Cavilaciones ha suscitado el hecho de que Poncio Pilato, calculador pusilánime, se animara súbitamente a responder con esta sentencia marcadamente autoritaria y definidora al requerimiento de los sumos sacerdotes de que modificara el letrero que había mandado poner sobre la cruz de Cristo. Según el relato joánico «Pilato escribió un letrero y lo puso encima de la cruz. En él estaba escrito: Jesús el Nazareno, el rey de los Judíos. Leyeron el letrero muchos judíos, porque estaba cerca el lugar donde crucificaron a Jesús y estaba escrito en hebreo, latín y griego. Entonces los sumos sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: “No escribas el Rey de los Judíos, sino este ha dicho: soy Rey de los judíos”. Pilato les contestó: “Lo que he escrito, escrito está”» (Jn 19, 19-22). Detengámonos en tres hechos: Primero, el letrero era una burla muy personal del gobernador contra los judíos que lo habían obligado a condenar a quien él consideraba inocente o una sutil revancha del político humillado por una animosidad pública cuya sinrazón bien había percibido; segundo, el intento de los sumos sacerdotes era, como se dice, “bajar el perfil” a una declaración pública que se aproximaba demasiado al rango de una verdad, para transformarla en una simple opinión, más aun, opinión de un condenado; es decir, rebajar lo objetivo a algo subjetivo; tercero: la inscripción en las tres lenguas más habladas en la parte oriental del imperio romano le confería al título un carácter claramente universal. Con su solemne “Quod scripsi, scripsi” Pilato, sin estar consciente de ello, reafirmaba proféticamente tanto el carácter de verdad de lo escrito como su validez universal.
Ahora bien, no solo entonces, sino permanentemente a través de la historia, se dan estos tres hechos respecto del título de Cristo Rey: la burla y el menosprecio de los políticos rectores de los acontecimientos del mundo; el intento de relativizar lo absoluto (y consecuentemente de absolutizar lo relativo) de parte de los sumos sacerdotes de todos los tiempos; y, como permanente contraparte, la porfiada proclamación en tres lenguas de la validez universal de la verdad sobre la realeza de Cristo. Ni de lo primero ni de lo segundo nos toca hablar hoy, pero sí de lo tercero, es decir, de la “proclamación en las tres lenguas”. No se trata de tres lenguas elegidas al azar, sino de las que representarían con el correr del tiempo las tres culturas constituyentes en que se plasmaría el genio cristiano, la hebrea, la helénica y la romana. La fe cristiana, nos recuerda la Constitución “Dei Verbum” (I, 5), es la respuesta del hombre al hecho de que Dios se revele. Pero esta revelación, para tener entrada en los corazones y las inteligencias humanas, debió valerse del vehículo nocional, simbólico, lingüístico, litúrgico, en una palabra, cultural, de aquellos tiempos. Los datos de la revelación tenían 483 que encarnarse en la cultura, para ser comprensibles y, al mismo tiempo, asegurar su difusión en el mundo. Ahora bien, el alfabeto en que se expresó la lengua del “Lógos” no resultó único, sino triple: tres tipos de letras en tres alfabetos distintos para encarnar en este mundo la revelación divina.
Trinidad en el cielo, tríada en la tierra
Si, dando un paso más, recordamos las capitales de dichas culturas, es decir, Jerusalén, Atenas y Roma, nos hallaremos ante el tríptico de las ciudades-símbolo del cristianismo. Ya Jean Marie Paupert en su libro Jerusalem, Athenes et Rome, les meres-patries (París, 1982) había formulado las cosas de esta manera. Aun a riesgo de simplificar en demasía, se podría decir que Jerusalén aporta la base y la savia original de la cultura cristiana; Atenas representa la perenne contribución de la razón, la filosofía y el arte, y Roma comunica su talento especial para forjar estructuras jurídicas, políticas y sociales. Tampoco las carreteras y la eficiencia militar de Roma fueron ajenas a la propagación del evangelio. Y no se diga que lo romano solo sería válido para la Iglesia de Occidente, pues también la de Oriente asimiló su derecho y gozó de la protección del Imperio. A través de los siglos la Iglesia ha leído, meditado y proclamado el Antiguo Testamento, para dirigirse a Dios en el lenguaje de Jerusalén. Para comprender algo de la perenne presencia de Roma en la cultura cristiana, nada más aleccionador que la lectura del Liber sacramentorum, la monumental obra del cardenal Ildefonso Schuster. En cuanto a la gravitación de Atenas, son señeras, para solo dar ejemplos, las dos encíclicas Veritatis splendor (1993) y Fides et ratio (1998) del Papa Juan Pablo II.
Se sigue inmediatamente una nueva constatación: más que un simple tríptico, estas urbes conforman una tríada o una terna inseparable entre sí. No es posible, si de abarcar la totalidad del fenómeno cultural cristiano se trata, quedarse con una de las tres, excluyendo las otras dos. Por otra parte, ellas tampoco conforman un todo indiviso, ya que netamente se distinguen entre ellas. Diríase que en esto de ser y actuar distintos, siendo sin embargo una sola entidad dinámica, se descubriría una ilación, de alguna manera una suerte de reflejo, entre la Trinidad divina que funda y revela y la trinidad terrena de las tres ciudades, que encarna e ilustra. Si la Trinidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con su perfecto amor e intercambio, su mutuo respeto y armonía, debe ser reconocida como la fuente y animación de todo lo creado, la triple ciudadanía de Jerusalén, Atenas y Roma conforma la arcilla inicial y el permanente material de construcción de la Iglesia, cuña dinámica de la Trinidad en la historia del mundo.
Admitida esta triple encarnación cultural del credo cristiano, se deriva como consecuencia la necesaria llamada de atención a los que hacen de la frase de Jesús ante Pilato: “Mi reino no es de este mundo… mi reino no es de aquí” (Jn 18, 36), una declaración de evasión de lo terreno, una renuncia a todo compromiso con la historia. Aunque por cierto el reino de Cristo no pertenece a este mundo hostil a lo divino, y por lo tanto no tiene las características de los reinos de este mundo, ni discurre como ellos, estará sin embargo siempre presente en el mundo creado por Dios y no en las formas vagas y etéreas de un mito espiritual, sino precisamente por medio del cuerpo visible y palpable de las tres culturas.
Como se sabe, de todas las religiones del mundo el cristianismo desarrolla el más poderoso dinamismo transcultural, es decir, ningún otro credo supera al cristianismo en la capacidad de encarnarse y expresarse en las más diversas culturas. De esta constatación, fácilmente verificable en la historia, se podrían derivar al menos dos tesis. La primera sería que este dinamismo transcultural provendría precisamente de esta tríada, diferenciada y a la vez armónica, de Jerusalén, Atenas y Roma. La segunda, ya 485 más osada, sería la de que ninguna inculturación cristiana podría tener éxito si no adoptara como punto de partida la unidad y correlación indispensable de las tres entidades fundantes.
El apóstol de los gentiles en la confluencia de las tres corrientes
Para el que repase, rumiándolo meditativamente, el pasaje de los Hechos de los Apóstoles referente al cautiverio del apóstol Pablo primero en Jerusalén y después en Cesarea, desde el capítulo 21, 27 hasta el 26, 32, se le hará notorio con qué soltura el apóstol se desenvuelve entre los tres mundos judío, helénico y romano y con qué evidencia confluyen en él las corrientes representativas de estos mundos. Si proponemos, como un hecho y una clave interpretativa de la historia de la Iglesia, la síntesis de las tres ciudades, esta síntesis ya está esbozada en el apóstol de los gentiles. San Pablo se vale al menos dos veces, con fruición y cierta picardía, de su privilegio de ser ciudadano romano, no por haberlo comprado, sino a partir de su mismo nacimiento en Tarso de Cilicia (Hechos 21, 39). Ya se había valido de esta prerrogativa cívica en el incidente de su prisión en Filipos (Hechos 16, 35-39). Ahora, cuando los romanos quieren azotarlo después de su arresto en Jerusalén, recurre a la misma defensa: «Cuando ya le tenían estirado con las correas, dijo Pablo al centurión que estaba allí: “¿Os está permitido azotar a un ciudadano romano sin haberlo juzgado?” Al oír esto el centurión fue donde el tribuno y le dijo: ‘¿Qué vas a hacer? Este hombre es ciudadano romano’. Acudió el tribuno y le preguntó (a Pablo): “Dime, ¿eres ciudadano romano?” “Sí”, respondió Pablo» (Hechos 22, 25-28).
Esta condición de ciudadano romano también lo va a salvar poco después, cuando cuarenta judíos se comprometen con juramento a matarlo. El tribuno Claudio Lisias, que ya había quedado temeroso “al darse cuenta de que había encadenado a Pablo siendo ciudadano romano” (Hechos 22, 29), ahora lo sustrae al acecho de sus compatriotas hebreos, enviándolo con fuerte custodia militar a Cesarea, para hacerlo comparecer ante el procurador Félix. En la carta de presentación repite lo que le ha impresionado tanto: «Este hombre había sido apresado por los judíos y estaban a punto de matarlo cuando, al saber que era romano, acudí yo con la tropa y le libré de sus manos» (Hechos 23, 27).
Aunque el apóstol probablemente no hablaba la lengua latina con la misma facilidad y perfección que el hebreo y el griego, conocía muy bien el derecho romano (ver por ejemplo, Hechos 16, 37; 22, 25; 25, 10) y sabía cómo tratar y dialogar con los funcionarios del imperio, un Claudio Lisias, un Antonio Félix, un Porcio Festo. Pero los momentos culminantes de su relación con el mundo de la Roma pagana se reconocerán en la profundidad de su análisis de dicho mundo en el comienzo de su carta a los Romanos y en su martirio final en la capital del Imperio.
Como se ha dicho, San Pablo hablaba y escribía a perfección tanto el hebreo como el griego y se alude a ello en otro pasaje notable relacionado con su arresto: «Cuando iban ya a meterle en el cuartel, Pablo dijo al tribuno: “Me permites decirte una palabra?”. Él le contestó: “¿Pero sabes griego? (Ellhnisti ginwskeis) ¿No eres tú entonces el egipcio que estos últimos días ha amotinado y llevado al desierto a los cuatro mil sicarios?”. Pablo respondió: “Yo soy un judío, de Tarso de Cilicia, una ciudad no insignificante. Te ruego que me permitas hablar al pueblo”. Se lo permitió. Pablo de pie sobre las escaleras, pidió con la mano silencio. Y haciéndose un gran silencio, les dirigió la palabra en lengua hebrea (th Ebraidi dialektw)» (Hechos 21,37-40). 487
Pero hay más: «A la noche siguiente (en el cuartel de la torre Antonia) se presentó el Señor a Pablo y le dijo: “Ánimo, pues como has dado testimonio de mí en Jerusalén, así debes darlo también en Roma”» (Hechos 23, 11). Aquí resuenan, pues, en la misma boca de Jesús, los vocablos “Jerusalén” y “Roma” y se señalan, además, dos “testimonios” que su gran discípulo rinde o debe rendir en esas ciudades. Cristo aquí no menciona Atenas, pero es indudable que el encuentro con los atenienses y el discurso en el Areópago (Hechos 17, 16-34) cumplen con todos los requisitos de un “testimonio” cabal, equiparable a los que rinde el apóstol en Jerusalén y Roma. También en el caso de este tercer “testimonio” apostólico se podría decir que hubo previamente un mandato sobrenatural, referido en este caso no directamente a Atenas, pero sí a Macedonia y con ello a toda Grecia e incluso a Europa. De su estancia en Tróade refieren los Hechos: «Por la noche Pablo tuvo una visión: Un macedonio estaba de pie suplicándole: “Pasa a Macedonia y ayúdanos”» y sigue la interpretación universalista de este llamado por parte del apóstol y sus colaboradores: «En cuanto tuvo la visión, inmediatamente intentamos pasar a Macedonia, persuadidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos» (Hechos 16, 9-10).
El testimonio de San Pablo frente a Jerusalén, que se produjo cada vez que anunciaba a sus compatriotas a Cristo como Mesías y Señor de la historia y que cumplía con el rigor de una liturgia, respetando el primado de la ciudad santa como esposa de Yahvé, era de rango teológico. En cambio el testimonio ante Atenas ya plantea la necesaria relación entre teología y filosofía, entre la razón y la fe, otro de los pilares del edificio católico. El testimonio ante Roma, finalmente será, de los tres, el broche de oro, ya que consistirá en la entrega de la propia vida, en el auténtico “martirio”, sobre cuyo monumento sepulcral se levantará la magnífica basílica de San Pablo fuera de los muros de la ciudad eterna.
Las tres ciudades santas: ninguna por sí misma, todas dignificadas
Se nos podría reprochar una tendencia sacralizante. ¿Por qué estas ciudades y no otras? La respuesta solo se encontrará en los arcanos de la Providencia. El hecho es que solo estas tres cumplieron con los requerimientos necesarios. No es que los poseyeran por sí mismas, ni sus famosos nombres pudieron ocultar sus deficiencias y acciones equívocas. De algún modo, todas tuvieron que ser elevadas por encima de ellas mismas.
En cuanto a Jerusalén, Jesús derramó lágrimas sobre ella (Lc 19, 41) y le reprocha dos cosas: «Cuántas veces he querido reunir a tus hijos como una gallina reúne a sus pollos bajo sus alas y no habéis querido» (Lc 13, 34) y «No has conocido el tiempo de tu visita» (Lc 19, 41). En otras palabras: Jerusalén no ha colaborado con el designio más caro al corazón de Jesús, es decir, el reunir, congregar a los hijos de Dios que están dispersos. Y segundo: el que la ciudad santa haya sido insensible a los tiempos decisivos, a los “kairoi” de la historia de salvación. Por ello la Jerusalén terrena, la cabeza de Israel, será destruida por los romanos; pero tanto más fuerte surgirá “la nueva Jerusalén, la Jerusalén de arriba”, cuyo advenimiento preparará la Iglesia. Así como la triple negación de Pedro no fue óbice para que Cristo le confiara sus ovejas, así la infidelidad de Jerusalén no será impedimento para que en los designios de Dios ella se convirtiera en el patrón, el paradigma de la Iglesia, la esposa amada.
Tampoco el debut de Roma en la tríada terrena fue glorioso. Su representante oficial, el gobernador Poncio Pilato, dio muestras del más ignominioso oportunismo político y el más frío escepticismo frente a la verdad (Jn 18, 38). Pero en los planes de Dios fue precisamente aquella Roma, preanunciada en la rectitud y equidad de los personajes romanos de los Hechos de los Apóstoles (aquel Cornelio, aquellos centuriones y tribunos…), la que proporcionaría a la Iglesia la sede del primado petrino, sus estructuras estructurantes, su competencia jurídica, necesaria para un magisterio destinado a defender la verdad.
En cuanto a Atenas, que habría de ser en la Iglesia la encarnación de la pasión por la verdad y del amor por la belleza, nada de eso evidenció en su primera aparición frente al apóstol Pablo en el conocido pasaje de Hechos 17, 16-33: «Mientras Pablo esperaba en Atenas, estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos». Los representantes de la filosofía griega se comportaron como intelectuales frívolos, burlones, desdeñosos e interesados más bien en las novedades que en las verdades perennes. “De este modo Pablo se marchó de entre ellos” (Hechos 17, 33). Con esta lacónica sentencia San Lucas marca el fin del primer diálogo entre la Iglesia, representada por San Pablo, y la cima del mundo intelectual de la Antigüedad.
Si pasamos ahora de la conducta ambigua de sus representantes a la vigencia histórica de las tres ciudades, constatamos que florecieron y se marchitaron igual que otras ciudades del mundo. La diferencia está en que, más allá de su validez histórica plena de un momento, mantuvieron su influjo, su espíritu, su colaboración invisible, a través de los siglos, sin excluir nuestro hoy.
A Jerusalén, a quien, como canta el salmo “el Altísimo en persona ha fundado”, le cabe sin duda el primado, por concentrar entre sus muros los anhelos y la piedad del primer pueblo de Dios y ser en segunda, pero no menor instancia, la anticipación terrena del nuevo, la Iglesia. Pero su brillo como capital cristiana, con su basílica constantiniana de la Anástasis y su liturgia sin par, duró apenas tres siglos, hasta su toma en el 636 d.C. por los guerreros de turbante y cimitarra, quienes redujeron a los cristianos a ciudadanos de segunda clase.
La Atenas terrena, que entró a la comunidad de Jesucristo por medio de San Pablo y los Padres griegos, pero anteriormente también ya había estado presente en la historia sacra por medio de los setenta sabios de Alejandría que tradujeron la Biblia al griego, fue sometida a Roma, luego a Bizancio (que le clausuró en el 529 su famosa Academia) y después a los turcos. En el siglo XVIII la explosión del polvorín instalado por ellos en el Partenón redujo a ruinas el monumento supremo de la arquitectura clásica.
Tampoco a la gloriosa Roma le fue ahorrada la suerte de la caducidad, anexa a todo poder terreno, y en el famoso foro imperial terminaron pastando las vacas entre columnas caídas, en tanto que en los nichos y pasillos del arruinado Palatino, sede del emperador, se deslizarían cientos de gatos.
Nada de eso fue un impedimento definitivo para que Jerusalén, Atenas y Roma formaran las culturas constitutivas de la fe cristiana. Ellas prestaron sus muros y plazas y suministraron sus sacerdotes, sabios y soldados para que pudiera sentar sus reales en esta tierra tan ajena a lo divino “el que habría de reinar en Israel” (Miq. 5, 1). La Iglesia las asumió e integró como suyas, por lo que pudieron subsistir por encima de las vicisitudes históricas y llegar a merecer el título de “eternas”. Ante ellas —sin excluir a Atenas— el creyente eleva sus ojos y se persigna con respeto.
Conatos de exclusiones “purificantes” de la fe
No siempre en el transcurso de la historia la tríada cultural terrena gozó de aceptación y reconocimiento generales. En diversas épocas y por diversas razones se ha intentado “purificar” la expresión cultural de la fe cristiana, descartando o excluyendo uno u otro o la totalidad de los nombrados elementos constitutivos. Se procedía en esto con celo y convicción, pero pese a ello fue inevitable que se cumpliera también aquí la ley del discernimiento evangélico: “Por sus frutos los conoceréis” (Mt 7, 16).
Uno de los intentos más recientes por recuperar una concepción más “espiritual” de Dios, es decir, más despojada de tantos elementos culturales, considerados como nocivos, se puede rastrear en los escritos del jesuita hindú Anthony de Mello (1931- 1987). La lectura atenta de la Notificación sobre los escritos del citado autor por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe (24 de junio de 1998) permite calibrar todas las consecuencias a que lleva tal separación entre fe y cultura. El documento del Magisterio constata que «El autor sustituye la revelación acontecida en Cristo por una intuición de Dios sin forma ni imágenes, hasta llegar a hablar de Dios como de un vacío puro. Para ver a Dios haría solamente falta mirar directamente el mundo. Nada podría decirse sobre Dios; lo único que podemos saber de Él es que es incognoscible».
Para comentar estas ideas con los conceptos a que hemos recurrido aquí, podríamos decir que la tesis del religioso hindú equivale a creer que el Logos (quizás) haya hablado, pero que no habría alfabetos para leerlo y entenderlo. O, dicho de otro modo, Jerusalén, Atenas y Roma serían el mayor obstáculo para acceder a Dios. Con razón la autoridad del magisterio declara que las citadas posiciones “son incompatibles con la fe católica y pueden causar grave daño”.
Por lo general, los ataques contra la cultura de la fe no asumen la radicalidad de Anthony de Mello. En la mayoría de los casos se trata del rechazo de solo algunos de los ingredientes históricos del cristianismo. Hay que recordar, por ejemplo, que en ciertos medios académicos europeos, antes y después del último Concilio, se levantaron clamores a favor de una “deshelenización” de la fe cristiana. Sería esta una ofensiva contra Atenas, alegando que con Belén nos basta.
Muy anterior a este conato de excluir a Atenas del tríptico de las ciudades-símbolo de la cultura cristiana es la hostilidad contra Jerusalén y el Antiguo Testamento. Fue el líder herético Marción (85-160 d.C.) el que en el siglo II planteó la necesidad de que la religión de Cristo debía desprenderse definitiva y totalmente del lastre judaico y, por lo tanto, de todo el Antiguo Testamento. Marción no se cansaba de subrayar el contraste entre el Evangelio y la ley, el amor redentor del Nuevo Testamento y la justicia punitiva del Antiguo y llegó al extremo de distinguir dos dioses: el de Moisés y el de Jesucristo. El teólogo evangélico Harnack vio en Marción al “primer protestante”, por haber llevado adelante con radical rupturismo la lucha que en sus días sostuvo contra la ley judía el apóstol Pablo. La Iglesia de entonces creyó necesario excluir a Marción de sus filas. Resabios de este antiguo prejuicio se han filtrado y persistido largo tiempo en parte de nuestra literatura catequística, en que se sigue poniendo en injusta contraposición la severidad y el rigor de Yahvé con la bondad universal de Jesucristo; la actitud legalista del Antiguo Testamento, con la libertad carismática del Nuevo. Frente a ello habría que reafirmar que estas variaciones del antisemitismo son contradictorias con la fe cristiana.
Tampoco Roma podía librarse de embestidas del pensamiento y fue Martín Lutero el que se encargó de ello con inusitada vehemencia. Es cierto que el reformador recelaba en igual medida de los filósofos y de la “prostituta razón” y le tenían sin cuidado las posibles fisuras entre la razón y la fe, que siempre resolvía en favor de esta última. En el capítulo de sus odios personales, Aristóteles ocupaba un lugar importante, pero también a Tomás de Aquino y su Suma Teológica, que conocía solo indirectamente, los relegaba al, para él, deleznable desván de Atenas.
Mas, sin duda, su furor principal se dirigió, durante treinta años de incesantes diatribas, contra Roma, el Papa, el primado petrino, la Iglesia de Roma y todo el sistema romano. Su odio casi metafísico contra el “Papismo”, que transmitió a anglicanos, calvinistas y las numerosas instituciones religiosas derivadas de ellos, lo llevó a preconizar en la práctica un cristianismo sin Iglesia. Pero a la postre tal cristianismo sin Papa, sin Roma, sin sacerdocio, sin Iglesia visible, resultó ser también un cristianismo sin María, sin santos, y —dígase lo que se diga— sin Eucaristía.
Es difícil sustraerse a la conclusión de que tales “purificaciones” no han llevado en ningún tiempo a ninguna reforma, ni renovación, ni progreso del evangelio, sino solo a mutilaciones de la fe y trágicas divisiones entre los creyentes. Incluso en este sentido las llamadas purificaciones son más peligrosas para la fe que las mismas herejías. Estas últimas afectan a la fe directamente, “eligiendo” o prefiriendo ciertas verdades del Credo en detrimento de otras. La Iglesia, a través de los Concilios, generalmente logró neutralizar los efectos deletéreos de aquellas desviaciones doctrinales.
Pero en el caso de los procesos de secularización —pues en esto consisten a la postre las “purificaciones”— el mal es muchísimo más insidioso. Como la fe en sí misma no es atacada, sino solo se trata de eliminar o modificar los elementos culturales constituyentes del cristianismo (lo que llamamos “las tres ciudades”), al parecer no estaría en juego lo esencial y por lo tanto en el cuerpo eclesial no se mueve ninguna defensa. La Palabra de Dios sigue siendo respetada, pero se pone en duda el lenguaje, el “alfabeto” en que esta se ha expresado. Los mismos cristianos, al no percatarse de lo que está en juego, pueden llegar a colaborar en el desmantelamiento de la fe, considerando que se trata tan solo de elementos contingentes, prescindibles, no esenciales y, a la postre, discutibles. Lo característico de los procesos de secularización es que obran gradual y sigilosamente, sin que la mayoría caiga en la cuenta de lo que en el fondo está sucediendo. No faltan, sin embargo, los perspicaces, pero su voz de alarma muchas veces es desautorizada y hasta silenciada. Son los hombres con vocación de profetas, que infaliblemente son reconocidos como veraces cuando se cumple su palabra (cfr. Dt 18, 18-22).
Para salir al paso de la erosión que producen los procesos de secularización nada más provechoso y recomendable que escuchar a los profetas veraces que han surgido y siguen surgiendo en la marcha de la Iglesia.
Sobre el autor
Nacido en Osorno el año 1929, es monje benedictino de la Abadía de la Santísima Trinidad de Las Condes. Historiador. Hizo sus estudios escolares en el Internado Nacional Barros Arana. Luego cursó Pedagogía en Castellano, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Autor, entre otras obras, de Cartas e informes de misioneros jesuitas extranjeros en hispanoamérica. Miembro del Consejo de Consultores y colaborador habitual de revista Humanitas.
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