Juan Pablo II nos impulsa a tener la valentía de la verdad mediante un serio y clarividente diálogo «circular» que comprometa simultáneamente y sin prejuicios la razón y la fe. Sin esta valentía no podrá haber nunca una verdadera cultura de la libertad.
«¿Estamos en uno de los períodos más complejos y decisivos de la historia humana? ¿Se trata de un tiempo que marca un fin o un comienzo?» Estas dos preguntas las planteó Juan Pablo II. Son palabras que nos recuerdan la actitud con que san Agustín afrontó la caída del Imperio romano por obra de los bárbaros: ¿estamos al final o al inicio de una nueva época de la humanidad? Con esas dos preguntas el Papa Juan Pablo introdujo, el 17 de agosto de 1998, en el palacio pontificio de Castelgandolfo, el coloquio internacional organizado por el Instituto de ciencias humanas de Viena sobre el tema: «Al final del milenio: tiempo y modernidad» (cf. L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de agosto de 1998, p. 2). Un coloquio que parece haber encontrado eco en las páginas de su último y reciente libro: «Memoria e Identidad».
Las respuestas que dieron los estudiosos presentes en ese coloquio a las preguntas de Juan Pablo II fueron muy articuladas, pero todas se orientaban sustancialmente en sentido afirmativo. Quisiera referir, en síntesis, sólo una muy actual: la del politólogo americano Zbigniew Brzezinski. Se mostró muy preocupado, entre otras cosas, por la «escasa capacidad de control sobre el progreso científico» que la humanidad está mostrando tener, por ejemplo en el vasto campo de las manipulaciones genéticas (fecundación humana artificial sin límites, clonación, etc.), que son inaceptables desde una perspectiva verdaderamente humanista. «La dinámica de la ciencia –dijo– puede poner en peligro la base humanística de la democracia y el respeto al carácter sagrado de la vida humana» y añadió, haciéndose eco de repetidas enseñanzas de la doctrina social de la Iglesia, que no se deben separar «democracia» y «valores», porque de lo contrario «la anarquía política global podría confrontarse con la anarquía intelectual global».
De cualquier modo, la respuesta más clara y concisa a las preguntas planteadas por el Papa con ocasión de aquel coloquio la dio, pocas semanas después, el mismo Juan Pablo II en el discurso que dirigió a un grupo de obispos de Estados Unidos que realizaban la visita ad limina: «Estamos llegando al fin de un siglo que comenzó con confianza en las posibilidades de un progreso casi ilimitado de la humanidad, pero que ahora termina con un miedo generalizado y en medio de la confusión moral. Si queremos una primavera del espíritu humano, debemos redescubrir los fundamentos de la esperanza» (cf. Discurso a la 50a Asamblea general de la ONU, nn. 16-18, 5 de octubre de 1995).
Pero, ¿cuál ha sido la causa principal de esta situación de «miedo generalizado y confusión moral»?, y ¿dónde es preciso redescubrir, en este inicio del tercer milenio, «los fundamentos de la esperanza»?
De acuerdo con el magisterio constante y tenaz de Juan Pablo II, la única esperanza fundada de un futuro mejor –más justo y pacífico para la humanidad– reside en el redescubrimiento moral y en la tutela jurídica del íntimo e inseparable vínculo que existe entre estos dos términos: «libertad» y «verdad».
En efecto, el Papa Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae, hablando del concepto de «libertad» y de sus elementos constitutivos esenciales, escribe: «la libertad reniega de sí misma, se autodestruye (...) cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho» (n. 19).
El mal de dos utopías ideológicas
Ciertamente, se puede decir –y Juan Pablo II lo trata ampliamente en los dos primeros capítulos de su libro «Memoria e Identidad»– que todo el magisterio social de la Iglesia en el siglo pasado , y también ahora, está impulsado sobre todo por la necesidad de defender las conciencias de los cristianos y la humanidad entera contra el mal intrínseco de dos grandes utopías ideológicas, que se convirtieron también en sistemas políticos a escala mundial: la utopía totalitaria de la justicia sin libertad y la utopía libertaria de la libertad sin verdad. En efecto, en 1993, hablando al mundo de la cultura en la universidad de Vilna, Juan Pablo II ya había dicho: «Totalitarismos de signo opuesto y democracias enfermas han revolucionado la historia de nuestro siglo».
La primera utopía, la de la justicia sin libertad –y con ella los sistemas políticos totalitarios que de varias formas la habían encarnado– está ya en camino de decadencia y extinción, al menos en Europa y en América, pero no sin haber dejado tras de sí un inmenso mal, un cúmulo de ruinas espirituales y sociales.
En cambio, la segunda utopía, la de la libertad sin verdad, por desgracia, está en fase de creciente expansión en el mundo democrático. Desarrollada en el hábitat filosófico del relativismo agnóstico, encontró su gran instrumento legislativo –y, por tanto, social y político– en el positivismo jurídico estricto. En efecto, para este sistema –que de forma explícita o implícita niega los postulados de la ética natural– no es la verdad objetiva la que asegura la racionalidad jurídica y la legalidad moral de las leyes o de las sentencias, sino sólo la verdad relativa o convencional, fruto pragmático del compromiso estadístico o político.
Por eso, durante el Encuentro mundial de profesores universitarios, en el año 2000, advirtió: «Es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el verdadero sentido de la democracia, auténtica conquista de la cultura. En efecto, sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley. En realidad, «el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve». (…)En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva» (9 IX. 2000)
No por casualidad el máximo exponente del positivismo jurídico, Hans Kelsen, comentando la pregunta evangélica de Pilato a Jesús: «¿Qué es la verdad?» (Jn 18, 38), escribía que en realidad esta pregunta del pragmático hombre político contenía en sí misma la respuesta: la verdad es inalcanzable; por eso, Pilato, sin esperar la respuesta de Jesús, se dirige a la muchedumbre y pregunta: «¿Queréis que libere al rey de los judíos?». Al actuar así –concluye Kelsen–, Pilato se comporta como un perfecto demócrata, es decir, deja el problema de establecer qué es la verdad y la justicia a la opinión de la mayoría, a pesar de que él estaba convencido de la completa inocencia del Nazareno.
Meditando en el mismo dramático proceso de Jesús, Juan Pablo II escribió: «Así pues, la condena de Dios por parte del hombre no se basa en la verdad, sino en la prepotencia, en una engañosa conjura. ¿No es exactamente esta la verdad de la historia del hombre, la verdad de nuestro siglo? En nuestros días, semejante condena ha sido repetida en numerosos tribunales en el ámbito de regímenes de opresión totalitaria. Pero ¿no se repite igualmente en los parlamentos democráticos cuando, por ejemplo, mediante una ley emitida regularmente, se condena a muerte al hombre aún no nacido?» Esta afirmación, a la que alude su último libro «Memoria e Identidad», ya se encontraba en la obra anterior: «Cruzando el umbral de la esperanza».
En efecto, es preciso constatar, con Juan Pablo II, que en la segunda mitad del siglo XX el agnosticismo religioso y el relativismo moral y jurídico, frutos amargos del inmanentismo filosófico, han configurado un tipo de sociedad democrática «enferma», en su mayoría materialista y permisiva, alejada no sólo de las verdades trascendentes sobre el destino eterno del hombre, sino también de las exigencias elementales de la moral natural.
Basta pensar en la depreciación del matrimonio (al cual se tiende a equiparar las «uniones de hecho», incluso de homosexuales), en la fácil disolución del vínculo matrimonial (el así llamado «divorcio exprés») y, por consiguiente, en el debilitamiento de la estabilidad familiar, en el permisivismo legal o de hecho ante la difusión de la violencia y de la pornografía, de la droga, del aborto, de la eutanasia, de las «aberrantes manipulaciones genéticas», a las que ya aludía Brzezinski en el citado coloquio de Castelgandolfo. Con razón, resumía el Papa esta situación hace siete años con la frase lapidaria que he referido antes: «Estamos llegando al fin de un siglo que (...) ahora termina con un miedo generalizado y en medio de la confusión moral».
Redescubrir la esperanza
Pero no es propio del genio profético de Juan Pablo II, como no lo es del Magisterio de la Iglesia, limitarse a denunciar el mal que existe, sin ofrecer al mismo tiempo los remedios adecuados. Juan Pablo II es consciente de que es mensajero del poder salvador de Cristo. Por eso, remitiendo a los contenidos de su histórico discurso a la Asamblea general de las Naciones Unidas en 1995, añade: «Si queremos una primavera del espíritu humano, debemos redescubrir los fundamentos de la esperanza». Y es precisamente en ese discurso a la ONU donde Juan Pablo II, hablando a la asamblea más interétnica e interreligiosa del mundo, ofrece el único remedio posible contra la utopía libertaria que amenaza con hacer que la convivencia humana degenere en una sociedad salvaje.
En efecto, después de afirmar que «la libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre» añade inmediatamente que la «cuestión fundamental» que se debe afrontar «es la del uso responsable de la libertad» y, con este fin, es preciso que la atención de todos –filósofos, juristas, políticos, sociólogos,...– se centre en la cuestión concreta «de la estructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad». En otras palabras, no puede haber una auténtica cultura democrática sino respetando la «estructura moral de la libertad».
Pero, ¿dónde pueden encontrar todos los hombres (de cualquier nacionalidad y tradición cultural) el elemento fundamental de esta estructura moral y de esta cultura universal de la libertad? Juan Pablo II, en ese mismo discurso, aclara inmediatamente las posibles dudas e incertidumbres de su auditorio tan variado con las siguientes frases lapidarias, que constituyen un desafío para la inteligencia –para la recta ratio– de todo hombre honrado:
«La libertad posee una ‘lógica’ interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje: y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno, es en realidad la garantía del futuro de la libertad».
Así pues, Juan Pablo II identifica el elemento fundamental de la «estructura moral de la libertad» en la «verdad» y, más concretamente, en la gran «verdad sobre el hombre», que puede ser conocida universalmente. En efecto, precisamente de esta concreta «verdad sobre el hombre» brotan los contenidos de todas las demás verdades –dignidad de la persona, sus derechos fundamentales inalienables, naturaleza del matrimonio, de la familia, de la sociedad...–, las cuales verdades objetivas determinan a su vez los espacios y los límites de desarrollo de la auténtica libertad. Así, estructurada con esta «lógica» interna, la libertad se actúa de modo racional –inteligente– y moralmente firme, es decir, con exclusión de la licencia en el ámbito personal y del arbitrio en el ámbito social y político.
Es precisamente la falta de esta «estructura moral», de esta auténtica «cultura» de la libertad y de los derechos humanos lo que está dando lugar a la decadencia cultural y de civilización, producida por la «utopía libertaria» difundida en algunas naciones [1] Reafirmando esta «cultura» la humanidad puede recuperar las razones fundadas de su esperanza, y las democracias «enfermas» se pueden curar de los males sociales que las afligen. Se trata de salvar la libertad para recuperar la esperanza.
La libertad «desnaturalizada»
Con razón, algunos filósofos como Maritain, Del Noce o Possenti, y juristas como Cotta, Hervada o Finnis (e incluso recientemente pensadores liberales como, por ejemplo, Galli della Logia, en diálogo con el cardenal Ratzinger), aunque la lista podría ampliarse, han destacado que los clásicos anteriores a la difusión dogmática de la ideología libertaria interpretaron siempre la democracia como un ordenamiento social de libertad que tiene márgenes naturales [2]. No se trata de límites exteriores, impuestos autoritariamente desde fuera (tendencia totalitaria) o impuestos a través de un simple acuerdo, o pacto, que puede ser conocido universalmente (tendencia liberal-radical). Sino de márgenes que tienen un fundamento intrínseco: la ley moral natural.
En este sentido, ha dicho Juan Pablo II: «La ley natural, en cuanto regula las relaciones interhumanas, se califica como «derecho natural» y, como tal, exige el respeto integral de la dignidad de cada persona en la búsqueda del bien común. Una concepción auténtica del derecho natural, entendido como tutela de la eminente e inalienable dignidad de todo ser humano, es garantía de igualdad y da contenido verdadero a los «derechos del hombre», que constituyen el fundamento de las Declaraciones internacionales. En efecto, los derechos del hombre deben referirse a lo que el hombre es por naturaleza y en virtud de su dignidad, y no a las expresiones de opciones subjetivas propias de los que gozan del poder de participar en la vida social o de los que obtienen el consenso de la mayoría» (Discurso a los participantes en la asamblea general de la Academia pontificia para la vida, 27 II.02)
Por desgracia, la ideología libertaria, con su consiguiente relativismo moral, al quitar a la democracia su fundamento de principios y valores objetivos, ha difuminado peligrosamente los límites de la racionalidad y de la legitimidad de la norma. Eso ha debilitado profundamente el ordenamiento jurídico democrático ante la tentación de una libertad desnaturalizada, es decir, de una libertad sin los límites realmente liberadores de la verdad objetiva sobre la dignidad del hombre y sobre los derechos inalienables de la persona humana (o sea, derechos verdaderos, inseparables de la naturaleza del hombre).
Frente a la evidencia social de esta crisis del derecho y de la legalidad, los dogmáticos del positivismo jurídico estricto y de la así llamada ética laica (es decir, la que, suprimidas de los contenidos éticos las relaciones del hombre con Dios y del hombre consigo mismo, ha reducido la moral únicamente a las relaciones inter-subjetivas) buscan afanosamente criterios válidos para salir de la crisis, criterios que puedan proporcionar fundamentos sólidos para las decisiones jurídicas, para los programas políticos y para sus proyectos sociales. Pero tales criterios no llegan más allá de los ofrecidos por conceptos como la opinión de la mayoría, el orden de los valores democráticamente reconocido o el que se suele llamar la verdad convencional.
La razón es obvia: la filosofía radical-liberal o libertaria, en la que se inspiran, hace imposible la afirmación de una verdad objetiva sobre el hombre, es decir, de una verdad incondicional: que sea independiente del número, que consista en las convicciones más que en las convenciones, que no se deje reducir sólo a las opiniones personales o al mero orden de valores reconocidos de hecho en una sociedad, en una palabra, que sea una verdad natural, no artificial; objetiva, no subjetiva; que, como demuestra la historia misma de la cultura, se presenta a la razón antes de que sea iluminada por la Revelación cristiana; en definitiva, de una verdad que precede y que va más allá del concepto mismo de democracia y que no puede ser negada por ésta (cf. J. Herranz, «L’agonia del Diritto agnostico», en Studi Cattolici, abril de 1994, pp. 166-171).
«Los elementos constitutivos de la verdad objetiva sobre el hombre –dijo Juan Pablo II– y su dignidad están arraigados profundamente en la recta ratio, en la ética y en el derecho natural: son valores anteriores a todo ordenamiento jurídico positivo y que la legislación, en el Estado de derecho, debe tutelar siempre, protegiéndolos del arbitrio de cualquier persona y de la arrogancia de los poderosos» (Discurso a los participantes en dos congresos internacionales sobre el derecho y la familia, 24 V. 96)
Persona y ley
Ya se sabe que la ética laica y el positivismo jurídico estricto (es decir, el que rechaza los postulados de la ley «escrita en el corazón de cada uno», ya intuida y razonada por la filosofía griega [3] y por el derecho romano [4] al margen del Decálogo y antes de la Revelación cristiana) propugnan una separación dogmática entre «moral privada» y «ética pública». La moral privada se fundaría en los principios filosóficos particulares o en las convicciones religiosas de cada individuo y, por eso, debería ser circunscrita al ámbito y al juicio de la conciencia personal de cada ciudadano; en cambio, la ética pública sería la que es determinada únicamente por el consenso mayoritario de la comunidad, es decir, por la verdad convencional a la que acabamos de aludir. Por eso, la ética pública sería la única fuente de los valores capaces de ofrecer democráticamente una estructura moral a las leyes y, consiguientemente, al ejercicio legítimo de la libertad.
Sin embargo, parece que esta separación absoluta, admitida en muchos sistemas democráticos, en el fondo se apoya en un concepto muy pobre del derecho y de la ley –cuya racionalidad objetiva y cuya función pedagógica de hecho son ignoradas, pero también en un concepto igualmente pobre tanto de la libertad como de la persona humana; de la libertad, porque no puede entenderse razonablemente –en sentido moral– como una absoluta y siempre legítima posibilidad de opción, incluso del mal; de la persona, porque no se puede negar al hombre –sin ofender su dignidad– la capacidad de llegar mediante la razón al conocimiento de la verdad: por sí solo o ayudado precisamente por la función pedagógica de la ley.
En su libro «Memoria e Identidad», Juan Pablo II, desarrollando lo que había escrito en el número 101 de la encíclica Veritatis splendor, refiriéndose al «peligro de la alianza entre democracia y relativismo ético», escribe: «Después de la caída de los sistemas totalitarios, las sociedades se sintieron libres, pero casi simultáneamente surgió un problema de fondo: el del uso de la libertad. (...) El peligro de la situación actual consiste en que en el uso de la libertad, se pretende prescindir de la dimensión ética, de la consideración del bien y el mal moral. Ciertos modos de entender la libertad, que hoy tienen gran eco en la opinión pública, distraen la atención del hombre sobre la responsabilidad ética. Hoy se hace hincapié únicamente en la libertad. Se dice que lo importante es ser libre; serlo del todo, sin frenos ni ataduras, obrando según los propios juicios, que, en realidad, son frecuentemente simples caprichos. Ciertamente, una tal forma de liberalismo merece el calificativo de simplista. Pero, en cualquier caso, su influjo es potencialmente devastador» («Memoria e Identidad», Madrid, 2005).
No creo que a estas consideraciones se las pueda tachar, desde el punto de vista metodológico, de una especie de «fundamentalismo», de mezcla conceptual entre moral cristiana y ley civil. En efecto, es verdad que el derecho se ocupa del orden social; es decir, atañe al conjunto de leyes y costumbres legítimas que ordenan la comunidad civil, la convivencia social. Pero si el hecho más destacado y positivo del progreso de la ciencia del derecho en las sociedades democráticas, especialmente en el siglo XX, fue precisamente el de poner en el centro de la realidad jurídica a su verdadero protagonista, el hombre, fundamento y fin de la sociedad, es obvio que el derecho de una sana democracia debe tener en cuenta –y esta es una exigencia moral ineludible– cuál es la «verdad sobre el hombre»; es decir, debe reconocer y tutelar el conjunto de exigencias –personales y sociales– que brotan de la estructura ontológica de la persona humana, en cuanto ser dotado de una naturaleza, dignidad y finalidad particulares.
Con razón –incluso desde el punto de vista de la filosofía del derecho– dijo Juan Pablo II en el citado discurso a la ONU que esta «referencia a la verdad sobre el hombre», sobre la que debe apoyarse la ley, «lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad», constituye en realidad «la garantía del futuro de la libertad». En efecto, teniendo en cuenta el carácter central de la persona en el derecho (piénsese, por ejemplo, en la Declaración universal de derechos humanos) y también teniendo en cuenta que la persona humana es lo que es –no lo que una u otra mayoría de opiniones piensa que es–, se deduce que la ley realmente justa no puede apoyarse en una verdad convencional u opinable, sino que necesariamente debe tener en cuenta cuál es la verdad ontológica de la persona humana: la naturaleza de su ser, no sólo animal e instintivo, sino también inteligente, libre y con una dimensión trascendente y religiosa del espíritu que la ley no puede ignorar o mortificar [5].
De lo contrario, el derecho –aunque se lo quisiera llamar democrático y basado en una ética pública– sería antinatural, esencialmente inmoral, instrumento del fundamentalismo laicista, es decir, de un ordenamiento social totalitario, muy lejano del recto concepto de laicidad del Estado. Aquí no hay espacio para el relativismo ético, como no hay espacio para defender la legitimidad de un derecho positivo divorciado de la moral, es decir, de la misma «verdad sobre el hombre» que determina los contenidos y los límites de su libertad.
La verdad sobre el hombre
En las Actas de un simposio sobre el tema «Secularización y laicidad en la experiencia democrática moderna» se lee esta incisiva afirmación, fruto evidente de una dolorosa experiencia: «La dignidad de la persona no se salva con declaraciones solemnes que tanto se reiteran en períodos de crisis, de desconfianza hacia el futuro, entre la desesperación y la utopía. El hombre únicamente recupera la seguridad y la confianza cuando vuelve a tener conciencia de que su dignidad es intocable, no porque así lo haya decidido un Parlamento o una Asamblea, sino porque así lo determina su propio ser personal» (J. Vidal Gallardo, Actas del Simposio «Secularidad y laicidad en la experiencia democrática moderna», San Sebastián 1996, p. 109).
Aludiendo, como ejemplo, a las presiones políticas para que algunos Parlamentos reconozcan las uniones homosexuales como una forma alternativa de familia, dice Juan Pablo II: «Se puede, más aún, se debe plantear la cuestión sobre la presencia en este caso de otra ideología del mal, tal vez más insidiosa y celada, que intenta instrumentalizar incluso los derechos del hombre contra el hombre y contra la familia. ¿Por qué ocurre esto? ¿Cuál es la raíz de estas ideologías post-ilustradas? La respuesta, en realidad, es sencilla: simplemente porque se rechazó a Dios como Creador y, por ende, como fundamento para determinar lo que es bueno y lo que es malo. Se rehusó la noción de lo que, de la manera más profunda, nos constituye en seres humanos, es decir, el concepto de naturaleza humana como «dato real», poniendo en su lugar un «producto del pensamiento», libremente formado y que cambia libremente según las circunstancias» («Memoria e Identidad», p. 25).
Estas palabras parecen un eco de la conocida sentencia de Antonio Rosmini: «La persona es la ley» y reflejan la urgencia y la tenacidad con que Juan Pablo II pide fundar la estructura moral de la libertad (y, por consiguiente, de la ley) en la «verdad del hombre».
En efecto, no cabe duda de que en la actual encrucijada de la historia ha cobrado una importancia y una urgencia particulares la necesidad de dejar bien claro cuál es la realidad de la persona humana, radicalmente diversa de todos los demás seres existentes. Porque esta cuestión, rigurosamente filosófica, tiene consecuencias muy graves y decisivas para el futuro de la humanidad: tanto en el campo de la ciencia, y especialmente de la biología y de la genética, como en el del derecho, la sociología y la política.
Para los creyentes, la «verdad sobre el hombre» no es una cuestión problemática, sino una verdad plenamente adquirida, revelada. «¿Cuál es, por tanto, el ser que debe venir a la existencia rodeado de tal consideración?», preguntaba san Juan Crisóstomo, al considerar la grandeza de este ser singular creado por Dios «a su imagen» (Gn 1, 27) y, por ello, inteligente y libre, consciente y responsable; redimido del pecado y de la muerte por el sacrificio del mismo Dios hecho hombre; elevado a la condición de hijo adoptivo de Dios y llamado a compartir, con el conocimiento y el amor, la vida de su Creador. Y respondía el mismo san Juan Crisóstomo: «Es el hombre, grande y maravillosa figura viva, más valioso a los ojos de Dios que toda la creación; es el hombre; para él existen el cielo y la tierra, el mar y la creación entera» (Sermones in Genesim, 2,1: PG 54, 587 d-588 a).
Por ello, Juan Pablo II en su primera encíclica, Redemptor hominis, escribió: «Cristo Redentor (...) revela plenamente el hombre al mismo hombre. Tal es –si se puede expresar así– la dimensión humana del misterio de la Redención. En esta dimensión el hombre vuelve a encontrar la grandeza, la dignidad y el valor propios de su humanidad (...) El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo –no solamente según criterios y medidas del propio ser inmediatos, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes–, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. (...) En realidad, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, buena nueva» (n. 10).
Pero, ¿cuál es la «verdad del hombre» para los no creyentes, para las inteligencias no iluminadas aún por la fe? Como he dicho hace poco, la respuesta a esta apremiante pregunta –por parte de la filosofía de las ciencias biológicas– conlleva graves y decisivas consecuencias para el futuro no sólo de la libertad y de la democracia, sino también de la humanidad entera. Por eso, precisamente acerca de esta cuestión primaria resulta más urgente –como Juan Pablo II deseaba en su encíclica Fides et ratio– el diálogo sereno y constructivo entre la filosofía y la Revelación, entre Atenas y Jerusalén, entre la razón y la fe.
«La Revelación –dijo el Papa– propone claramente algunas verdades que, aun no siendo por naturaleza inaccesibles a la razón, tal vez no hubieran sido nunca descubiertas por ella, si se la hubiera dejado sola» (Fides et ratio, 76). Por eso, a propósito de la expresión «circularidad entre fe y filosofía» que aparece en la encíclica (cf. ib., 73), el cardenal Ratzinger comentó que se entiende en el sentido de que la teología parte de la palabra de Dios, «pero, dado que esta palabra es verdad, la colocará siempre en relación con la búsqueda humana de la verdad, con el compromiso de la razón por la verdad»; a su vez, también la filosofía «del mismo modo que debe estar a la escucha de los descubrimientos empíricos, que se realizan en las diversas ciencias, así debería también tomar en consideración la sagrada tradición de las religiones y sobre todo el mensaje de la Biblia» (Conferencia sobre la encíclica «Fides et ratio», 17 XI. 98).
En este horizonte de la «circularidad entre fe y filosofía», de su diálogo, es decir, en la búsqueda humana de la verdad, se sitúa ciertamente la cuestión primaria de la «verdad sobre el hombre», sobre la persona humana. Lo recordó expresamente Juan Pablo II: «Incluso la concepción de la persona como ser espiritual es una originalidad peculiar de la fe. El anuncio cristiano de la dignidad, de la igualdad y de la libertad de los hombres ha influido ciertamente en la reflexión filosófica que los modernos han llevado a cabo» (Fides et ratio, 76).
Pensando en la necesidad de desarrollar aún más esta reflexión filosófica –metafísica– en diálogo constructivo con el mensaje bíblico sobre la dignidad del ser persona, pero también estando atentos a los descubrimientos aportados por las ciencias biológicas y genéticas sobre el origen y el desarrollo del ser humano, me parece que se plantea en primer lugar un desafío: superar precisamente los prejuicios. Sin este requisito metodológico primario, el diálogo «circular» y constructivo entre fe y filosofía, entre biología y metafísica, no sería posible. Sin embargo, debe ser posible. Porque –conviene repetirlo– la noción de persona humana, la «verdad sobre el hombre» no es una cuestión meramente académica, sino un profundo problema existencial, sin cuya solución –en el ámbito de la razón– no sería posible recuperar el sentido y el valor de la ética y del derecho: es decir, «la estructura moral de la libertad».
Este es el desafío que plantea tenazmente el magisterio profético de Juan Pablo II: la esperanza fundada de un futuro de bien –más justo y pacífico– para la humanidad reside en el redescubrimiento ético y en la defensa jurídica del íntimo vínculo que existe entre estos dos términos inseparables: «libertad» y «verdad». Él mismo ha dicho: «Una cultura sin verdad no es una garantía, sino más bien un peligro para la libertad» (Discurso a los participantes en el encuentro mundial de profesores universitarios, 15 IX. 2000).
Juan Pablo II nos impulsa a tener la valentía de la verdad mediante un serio y clarividente diálogo «circular» que comprometa simultáneamente y sin prejuicios la razón y la fe. Sin esta valentía no podrá haber nunca una verdadera cultura de la libertad: de la libertad natural, que se funda en la misma dignidad de la naturaleza creada del hombre, y de la otra libertad más alta –la libertad de los hijos de Dios, contra la esclavitud del pecado y de la muerte–, que Cristo Redentor nos conquistó en la cruz.