Juan Pablo II comenzó su primera encíclica con estas palabras: “El Redentor del Hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y la historia”. De este modo, hacía una advertencia y una demostración de que la Iglesia estaba debidamente preparada ante el marxismo, en boga en esa época, que consideraba que la historia del mundo estaba determinada por la dinámica del conflicto de clases. Como escribía el filósofo Peter Wust, de Sarre, en su obra Crisis in the West (Crisis en el Occidente), el hecho de conocerse el cristianismo a sí mismo implicaba por primera vez el descubrimiento del alcance total de la estructura metafísica del hombre y del rango real y potencial completo de su historia [1]. La Comisión Teológica Internacional, presidida por el Cardenal Ratzinger, expresó la posición en los términos siguientes:

"En los últimos tiempos, inaugurados en Pentecostés, Cristo resucitado, Alfa y Omega, entra en la historia de los pueblos: a partir de ese momento, se abre el sentido de la historia y por lo tanto de la cultura, y el Espíritu Santo revela este sentido describiéndolo vívidamente y comunicándolo a todos. La Iglesia es el sacramento de esta revelación y su comunicación. Centra nuevamente a todas las culturas donde Cristo es recibido, situándolas en el eje del mundo que viene, y restablece la unión quebrada por el Príncipe de este mundo. Así, la cultura se sitúa escatológicamente: tiende hacia su consumación en Cristo, pero no puede salvarse sino mediante su asociación con el repudio del mal".

Empleando el lenguaje de las correspondencias trinitarias, el dominico inglés Aidan Nichols abordó el tema de lo que podría significar para una cultura estar centrada en Cristo:

En primer lugar, una cultura debe tener conciencia de la trascendencia como verdadero origen y fin de sí misma, y a esto llamamos la dimensión “paterológica” tácita de la cultura, su referencia implícita al Padre. En segundo lugar, las formas empleadas por una cultura deben manifestar integridad —totalidad e interconexión—, claridad —transparencia en el significado— y armonía: una debida proporción en las formas de relación de sus elementos constitutivos con la cultura como una totalidad. Y por cuanto estas cualidades —integridad, claridad y armonía— corresponden en teología clásica con el Hijo divino, el “Arte” de Dios y el esplendor del Padre, podemos decir que tales características de la forma bella constituyen los aspectos específicamente cristológicos de la cultura… Y así, en tercer lugar, en el orden trinitario, el carácter espiritualmente vital y proveedor de salud del ethos moral de nuestra cultura revela la dimensión pneumatológica de la cultura, su relación con el Espíritu Santo [2].

Al celebrar el 30º aniversario de la encíclica cristológica del Papa Juan Pablo II, centré mi análisis únicamente en los problemas contemporáneos asociados con lo que Nichols llama la dimensión cristológica. Específicamente, me gustaría abordar la siguiente interrogante: ¿por qué la dimensión cristológica es tan débil en los países del mundo occidental?

Un punto de partida para este análisis es el juicio de Alasdair MacIntyre en el sentido de que las instituciones de la cultura occidental contemporánea constituyen el terreno de una guerra civil entre quienes proponen tres versiones rivales de la moralidad, la justicia y la verdad. En sentido amplio, estas versiones se distribuyen en las siguientes categorías: la síntesis clásico-teísta, las filosofías de la Ilustración del siglo XVIII y la reacción romántica, en su forma nietzscheana, en el siglo XIX, contra la Ilustración. Según MacIntyre, cada una de estas tres grandes tradiciones trae consigo su propia lista de vicios y virtudes, sus nociones de racionalidad y justicia y sus enfoques de la relación entre fe y razón. En cada institución en particular, es posible encontrar partidarios de las tres tradiciones, siendo que en algunas de ellas, como los tribunales y los parlamentos, hay un predominio de los tipos iluministas, mientras en instituciones como las universidades y las profesiones con orientación más artística predominan los tipos románticos nietzscheanos.

MacIntyre observa que las culturas caracterizadas por conflictos de valores entre las instituciones y dentro de las mismas estimulan a los individuos a fragmentar su propia identidad y usar distintas máscaras en los diversos contextos con el fin de evitar la marginación social. El intelectual checo Vaclav Havel ha descrito este comportamiento comparándolo con personas que en una cancha de fútbol están jugando al mismo tiempo para varios equipos, cada uno con un uniforme distinto, y sin saber en definitiva de cuál equipo son parte. MacIntyre señala que el comportamiento del rebelde sartreano, una especie sociológica popular en los círculos intelectuales y artísticos de los años 60, era una tentativa por parte del yo de defender su integridad contra las prácticas burocráticas que lo dividen de acuerdo con funciones determinadas por roles, mientras la celebración contemporánea posmoderna de la diferencia es también, al menos en parte, una reacción contra lo que Weber identificaba como la jaula de hierro de la razón instrumental. Lejos de ser “neutral en cuanto a los valores”, MacIntyre estima que las prácticas burocráticas son ideológicas, es decir, específicamente destinadas a estar al servicio de un fin político, en este caso ocultar el conflicto entre las tres tradiciones predominantes. Por cuanto la acción del liberalismo está dirigida a impedir la atracción hacia lo que podría describirse vagamente como los “valores fundamentales”, existe una tendencia social a socavar el criterio prudencial de los profesionales y circunscribir sus acciones mediante regulaciones obligatorias de valor supuestamente neutral. A consecuencia de esto, John Milbank ha observado que los profesionales “han perdido confiabilidad, por lo que son espiados incesantemente y evaluados en conformidad con una lista especial de verificación, mediante un procedimiento de rutina contrario a toda forma genuina de inculcar la excelencia” [3].

Milbank sostiene también que en la sociedad occidental contemporánea la soberanía de Cristo ha sido sustituida por la soberanía de la chusma. En su presentación de esta tesis, aplica la exposición de Giorgio Agamben sobre el homo sacer en la jurisprudencia romana para hacer un análisis del juicio de Cristo. Al incorporarse a la sucesión la plebe en Roma, se otorgó a la misma el derecho de perseguir a muerte a aquel que ésta como entidad colectiva hubiese condenado. Semejante individuo era declarado homo sacer: una persona expulsada de la comunidad. Para Milbank, Cristo fue homo sacer en tres oportunidades. Es abandonado en primer lugar por los líderes judíos en manos del gobernador de Roma, luego por los representantes de la soberanía en manos de la chusma soberano-ejecutiva, y por último entregado por ésta a los soldados romanos. Milbank señala como conclusión que no era posible condenar a Cristo basándose en la legislación judía o romana, y esto sólo podía ser llevado a cabo por una chusma en la cual se hubiese desintegrado el poder soberano y la delegación plebiscitaria [4].

La “soberanía de la chusma” y su yuxtaposición con la soberanía de Cristo es un tema recurrente en el análisis de Milbank de la cultura occidental contemporánea. Siguiendo a Jean-Yves Lacoste y Olivier Boulnois, Milbank sostiene que la soberanía de Cristo se perdió con el nacimiento de la filosofía moderna, que no sólo se emancipó de la teología, sino también surgió del espacio de la “naturaleza pura”, algo que él considera “una ficción” creada por los teólogos del período barroco. Mientras en la interpretación anterior a la modernidad, la Encarnación de Cristo y el hipostático descenso del Espíritu Santo inauguraron en la Tierra una contrapolítica que ejercía una contrasoberanía, alimentada por la aniquilación de la soberanía, en la teología del período barroco, especialmente en la obra de Suárez (1548-1617), se desarrolla un dualismo entre naturaleza y gracia y entre lo natural y lo sobrenatural, igualándose lo natural con lo secular y lo sobrenatural con lo sagrado.

La teoría política de Suárez fue sumamente popular en el pensamiento social católico de mediados del siglo XX, pero se han objetado seriamente sus pretensiones de linaje tomista clásico, y en la actualidad hay consenso general en el sentido de que la noción de la existencia de “dos extremos” de la naturaleza humana, uno natural y otro sobrenatural, con sus correspondientes órdenes secular y sacro, es ajena al tomismo clásico. Como señaló el erudito tomista Fr. I. Th. Eschmann, “por independientes que sean la Iglesia y el Estado (en el pensamiento de Santo Tomás), no pueden dejar ser partes de una res publica hominum sub Deo, principe universitatis[5]. Los eruditos católicos que se denominan a sí mismos “tomistas liberales (whig)”, expresión acuñada por Michael Novak, siguen fomentando el dualismo de Suárez, siendo que esta línea divisoria entre los seguidores de Suárez y quienes prefieren una interpretación más bien premoderna es crucial en relación con la adhesión teológica a los fenómenos de la cultura moderna y posmoderna.

Está surgiendo una nueva generación de filósofos de la política y teólogos católicos, que prefieren el concepto agustiniano de las dos ciudades y no el concepto de Suárez de los dos extremos, como lo ha expresado William T. Cavanaugh:

Agustín no hace un mapa de las dos ciudades en el espacio, sino más bien las proyecta en el tiempo. El motivo por el cual Agustín debe hablar necesariamente de dos ciudades no es porque existan ciertas búsquedas humanas propiamente terrestres y otras vinculadas con Dios, sino sencillamente porque Dios está libre del tiempo. La salvación tiene una historia cuyo clímax está en el advenimiento de Jesucristo, pero cuya culminación permanece en el futuro. Cristo ha triunfado sobre los principados y los poderes, pero subsiste la resistencia a la acción salvadora de Cristo. Las dos ciudades no son las esferas sagrada y profana de la vida. Las dos ciudades son el ya y el no todavía del Reino de Dios [6].

De acuerdo con la interpretación de la historia intelectual y social que hace Cavanaugh, el Estado moderno no nació de la secularización de la política, sino de la sustitución de la imagen del cuerpo de Cristo por una teología heréticade la salvación mediante el Estado. Mientras la modernidad representa la salvación mediante el Estado [7], la posmodernidad está llegando a representar la salvación mediante la globalización.

Al reemplazarse la soberanía de Cristo por la soberanía de la chusma, el consumo del Cuerpo y la Sangre de Cristo es reemplazado por el consumo de marcas que sirven como símbolos de algún atributo personal o social deseado. Según Naomi Klein, autora del best seller No Logo del año 2002, las corporaciones multinacionales con marcas registradas venden imágenes y estilos de vida más que meros productos: “La creación de marcas implica ideas, actitudes, un estilo de vida y valores incorporados en el logotipo. El ‘logotipo trascendental’ sustituye al mundo tangible de la mercadería, de los ‘productos ligados a la tierra’” [8]. Por ejemplo, un par de calzoncillos de Dolce e Gabbana costará varias veces más que la misma prenda sin el logotipo D e G. El consumidor no compra el producto caro con la marca del diseñador debido a una calidad superior del tejido o la confección, sino porque cree que el logotipo otorgará pseudo-sacramentalmente un atributo social deseado, como la destreza física de David Beckham, al cual se le han pagado millones de libras esterlinas por aparecer fotografiado usando el producto. El poder de las marcas y los logotipos en el mercado da testimonio de una necesidad subliminal de lo sacramental en la posmodernidad, es decir, de señales y símbolos que otorguen definición al yo individual. De Maeseneer, en un fascinante ensayo en que compara la recepción de los estigmas por San Francisco de Asís con los mecanismos mediante los cuales los logotipos de las marcas se graban en la memoria humana, desarrolla la tesis según la cual las corporaciones multinacionales con marcas registradas tienen su propio programa teoestético [9]. Lugares como Eurodisney y los diversos almacenes Disney no sólo son, como dice uno de mis amigos franceses, “un Chernobyl cultural”; se señala también que en la cultura secular constituyen un equivalente de los espacios sagrados en los cuales sigue habiendo una promesa de evasión de lo mundanal.

William Cavanaugh considera que “la kenosis de Dios crea la posibilidad de un sujeto humano muy distinto al yo consumidor”. Sin embargo, llega a la conclusión de que “la solución trinitaria para el ego desamparado en busca de un símbolo mediante el cual definirse está actualmente eclipsada por el mercado. Los logotipos de las marcas de diseñadores han sustituido a la Eucaristía como fuente de unidad o falta de unidad del yo” [10]. Para Cavanaugh y Milbank, el actual neoliberalismo global representa un carácter sacro en rivalidad con el de Cristo: “Las relaciones económicas no operan en conformidad con leyes neutrales en cuanto a los valores, sino más bien como portadoras de convicciones específicas sobre la naturaleza de la persona humana, sus orígenes y su destino. En toda economía hay una antropología y una teología implícitas” [11].

En contraste con la ideología del neoliberalismo global, Cavanaugh cree que una teología eucarística “produce una catolicidad que no prescinde simplemente de lo local, pero contiene lo universal católico dentro de cada materialización local del Cuerpo de Cristo” [12]. Por consiguiente, “el consumidor de la Eucaristía ya no es el sujeto esquizofrénico del capitalismo global, a merced de las olas en un mar de presentes inconexos, sino alguien que camina en una historia con un pasado, presente y futuro” [13]. Más que la ideología del neoliberalismo, la cristiandad es la tradición en la cual puede en definitiva conciliarse la división entre persona corriente y aristócrata, universal y particular, distrito y comunidad global. En esta tradición existe el lugar más sagrado, pero se encuentra más allá del tiempo, en la eternidad de la Nueva Jerusalén, mientras en el período entre la primera Pascua y la consumación del mundo, la Eucaristía une lo universal y lo particular en una multitud de lugares sagrados en todo el mundo.

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La teología de la Eucaristía y su conexión del amor con la vida social es expresada vigorosamente por Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis:

El hombre ha sido creado para la felicidad eterna y verdadera, que sólo el amor de Dios puede dar. Pero nuestra libertad herida se perdería si no fuera posible experimentar, ya desde ahora, algo del cumplimiento futuro. Por otra parte, todo hombre, para poder caminar en la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y la muerte, que se nos hace presente de modo especial en la Celebración eucarística. De este modo, aún siendo todavía como “extranjeros y forasteros” (1 P 2, 11) en este mundo, participamos ya por la fe de la plenitud de la vida resucitada. El banquete eucarístico, revelando su dimensión fuertemente escatológica, viene en ayuda de nuestra libertad en camino [14].

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En esta Exhortación, el Papa Benedicto llega a enlazar el sacramento de la caridad, como llama a la Eucaristía, con el amor del hombre y la mujer unidos en matrimonio. El vínculo matrimonial está intrínsecamente conectado con la unidad eucarística de Cristo, el Novio, con Su Novia, la Iglesia.

Esta visión de la Eucaristía como afirmación de la libertad de la persona individual, por una parte, y fuente de unidad por otra, ha sido expresada poéticamente por Gottfried Benn, un médico alemán y poeta expresionista del siglo XX. En el poema Verlorenes Ich (El ego perdido), escribió:

Oh, cuando todos se inclinaban hacia un centro y hasta los pensadores sólo pensaban en el dios, cuando se dispersaban hacia los pastores y el cordero, cada vez que la sangre del cáliz los limpiaba/y todos fluían desde la única herida, todos partían el pan que cada hombre comía – oh, distante y apremiante hora cumplida, que en otros tiempos cubría también al ego perdido [15].

Si bien lo anterior constituye una relación sobre una patología, señalando dónde es débil la dimensión cristológica, no responde totalmente la pregunta del porqué. Aun cuando se puede decir que el secularismo es una religión alternativa y la soberanía de la chusma ha sustituido a la soberanía de Cristo, y que el ego perdido está vagando en los mercados del mundo en busca de un hogar espiritual, fascinado con las señales y los símbolos de compañías mediante los cuales podría construirse una identidad propia, estas explicaciones con todo no dan cuenta de por qué la Iglesia ha sido tan ineficaz pastoralmente como para que semejantes condiciones sociales existan.

Se puede sostener aquí que el problema es fundamentalmente litúrgico. En su relación sobre el nacimiento del secularismo, Von Balthasar comienza con el período del Renacimiento, en el cual de la realización cultural como producto de una vida impregnada de la consagración litúrgica de la religión se pasa a una situación en la cual la realización cultural como fin en sí mismo adquiere prioridad. Él sugiere que esta ransición del Renacimiento refleja una transición parecida de la época clásica, desde Esquilo, para quien el arte todavía era parte de la vida litúrgica, hasta Eurípides, para quien ya se había convertido en un fin en sí mismo. De manera prescriptiva, Von Balthasar advierte que la “tarea de hacer que la existencia histórica de Cristo sea la norma de toda existencia individual es obra del Espíritu Santo y que todo, en el orden sacramental, debe incorporarse en el nivel personal, como mediación y encuentro, como un gesto que expresa la intención personal, y por lo tanto siempre comunica gracias personales, históricas, y crea situaciones personales, históricas” [16].

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La pregunta consiste entonces en determinar cómo lo sacramental se incorpora en lo personal. Aquí es útil el trabajo de Jean Borella. Borella sostiene que el sentido de lo sobrenatural es de naturaleza superior, es decir, un sentido según el cual las posibilidades de la existencia no se limitan a nuestra experiencia común. Para que este sentido despierte en las personas, ellas necesitan tener una experiencia de formas que en sí mismas no remitan a nada mundano. Si bien siempre hay implícitos elementos del mundo físico —de lo contrario ninguna experiencia del mismo sería posible—, éstos se sitúan fuera del orden natural al cual pertenecían originalmente y se consagran con el fin de hacer presentes realidades de otro orden [17]. Como destaca Louis Dupré, el propósito de un acto ritual no es repetir la acción común que simboliza, sino otorgar significado a la misma en una perspectiva superior. Una reducción de los gestos rituales a una actividad común anularía todo el propósito de la ritualización, que es transformar la vida, y no imitarla [18].

Si bien es difícil generalizar sobre la totalidad del mundo occidental, ciertamente, en los sectores de habla inglesa del mismo, las prácticas litúrgicas han sido bastante problemáticas, por lo menos desde los años 70. Lo que el Papa Benedicto llama pragmatismo pastoral o hacer descender a Dios al nivel de la gente, como la liturgia en reuniones para tomar té en las parroquias y la música sacra pop, ha sido parte importante de la experiencia con la liturgia de cualquier niño católico durante los últimos cuarenta años.

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Mientras no se resuelven estos problemas, las dimensiones cristológicas de la cultura occidental seguirán siendo débiles, porque el orden sacramental no estará suficientemente incorporado en lo personal. Además de que nuestra juventud no experimentará amor por la Eucaristía, sus intelectos no estarán muy receptivos a la obra del Espíritu Santo, porque entre sus recuerdos no se encontrará algo así como un momento de Transfiguración. Sus experiencias litúrgicas y sacramentales no se habrán liberado suficientemente de lo mundano. Al parecer, podrán optar entre seguir a la chusma y buscar una identidad propia en las señales y los símbolos del mercado o buscar la opción del rebelde sartreano o nietzscheano, que si bien representa de alguna manera una forma de liberarse de la chusma, obliga a una actitud fundamental contra el amor, es decir, contra el tipo de compromisos humanos que parecen poner límites al ejercicio de la libertad humana.

La primera opción —seguir a la chusma— representa una variedad de la falta de autenticidad, que el joven Karol Wojtyla llama conformismo servil, mientras la segunda opción representa una especie de falta de autenticidad descrita por Wojtyla como no participación: un alejamiento estoico de la comunidad y la vida pública justificado por el hecho de ser todo demasiado banal o requerir demasiada entrega de sí mismo. La noción según la cual uno sólo se encuentra a sí mismo mediante actos de amor (el tema de Gaudium et Spes 24), es precisamente lo que rechaza el nietzscheano. Para el nietzscheano, Gaudium et Spes 24 es la perspectiva moral del esclavo. El conformismo servil con los objetos del deseo de la chusma no es un rechazo deliberado del verdadero amor, sino puramente una situación en que no se sabe dónde es posible encontrar el verdadero amor. Sin embargo, la opción de la no participación, de un alejamiento estoico en los sueños o proyectos personales del yo emocionalmente desapegado, representa realmente una exclusión consciente contra el amor.

Así, las soluciones para el problema de la debilidad de la dimensión cristológica parecen residir en los ámbitos de lo sacramental, especialmente el sacramento de la Eucaristía, y en la liturgia que, como se dijo, está íntimamente vinculada con la Eucaristía. Pero, también residen en asumir una actitud crítica ante la tendencia a socavar el criterio prudencial de los profesionales circunscribiendo el ejercicio de dicho criterio mediante regulaciones burocráticas destinadas a impedirles promover sus propios valores morales. En Occidente, no menos que en los ex países comunistas, la gente necesita aprender a vivir en la verdad y a oponer resistencia a que su integridad sea socavada por regulaciones ideológicas.

Además, la Iglesia misma necesita oponer resistencia a la posibilidad de enredarse a causa de ese tipo de regulaciones y a la tendencia a imitar las prácticas corporativas modernas. El Beato John Henry Newman escribió que la Iglesia no es un mero credo o filosofía, sino un contrarreinado ante el cual todos deben inclinarse y lamer el polvo de sus pies de manera que el mundo pueda llegar a ser un objeto digno de amor [19]. La soberanía de Cristo se ejerce a través de Su Iglesia, y su contacto personal con sus súbditos se lleva a cabo mediante la administración hecha por la Iglesia de los sacramentos, incorporados en ritos litúrgicos. Se puede entonces tomar la antropología teológica de Redemptor hominis y la teología litúrgica de Sacramentum Caritatis y visualizar a la segunda proporcionando la sanación cultural que es preciso emprender para la restauración de la primera como principio infraestructural de la civilización occidental y ciertamente de todo el mundo.

Como ha concluido el filósofo inglés Roger Scruton:

La cultura superior de Europa adquirió la universalidad de la Iglesia que la engendró. Al mismo tiempo, sobrevivió la experiencia esencial de membresía, para representarse constantemente en la Misa: la comunión, que también es establecida por la comunidad. Precisamente en esta experiencia se renovó nuestra cultura común, y el arte de nuestra cultura es testimonio de esto, ya sea honrando o deshonrando el pensamiento de la encarnación de Dios [20].

Notas:

[1] P. WUST, Crisis in the West, Sheed and Ward, Londres, 1931, 11.
[2] A. NICHOLS, Christendom Awake: On Re-Energising the Church in Culture, Gracewing, Londres, 1999, 17.
[3] J. MI LBANK, Bei ng Reconci l ed: Ontology and Pardon, Routledge, Londres, 2003, 185.
[4] Ibid, 91-93.
[5] I. T. ESCHMANN, St Thomas on the Two Powers , en Medieval Studies 20 (1958), 177-205, en p. 180.
[6] W. T. CAVANAUGH, From One City to Two: Christian Reimagining of Political Space, por editarse, en The Journal of Political Theology.
[7] CAVANAUGH, Theopolitical Imagination, T&T Clark, Edimburgo, 2003, 5.
[8] N. KLEIN, No Logo: No Space, No Choice, No Jobs, Verso, Londres,
2002, 22.
[9] Y. DE MAESENEER,“Saint Francis Versus McDonal d’s? Contemporar y Gl obal i zati on Cri ti que and Hans Urs von Balthasar’s Theological Aesthetics”, en The Heythrop Journal XLIV, 1-14.
[10] CAVANAUGH,“Balthasar, Globalisation and the Problem of the One and the Many”, en Communio 28, 324-347, en p. 342.
[11] Ibid., 325.
[12] Id.,“The World in a Wafer: A Geography of the Eucharist as Resistance to Globalization”, en Modern Theology 15/2, 181-196, en p. 182.
[13] Ibid., 192.
[14] BENEDI CTO XVI , Sacrament um Caritatis 30.
[15] G. BENN, Verl orenes I ch, en L. FORSTER (ed.), The Penguin Book of German Ver se, Pengui n, Hamondswor t h, 1980, 427. Benn era hijo de un pastor luterano que prestó servicios como médico en un burdel del ejército alemán durante la Primera Guerra Mundial y posteriormente ejerció como especialista en enfermedades venéreas durante el período de la República de Weimar. Fue simpatizante nazi durante un período breve, en los años 1933 y 1934, pero luego pasó a ser contrario a los nazis y fue perseguido por ellos.
[16] H. U. VON BALTHASAR, A Theology of History, Ignatius Press, San Francisco, 1994, 82-83.
[17] J. BORELLA, The Sense of the Supernatural, T&T Clark, Edimburgo, 1998, 59.
[18] L. DUPRÉ, Symbols of the Sacred, Eerdmans, Grand Rapids, 2000, 13.
[19] J. H. NEWMAN, Sermons Bearing on Subjects of the Day, primera edición, 257 y 120; citado por Christopher Dawson en C. DAWSON, St Augustine and His Age, en Id., Enquiries into Religion and Culture, Sheed & Ward, Londres, 1933, 254.
[20] R. SCRUTON, The Philosopher on Dover Beach, Carcanet, Manchester, 1990, 123.

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