Una familia de naciones, una civilización renovada en viejas tierras por la comunión en valores comunes: no podría encontrar una mejor identidad para Europa. ¿Cuáles son esos valores? No son muchos: creo percibir seis en total. 

Vengo de una provincia francesa donde la viña daba a nuestra cultura su índole y sus cartas de nobleza. Experimentábamos tanto respeto por quienes se dedicaban a la viña que no los llamábamos agricultores ni labradores, ni mucho menos campesinos, por cuanto no lo eran en absoluto, ni siquiera viticultores –término demasiado sabio–, sino propietarios. «¿Qué oficio tiene tu padre?», preguntaba el profesor de la escuela. «Es propietario»: la respuesta, pronunciada con orgullo, lo encumbraba a uno hasta la cima de la escala social local. No bebíamos más que en otras partes, más bien menos –me parecía– y el alcoholismo sólo producía estragos bastante limitados. Había ponderación en nuestra cultura, pero habría sido inconcebible organizar la comida de una fiesta sin determinar previamente la lista de vinos para degustar.

En mi familia –pero supe que lo mismo ocurría en muchas otras– toda comida de una fiesta debidamente regada terminaba con un rito invariable: sacar las fotos de los mayores y antepasados. Vuelvo a ver mentalmente esas fotografías deterioradas, amarillas, medio rotas. Reactivábamos nuestra memoria viva. Sin duda, como todos los niños, yo hacía las inevitables preguntas: «¿Y quién es éste?», «¿Qué hizo?», «¿Y con quién se casó ésa?», «¿Cuántos hijos tuvo ella?», «¿Y qué llegaron a ser esos niños?»… Así, exprimiendo la memoria de mis padres y abuelos, terminaba sabiendo de memoria las respuestas, pero volvía a la carga: «Dime además dónde vivía ése»…

Siempre me intrigó esa curiosidad. ¿Cómo justificarla? Los de más edad, sentados alrededor de la mesa, procuraban seguramente resucitar escenas vividas en la infancia o la juventud o que sabían de primera mano. ¿Pero nosotros, los más pequeños? En esa actitud no había vanagloria social alguna. Creo poder asegurar que no intentábamos componer esa «novela familiar» tan apreciada por la interpretación analítica. Los ancianos nos hablaban: era así de natural. Evitaré ciertamente evocar aquí el inagotable debate de lo innato y lo adquirido, abordado a lo largo de todas mis investigaciones anteriores sobre bioética, si bien sigo creyendo que tenemos tendencia a despreciar los méritos de los primeros datos, ciertamente mayores de lo que se reconoce en nuestros días. Sí, más allá de las generaciones, los ancianos se dirigían a nosotros, los que habíamos llegado más tarde en su descendencia.

Era simple el mensaje de ellos: «No eres el primero. No eres el comienzo de tu propia vida. Representas el eslabón de una cadena cuyo origen se encuentra en la noche de los tiempos y que, si realmente lo deseas, continuará a través tuyo. Tú surges de nosotros. Somos tú antes que tú. Encontrarás en nosotros algunas claves de tu propia identidad aun cuando debes inventar tu vida». Así, en lo más profundo de mi memoria, me recibía a mí mismo como otro. Ese ser que descubría poco a poco a lo largo de toda mi existencia, no sin balbuceos, por lo demás, ni errores, no era inicialmente obra mía. Me llegaba desde el fondo de las edades. Como una serie de estratos superpuestos, traía los rasgos de los hechos y gestos de mis antepasados [1]. Sin esos rostros vislumbrados en las fotos empalidecidas de las comidas familiares, sin esos rostros infinitos de los desconocidos de donde provengo, jamás habría tenido mi propio rostro. Así es, ellos no me eligieron y sin embargo me dieron a mí mismo; yo no los elegí y sin embargo les debía mi capital básico, el material mismo de mi libertad, el espacio de mis repetidas innovaciones. Fue preciso que unos hombres y unas mujeres se amasen para que yo me plasmase en ellos. Nunca seré yo si no empiezo por acogerlos a todos como míos, como los míos.

Por este motivo, fuimos varios quienes emitimos las reservas éticas más fuertes en contra de las inseminaciones artificiales con intervención de un tercero y de las fecundaciones que implican una madre portadora. Esas técnicas de procreación con asistencia médica, de hecho despojan deliberadamente a los niños por nacer del conocimiento de sus orígenes. Les infligen una herida que llega a la fuente misma de su ser, despreciando lo que creo ser uno de los derechos básicos de la persona humana: el acceso a su propia memoria y por consiguiente a su identidad [2].

Porque finalmente de eso se trata, de identidad. Apertura hacia los demás, respeto de las diferencias, acogida a la diversidad: esas exhortaciones, que recitamos como letanía bien aprendida –no me atrevo a decir «como retórica inevitable», si bien muy a menudo así ocurre- en nuestras escuelas, en las tarimas políticas y hasta en los sermones de nuestras iglesias, sólo sonarán debidamente cuando recordemos que la alteridad procede de la identidad, y no en absoluto lo contrario. «¿Quién soy?»: ninguna pregunta es más fundamental. El viejo Talmud de Babilonia ya lo observó: «Si no respondo de mí, ¿quién podrá responder de mí? Pero si no respondo de mí, ¿soy todavía yo?». El yo es la única ventana hacia el otro [3]. Así, plantear la pregunta sobre las raíces de Europa viene a ser interrogarse sobre su identidad.

El amnésico ya no sabe quién es; le resulta entonces muy difícil, por no decir imposible, orientarse y conducir su futuro. La memoria es materia de la esperanza; es la condición de todo progreso humano.

* * *

Lo que es verdad sobre los individuos también lo es sobre las sociedades. Por cuanto habéis recurrido a un obispo, no os sorprenderá si éste habla de su Iglesia. Es impresionante, ciertamente, comprobar que la Iglesia Católica pone a cada una de sus casas, cada uno de sus lugares de oración y cada uno de sus hijos bajo el patrocinio de un anciano, santo o santa. Ella estimula los peregrinajes, muy parecidos a las comidas familiares antes evocadas, ya que en cada ocasión se trata de rediseñar, mediante la oración y la evocación histórica, el rostro de quienes nos han precedido en la fe y de los cuales la recibimos. La Iglesia canta la letanía de los santos en todas sus celebraciones solemnes, en los bautismos, confirmaciones y ordenaciones. ¿Por qué? No sólo aspira a darnos modelos o referencias en esos antepasados de la fe; no sólo quiere recordarnos el poder de intercesión de los mismos y por eso nos mantiene constantemente bajo la mirada misericordiosa del Santo por excelencia; además cree que la memoria de la fe constituye una fuente de su misión, de su razón de ser y su porvenir, es decir, en una palabra, de su identidad. La Iglesia es Tradición. No es sorprendente entonces que sea interrogada cuando se trata de memoria y por consiguiente de identidad.

Permitidme desarrollar este punto. Nuestras sociedades secularizadas son aficionadas a criticar a la Iglesia [4]. Me parece incluso que estas críticas han llegado a ser más acerbas en el curso de los últimos años, como si dirigieran todo el resentimiento alimentado contra las religiones, de las cuales se sabe, gracias al brillo de las Luces, que sólo generan violencia y regresión. La modernidad eligió como emblema la lucha contra el oscurantismo [5]. Es evidentemente más valeroso atacar a una Iglesia que no se defiende en absoluto, en vez de hacerlo con otras religiones en que la menor reserva desencadena las vehementes protestas que sabemos. Es indudablemente esa misma valentía la que impulsa a multiplicar desde hace algún tiempo los actos de autocensura provenientes de medios en los cuales creíamos que se ponía la libertad de expresión por encima de todo. Sostengo, sin embargo, que esas mismas sociedades, las nuestras, esperan algo de la Iglesia. Ahora que se ha extinguido su poder social –iba a decir «para mejor y para peor»- se abre una nueva era en la cual es invitada a desplegar todos los recursos de su poder profético. Una sociedad secularizada ya no espera de la Iglesia que legisle, como en tiempos lejanos de la cristiandad, para una sociedad que se ha vuelto múltiple. Cuando le da la palabra, lo cual es muy frecuente después de todo, le pide una cosa principal: restituirle la memoria. Se trata ahí de una misión inesperada a la cual conviene prestar atención.

La Iglesia es una memoria. Si por Iglesia entendemos la manifestación histórica del designio de salvación que Dios alimenta para todos los hombres en toda la eternidad, es preciso hacerla remontarse hasta la elección de Abraham y su descendencia. Presente en el primer Israel, se ha convertido entonces en la más antigua «institución» continua de la humanidad. Es más vieja que todos los Estados y las universidades también. Ha atravesado los milenios y ha conocido civilizaciones hoy sepultadas. Ha conservado de cada una de ellas una parte del patrimonio moral que fuera pacientemente constituido, y ha retenido para lo esencial ese inmenso esfuerzo de los hombres y mujeres de buena voluntad con miras a construir una vida más recta en una ciudad más justa. Sin haberlo deseado explícitamente, y muy a menudo a pesar de sí misma, la Iglesia se ha convertido en la memoria viva de una parte de la humanidad, de Europa en todo caso [6]. Cuando el Papa Pablo VI subió por primera vez a la tribuna de Naciones Unidas, en 1965, dio a conocer su identidad en estos términos: «Mi nombre es Pedro, soy experto en humanidad». El carácter de experta en humanidad fue adquirido por la Iglesia de su cabeza, en esta larga rumia, orante y celebrante, intelectual y mística, amorosa, en una palabra, de la persona de Cristo.

«No es sorprendente –recordaba el Concilio Vaticano II- que (todas) las verdades encuentren en él su fuente y en él alcancen su punto culminante» (Gaudium et spes, 22 § 1). Este carácter de experta en humanidad fue también adquirido por la Iglesia frecuentando las civilizaciones más diversas a lo largo de todo su peregrinaje terrestre y salvando del olvido el corazón de la cultura de las mismas.

Después de la encarnación del Verbo, la Iglesia se apoyó deliberadamente en el logos, la razón humana, para comprender su propia fe y anunciarla a todas las naciones. Este tema ocupa el centro de la conferencia dada por Benedicto XVI en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre pasado. El encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no era mera casualidad. El patrimonio griego, purificado de manera crítica, forma parte en lo sucesivo de la fe cristiana. Las tentativas de «deshelenización» llevadas a cabo por los Reformadores del siglo XVI en primer lugar, y luego por la teología liberal, en los siglos XIX y XX, no sólo fueron ilusorias, como si hubiese sido posible llegar al núcleo químicamente puro de la Palabra divina, liberado de las envolturas filosóficas de los primeros tiempos. Hoy nos percatamos claramente de que éstas fueron peligrosas, ya que dejaron a la fe indefensa ante las reivindicaciones legítimas de la racionalidad moderna. Contra la tercera tentativa de «deshelenización», a la cual asistimos en la actualidad, es conveniente volver a decir que el encuentro entre el mensaje bíblico y la racionalidad griega es a la vez providencial y normativo. Este encuentro reviste una importancia decisiva, no sólo desde el punto de vista de la historia de las religiones, sino también de la historia universal, y constituye lo que yo llamaría un matrimonio fundador.

Benedicto XVI deduce de esto una conclusión de primera importancia:

«Sólo así se puede entablar un auténtico diálogo entre las culturas y las religiones, un diálogo que necesitamos con urgencia. En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ella son universales. Pero las culturas profundamente religiosas del mundo consideran que precisamente esta exclusión de lo divino de la universalidad de la razón constituye un ataque a sus convicciones más íntimas. Una razón que sea sorda a lo divino y que relegue la religión al ámbito de las subculturas, es incapaz de entrar en el diálogo de las culturas». Luego el Papa observa: «Teniendo en cuenta este encuentro, no es sorprendente que el cristianismo, a pesar de su origen y de cierto importante desarrollo en Oriente, haya encontrado por fin su huella históricamente decisiva en Europa» [7]. El cristianismo pertenece entonces a la memoria viva de Europa.

Es un hecho. No se puede volver atrás. Acabo de hablar de matrimonio fundador: lo es a doble título. Es fundador por la misión de la Iglesia en primer lugar, ya que este primer encuentro marca para siempre el mensaje cristiano, independientemente de las culturas a las cuales se dirige a través del tiempo y el espacio. Esta primera inculturación es irreversible, y por consiguiente es normativa para todas las demás inculturaciones que resulten ser necesarias hasta el final de los tiempos.

Es también un matrimonio fundador para Europa. También en las sociedades secularizadas la Iglesia es la guardiana de las reminiscencias, como ya señalé. Más allá de la diversidad de opiniones y sus creencias, aun cuando no compartan la fe cristiana, nuestros contemporáneos interrogan en la Iglesia a su propia memoria. Esperan que ella les restituya el enunciado de los valores fundamentales, que a través de los lugares y las épocas dan testimonio de un esfuerzo de los hombres con miras a alcanzar lo «bello y bueno». En otras palabras, interrogan a la memoria para tomar conciencia de su identidad. ¿Qué es Europa en efecto? Si Europa no es sino un mercado de libre cambio, en ese caso las preguntas sobre identidad y memoria sólo ofrecen interés anecdótico. Ampliemos este mercado lo más posible, no consideremos sus fronteras geográficas e históricas, integremos las economías al potencial considerable, mañana Turquía, pasado mañana los países del Magreb: la riqueza tiene este precio.

A algunos ese precio justamente nos parece demasiado alto: es el olvido del alma misma de nuestra buena y vieja Europa. Europa es una familia. Al igual que en todas las familias, las preguntas sobre la identidad y por consiguiente sobre la memoria son primordiales. Tal vez me objeten en el sentido de que la Comunidad Europea del carbón y el acero, establecida mediante el Tratado de París, en 1951, respondía a una preocupación económica, y que esa preocupación «marca» en cierto modo todo el proceso de la construcción europea. Esa objeción carece enteramente de peso: en esa época, en efecto, el carbón y el acero eran el símbolo del poder económico al servicio de la guerra. En la conciencia de los franceses, expresaban la punta de lanza del militarismo prusiano y el imperialismo nazi. Al ponerlos juntos, dos países que se habían enfrentado de manera tan duradera en la Historia ponían la primera piedra de una obra de reconciliación y verdad entre los dos pueblos. Retomando las imágenes del profeta Isaías (cap. 2, 9 y 11), querían quebrar sus espadas para construir una sociedad pacífica en la justicia y la paz. El proyecto europeo no era inicialmente económico en sus orígenes, a pesar de las apariencias; ni siquiera era político: se trataba de fundar nuevamente la civilización de nuestro continente. Testigo de esa voluntad, el Cardenal Lustiger se muestra categórico: « … el proyecto político de Europa se basa en la existencia de una familia de pueblos constituida por la Palabra de Dios, dividida por el deseo de poder de sus miembros, y que encuentra en su origen mismo la fuerza de su reconciliación. Como se ve, la realidad de Europa se alimenta en primer lugar de su historia religiosa y descansa en la verdad de la confesión recíproca» [8].

Una familia de naciones, una civilización renovada en viejas tierras por la comunión en valores comunes: no podría encontrar una mejor identidad para Europa [9]. ¿Cuáles son esos valores? No son muchos: creo percibir seis en total. Nos llegan del fondo de nuestra memoria, como los antepasados vislumbrados en las fotos de mi familia, diciéndonos de dónde venimos y adónde vamos. Tienen la clave de nuestra identidad europea por cuanto circunscriben el misterio del hombre tal como se reveló en esta tierra singular en la cual aprendemos a vivir desde hace más de tres milenios. Estos valores son principios que otorgan a nuestra concepción de la vida humana su peso, su gravitas, como habrían dicho los antiguos romanos. Estos principios son inalienables e imprescriptibles [10]: no podrían perderse sin perderse uno mismo.

* * *

De esos antepasados familiares de tiempos lejanos surge una figura más fuerte que las demás. Cuando en la aurora del Renacimiento, esa prodigiosa explosión de las ciencias y las artes de donde nacerá nuestra modernidad, los dominicos de Florencia quisieron decorar de acuerdo con el gusto del momento su iglesia de Santa Maria Novella, ordenaron al pintor representar el árbol genealógico del saber. Así, en la capilla llamada de los Españoles, los filósofos, los teólogos y todos los grandes doctores de la Iglesia se cuelgan de las ramas, pero se requiere prestar más atención para advertir la presencia de un pequeño personaje, tomado como en medio de las raíces. Está representado en postura inclinada; su rostro se nos escapa, mientras su espalda sostiene completamente el árbol y le procura su savia. Sócrates, puesto que de él se trata, se convierte así en nuestro antepasado más lejano, y el padre de nuestros padres según la razón, el logos [11]. Él enunció los dos primeros principios.

Todo hombre es digno como tal. Esta dignidad no proviene del grupo al cual pertenece ni tampoco es producto de una determinada voluntad política. Representa la cara visible de un brillo interior, de esa gracia por la cual todo hombre es capaz de mantenerse en pie, superar las pruebas del destino y fijar su mirada en las estrellas. Sócrates fue el primero en asignar el vocablo «alma» a esta fuente incandescente en la cual leemos la huella original de la Belleza increada [12]. De lo anterior se desprendía lógicamente un segundo principio: más vale soportar la injusticia que cometerla. ¿Soportar la injusticia? Una parte de nosotros mismos tal vez se rebela, pero el pensador griego procura convencernos. La injusticia acecha a cada hombre –dice él- y constituye su mayor tentación y su mayor escándalo. ¿Por qué abstenerse de toda injusticia? Sospechamos que no es porque terminaría siendo denunciada y castigada. No hay nada de eso. En la Atenas de la época, pero también en el tiempo de Job, como en nuestros días, los «malos», para retomar este término bíblico, suelen estar en primera fila y hablar como maestros. Si la injusticia en todas sus formas representa la mayor desgracia y la peor de las miserias es porque degrada nuestra alma. De ella se desprende una corriente de hiel que poco a poco se expandirá en nuestros pensamientos y acciones hasta el envenenamiento general. La injusticia mata en nosotros los reflejos morales unos tras otros, desorienta nuestra conciencia e impide, anestesiándolo, todo deseo de hacer el bien [13].

Una voz tenue nos interpela entonces. Es la voz de la pequeña Antígona, que nos entrega otro principio, tal vez más determinante: más vale soportar la muerte que traicionar la verdad. Porque la verdad existe –asegura ella- presente en lo más profundo de nosotros, en la conciencia, donde cada uno de nosotros descubre en sí mismo una ley no escrita y como murmurada, que habla de libertad. Es más importante seguirla que obedecer las leyes de la ciudad [14]. Sócrates muere a causa de esas leyes, acusado de impiedad y corrupción de la juventud, habiendo en realidad procurado despertar en ella el amor a la sabiduría. Antígona muere a causa de esas leyes, como morirán, a lo largo de todos los siglos, los mártires de la fe y los disidentes de los regímenes totalitarios, que preferirán exponer su vida antes que traicionar el testimonio debido a la verdad. Desde Sócrates y Antígona, desde Jesucristo, sabemos que la legitimidad moral no coincide necesariamente con la legalidad social o política.

Dignidad, justicia, verdad: nuestros antepasados griegos supieron conjugar estos tres valores y hacerlos dar su jugo [15]. Este jugo tiene un nombre magnífico, que inflama los corazones y vuelve a dar esperanza a todos los condenados de la tierra: libertad. No hay libertad donde no se respeta la dignidad humana. No hay libertad donde no se honra la justicia y no se persigue la injusticia. No hay libertad donde los hombres no se dejan guiar por su conciencia.

Nuestros antepasados romanos no contemplaban en absoluto el cielo. Siendo un pueblo de la tierra y el suelo, pueblo del arraigo, pueblo muy a tierra, ligado a sus derechos e intereses, y por tanto un pueblo de juristas, los latinos dieron no obstante muestras de originalidad. Les debemos, en efecto, dos principios que hasta ahora irrigan o deberían irrigar nuestra conciencia y nuestro sentido moral. Independientemente de los orígenes de cada uno de sus miembros, siempre es posible para un grupo social convertirse en una verdadera comunidad, en una comunión de destino. Bossuet se equivocaba al escribir que «Roma se llenó de tal manera de nuevos ciudadanos que apenas podía reconocerse en medio de tantos extranjeros». Un extranjero siempre debe poder convertirse en conciudadano, y Roma nunca se jactó del privilegio de la raza. Ella comprende que ninguna raza ni cultura contiene por sí sola la totalidad de las verdades humanas. Una sociedad siempre representa una obra común, que no descansa en la sangre, sino en la voluntad compartida de enfrentar un mismo porvenir. Para eso basta que una misma educación ofrezca a todos el aprendizaje de la solidaridad y que cada uno se dedique a su tarea como formando parte de un bien común.

Los estoicos, por su parte, nos legaron un quinto principio: todo hombre es un microcosmos, un resumen del universo. Por consiguiente, es capaz de instaurar en él y alrededor suyo, en su vida interior y en sus relaciones con sus semejantes, una unidad profunda y una comunión verdadera. Séneca propuso la regla de oro común, que está en todas las sabidurías y en la Biblia: «Vive con tu inferior como quisieras que tu superior viviese contigo» [16].

La última región hacia la cual ahora nos dirigimos debería ser la más conocida, y sin embargo la Biblia ha llegado a ser como el puente ciego de las sociedades secularizadas. El pórtico de entrada del Templo nos revela una inscripción: «El hombre es creado a imagen de Dios». Con este último principio, entregado por la revelación judeocristiana, todo está dicho en materia de moral, o por lo menos lo esencial, y los demás principios recogidos en nuestro periplo encuentran en éste su origen y su fin, su justificación y su explicación. Creado a imagen de Dios, cada hombre es único, singular, irremplazable e indispensable. El mal puede herirlo y la desgracia abatirlo, pero siempre sigue siendo más grande que su falta. Creado por el Dios fuente de toda verdad, es capaz de ponerse en la escuela de esta verdad y vivirla. Creado a imagen de un Dios que ama hasta dar su vida, es capaz de amar a su vez con pasión, en el doble sentido del término, hasta el sacrificio supremo. Creado a imagen de un Dios eterno, es capaz de participar en su vida misma y comulgar en su eternidad. Rescatado por aquel que era la imagen perfecta de Dios (2 I 4, 4), realiza esa solidaridad buscada por los latinos y esa justicia en la cual soñaban los griegos: ¿no es capaz de darse y perdonar a sus semejantes? Adoptados en el Hijo, los hombres se descubren hermanos, y esta palabra de fraternidad marca más que todo el legado de nuestra memoria.

Cada hombre, imagen inédita de Dios, está revestido así de una dignidad única. Todo ser humano es sagrado desde el instante de su concepción hasta la hora de su muerte. Y esta dignidad le confiere derechos de alguna manera naturales, derechos ligados a su persona y que no dependen de la ley social ni del reconocimiento del grupo. La lista se extiende en el curso de los siglos y nunca se cerrará: derecho a la vida, absolutamente primero, derecho a la integridad física y moral, derecho al matrimonio y la procreación, derecho a la cultura, derecho a la libertad de conciencia y expresión, derecho a compartir responsabilidades… Europa, que ha llegado a ser más sensible a estos derechos, procura darles una formulación más amplia y generosa, y en este sentido no ha dejado de ser «cristiana».

* * *

El tema de las raíces cristianas de Europa, que me pidieron tratar, traía consigo un signo de interrogación final. He situado esta interrogante en el contexto de la adopción de un texto fundador que apunta a darle a la construcción política en curso su tonalidad básica, su filosofía, en suma. Si el texto sometido a referéndum en el año 2005 sufrió el fracaso que sabemos, es inevitable que otras tentativas similares se lancen más adelante.

Tras lo anteriormente desarrollado, creo estar en condiciones de entregar los elementos de una respuesta coherente. La existencia de raíces cristianas es un hecho indiscutible. Habría que tener muy mala voluntad y muchos prejuicios, como hemos visto desgraciadamente en los ensayos constitucionales recientes, para considerar únicamente los aportes de lo griego y lo latino y luego la modernidad del siglo XVIII, saltando a pies juntillas sobre las tradiciones cristianas. Además de ser las raíces cristianas indudables, el cristianismo constituyó la matriz espiritual, intelectual e ideológica en la cual se forjó la identidad de Europa [17]. Sin la cristiandad, Europa no habría existido.

En todo caso, un hecho histórico no tiene que figurar en un texto constitucional por el hecho de ser tal. Nunca un hecho puede decidir un derecho, nunca lo que ha sido puede decidir lo que debe ser, a menos que el hecho trascienda su dimensión propiamente histórica, a menos que las raíces históricas sigan teniendo un rol de memoria viva e inspiradora, a menos que las figuras del pasado, como ocurre en cada una de nuestras familias, sigan diciéndonos: «No eres el primero. No eres en ti mismo tu propio comienzo. Vienes de nosotros e interrogándonos sin cesar descubrirás los fundamentos de tu identidad, esos valores madres de los cuales debes obtener valores-hijos legítimos. Sin este permanente retorno a lo que te constituye no puedes saber quién eres. Por lo tanto no puedes tener porvenir». Si quiere mantenerse vivaz, el árbol debe obtener su savia de sus raíces. Las raíces constituyen la memoria viva de las personas y las sociedades.

¿Es cristiana esta memoria? No, en el sentido de que los valores a los cuales aludo no encuentran su fuente puramente en la Biblia. Europa nació del maravilloso encuentro de las tres capitales del genio: Jerusalén, Atenas y Roma. Divisamos a Sócrates y no a Jesucristo o uno de los profetas del primer Israel en las raíces del árbol del saber universal. Esta memoria se vuelve cristiana, en cambio, si recordamos que el cristianismo salvó a Atenas y Roma de las mazmorras de la Historia. «… se distingue por una característica única: reconoce la autenticidad de una religión que lo precedió, no tal como la reconstruye, sino tal como da testimonio de sí misma en las Escrituras, que son las del judaísmo antes de ser las del cristianismo. (…) Hablando históricamente, el cristianismo se estableció en el interior de un espacio ya formado por Grecia en cuanto a la cultura y por Roma en cuanto al derecho y la política. No pretendió reemplazarlas por una nueva cultura… Simplemente corrigió lo que le parecía contrario a la moral, y sólo lo hizo en algunos puntos, como la condición de la mujer o de los esclavos» [18]. En calidad de heredero fiel, aceptó lo mejor de lo que le habían transmitido los antepasados, haciéndolo suyo. Esta forma de asimilación es propiamente única. Por tanto, es imposible, como pretendieron hacerlo las Luces, reunirse con Atenas y Roma rechazando el cristianismo. El encuentro con las tres capitales es una mezcla inédita en la historia de nuestra civilización y de carácter normativo para las generaciones europeas de mañana. Así como el discurso de Ratisbona asegura que llegó a ser ilusorio pretender «deshelenizar» el cristianismo, del mismo modo y por idénticos motivos llegó a ser una ficción la posibilidad de descristianizar nuestro patrimonio con el fin de llegar a un legado grecorromano químicamente puro.

Por consiguiente, una de dos cosas: o Europa no es sino un mercado o una zona de libre cambio en la cual es conveniente ampliar incesantemente las fronteras para responder a los imperativos de la producción y el consumo; o Europa es una familia, una familia tanto de naciones como de pueblos. En este último caso, que algunos designan con la expresión algo despreciativa de visión «esencialista», no podría apartarse de su legado, como ocurre con las familias humanas. Es todo o nada. Su memoria ofrece a Europa las claves de su identidad. Sería irresponsable olvidarlas. La memoria es condición del progreso: no se reinventa la rueda en cada generación. Por lo demás, la rueda no se descubrió en Europa.


NOTAS 

[1] Ver J.-.L. BRUGUES, Les Idées heureuses, París, Cerf, 1996 (pp. 33 y s.).
[2] Ver J.-L. BRUGUES, «La Fécondation artificielle au crible de l’éthique chrétienne», París, Fayard, 1989, col. Communio (pp. 169 y s.).
[3] Id., Les Idées heureuses (p. 125).
[4] Ver J. KERKHOFS y N. TREANOR, «Religion dans la vie publique», en Europ-Infos, O.C.I.P.E. Nº 57, febrero de 2004.
[5] Se trata siempre, en el fondo, de minimizar o apartar lo judaico y lo cristiano de la cultura oficial de la universidad. Si se habla del cristianismo sin lanzarle el puntapié del asno ritual, se corre el riesgo de ver elevarse alrededor de uno los muros de un ghetto…» (R. GIRARD).
[6] Ver O. CHALINE, «Ni Maîtresse ni servante, L’Eglise et l’Europe en voie d’union», en Communio XXX/3, mayo-junio de 2005.
[7] Encuentro con los representantes del mundo científico en el Gran Anfiteatro de la Universidad de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006. Discurso del Santo Padre, Razón y Universidad. Recuerdos y reflexiones. Texto oficial.
[8] Card. J. M. LUSTIGER, «L’Europe avant l’Europe», en Comission des Episcopats de la Communauté Européenne. Les Catholiques et l’Europe, París, Bayard, 2006 (pp 10-11).
[9] Ver Rector G.-F. DUMONT, «L’identité européenne», en Liberté politique, oct. de 2003.
[10] Ver K. BOURDARA, «L’Héritage chrétien de l’Europe: fondement d’une culture de liberté, de solidarité et de paix», en Liberté politique, oct. de 2003.
[11] El mejor estudio que conozco sobre Sócrates es antiguo, ¿pero ha sido superado?: A.-J. FESTUGIERE, Socrate, París, Flammarion, 1934.
[12] PLATÓN, Primer Alcibíades.
[13] PLATÓN, Gorgias.
[14] SÓFOCLES, Antígona.
[15] J. de ROMILLY, Pourquoi la Grèce?, París, Ed. De Fallois, 1992.
[16] Ver P. GRIMAL, Sénèque, París, Fayard, 1991; P. VEYNE, Introduction à Sénèque, París, Ed. R. Laffont, 1993, col. ‘Bouquins’.
[17] A pesar de ser interesante, no he querido tratar el tema de la referencia a Dios en el proyecto de constitución europea, prefiriendo adoptar un enfoque propiamente cultural. Ver «Dieu a-t-il sa place en Europe? Liberté politique et liberte religieuse dans le traité fondateur de l’Europe réunifiée: Actes du colloque de Bruxelles» (Parlamento Europeo, 3 de abril de 2003), en Liberté politique, octubre de 2003.
[18] R. BRAGUE, «Le Christianisme comme forme de la culture européenne», en Communio XXX, 3 ; mayo-junio de 2005 (p. 46).

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