“Creemos que hoy, más que nunca, es necesario reflexionar sobre nuestras vulnerabilidades, sobre todo las de quienes más lo necesitan, porque están afectadas por distintas formas de discapacidad.”

Cuando en el discurso público aparece la palabra “vulnerabilidad”, usualmente está vinculada a la desigualdad social –tema profundamente actual en nuestro país. Así, se piensa que la vulnerabilidad sirve exclusivamente para calificar un sector u otro de la sociedad civil, para definir un estrato social o político de las personas. Sin embargo, no es así. La vulnerabilidad nos involucra a todos, ya que se configura como una dimensión antropológica básica: precisamente por ser “seres humanos”, somos profundamente vulnerables.


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¿Por qué la vulnerabilidad?

Ya la etimología latina de la palabra lo sugiere: vulnerabilis, es todo aquello que es susceptible de ser dañado. En varias lenguas romances, además, el verbo dañar remite al latín ferire, que significa perforar o cortar. En este sentido, lo vulnerable es lo que puede ser herido. En términos más básicos, la vulnerabilidad está relacionada con un ser vivo en el que se puede incrustar otra entidad, tal que esta última pueda crear un daño funcional.

Si así planteamos el tema, todos, justamente en cuanto seres humanos, y, más particularmente, en cuanto seres vivos, somos necesariamente seres vulnerables. Así, la característica intercepta una categoría antropológica básica, que dice algo de nuestra fragilidad. La corporeidad de los seres vivos, así como la dependencia de un sistema complejo de órganos, es el signo más evidente de dicha fragilidad y, al mismo tiempo, de nuestra subordinación vital al equilibrio individual y colectivo. En cuanto seres vivos, dependemos del ambiente, de las relaciones que en este se desarrollan, así como de los intercambios que necesariamente se dan con otros seres vivos. Esta es la gran lección de la ecología (“all things hang together”: todo está interrelacionado, dicen los ecólogos). En cuanto seres humanos, además, dependemos el uno del otro, para la articulación de la sociedad, en el desarrollo, el cuidado y la enfermedad, para sostener el impulso que exige la vida cotidiana y, en muchas fases distintas, a lo largo de nuestras vidas. Tanto el ser vivo como el ser humano se desarrollan –usando una bella imagen, algunos dicen: florecen– en el marco de un contexto relacional. La vida es inter-es (inter-esse, en latín), es decir, es compartir el propio ser. Con una palabra más actual, podríamos decir: la vida es inter-dependencia, o dependencia mutua. Muchas veces esta interdependencia es difícil, como estamos observando en estos días en el contexto sociopolítico de Chile; otras, es más inmediata y casi imperceptible… natural. Pero nada quita el hecho de que somos seres abiertos, necesitados de relaciones y potenciales generadores de más y más vínculos.

 

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Bioética y vulnerabilidad: una vinculación profunda

Dichas interdependencia y vulnerabilidad se han vuelto uno de los focos centrales de la reflexión bioética, en estos primeros 50 años de su desarrollo. Hay que recordar que la bioética se funda “oficialmente” como disciplina con van Rensselaer Potter en el año 1970.

De hecho, la bioética surgió como otra forma de dar una voz a los que no tenían voz, quienes no tenían palabras para defender sus derechos en el ámbito de las ciencias de la salud. Nace para sostener la vida de los más vulnerables, quienes estaban siendo utilizados en experimentos y considerados como puro “material biológico”, en la primera mitad del siglo pasado. Tres son los ejemplos más evidentes y conocidos de estos inicios:

El “experimento” con 399 varones afro-estadounidenses sifilíticos de Tuskegee (1932-1972), a los que, una vez descubierta, no fue inyectada la penicilina, para ver cómo evolucionaba la enfermedad. La justificación de ese experimento fue ofrecida por el Doctor John Heller, quien defendió resueltamente la ética médica del estudio, afirmando: “La situación de esos hombres no justifica el debate ético. Ellos eran sujetos, no pacientes; eran material clínico, no personas enfermas”.

El estudio clínico sobre los niños con discapacidad intelectual del Colegio Estatal de Willowbrook en Nueva York (1950-1970). En ese colegio se aceptaban de manera preferencial niños con discapacidad intelectual que eran portadores de hepatitis y se inocularon cientos de niños para que la contrajeran. Los niños recién ingresados, de entre tres y once años, eran sistemáticamente inoculados con hebras del virus. El consentimiento de los padres para la investigación en sus hijos era una exigencia para la admisión a esta institución que tenía cupos limitados. El estudio fue realizado por el Doctor Saul Krugman y colaboradores, quiénes lo justificaban como beneficioso para estos niños enfermos, dada la ayuda médica sin costo para ellos y, para la humanidad, por los nuevos conocimientos que ofrecía. Medios para un fin.

Los estudios clínicos del Jewish Chronic Disease Hospital (en Nueva York) en 1963. Un grupo de investigadores inyectó células tumorales a veintidós ancianos, algunos de los cuales sufrían demencia, con el fin de aumentar los conocimientos científicos en el área de los tumores. A los pacientes, quienes no habían firmado ningún consentimiento, les dijeron que estaban recibiendo una prueba cutánea.

Frente a estos tres casos, que representan el ejemplo más evidente, en campo clínico, de la vulneración de derechos de personas en un estado de vulnerabilidad (o discapacidad), se levantó la voz de muchos expertos en ética, para crear lo que hoy llamaríamos ética médica o bioética.

Sin embargo, la bioética tiene también otro origen, que parece muy lejano al anterior: la defensa del ambiente. Tal como lo destaca Potter, en sus primeros escritos sobre la bioética

La humanidad tiene la necesidad urgente de una nueva sabiduría que provea el ‘conocimiento de como usar el conocimiento’ para la supervivencia del hombre y para el mejoramiento de la calidad de vida. Este concepto de la sabiduría como una guía para la acción –el conocimiento de como usar este conocimiento para un bien social– podría ser llamado ‘la ciencia de la supervivencia’. (Bioethics. The Science of Survival, 1970)

Para defender las condiciones de vida de un planeta vulnerado por el potente desarrollo tecnológico y un modelo extractivo indiscriminado de la naturaleza, considerada solo como un recurso y no como el medio que permite la vida en el planeta. Estas condiciones –hoy más que nunca– exigen proteger y salvaguardar la “vida”, en todas sus facetas. Ya que la vida en sí es vulnerable, expuesta a heridas, necesitamos de la bioética. La palabra bio-ética, en sus raíces etimológicas, recuerda el bios, es decir, la vida, así como el pensamiento acerca de la conducta humana. 

En este sentido, podríamos afirmar que la palabra bioética ha estado desde siempre vinculada a la noción de vulnerabilidad –la vida implica siempre la posibilidad de la herida. Dicha fragilidad se convierte en el objeto privilegiado de la bio-ética, es decir de una reflexión sobre lo que es bueno y lo que es malo hacer (“ética”). Las preguntas que de allí surgen, entre otras, pueden ser: ¿qué podemos hacer cuando la actividad humana implica la manipulación de un ser vivo? ¿es bueno intervenir en ese cuerpo, en su sistema, en sus órganos? ¿es justo preservar un conjunto específico de organismos?

Los desafíos de la bioética hoy: amplificar la voz de quienes no tienen voz

Las respuestas a estas y otras preguntas son el desafío al que nos invita la reflexión en este ámbito del conocimiento. Para saber cómo responder, en primera instancia, hay que entender el contexto de las preguntas mismas, así como los detalles específicos involucrados en la acción que se quiere implementar. Así, en la época de la “civilización tecnológica”, el saber –el saber técnico– tiene una importancia fundamental para el deber –la ética–, como lo destaca Hans Jonas en su Principio de Responsabilidad.

Para actuar responsablemente y en conciencia de que la agencia humana siempre implica y afecta el mundo –entendido como el conjunto de los seres vivos y el ambiente que lo permite– hay que comprender el alcance de dicho cambio constante e inevitable. Tenemos el deber de informarnos, para saber, en primer lugar, cuáles son las vulnerabilidades que queremos preservar, cuáles eliminar y cuáles subsanar, si fuera posible. Dicha tarea, proteger las vulnerabilidades, nos convoca a todos, en cuanto seres potencialmente vulnerables. Dicha tarea, aún más, convoca a las universidades y los centros que crean conocimiento, que tienen el deber de producir las condiciones para el saber –un saber que tiene que ser compartido con toda la ciudadanía.

Por estas razones, creemos que hoy, más que nunca, es necesario reflexionar sobre nuestras vulnerabilidades, sobre todo las de quienes más lo necesitan, porque están afectadas por distintas formas de discapacidad. Este 3 de diciembre de 2019, día internacional de la discapacidad, como Centro de Bioética de la Pontificia Universidad Católica de Chile, hacemos un llamado a participar en las mesas redondas y los talleres dedicados al tema de la discapacidad y la inclusión, en el marco de la Conferencia: “Discapacidad y vulnerabilidad: desafíos sociales para la inclusión” (Auditorio Dr. Roberto Barahona S., Edificio Académico Medicina, Diagonal Paraguay 362, Santiago, 3 de diciembre de 2019, de 8.45 a 12.30 hrs.). Se reflexionará sobre el sentido de la vulnerabilidad y discapacidad, a nivel antropológico y filosófico; se profundizará el tema de la investigación clínica con personas con discapacidad –sobre todo, en Chile, con relación al artículo 28 de la Ley 20.584– para poder avanzar tanto en la protección de los más vulnerables como en una investigación clínica aun más “ética”; se propondrán medidas para una mejor inclusión social de las personas con discapacidad, a partir de la experiencia de OcuLab UC y de otras fundaciones que están desarrollando un papel importante en Chile en la actualidad.

En estos días en que muy a menudo se han levantado distintas voces, no se ha podido escuchar netamente la voz de las personas con discapacidad, quienes constantemente nos recuerdan la condición de vulnerabilidad que todos, en cuanto seres humanos, compartimos. La bioética, hoy más que nunca, necesita escuchar y amplificar esta voz.  

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