Ser cristiano no es fácil, pero hace felices: el camino que nos indica el Padre celestial es el de la misericordia y la paz interior. Son los rasgos distintivos del estilo cristiano, como señala el Evangelio de hoy (Lc 6,27-38). El Señor siempre nos indica cómo debería ser la vida de un discípulo, a través, por ejemplo, de las Bienaventuranzas o de las obras de misericordia.
En concreto, la liturgia de hoy destaca cuatro detalles para vivir la vida cristiana: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, rezad por los que os tratan mal”. Los cristianos no deberían caer nunca en el chismorreo o en la lógica de los insultos, que genera solo la guerra, sino encontrar siempre tiempo para rezar por las personas fastidiosas. Ese es el estilo cristiano, ese es el modo de vivir cristiano. ¿Y si no hago esas cuatro cosas? ¿Amar a los enemigos, hacer el bien a los que me odian, bendecir a los que me maldicen, y rezar por los que me tratan mal, no soy cristiano? Sí, eres cristiano porque has recibido el Bautismo, pero no vives como un cristiano. Vives como un pagano, con el espíritu de la mundanidad.
Claro que es más fácil criticar a los enemigos o a los que son de un partido distinto, pero la lógica cristiana va contracorriente y sigue la “locura de la Cruz”. El fin último es llegar a comportarnos como hijos de nuestro Padre. Solo los misericordiosos se parecen a Dios Padre. “Sed misericordiosos come vuestro Padre es misericordioso”. Ese es el camino, la senda que va contra el espíritu del mundo, que piensa al contrario, que no acusa a los demás. Porque entre nosotros está el gran acusador, el que siempre va a acusarnos delante de Dios, para destruirnos. Satanás: él es el gran acusador. Y cuando entro en esa lógica de acusar, maldecir, intentar hacer daño al otro, entro en la lógica del gran acusador que es destructor, que no sabe la palabra “misericordia”, no la conoce, jamás la ha vivido.
La vida, pues, oscila entre dos invitaciones: la del Padre y la del gran acusador, que nos empuja a acusar a los demás, para destruirlos. ¡Pero es él quien me está destruyendo! Y tú no puedes hacerlo al otro. Tú no puedes entrar en la lógica del acusador. “Pero padre, es que yo debo acusar”. Sí, acúsate a ti mismo. Te hará bien. La única acusación lícita que los cristianos tenemos, es acusarnos a nosotros mismos. Para los demás solamente la misericordia, porque somos hijos del Padre que es misericordioso.
Fuente: Almudi.org