La creación artística encuentra su lugar en una región del alma donde esta mantiene con la realidad una relación primordial, prerracional, que podríamos definir como "intuición creativa".
Comienzo con dos textos del siglo pasado, que ya son clásicos del pensamiento cristiano sobre el arte, uno de Oriente y el otro de Occidente, en los cuales se refleja debidamente la diferencia y también el contraste entre las dos perspectivas.
El primero es el ensayo sobre el ícono del Padre Pavel Florenskij, Las puertas reales [1], texto que data de 1922. El otro es el monumental estudio de Jacques Maritain, La intuición creadora en el arte y en la poesía [2], publicado en inglés en 1953. Ambos pensadores son coetáneos, habiendo nacido los dos en 1882.
Del texto de Florenskij quisiera destacar sobre todo algunos pasajes sobre el concepto de canon eclesiástico, que según él no debe interpretarse como mero conservatismo opuesto a toda creatividad. Así, se refiere a dicho concepto como un “don que la humanidad hace al artista” [3]. Escribe: “La adopción del canon es la adquisición de una relación con la humanidad y la conciencia de que esta no se vive en vano ni ha carecido de verdad… El esfuerzo por fundir nuestra inteligencia individual en la forma humana común abre la fuente de la creatividad” [4].
Por consiguiente, según Florenskij, el artista necesita “apoyarse en los cánones artísticos universalmente humanos” [5], que para determinados elementos —otra observación importante— también están radicados “en la oscuridad de la historia precristiana” [6].
El texto de Florenskij, como sabemos, denuncia luego la decadencia metafísica presente —a partir del Renacimiento— en el régimen de las imágenes eclesiásticas de Occidente. Y resultan ser páginas inolvidables aquellas en las cuales percibe los síntomas de este debilitamiento incluso en la adopción de los materiales: la pintura al óleo en el mundo católico, y el grabado y el aguafuerte en el protestante.
En todo caso, es un dato de hecho que en Occidente se ha consumado un divorcio entre la tradición del arte y la tradición de la Iglesia, al menos a partir del Iluminismo.
La tradición del arte llega a ser cada vez más “tradición de lo nuevo”, según la paradojal expresión del crítico estadounidense Harold Rosenberg [7]. Después del Romanticismo —como ha observado Edgar Wind—, la soledad del poeta-artista ante su propio corazón se erige en “templo del arte” propiamente tal [8]. Pasemos al ámbito occidental: Maritain, por su parte, habiendo tomado nota de este divorcio, procura más bien captar la semilla positiva del mismo, atesorando sus encuentros con los mayores artistas de su época, desde Rouault hasta Chagall.
La gran proeza de su texto es precisamente transcribir en términos de ontología tomista, reinterpretada de manera sumamente original, esa experiencia de la Belleza como valor trascendental que el artista romántico, sobre todo a partir de Baudelaire, ha reivindicado para sí mismo. Y lo hace ante todo desmitificando el mito romántico de la creatividad, mediante una nueva interpretación personalista del fenómeno de la producción poética y artística.
La “creación artística” encuentra su lugar en una región del alma donde esta mantiene con la realidad, con las cosas, una relación primordial, prerracional, no conceptual, pero no irracional, definida por él precisamente como “intuición creativa”: una especie de iluminación —y también una herida— proveniente del Ser y acogida en lo que Maritain llama sugerentemente “nocturno preconsciente del espíritu”, y en la cual se da testimonio —¡atención!— de la integridad ontológica última [9] del alma misma, más allá incluso de su falibilidad en el plano moral. Según Maritain, entonces, el arte y la poesía, también en el contexto de secularización y fragmentación que caracteriza el mundo moderno, constituyen una vía de acceso a un sentido auténtico del Ser. Pero hay más: esta intuición creativa, que también es propia de la intimidad y singularidad de la persona humana, tiene una dinámica intrínseca que la lleva a objetivarse —más allá de todo riesgo de solipsismo— en la unidad de un tema, que por este motivo la hace ser participable. Lo que él llama “tema” —que no es precisamente el argumento exterior de una obra— es aquello por lo cual la obra de arte no solo es lo que es, sino también actúa, es también acción, en un sentido análogamente dramatúrgico y —agrego yo— también ritual: no es puramente una acción reproducida, representada, sino una acción intrínseca de la obra misma en su actuar hic et nunc en el lector y el espectador.
Me parece que Maritain intercepta ciertas dinámicas propias del arte del siglo XX, por lo menos en algunos de sus momentos cruciales. Más allá de la proliferación de los estilos y los lenguajes a los cuales nos ha acostumbrado el fenómeno de las vanguardias, existe como tendencia contraria el propósito de ofrecer a la obra de arte un contexto, un espacio de resonancia colectiva al interior también de formas, por así decir, canónicas.
En esta dirección se mueve el primitivismo que ha caracterizado gran parte del arte del siglo XX, así como el interés en la antropología y la etnología o incluso en el psicoanálisis: ¿qué es todo aquello sino el deseo de volver a encontrar ese “don que la humanidad hace al artista” del cual habla Florenskij?
En este contexto, quiero examinar aquí dos casos de artistas agnósticos, que encontraron el espacio litúrgico de la Iglesia precisamente a partir de sus exigencias expresivas. Estos dos casos, sin embargo, nos enseñan en qué medida ese encuentro es problemático, en realidad dramático, y para nada expiado en sus resultados.
HENRI MATISSE EN VENCE
El primero es la capilla de Matisse en Vence, realizada entre 1947 y 1951 (cfr. Humanitas nº 69). La historia de la capilla es muy simple: hay una comunidad de religiosas dominicas en la pequeña ciudad de Vence, que necesita una nueva capilla para el convento. Y hay un gran pintor, que ha llegado ya al final de su larga carrera y tiene como exigencia alcanzar una síntesis más elevada y universalmente participable del sentido de toda su búsqueda artística.
El afecto y la amistad de Matisse con una de las religiosas lo inducen a embarcarse en el proyecto de una nueva capilla, sin que haya habido jamás un encargo propiamente tal: Matisse trabajará en el proyecto a sus expensas. Recuerdo que el último Matisse dio un paso epocal hacia la superación de la pintura de atril, que es por lo demás el género típico de la pintura burguesa y secularizada del siglo XIX. La capilla, en este sentido, es la gran ocasión de su vida, como él mismo confiesa: “No es un trabajo elegido por mí, sino un trabajo para el cual fui elegido por el destino al final de mi camino, donde sigo avanzando en conformidad con mis investigaciones, unificándolas y fijándolas gracias a la ocasión que me ha ofrecido la capilla” [11].
Fue enteramente fiel a las indicaciones y exigencias litúrgicas de las religiosas, con un escrúpulo que lo llevó a proyectar hasta los ornamentos sagrados y la vestimenta litúrgica: ciertamente, un gesto de afectuosa humildad con esta familia dominica, pero más que eso.
Nada existe en este espacio de acción litúrgica que no tenga su inconfundible marca. En el fondo, su preocupación es garantizar una especie de unidad estilística no solo en las paredes, sino en todo el ambiente y también en la acción litúrgica misma, en algo que se proyecta realmente como una obra de arte total.
La capilla es el nuevo apoyo para su pintura, cuyo tema permanente había sido la celebración de la luz a través del color y modelada por el diseño. Los dos elementos —diseño y color— se encuentran aquí presentes, cada uno por su propia cuenta, en una dimensión mural: los vidrios coloreados, por una parte, y las baldosas de cerámica diseñadas en blanco y negro, por otra, casi como en un gran libro con dos páginas frente a frente.
Así resuelve Matisse lo que siempre reconociera como el gran conflicto, en la pintura, entre diseño y color [12]: ambos componentes no están mezclados, sino puestos frente a frente de tal manera que cada uno pueda alcanzar el diapasón de su expresividad, sin subordinarse al otro. Y es el espacio intermedio, el espacio ocupado por los fieles y las religiosas, lo que proporciona su recíproca resonancia.
Uno puede preguntarse: ¿pero por qué precisamente el espacio de una capilla?
Aquí entra en juego esa categoría de la acción o del tema que hemos introducido con Maritain: la capilla era el lugar privilegiado para hacer surgir y otorgar carácter operativo y activo al gran tema matissiano de la luz. Al parecer, el artista acostumbraba decir: “No trabajo en la tela, sino en quienes la miran (…) mis cuadros, mis diseños nada son en la tela, en el papel. Aquí no queda prácticamente nada. Están en la imaginación de quienes los miran” [13]. El deseo de poder actuar lo más posible en forma directa sobre el observador encontraba su satisfacción más natural y plena en el espacio de silencio y recogimiento ofrecido por un lugar de oración. De hecho, con la capilla, Matisse afirma haber querido “tomar un espacio cerrado de proporciones muy reducidas y otorgarle, puramente con el juego de los colores y las líneas, dimensiones infinitas” [14]. Y además: “deseo que los que entren en mi capilla se sientan purificados y liberados de sus propias cargas” [15].
Y por otra parte, escribiendo a las religiosas, reivindica también para sí mismo una especie de vocación religiosa, si bien en términos de una “religión en el arte”, donde, por analogía, también es posible vivir los consejos evangélicos de la obediencia, la castidad y la pobreza: “Vosotras rezáis por mí. Yo os agradezco. Pedidle a Dios darme en mis últimos días la luz del espíritu que me mantenga en contacto con él, que me permita hacer llegar mi carrera larga y laboriosa al objetivo que siempre he buscado: hacer Su gloria evidente para los hombres enceguecidos por un alimento exclusivamente terrestre…”.
Y son aún más conmovedoras las siguientes palabras: “Como todas las mañanas, en este momento voy a hacer mi oración, con el lápiz en la mano, frente a un granado cubierto de flores en los diversos estados de floración y espío su transformación… compenetrado de admiración por la obra divina. ¿No es esta una forma de orar? Y no hago sino (pero en el fondo no hago nada, porque es Dios quien conduce mi mano) hacer evidente para los demás el enternecimiento de mi corazón” [16].
Es un conmovedor diálogo entre el viejo artista y la comunidad de religiosas, donde Matisse, en el momento en que reivindica su justo derecho a acompañar la oración de ellas con su trabajo, reconoce también un límite, un umbral que su libertad no puede atravesar. Es esta una mezcla de proximidad y distancia, que hizo posible en esta capilla el encuentro y el diálogo entre la luz del arte y la luz de la fe.
El Padre Couturier, quien fuera el gran promotor de este diálogo en las páginas de “Art Sacré”, escribió al respecto: “El hecho de haber pasado Matisse cuatro años realizando una capilla para religiosas dominicas es un milagro… también es un milagro que la Iglesia… la haya aceptado, se complazca con ella y diga que se siente honrada… Vence es un ‘milagro’, pero desde hace dos mil años hasta ahora… la Iglesia ha vivido únicamente de milagros” [17].
MARK ROTHKO EN HOUSTON
Ciertamente, el milagro también puede no repetirse a pesar de todas las buenas premisas y las mejores intenciones. En 1964, dos mecenas tejanos católicos, John y Dominique de Menil, deseando repetir en suelo americano el milagro de Vence, proponen al pintor Mark Rothko llevar a cabo una serie de cuadros para una capilla por edificarse en la Universidad Católica de Houston, administrada por los Padres Basilianos. Rothko acepta la propuesta con gran entusiasmo.
Mark Rothko, pintor de origen judío ruso, tiene poco más de 60 años. Es uno de los exponentes más prestigiosos de la Action Painting y —yo diría— también el más “religioso”, si bien en sentido muy amplio. Desde comienzos de los años 40, declaró que en la pintura lo más importante es el contenido, es decir, lo que Maritain define como tema: “Nosotros sostenemos que el tema es el aspecto crucial… y únicamente ese tipo de tema que es trágico y eterno. Es por eso que profesamos una proximidad espiritual con el arte primitivo y arcaico” [18].
En esta línea, a fines de los años 40, Rothko llegó a una pintura en sentido amplio minimalista: dos o tres masas de color-luz superpuestas, en telas de grandes dimensiones, que requieren una visión de cerca para involucrar al espectador en una relación de absoluta intimidad con lo que se anuncia en la bruma luminosa de sus colores, “personas del drama” propiamente tales, que velándose se re-velan. Alguien ha evocado al respecto la Shekinah bíblica.
La superación de la pintura de atril culmina en él en las llamadas Rothko Rooms, desarrolladas en el interior de algunos museos: su pintura debe cubrir el espacio total en el cual se encuentra el observador. Por este motivo a Rothko le fascina el proyecto de una capilla.
Pero lo que sucederá es también sumamente instructivo: el artista concibe la capilla exclusivamente en función de sus telas, y por consiguiente, en el curso de esta campaña de pintura —que se extiende desde 1964 hasta 1967— quedan excluidos, por así decir, los dos socios que no se adaptan a sus condiciones: el arquitecto Philip Johnson, que abandona los trabajos por no llegar a un acuerdo con el pintor, y los mismos Padres Basilianos, que se retiran del proyecto, preocupados de que la capilla no responda a sus exigencias litúrgicas.
En definitiva, la capilla se construirá sobre la base del modelo a escala real realizado por el artista mismo en su estudio para pintar las telas; ya no tendrá una denominación religiosa específica y surgirá en otro lugar, en una propiedad de los De Menil. Y hoy todos la conocen como “Capilla Rothko”.
La construcción, muy pequeña y vacía, tiene una planta octogonal, y en las ocho paredes hay 14 grandes telas, dispuestas individualmente o en trípticos. Las referencias a la iconografía cristiana están presentes, pero como una especie de palimpsesto mudo: la forma octogonal, el ábside que se abre en la parte frente a la entrada, el tríptico que recuerda los retablos y el desfase de las telas en los otros trípticos —tal vez una alusión a la cruz.
Impresiona, en todo caso, la insólita severidad de estos cuadros, de los cuales ha desaparecido el fulgor sumiso, pero sumamente irradiante, de su pintura clásica. Sheldon Nodelman, principal investigador de la capilla, observa que la pobreza extrema y la severidad del conjunto producen en el observador, al primer impacto, “un efecto opresor… de un ambiente urgentemente exigente y al mismo tiempo distante e indiferente hasta el límite de la frustración” [19].
Situado en este ambiente exasperadamente mudo, el ojo del observador está obligado en cierto punto a moverse, desplazándose de una pared a otra como para abarcar toda la composición, y así, por consiguiente, como también dice Nodelman, “el locus de la obra de arte llega a desplazarse del objeto al observador… involucrado en una secuencia giratoria continua que vuelve sobre sí misma… donde no hay punto de interrupción ni una conclusión… El espectador se convierte en actor… sujeto a la interrogación… de los cuadros” [20]. La capilla —concluye Nodelman— se convierte en un “teatro del sí mismo” [21].
Más que el lugar para una liturgia —“acción o servicio común, público”— parece por consiguiente el lugar para una mono-urgia, “acción privada o individual”.
Por lo demás, uno de los lugares que más fascinaron a Rothko en sus viajes a Italia fue el convento de San Marcos en Florencia, con sus celdas pintadas por Beato Angélico: su modelo, en Houston, es precisamente el de la “celda”, en este caso en una acepción incluso claustrofóbica. En efecto, igualmente sugerente para él fue el vestíbulo de la Biblioteca Laurenciana de Miguel Ángel, con su espacio sumamente complejo, casi sin aberturas, con las ventanas ciegas en las paredes, que exasperan la sensación de clausura.
El movimiento giratorio impuesto al espectador por la capilla, parece entonces una especie de camino de fuga de lo insoportable de este espacio, como para buscar un camino de salida hacia lo alto, desde donde llueve la luz.
En la capilla Rothko, se alarga la sombra que desciende sobre la etapa final de su obra. Él se quitó la vida en febrero de 1970, un año antes de colocarse sus telas en la capilla.
Termino con dos fotos y una pregunta: en la primera, vemos una misa católica celebrada en la capilla; en la segunda, una danza sufí. ¿Cuál de las dos acciones es la representación más adecuada para la estructura profunda, para el tema de la Capilla?
WILLIAM CONGDON
Es también parte del mismo ambiente de la escuela de Nueva York de fines de los años 40 William Congdon, al cual cito aquí en cambio en la lista contraria: un artista que, convertido a la fe católica, se negó sin embargo coherentemente a producir arte para las iglesias. En el entusiasmo inmediato después de la conversión, durante algunos años pintó efectivamente temas religiosos, inspirados en la Escritura y la liturgia de la Iglesia, pero es una etapa muy breve que pronto se interrumpe.
Él se dio cuenta de que la Iglesia a la cual estaba destinado su trabajo de pintor no era ante todo la iglesia de piedra, sino la Iglesia de Pedro: en otras palabras, solo viviendo la realidad sacramental y de comunión de la Iglesia, quizás se le habría dado, en el curso del tiempo y por gracia, ver surgir el tema nuevo de su pintura.
La iconografía tradicional no podía asumirse de manera extrínseca; debía, por así decir, pasar al examen, encontrar una verificación, al interior —siempre en el lenguaje de Maritain— de su intuición creativa personal. Así, del mero tema o contenido extrínseco, descriptivo, se habría elevado al rango de verdadero tema, como hasta ahora lo hemos definido.
Valga un ejemplo para hacernos comprender mejor esto: el único tema religioso al cual permaneció fiel durante muchos años es el de Cristo crucificado, del cual hizo numerosísimas versiones en el curso de veinte años; pero en el paso de las primeras a las últimas, podemos captar realmente este cambio de tema extrínseco a tema intrínseco. Lo vemos comparando el Crucifijo 2 de 1960 con el Crucifijo 165 de 1976. La iconografía clásica de la cruz, muy evidente todavía en el primero, desaparece, pero solo para exaltar la presencia del Cuerpo, más bien de la carne de Cristo, llevada hasta esta consumación extrema. De aquí sin embargo surge la invención de una nueva forma iconográfica, donde el Viernes Santo pasa al Sábado Santo, es decir, al descenso a los Infiernos, como primera chispa de la Resurrección.
Para terminar: en esta breve reseña, he querido dar una idea de la complejidad, del carácter dramático, pero también de la formidable actualidad del tema del arte sacro en la actualidad. Y me parece que es preciso evitar, por una parte, lo cerrado y la timidez del pasado, y por otra la indiscriminada apertura del espacio litúrgico a cualquiera, aun cuando esté acreditado como artista de moda, lo cual es en cambio un riesgo del presente. Se trata de proceder con valentía y discernimiento, como nos pide el Papa Francisco, quien también nos ha animado recordándonos que la Verdad, sin ser relativa, es no obstante “relacional”, es decir, se hace alcanzar desde lugares más distantes y a través de recorridos sumamente distintos. Y sobre todo, citando una vez más al Padre Couturier, debemos confiar en los milagros.