En los países desarrollados está naciendo la «tercera mujer», que no llega a ser libre contra el hombre ni imitándolo, sino descubriendo su propio «genio» femenino, no en antítesis con el hombre, sino junto al mismo.

La definición de los roles distintos del hombre y la mujer se remonta al neolítico, en que los hombres pasaron de una actividad centrada sobre todo en la apropiación (caza, pesca, cosecha) a una actividad laboral basada predominantemente en la agricultura y la crianza, con consecuencias relevantes en el estilo de vida: mutación del ambiente natural, incremento demográfico, acumulación de bienes y riquezas, desarrollo de nuevas tecnologías, nacimiento de la civilización urbana. Esta revolución del neolítico introdujo jerarquías sociales precisas. El hombre y la mujer asumieron roles diferentes, complementarios y ambos necesarios para la familia: el hombre, la actividad laboral; la mujer, la procreación, la crianza de los hijos y la custodia de la casa.

Los hombres descubrieron entonces las instituciones de la civilización: la religión, el culto de los muertos, los matrimonios. Como mostraron Vico (Ciencia nueva) y Lucrecio, con anterioridad a él: «Se hicieron luego, con el tiempo, cabañas, / Aprendieron a hacer uso de las pieles y el fuego; / Y a la mujer le bastó estar unida con un solo hombre / En una sola unión, de manera que los padres / Conocieron a los hijos nacidos de su sangre» (De rerum natura, V. 1101-5).

Fue primordial, en todas las civilizaciones tradicionales, el rol de la familia y la casa, en la cual conviven el hombre y la mujer (dominus el primero y domina la segunda, dos palabras derivadas de domus), junto con los ancianos y los hijos. La familia fue polígama durante largo tiempo, y el cristianismo la transformó en unión monógama y patrilineal, en la cual las relaciones sexuales se institucionalizan con prohibiciones precisas, como el incesto y las relaciones prematrimoniales, y promesas inviolables, como la mutua fidelidad. La familia, constituida por personas que vivían bajo el mismo techo, constituía una comunidad económica y ético-religiosa, que desempeñaba casi todas las funciones sociales: producción, consumo, procreación, educación, asistencia.

Y este tipo de familia, basado en divisiones precisas de roles entre el hombre y la mujer, sólo entra en crisis con otra revolución, producida por la modernización, la industrialización y la urbanización. En la transición de la civilización agrícola a la industrial, el número de componentes de la familia se redujo, convirtiéndose así en familia nuclear, es decir, constituida por los cónyuges y pocos hijos. Ambos componentes del núcleo familiar entran en la actividad laboral, que ahora se desarrolla casi siempre fuera de la casa, y asimismo los hijos frecuentan la escuela. De este modo, la unidad de la familia cesa durante gran parte de la jornada. Y sobre todo, la mujer adquiere un doble rol: debe agregar a las actividades de madre y dueña de casa la de trabajadora, con la consiguiente necesidad de valerse, hasta donde le sea posible del proletariado interno (empleadas domésticas halladas en el lugar) o externo (colaboradoras y cuidadoras extracomunitarias), de cadenas de servicios domésticos (lavanderías, tiendas de ali- mentos, etc.) y del servicio social para las actividades que ya no está en condiciones de realizar plenamente (guarderías infantiles, escuelas de párvulos, casas de reposo, hospicios, etc.).

Ahora, por cuanto todo doble rol produce en general dificultades e insatisfacciones, también la mujer entra en crisis y busca soluciones alternativas en relación con el viejo rol. En una sociedad tradicional, la mujer aceptaba y sublimaba su función de esposa y madre; en una sociedad modernizada, en que las tareas laborales se han vuelto menos gravosas que en el pasado, gracias a los descubrimientos tecnológicos, la mujer es estimulada para ingresar a la actividad laboral, a menudo por verdaderas exigencias económicas, otras veces convencida de no poderse realizar en el viejo rol de mujer de la casa («estresada e insatisfecha», como escuchamos decir con frecuencia).

Esa incorporación al trabajo se define también como emancipación femenina, ya que libera, al menos en parte, a la mujer de la casa y la maternidad, introduciéndola en ese trabajo con el cual parece coincidir la dignidad del hombre. Las dos ideologías principales de la modernidad, el liberalismo y el socialismo, están de acuerdo en que el proceso de emancipación de la mujer pasa por su ingreso a la actividad laboral (ver La esclavitud de las mujeres, 1869, de John Stuart Mill, y La mujer y el socialismo, 1879, de August Bebel). El trabajo de hecho crea autonomía económica y «libera» a la mujer de la dependencia del ingreso y la autoridad del marido.

A fines del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, surge, se difunde y triunfa el movimiento de emancipación de las mujeres, que gradualmente obtiene lo requerido por el cambio de su condición social: voto político, paridad de retribución en el trabajo, igualdad de derechos en relación con el varón y tutela de la maternidad, el reposo y los bienes de su propiedad. Se trataba de requerimientos más que legítimos, que Juan XXIII, en su encíclica Pacem in terris (1963) definía como «señales de los tiempos». «La mujer ha adquirido una conciencia cada día más clara de su propia dignidad humana. Por ello no tolera que se la trate como una cosa inanimada o un mero instrumento; exige, por el contrario, que, tanto en el ámbito de la vida doméstica como en el de la vida pública, se le reconozcan los derechos y obligaciones propios de la persona humana» (par. 18 b).

Con todo, semejante proceso de emancipación de la mujer, requerido imprescindiblemente por la sociedad moderna, no parecía suficiente. En diversas partes, en la segunda mitad del siglo XX y especialmente en los años de la llamada «revolución antropológica» del 68, se enunció un proyecto de liberación de la mujer, basado en el análisis marxista de la explotación y en la teoría, enunciada por el psicoanálisis de izquierda, de la satisfacción del Eros «omnígamo» (Fourier) o «perverso y polimorfo» (Marcuse).

Se trataba de una exasperación del feminismo: mientras el movimiento de emancipación pretendía hacer más libre a la mujer junto al hombre, el movimiento de liberación apuntaba a crear un tipo de mujer que se realiza sin el hombre e incluso contra el hombre. En particular, este movimiento niega el rol de esposa y madre, hasta el punto que el amor materno mismo se considera una superposición cultural, o sea, un invento del hombre para relegar a la mujer a la casa (ver E. Badinter, L’amour en plus, 1980; ed. It., Longanesi, Milán, 1981).

Corresponden a ese período las exigencias más extremas del feminismo: no sólo divorcio, sino también aborto libre y gratuito, decidido en todos los casos sólo por voluntad de la mujer; inseminación artificial con cualquier semen; legitimidad de las uniones homosexuales y legalización de las mismas con el homomatrimonio; asignaciones familiares y herencia para las con- vivientes; cupos reservados para las mujeres en las instituciones políticas y en los concursos públicos; derecho de adopción para las lesbianas.

Estas peticiones no expresan, como las anteriores del movimiento de emancipación, una comprensible solicitud de igualdad, traduciendo, en cambio, una mentalidad individualista y narcisista, claramente expresada por uno de los eslóganes más famosos del movimiento de liberación de la mujer: «el útero es mío y yo lo administro»

El feminismo radical comprende la dificultad de la mujer, muy a menudo dilacerada entre la casa y la profesión; pero constituye también una respuesta errónea para un problema justo. Su análisis de hecho se traduce en una propuesta antinatural e imitativa, que despoja a la mujer de aquello que la constituye como tal y rechaza al hombre únicamente porque asume sus cualidades (y también sus defectos) como modelo para la liberación de la mujer, prácticamente como si ésta fuese de tal manera «retardada» que solamente podría liberarse despojándose de su feminidad y asumiendo los hábitos del hombre.

Sin embargo, la revolución femenina, que tuvo lugar junto con la explosión de otros movimientos de oposición a las instituciones sociales (familia, escuela, iglesia, trabajo), no cedió ante la introducción o el aumento desmesurado, sobre todo entre los jóvenes, de actos y comportamientos sociales que destruyen la vida y su dignidad: disgregación de la familia, violencia, vandalismo, terrorismo, dependencia de las drogas, microcriminalidad, parasitismo de oposición, prostitución, abandono de los ancianos, fuga de la familia. Y eso indujo a un conocido sociólogo nipoamericano, Francis Fukuyama, a encontrar la causa principal de estos actos negativos precisamente en la liberación de las mujeres (The End of Order, 1997; The Great Disruption, 1999).

El orden del cual habla Fukuyama es precisamente aquel que naciera seis o siete mil años atrás, con el neolítico, alterado por la gran destrucción, o sea, por la masculinización de la mujer, que se habría lanzado detrás de la feminización del hombre. La mujer asume un rol masculino, con lo cual pasa a ser escasamente disponible para las tareas familiares y maternas, y el hombre se vuelve menos responsable, pierde el sentido de la paternidad y de la res ponsabilidad familiar. Como consecuencia inevitable, se acentúan los fenómenos de disgregación de la sociedad, aumentando los divorcios, las madres solteras, la criminalidad y la dependencia de las drogas. Fukuyama piensa en esa mitad de los niños estadounidenses que antes de cumplir 18 años asistirá al divorcio de sus padres, niños que al llegar a la adolescencia o la juventud, serán víctimas de un nuevo tribalismo: ya no aprenderán los valores auténticos de la familia, sino de las pandillas juveniles, de los equipos deportivos, de las estrellas de la música.

No debemos aceptar las exageraciones enfáticas del afortunado autor de best-sellers sociológicos, sino su campanilla de alarma ante la transformación de un auténtico movimiento de emancipación de la mujer en un destructivo proyecto de liberación. Sería superficial imputar a la mujer toda la responsabilidad en esta explosión de las relaciones entre los sexos y en esta disgregación de la familia. Es preferible subdividirla, ya que también los hombres tienen sus culpas, aun cuando indudablemente el feminismo radical ha sido una experiencia negativa tanto para la familia en general como para la relación de pareja entre la mujer y el hombre.

Nos han mostrado todo esto dos de los sociólogos más sensibles al tema de la familia (que además son marido y mujer y ambos firman con el apellido que los une): Brigitte y Peter L. Berger, En defensa de la familia burguesa. Veinte años después de la explosión de la disputa por parte del feminismo radical y el nacimiento del Women’s Liberation Movement en los Estados Unidos, los dos sociólogos analizan las batallas ideológicas conducidas por el marxismo y el radicalismo contra la familia; destacan con objetividad que la familia pasa por un momento difícil a causa del proceso de modernización; proponen una recuperación y una promoción de la familia como última defensa de la moralidad y la libertad.

Vale la pena referirse a la conclusión del análisis hecho por los Berger del feminismo radical y otros movimientos análogos antifeministas en los cuales perciben ideologías de la decadencia: «Esta fantasía de una existencia sin riesgos se expresa en algunos temas fundamentales: el ideal del girar solos, sin vínculos con el proyecto de él o ella de autorrealización sin fin; la idealización del aborto, en cuanto y sobre todo por cuanto elimina el riesgo residual del embarazo en las relaciones sexuales; la insistencia en que un estilo de vida gay es socialmente tan legítimo como el matrimonio heterosexual, con lo cual una relación relativamente carente de riesgos (porque es sin hijos) se pone al mismo nivel de la relación con más riesgos existente.

Todos estos temas pueden agruparse en la categoría del antinatalismo. Por consiguiente, pueden considerarse parte de una configuración perfectamente lógica, junto con otros temas ideológicos prevalecientes en los mismos estratos sociales: un izquierdismo en política, las teorías sobre el crecimiento-cero y los peligros del aumento de la población, o sentimientos antinucleares y más en general antitecnológicos, el pacifismo y una posición benignamente no agresiva en las relaciones internacionales, una profunda sospecha ante el patriotismo y una actitud en general negativa ante los valores de la disciplina y la competencia» (p. 188 de la ed. It., Il Mulino, Bolonia, 1984).

Lo más fascinante de la investigación de los Berger es el vínculo entre el feminismo radical y una «constelación» de decadencia y también desesperación. Eso expresa un estado de ánimo personal, pero resulta enteramente negativo para los individuos y la comunidad. La familia burguesa, o sea, aquella que, basada en una igualdad moral y jurídica de los cónyuges, asigna roles diferentes al hombre y la mujer, es el instrumento principal de la identidad, la libertad y la solidaridad. Ella defiende y hace converger la dimensión personal y la dimensión social del hombre, y precisamente por este motivo constituye la máxima educadora (y en la familia, la mujer más que el hombre). No hay alternativas a la familia para la educación de los hijos, la colaboración entre los sexos y la solidaridad entre las generaciones. ¿Quieren ustedes una sociedad degenerada, individualista y amoral?, concluyen los Berger. Para eso, será suficiente destruir la familia, esta «unidad natural compuesta por padres e hijos, unidos por el amor, el respeto mutuo, la confianza y la fidelidad, basada en valores de inspiración religiosa, que dan a esta unidad básica de la vida social una cualidad moral específica» (p. 154). Así, es una familia que si bien no puede sino negar la liberación de la mujer, no sólo no contrasta con la emancipación de la mujer, sino que la exige.

No debemos asombrarnos de que los Estados Unidos, los primeros en asistir a la explosión del feminismo radical y la crisis de la familia, vean hoy el replanteamiento de los modelos tradicionalistas, fundamentalistas e incluso machistas con una reacción fácilmente comprensible, pero a veces excesiva y de alguna manera poco factible en la situación actual. El camino por recorrer es otro, y no pocos hechos nos muestran no sólo que está abierto, sino también que es cada vez más amplio. Es el camino de la defensa de la emancipación femenina como instrumento de promoción de la familia. Podemos ejemplificar este camino con un importante documento de la Iglesia Católica sobre la cuestión femenina, emitido el 3 de julio del año 2004 por la Congregación para la defensa de la fe, presidida entonces por el Cardenal Joseph Ratzinger. Este documento provocó durante un período breve reacciones de protesta, por cuanto las escasas sobrevivientes del movimiento feminista radical lo declararon reaccionario, «islámico», fuera de la historia. Muchos, en cambio, procuraron comprender qué podría haber de bueno también en un documento oficial de la Iglesia, que considera el proceso de emancipación femenina y de hecho no lo niega, sino únicamente procura liberarlo de los excesos y conclusiones contraproducentes. En una palabra, Ratzinger rechaza las exasperaciones feministas, pero no lo hace para proponer nuevamente la mujer «toda casa», sino para indicar un modelo de la misma de acuerdo con los tiempos.

No en vano la sociología femenina ha mostrado desde hace décadas, no con la fe, sino con la razón, que la primera mujer desapareció, arrollada por la revolución feminista, y la segunda mujer sólo fue una reacción comprensible, pero estéril, ante la primera. Lo que está naciendo un poco en todas partes en los países desarrollados es la «tercera mujer», que no llega a ser libre contra el hombre ni imitándolo, sino descubriendo su propio «genio» femenino, no en antítesis con el hombre, sino junto al mismo, como nos ha mostrado el sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su investigación, La troisième femme: permanence et révolution du féminin (Gallimard, París, 1997).

La primera mujer, que nació con el neolítico y llegó hasta la revolución industrial, era la mujer sometida al hombre y protegida por él. En una civilización agrícola, ni la mujer ni el hombre se alejan de la casa, donde se reparten las tareas: cazador, criador y agri- cultor el hombre; madre y trabajadora doméstica la mujer. Es una historia de cerca de diez mil años de duración, con una diferencia en el occidente cristiano: la subordinación social de la mujer al hombre jamás puso en duda la igual dignidad moral de los dos sexos. No pocos historiadores, empezando por Régine Pernoud, han mostrado que el medioevo otorgaba más espacio a las mujeres que la edad moderna.

Con Lutero, sacerdote machista casado con una monja, se impone la «vocación» de la mujer en las tres K: iglesia, niños, cocina (Kirche, Kinder, Küche). Comienza la época puritana de la mujer «ángel del hogar doméstico», respetada y protegida, pero excluida de todo cuanto no es la casa; también la mujer rica y casera: hará trabajar a las sirvientas, pero debe comenzar por aprender costura y cocina. En la escuela y las profesiones, sería un desperdicio. Estamos muy lejos del machismo islámico, pero la mujer siempre es dependiente del hombre, padre - marido - hermano - hijo. No por azar el movimiento feminista tuvo sus orígenes precisamente en los países protestantes con las suffragette.

La industrialización y la democracia propusieron otro modelo para la mujer. En primer lugar, ella debe realizarse personalmente, y sólo en un segundo momento, si lo desea, puede ser esposa y madre. La incorporación de la mujer a las actividades laborales fuera de la casa aumenta durante todo el siglo XX, junto con la conquista de nuevos derechos económicos y sociales. El movimiento feminista tuvo gran participación en el rechazo de la primera mujer, sobre todo entre 1960 y 1980, proponiendo un nuevo modelo, de la «segunda mujer», en conflicto con los ideales de la primera mujer y su «protector», el hombre. Las conquistas de esa época (divorcio, contraconcepción, aborto, igualdad de oportunidades, homosexualidad) expresan los ideales de la segunda mujer: emancipada, autónoma, autorreferente, rebelde, despreciativa. No se requiere mucho tiempo para comprender que la segunda mujer no era muy mujer, sino más bien una «travestie». El feminismo exasperado ha cedido hoy el terreno a formas menos radicales, que nada quieren perder de las conquistas de la mujer, pero ya no las usan contra la familia y los hijos.

Los psicólogos sociales saben muy bien que no existen profesiones masculinas que las mujeres no sepan ejercer. Lo contrario también es cierto: los mejores diseñadores de vestidos, cocineros y peluqueros son hombres. Y los hombres también han aprendido la profesión más antigua del mundo, reservada un tiempo a las mujeres. Si bien está claro el error de considerar insuperable la diferencia entre los sexos, la ciencia ha mostrado que en el hombre y la mujer existen características y comportamientos provenientes de la cultura, pero también otros propios de la naturaleza. Decimos con Jung que también el hombre tiene el «anima» y por consiguiente es un poco mujer, así como también las mujeres tienen el «animus» y por consiguiente son un poco hombres, en distintas proporciones; o también, con Simone de Beauvoir, que «el principio masculino crea para conservar, el principio femenino conserva para crear» (Le deuxième sexe 1949).

Ciertas investigaciones sociales importantes les han dado la razón. Hoy todavía el hombre asocia su vocación sobre todo a la esfera pública (laboral y social) y la mujer al ámbito privado (estético y afectivo). En el amor, la mujer difícilmente prescinde de la pasión; el hombre, más racional, separa con facilidad el sexo del sentimiento. Tal vez con excesivo énfasis romántico, Jules Michelet escribía: «el fin de la mujer es amar, amar a uno solo, amar para toda la vida» (L’amour, 1858). Con todo, mujer calculadora o ninfomaníaca sigue siendo más bien una excepción que una regla. También cuando traiciona, en general ama. Lo prueban las estadísticas del divorcio, solicitado en gran mayoría (en Estados Unidos el 67 por ciento) por las mujeres, incapaces de vivir en la ambigüedad sentimental.

Por lo tanto, el verdadero problema reside en hacer converger la diferencia natural entre el hombre y la mujer con los ideales igualitarios de nuestra época. Y esto sólo puede hacerse admitiendo que la mujer y el hombre son, juntos, iguales y diferentes. Lo dice la ciencia y lo dice la Biblia: «Y creó Dios el hombre a su imagen. A imagen de Dios lo creó. Macho y hembra los creó» (Génesis, 1, 27). La creación de Eva de la costilla de Adán no expresa dependencia, sino igualdad: «Esta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona porque del varón ha sido tomada» (Gén, 2, 23). Eva es «ishá», femenino de «ish» (hombre en el sentido de macho, mientras Adam indica al hombre como género), más que una mujer, es una «varona». Una civilización del espectáculo subraya casi siempre los aspectos anormales y negativos de la vida, pero la realidad es muy distinta. Aunque usen pantalones, siguen siendo mujeres. La condición par es un artificio político, pero la ley de los sexos y la vida es la condición impar en los pares respecto a su igual dignidad: todavía no ha ocurrido que sea la mujer quien regale flores al hombre.

Después de la primera mujer, maternal y sometida, vino, cual reacción natural ante la primera en un contexto sociocultural diferente, la segunda, rebelde y narcisista, que duró poco, tanto que hoy surge la tercera mujer, que no vive sometida al hombre, sino a su lado; que no rechaza la profesión, pero no la hace sustituir su vocación natural de madre. Es interesante advertir que en los países donde tuvo lugar inicialmente la «revolución femenina», se está produciendo un persistente regreso de la mujer a la casa y a los hijos, ya no en la forma a veces humillante del pasado, sino como reacción a esa destrucción de lo específico femenino llevada a cabo por la segunda mujer, produciendo no pocas veces inestabilidad y psicopatía. «La mujer debe ser protagonista, pero no antagonista», escribe el Cardenal Ratzinger, hoy Benedicto XVI.

Se propone así nuevamente la palabra perenne de la Biblia. La mujer y el hombre están hechos una para el otro (y uno para la otra). El relato de la creación, sobre el cual Juan Pablo II impartió clases de extraordinaria eficacia en la catequesis de los miércoles de los años 1979-1980 (Matrimonio y familia, según los capítulos 1-3 del Génesis), destaca la unidad originaria entre el hombre y la mujer, su recíproco carácter insustituible y complementario: «No es bueno que el hombre esté solo. Le daré, pues, un ser semejante a él para que lo ayude. Y el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y pasarán a ser una sola arn » (Gén, 2, 18 y 24). Desde el comienzo de la historia, la humanidad se enriquece con la relación y la unión de un doble elemento, masculino y femenino.

Es ese vínculo necesario e insustituible, que produce amor, enriquecimiento recíproco y vida. El arte de todas las culturas y todos los tiempos, en todas sus manifestaciones, literaria, pictórica o musical, ha sabido representarlo y sublimarlo.


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