva a una mejor comprensión de su naturaleza y misión.

En Cristo, que sale al encuentro de los esposos, la verdad de la familia «puede llegar a ser verdaderamente la gran ‘revelación’, el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos» (Grat. san. 20). El gran misterio de la Carta a los Efesios (cfr. 5, 32), se torna también un valor de gran importancia eclesial. «No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al ‘gran misterio’, unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal» (Grat. san. 19). Esta consideración ha enriquecido los Sínodos continentales, particularmente el de África.

II. Aspectos pastorales

Dice el Papa Juan Pablo II a los Obispos: «El primer responsable de la pastoral familiar en la diócesis es el obispo. Como Padre y Pastor debe prestar particular solicitud a este sector, sin duda prioritario, de la pastoral. A él debe dedicar interés, atención, tiempo, personas, recursos; y sobre todo apoyo personal a las familias y a cuantos, en las diversas estructuras diocesanas, le ayudan en la pastoral de la familia» (FC 73).

Esto que como Pastor recomienda, primero lo ha hecho realidad en su ministerio.

Se refiere a un sector sin duda prioritario de la pastoral. La evangelización y el futuro de la humanidad pasan por la familia (cfr. FC 86), lo mismo que el porvenir de la Iglesia que el Señor acompaña hasta el fin de los tiempos. No la abandonará sino que derramará sobre ella la abundancia de sus gracias.

Deber principal de los maestros de la fe es el de repartir el pan de la verdad. Para ello recomienda a los sacerdotes que su enseñanza y sus consejos estén siempre en consonancia con el Magisterio auténtico de la Iglesia, cuidando con todo empeño la unidad de sus juicios, para evitar a los fieles ansiedades de conciencia (cfr. FC 73).

Especial importancia concede el Papa a la preparación de los Agentes de Pastoral ante unos desafíos tan complejos y exigentes, en instituciones adecuadas académica y pastoralmente para tal cometido.

Hoy las Conferencias Episcopales reconocen e impulsan la dimensión prioritaria de la pastoral familiar y sus estructuras cuentan con Comisiones Episcopales para la familia y la vida.

Siguiendo las pautas renovadoras del Sínodo de la familia, erigió, con honda intuición, el Pontificio Consejo para la Familia, el Pontificio Instituto para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia que lleva su nombre, en la Universidad Lateranense, y posteriormente la Academia Pontificia para la Vida.

III. Cometidos sociales y políticos

El Papa Juan Pablo II puso especial atención a que la familia no se encierre en sí misma, sino que se abra plenamente a la sociedad con la cual «posee vínculos vitales y orgánicos», porque es su principio y fundamento, y como recuerda Familiaris consortio citando al Concilio Vaticano II, su «célula primera y vital» (cfr. FC 42; AA 11).

El Sínodo de la familia recordó que «la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana...» (FC 43).

«No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa de los padres cristianos...» proclamó Juan Pablo II a las familias chilenas en el encuentro de Rodelillo, Valparaíso, en 1987.

(...) Así resonó su palabra llena de autoridad ante el mito de la sobrepoblación que sirve de recurso para un control natal irrespetuoso e inhumano, con políticas que son instrumento de nuevas ideologías contra los más débiles.

Pone en guardia contra una sociedad cada vez más masificada y despersonalizada, que se vuelve inhumana y deshumanizante (cfr. FC 43).

La familia es una forma insustituible de expresión social y ofrece una contribución original. Por eso el bien de la familia constituye un bien indispensable e irrenunciable. Las familias deben esforzarse para que «las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia» (FC 44). Numerosas familias sufren el desconocimiento de estos derechos por parte de instituciones y leyes (cfr. FC 46).

Juan Pablo II fue el abogado universal de los derechos fundamentales de la familia, en los grandes foros mundiales, ante los jefes de Estado, en los Parlamentos, en el diálogo con los políticos. Fue un decidido defensor de los derechos sobre todo de las familias pobres, de los pueblos pobres sometidos a políticas arbitrarias de los poderosos que sin respetar su soberanía los invaden con presiones y exigencias indebidas, reñidas con su cultura y dignidad. Así resonó su palabra llena de autoridad ante el mito de la sobrepoblación que sirve de recurso para un control natal irrespetuoso e inhumano, con políticas que son instrumento de nuevas ideologías contra los más débiles.

Rebatió la concepción neo-malthusiana que excluye del banquete de la vida a los menos favorecidos y privilegia el dominio y la opulencia de los prepotentes. Asumió plenamente el desafío del Discurso de Pablo VI a la Asamblea General de las Naciones Unidas (4/10/1965): «Vuestra tarea es hacer de modo que abunde el pan en la mesa de la humanidad y no auspiciar un control artificial de los nacimientos, que sería irracional, con miras a disminuir el número de convidados al banquete de la vida».

El Papa Juan Pablo II interpeló a los jefes de Estado ante los falsos estilos de vida que se pretendía imponer en la conferencia de El Cairo, e invitó a los legisladores a que no den curso a leyes inicuas, sino a un cuerpo de leyes que apoyen y permitan el cumplimiento de la misión de la familia.

Denuncia el Papa los riesgos de una cultura de la muerte que ha llegado hasta el colmo, en una extendida confusión conceptual, propia de una sociedad enferma, de convertir el delito en derecho (cfr. EV 11).

Frente a los problemas enormes y dramáticos de la justicia en el mundo, de la libertad y de la paz, la familia cristiana «constituye una energía interior que origina, difunde y desarrolla la justicia, la reconciliación, la fraternidad y la paz entre los hombres» (FC 48). Apeló a un nuevo orden internacional, ante las dimensiones mundiales que caracterizan los problemas sociales.

La familia consciente de su papel social y político, que constituye un bien para la humanidad, está llamada a ser corazón de la civilización del amor. Fue este el tema del primer Encuentro Mundial con las familias, en Roma, 1994.

Es impresionante la insistencia de Juan Pablo II para que se entienda cómo la sistemática y programada hostilidad contra la familia y la vida destruye el tejido social y cercena las esperanzas de los pueblos que no pueden prometerse así un porvenir digno del hombre. Ante los fenómenos de progresivo deterioro de la familia, por legislaciones inicuas, la enseñanza de Juan Pablo II se levanta como una conciencia crítica, forjada en el Evangelio que a la vez invita a propugnar por todo lo que realmente humaniza al hombre. Es ésta una grave responsabilidad de los políticos.

La democracia no debe convertirse en una dictadura de las mayorías en los parlamentos, de espaldas al verdadero bien de la sociedad. Es una forma de «verdad política» que se impone arbitrariamente. Recomienda el Papa el respeto al espíritu de la ley. «Esto significa que las leyes, sean cuales fueren los campos en que interviene o se ve obligado a intervenir el legislador, tienen que respetar y promover siempre a las personas humanas en sus diversas exigencias espirituales y materiales, individuales, familiares y sociales. Por tanto, una ley que no respete el derecho a la vida del ser humano –desde la concepción a la muerte natural, sea cual fuere la condición en que se encuentra, sano o enfermo, todavía en estado embrionario, anciano o en estadio terminal– no es una ley conforme al designio divino» (Juan Pablo II, Discurso durante el Jubileo de Gobernantes, Parlamentarios y Políticos, 4/11/2000).

En la Carta a Diogneto leemos: «lo que es el alma en el cuerpo, esto son los cristianos en el mundo» (VI.1, Funk 322). El Evangelio de la familia ha de resonar en el mundo y debe suscitar «aquel asombro originario que, en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: ‘Es hueso de mis huesos y carne de mi carne’ (Gn 2, 23)» (Grat. san. 19). Es la realidad del matrimonio, patrimonio de la humanidad, que el Señor elevó a la altísima dignidad de sacramento, en la abundancia de su amor. Al Evangelio que reanima y humaniza el mundo, Juan Pablo II consagró lo mejor de sus preciosas energías.

La democracia no debe convertirse en una dictadura de las mayorías en los parlamentos, de espaldas al verdadero bien de la sociedad. Es una forma de «verdad política» que se impone arbitrariamente.


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