El día 1° de abril de 1987 Chile conoció una experiencia inédita: un Sumo Pontífice de la Iglesia Católica pisó su suelo [1] y durante una semana a partir de ese día recorrió su territorio en una visita apostólica. Fue, sin duda, un hecho de la máxima importancia que no puede ser dejado de lado al elaborar un rol de los acontecimientos más significativos ocurridos en la historia de nuestra nación. Desde luego, la importancia de lo sucedido quedó en evidencia por la enorme convocatoria que produjo la presencia del Pontífice en cada una de las actividades que realizó en su visita, como asimismo durante los continuos desplazamientos terrestres que le fueron necesarios para llegar a los distintos lugares propios de esas actividades. Muy pocas veces en la historia de nuestro país se han producido concentraciones de población tan masivas como las que ocurrieron entonces. Fue asimismo importante esa visita porque en los cimientos de la patria ocupa un lugar muy destacado la fe cristiana. La proyección y difusión de esa fe se ubican entre los estímulos más potentes del esfuerzo casi ciclópeo que hicieron aquellos primeros españoles que llegaron hasta estas lejanías y que con su presencia y acción dieron unidad a la dispersión que caracterizaba a los grupos aborígenes que, hasta entonces, habían sido sus únicos habitantes; unidad que, a poco andar, se tradujo en el nacimiento de una nueva nación: Chile. Pedro de Valdivia lo deja inequívocamente en claro:
«No se alcanza el descanso sino por medio del trabajo. A dilatar venimos la fe y a servir a Dios y al Rey, y para extenderla y ganar honra y fama y descanso perpetuo, es menester pasar dificultades, que siempre se siembra con trabajo y se coge con alegría» [2].
La llegada de Juan Pablo II a nuestra tierra no fue, pues, la de un líder de una confesión religiosa innominada, sino de la de aquella que acompañó desde el comienzo el esfuerzo fundacional de Chile y que, desde ese momento hasta ahora, ha inspirado la vida y el quehacer de la enorme mayoría de quienes han habitado y habitamos el país. La visita que recibimos de Juan Pablo II se constituyó así en motivo para que refrescáramos y reactiváramos ese propósito fundacional de nuestra patria, pues no porque haya pasado el tiempo, su importancia ha dejado de ser primordial. Precisamente, el mensaje que nos transmitió el Pontífice fue el de velar por la vigencia no solo teórica de tal propósito, sino asimismo práctica, en la certeza de que es el mismo destino de la patria el que está en juego en el cumplimiento de esa misión.
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El Pontificado de Juan Pablo II fue innovador por muchos motivos. En primer lugar, porque lo fue del primer cardenal no italiano después de más cuatrocientos años. Pero Wojtyla no solo era “no italiano”, sino que, en concreto, era polaco, es decir, proveniente de un país donde el catolicismo se ha identificado prácticamente con la nacionalidad, pero que, sin embargo, estaba a la sazón sometido al dominio de la Unión Soviética y, por ende, al de un régimen caracterizado por un radical ateísmo y materialismo y por hacer de la lucha de clases el instrumento privilegiado para procurarse el poder total. Es decir, un régimen que estaba en las antípodas de la finalidad para la cual Cristo instituyó su Iglesia. En seguida, su Pontificado fue novedoso, porque lo fue de un Pontífice que hizo de su presencia física entre todas las personas —fueran ellas cristianas o no— un medio de máxima relevancia para dar a conocer hasta en los más lejanos rincones del mundo el mensaje del cual él fue durante esos años el depositario principal. Por eso, multiplicó sus viajes pastorales, aprovechando, por cierto, todos los adelantos de la ciencia; en este caso del transporte aéreo. Más de cien viajes en sus 27 años de pontificado demuestran con creces cómo no vaciló en incurrir en los más severos sacrificios personales con tal de cumplir su misión a cabalidad.
De hecho, fue un Papa al cual, literalmente, lo consumió el celo por el cumplimiento de esa misión: ser siervo de los siervos de Dios. Celo que, además, lo llevó a una exposición casi temeraria de su presencia en el contacto con los fieles, hasta el punto de que el 13 de mayo de 1981 fue víctima de un atentado contra su vida en la misma Plaza de San Pedro. Aunque sobrevivió, las secuelas de ese atentado lo acompañaron por el resto de sus días como una dolorosa cruz.
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Cuando quedó de manifiesto la decisión de Juan Pablo II de recorrer el mundo predicando el Evangelio, se levantaron multitudes de voces pidiendo con insistencia su presencia en cada continente, en cada país, en cada ciudad, en cada rincón. El Papa se vio así ante el dilema de cómo organizar sus viajes de modo de llegar efectivamente a todas partes. Entre las voces que se levantaron pidiendo su presencia estuvo, por cierto, la del Episcopado chileno. Pero Juan Pablo II había tenido ya un contacto muy fuerte con nuestra Patria a propósito del conflicto que nos enfrentó con Argentina, cuando este país resolvió, de manera unilateral, desconocer el laudo arbitral de Su Majestad británica que resolvía la antigua disputa acerca de la soberanía de las islas ubicadas en el Canal de Beagle. Como se recordará, la agresiva actitud de Argentina recibió como respuesta la firme resolución del gobierno chileno de defender la integridad territorial del país, a lo cual Argentina respondió amenazando con la guerra. En el último momento, ella se evitó por la intervención de Juan Pablo II, quien aceptó iniciar una gestión de mediación entre ambos países. Ello sucedía los últimos días de 1978, es decir, cuando el Papa no llevaba ni siquiera tres meses en el solio pontificio. De hecho, el acta aceptando la mediación se firmó el 25 de diciembre de 1978 y el conflicto solo vino a resolverse en 1984. Figura importantísima en las negociaciones y en la decisión final fue el cardenal Antonio Samoré que, afectado sin duda por las tensiones del litigio, no alcanzó a ver el resultado final de sus esfuerzos, pues falleció en el mes de febrero de 1983. Lo que todos le debemos a este preclaro sacerdote es inestimable y no hay palabras con las cuales expresar de manera justa la gratitud a que se hizo acreedor.
Hacia el Pontífice, la gratitud nuestra es también inmensa, porque, en medio de sus múltiples actividades y obligaciones, debió hacerse tiempo para asumir la tarea de la mediación y porque puso todo su prestigio y su peso moral para preservar la paz dentro de la justicia. Por eso, cuando se anunció su viaje a Chile, en octubre del año 1985, el entusiasmo fue inmenso. Todo el país y todos sus habitantes iniciaron un intenso proceso de preparación. El Papa nos visitaría como Mensajero de la Vida y, también, como Peregrino de la Paz recordando precisamente su decisiva intervención como artífice del acuerdo con nuestros vecinos. La Oración que se compuso para preparar su venida decía en su parte central:
«Te damos gracias por tu Hijo Jesucristo y por su Apóstol el Papa Juan Pablo, Peregrino de la Paz, Mensajero de la Vida, Profeta de la Verdad y la Justicia. Te damos gracias porque viene a nuestra patria a confirmarnos en la fe, a animar nuestra esperanza y a unirnos en el amor fraterno. Ayuda a la familia chilena para acoger con gozo su visita. Envíanos tu Espíritu para convertirnos de corazón y construir un país reconciliado...».
Y el himno compuesto por Eugenio Rengifo decía así, también en su parte central:
«Mensajero de la Vida, peregrino de la Paz,
danos el pan de la Palabra, el pan de la Esperanza,
el pan de la Verdad.
Mensajero de la Vida, peregrino de la Paz,
vamos juntando nuestras manos, cantando como hermanos
un canto de unidad».
Es muy difícil explicar ahora lo que sucedió en ese tiempo previo a la llegada del Pontífice, pero fue un tiempo en que cada uno, cada familia, cada lugar y cada ciudad trataron de ser mejores para recibir dignamente al Vicario de Cristo. El Papa vino a confirmarnos en la Fe y para lograrlo, no escatimó esfuerzos. Desde luego, nos envió un mensaje antes incluso de iniciar su viaje en el cual precisamente se refirió al fundamento cristiano de nuestra patria: “Voy a Chile, gozoso de saber que desde los albores del descubrimiento, en el lejano noviembre de 1520, el Señor quiso hacer su entrada a esa tierra privilegiada por la majestuosa e imponente puerta del Estrecho de Magallanes. Allí, no lejos del extremo austral, según la tradición, se celebró por primera vez la Santa Misa en Chile” [3] y, no más aterrizó, besó el suelo chileno y saludó a las autoridades del país que lo esperaban; en ese saludo hizo especial mención al objetivo de su viaje: “Recibisteis la luz del Evangelio hace ya casi cinco siglos y ahora el sucesor de Pedro viene a alentar entre vosotros un nuevo esfuerzo evangelizador. Mi mensaje va destinado por igual a todos los hijos de Chile; es un mensaje pascual y, por lo tanto, es un mensaje de vida: de la vida de Cristo presente en su Iglesia; también en la Iglesia que está en Chile, para promover en el mundo la victoria del bien sobre el mal, del amor sobre el odio, de la unidad sobre la rivalidad, de la generosidad sobre el egoísmo, de la paz sobre la violencia, de la convivencia sobre la lucha, de la justicia sobre la iniquidad, de la verdad sobre la mentira: en una palabra, la victoria del perdón, de la misericordia y de la reconciliación”.
De ahí, hasta que pasó a Argentina seis días después, su agenda estuvo copada por actividades. Se reunió con el Episcopado, con el clero diocesano, con religiosos y religiosas, con el mundo de la cultura, con el Cuerpo Diplomático, con los pobladores en la población La Bandera y con los jóvenes en el Estadio Nacional. Coronó a la Virgen del Carmen y beatificó a Sor Teresa de los Andes en el que fue, sin duda, el más multitudinario de sus encuentros. Pero también viajó a Valparaíso a juntarse en Rodelillo con más de cien mil personas, esposas y esposos, en lo que fue su jornada dedicada a la familia; y visitó a los enfermos en el Hogar de Cristo. Se dirigió a los responsables de la Economía en la sede chilena de las Naciones Unidas (CEPAL) para urgirlos con la solidaridad. Viajó a Concepción, Puerto Montt, Punta Arenas y La Serena y terminó sus días en Chile viajando a Antofagasta, desde donde partió a Argentina. En estas regiones se dirigió al pueblo mapuche tanto como a los campesinos y al mundo del trabajo; y habló de la paz recordando su mediación de años anteriores; como asimismo de los 500 años de evangelización, próximos a cumplirse en ese entonces; y se refirió a uno de sus temas más preferidos: la devoción mariana y la religiosidad popular. No olvidó a quienes habitan Isla de Pascua y tampoco a los reclusos que cumplen condena; ellos también recibieron su visita y su palabra de aliento y esperanza.
Uno de los temas más recurrentes durante su visita fue el de la reconciliación y no vaciló en recibir a representantes de todas las banderías políticas, tanto como a dirigentes empresariales y gremiales. Su visita fue para todos los chilenos, sin exclusión alguna. Pero su palabra fue clara y precisa, recordando sin ambages los puntos fundamentales de la Fe católica, rechazando la instrumentalización que de ella a veces se busca hacer para fines subalternos. Recordó a todos que parte sustantiva de esa Fe exige vivir de acuerdo a lo mejor de nuestra naturaleza y que ese es el plan de Dios para cada uno y que esa es, por lo tanto, la Moral que la Iglesia hace suya y cuya máxima expresión siguen siendo los Diez Mandamientos. Sin perjuicio, por supuesto, de los imperativos evangélicos de vivir la caridad y el amor hasta el extremo, siguiendo así el ejemplo del mismo Jesucristo.
Ante la imposibilidad de resumir en pocas palabras lo que fue la catequesis del Papa durante esos días [4], nos centraremos en algunos puntos que parecen de la máxima importancia.
La vida sacerdotal y consagrada
Inmediatamente después de pisar tierra chilena, Juan Pablo II se dirigió a la Catedral de Santiago a dar gracias por estar entre nosotros y a reunirse con los sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas de esa diócesis. Junto a ellos, el Santo Padre expuso la primera de las grandes catequesis que habría de desarrollar en nuestra patria, aquella cuyo objetivo era la de reflexionar a fondo sobre el sentido de la vida sacerdotal, reflexión que, sin duda, muestra hoy día una extraordinaria actualidad de cara, sobre todo, a la grave crisis que ha afectado la vida de tantos sacerdotes en el mundo contemporáneo: “Considerad, hermanos, vuestra vocación. Con estas palabras invitaba el apóstol Pablo a los cristianos de Corinto (I, 1, 26) a una reflexión sobre el significado de la propia vocación. Con estas palabras deseo también comenzar hoy, queridos sacerdotes, religiosos, diáconos y seminaristas, invitándoos a meditar sobre el don que cada uno de vosotros ha recibido al ser llamado por Dios, a fin de que reconozcáis una vez más la grandeza de vuestra vocación, y os llenéis de agradecimiento hacia Aquel que ha hecho en vosotros cosas grandes (cf. Lc. 1, 49)”.
Frente a esta llamada de Dios, una sola respuesta: “La respuesta que corresponde a este don no puede ser otra que la entrega total: un acto de amor sin reserva. La aceptación voluntaria de la llamada divina al sacerdocio fue, sin duda, un acto de amor que ha hecho de cada uno de nosotros un enamorado. La perseverancia y la fidelidad a la vocación recibida consiste no solo en impedir que ese amor se debilite o se apague (cf. Ap. 2, 4), sino principalmente en avivarlo, en hacer que crezca más cada día”. Para lo cual, la total apertura a Cristo: “...si el sacerdote ha de conducir a las almas por este camino de la conversión, él mismo deberá recorrerlo, convirtiéndose a Dios, volviéndose hacia Él cuantas veces sea preciso. Debéis estar permanentemente abiertos a Cristo, fuente de esa redención, de la que sois instrumento en las manos de Dios”. Y estar siempre alerta frente a los peligros que acechan esta decisión de entrega total: “Rechazad, pues, cualquier tentación que os pueda llevar a descuidar las exigencias de los consejos evangélicos que habéis profesado. Amad la vida en comunidad; avanzad por el camino suave de la obediencia a vuestros superiores, cooperando de este modo a dar a la vida comunitaria una unidad real y tangible; tened en gran aprecio el signo externo que debe distinguir inconfundiblemente vuestra consagración a Dios”.
Son ideas que recorren como hilo central, por lo demás, todo el discurso evangelizador del Papa y que él va a pr ofundizar en la reunión que pocos días después va a tener con el mundo de la vida consagrada y de miembros de los Institutos Seculares, esto es, básicamente con el mundo de las religiosas:
«...toda acción apostólica que os sea confiada reclama una fidelidad previa y una entrega generosa a la palabra y a la gracia de Dios que hagan patente la profunda inspiración de vuestra vida consagrada. Vuestro seguimiento de Jesucristo ha de ser claro y manifiesto, de modo que el punto de referencia sobre criterios, escala de valores y actitudes no sea otro sino la persona y el mensaje del mismo Jesús. Él es vuestro guía, vuestro Maestro, vuestro Esposo, vuestro Señor, ya que vuestra vida se ha centrado en la vinculación personal a Él. Por seguirle a Él y correr su misma suerte habéis dejado todas las cosas (cf. Mt. 19, 27) y así debéis transparentarlo en vuestras palabras y en vuestros actos».
En fin, dirigiéndose al Episcopado chileno, alienta a sus miembros en esta tarea:
«...os aliento a proseguir en vuestra línea pastoral orientada a formar integralmente personas cuya opción básica no puede ser sino Jesucristo y el Evangelio. El verdadero “sentir con la Iglesia” nos inclina siempre a recordar la prioridad de la unión personal de cada uno de los hombres con Nuestro Señor. Salidle al paso —dondequiera se haga presente— a esa forma alarmante de pobreza espiritual que tantas veces vosotros detectáis: la ignorancia religiosa. Que todos los fieles puedan tener acceso a una catequesis completa, atrayente y adecuada a las circunstancias personales, familiares y sociales de cada persona. Trabajad incansablemente para que el mensaje cristiano ilumine los ambientes culturales e intelectuales de vuestra Nación, de modo que en ellos se fragüen las ideas y proyectos que den como fruto una renovada cristianización de Chile».
Los deberes de la vida cotidiana: ¡los pobres no pueden esperar!
La fe cristiana no está constituida solo por una creencia en enseñanzas de la Iglesia acerca de la realidad de Dios y de su relación con nosotros tal como, por lo demás, lo expresa el Credo que se reza en las Misas dominicales. Esa creencia, por cierto, constituye el núcleo de nuestra fe, pero esta, en el cristianismo, se prolonga en una vida. Es decir, no basta para ser cristiano creer en los artículos de fe, sino que se requiere proyectar esa creencia en la vida cotidiana de cada uno. Es el sentido más profundo de la Encarnación de Cristo: el Verbo de Dios se hace hombre en el seno de la Virgen María para mostrarnos con su vida el camino de la salvación. Alcanzar en la otra vida la plenitud de la unión con Dios —que en eso consiste la salvación— requiere haber vivido esta vida presente como lo hubiera hecho Cristo en las circunstancias propias de la vida de las distintas personas.
Cristo, por otra parte, no nos pone exigencias que van más allá de las posibilidades de nuestro propio ser, ni menos en contradicción con esas posibilidades; pero sí nos llama a vivirlas en toda su integridad tanto individual como social; es decir, a vivir nuestra humanidad en plenitud. El Mensaje de S.S. Juan Pablo II entre nosotros se hace cargo plenamente de este aspecto de nuestra fe, cuando nos pide insistentemente que enfrentemos y demos solución a los problemas más acuciantes que enfrenta la humanidad en su tránsito por este mundo. Especialmente, los que enfrentan quienes son más desvalidos: los pobres, los enfermos, los jóvenes, los que forman parte de minorías étnicas, entre otros. A todos ellos, el Papa dirigió su palabra y la dirigió, asimismo y muy fuerte, a quienes son responsables de dar las soluciones y a quienes, de hecho, pueden darlas o colaborar a darlas.
En el Encuentro con el Mundo de los Pobres, que tuvo lugar en la Población La Bandera, el Papa recuerda lo que, en su momento, dijeron los Apóstoles Pedro y Juan enfrentados a una situación similar:
«...no traigo oro ni plata (Act. 3, 6) pero vengo en nombre de Jesucristo a anunciaros el amor de predilección del Padre, que ha querido revelar la esperanza del reino a los pobres, a los sencillos de corazón, a los que abren sus puertas al Señor y no desdeñan su mano misericordiosa”...“Por tanto, os digo: Contad siempre con esta solicitud maternal de la Iglesia que se conmueve ante vuestras necesidades, por vuestra pobreza, por la falta de trabajo, por las insuficiencias en educación, salud, vivienda, por el desinterés de quienes, pudiendo ayudaros, no lo hacen; ella se solidariza con vosotros cuando os ve padecer hambre, frío, abandono».
Acto seguido, el Papa sale al paso de quienes no comprenden, son indiferentes o, aun, se escandalizan con esta solicitud que la Iglesia muestra por los más débiles o cuando golpea la conciencia de los cristianos para que produzcan la solución de estos problemas: “¿Qué madre no se conmueve al ver sufrir a sus hijos, sobre todo cuando la causa es la injusticia? ¿Quién podría criticar esta actitud? ¿Quién podría interpretarla mal?”. No sin razón el Papa muestra su angustia y decepción cuando advierte cómo los reiterados llamados de la Iglesia en este sentido han caído en el vacío, lo cual no es obstáculo para que los reitere una vez más:
«Hace pocos días se cumplieron veinte años de la publicación de la Encíclica del Papa Pablo VI sobre el desarrollo de los pueblos, la Populorum progressio. No sin dolor tenemos que reconocer que aquella voz profética sigue resonando en el mundo sin que haya encontrado una respuesta adecuada. Por eso, hoy, aquí, en este continente de la esperanza, en medio de vosotros, pobladores de Santiago, quiero repetir a todos los hombres y mujeres de buena voluntad las palabras de Pablo VI: que los individuos, los grupos sociales, y las naciones se den fraternalmente la mano; el fuerte ayudando al débil a levantarse poniendo en ello toda su competencia, su entusiasmo y su amor desinteresados...» (No 75).
Por eso el Papa, de cara a las autoridades de la nación, de los responsables del orden público, económico y de los empresarios reunidos en la sede de las Naciones Unidas en Santiago (CEPAL) les recuerda sus deberes al respecto:
«El desafío de la miseria es de tal magnitud que para superarlo hay que recurrir a fondo al dinamismo y a la creatividad de la empresa privada, a toda su potencial eficacia, a su capacidad de asignación eficiente de los recursos y a la plenitud de sus energías renovadoras. La autoridad pública, por su parte, no puede abdicar de la dirección superior del proceso económico, de su capacidad para movilizar las fuerzas de la nación, para sanear ciertas deficiencias características de las economías en desarrollo y, en suma, de su responsabilidad final con vistas al bien común de la sociedad entera».
Frente al desafío de la miseria y de la pobreza en que tantos se encuentran, el Papa plantea el doble nivel a que debe apuntar la solución. Ciertamente, crear las bases de un desarrollo sostenido que permita erradicar a fondo estos flagelos; pero, a la vez, procurar remedio a las necesidades inmediatas y urgentes:
«Vuestros informes técnicos merecen para mí una doble consideración. Por una parte, el hecho de que no se divisen soluciones de fondo a la extrema pobreza sin un aumento sustancial de la producción y, por tanto, un sostenido impulso del desarrollo económico de la región entera. Por otra parte, el que esa solución, en virtud de su largo plazo y de su dinámica interna, sea del todo insuficiente de cara a las urgencias inmediatas de los desposeídos. La situación de estas está pidiendo medidas extraordinarias, socorros impostergables, subsidios imperiosos. ¡Los pobres no pueden esperar! Los que nada tienen no pueden aguardar un alivio que les llegue por una especie de rebalse de la prosperidad generalizada de la sociedad».
La familia
Uno de los objetivos más importantes de todo el largo pontificado de Juan Pablo II fue el de la defensa y promoción del matrimonio y de la familia. Desde luego, a este objetivo dedicó en 1981 uno de sus primeros grandes documentos, la Exhortación Apostólica Familiaris consortio. Era un tema, pues, que no podía faltar en la catequesis que el Papa desarrolló entre nosotros. Y, para tratarlo, destinó una jornada en Rodelillo, a la entrada de Valparaíso y de Viña del Mar, a la cual concurrieron más de cien mil personas. En esta oportunidad, el Papa recordó muchas veces la Exhortación Apostólica que acabamos de mencionar mostrando la perfecta unidad de su doctrina. Es importante recordar ahora esa catequesis no solo por lo que ella significa en sí misma, sino también por la ofensiva demoledora que el matrimonio y la familia han sufrido en nuestra patria desde hace algunos años hasta la fecha, ofensiva que ha logrado, entre nosotros, una práctica demolición de estas instituciones. Es momento de reflexionar acerca de lo que nos enseñó Juan Pablo II precisamente para recuperar para nuestra patria estas instituciones que han sido pilar fundamental de su vida cultural, social e institucional.
De entrada, el Pontífice deja clara la importancia capital de la familia: “A la familia debe la sociedad su propia existencia. La familia es el ambiente fundamental del hombre, puesto que ella aparece unida al mismo Creador en el servicio de la vida y del amor. Así podemos comprender que el futuro de la humanidad se fragua en la familia” [5]. Teniendo eso presente es que se entiende la fuerza del llamado que hace el Papa:
«He venido entre vosotros como peregrino y pastor, para repetir a las familias chilenas un llamado urgente: Familia, sé lo que tú eres. ¡Familia, descubre tu identidad de ser íntima comunidad de vida y amor con la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo del amor de Dios y del amor de Cristo por la iglesia su esposa. He venido para deciros que la familia es el punto de apoyo que la Iglesia necesita hoy, también en Chile, para encaminar el mundo hacia Dios y para devolverle la esperanza que parece haberse difuminado ante sus ojos. En la familia cristiana se muestra claramente cómo la Iglesia es el corazón de la humanidad (Dominum vivificantem, 67) y se fragua en ella. Bien lo decía San Agustín con su certera intuición: la familia es el vivero de la ciudad (De Civitate Dei, XV, 15: PL, 41, 459)».
Nada ni nadie puede reemplazar a la familia en el cumplimiento de esta tarea. Por eso, el Papa nos previene contra las amenazas que se ciernen sobre la vida familiar, comenzando por la tentación de romper el compromiso matrimonial para perseguir espejismos de felicidad detrás de los cuales las personas quieren esconder el hecho de haberse doblegado ante el egoísmo: “Queridos esposos y esposas de Chile, vuestra misión en la sociedad y en la Iglesia es sublime. Por eso habéis de ser creadores de hogares, de familias unidas por el amor y formadas en la fe. No os dejéis invadir por el contagioso cáncer del divorcio que destroza la familia, esteriliza el amor y destruye la acción educativa de los padres cristianos. No separéis lo que Dios ha unido”. El Papa nos insiste una y otra vez en la urgencia de que el matrimonio sea fiel a su misión y, por ende, que esté siempre abierto a la vida, a la nueva vida de los hijos. Por eso su llamado a estar alerta frente al más grave peligro que acecha a esa nueva vida cual es el aborto. Acto nefasto en cuanto se traduce en el homicidio de una persona inocente e indefensa; pero que lo es aún más porque tiene por ejecutores principales a quienes deberían ser los principales defensores de la vida, esto es, los progenitores de la criatura sacrificada: “Frente a una mentalidad contra la vida que quiere conculcarla desde sus albores, en el seno materno, vosotros, esposos y esposas cristianos, promoved siempre la vida, defendedla contra toda insidia, respetadla y hacedla respetar en todo momento. Solo de este respeto a la vida en la intimidad familiar se podrá pasar a la construcción de una sociedad inspirada en el amor y basada en la justicia y en la paz entre todos los pueblos”.
La tarea que el Papa nos dejó. Un balance 25 años después
Chile se estremeció con esta visita. Y el Papa, al despedirse, nos dejó una tarea:
«El Papa espera mucho de los chilenos para bien de la Iglesia en vuestro país y en el mundo entero. Quisiera que vuestro recuerdo de mi peregrinación apostólica sea un llamado a la esperanza, una invitación a mirar hacia lo alto, un estímulo para la paz y la convivencia fraterna. Porque os he visto, sé que si os decidís, podéis realizar ese empeño, porque contáis con la gracia de Dios y con el maternal afecto de la Virgen del Carmen, Madre y Reina de Chile».
Veinticinco años después, corresponde sin duda hacer un balance de la situación de nuestra patria a la luz del magisterio que el Papa desarrolló entre nosotros. Como siempre en las cosas humanas, este balance es de dulce y de agraz. Sin duda, en el campo económico, el cambio para bien ha sido notorio. Aun antes de la venida del Papa, el país había comenzado a abrir su economía al comercio internacional y, sobre la base de un franco apoyo a la iniciativa privada, había iniciado un período de crecimiento que, con más altos que bajos, ha logrado mantenerse en el tiempo. Las bases de este crecimiento no han variado, a pesar de los cambios políticos que ha habido después, y las consecuencias benéficas para las personas no se han dejado esperar. La reducción de la pobreza y la mayor calidad de vida son claramente visibles, convirtiendo, en este punto, a Chile en el país líder del continente sudamericano. Queda, por cierto, mucha tarea por cumplir, pero es asimismo mucho lo que se ha avanzado. Personalmente creo que el Papa, sin perjuicio de alentarnos nuevamente a no bajar la guardia y a perseverar en un camino de crecimiento y de mayor equidad, miraría con satisfacción la respuesta que en Chile tuvieron sus palabras sobre la urgencia de enfrentar el desafío de la pobreza, de la miseria y de la marginalidad. La situación de la vida sacerdotal chilena provocaría, en cambio, una mirada de clara preocupación. Los escándalos en que se han visto envueltos varios sacerdotes, el enfriamiento notorio de la fe y de la práctica religiosa en muchos de nuestros compatriotas, la deserción de un número importante de miembros del clero y la disminución alarmante de las vocaciones religiosas no puede dejar indiferente a nadie y no hubiera dejado indiferente a Juan Pablo II. Hay aquí una tarea que corresponde asumir al mismo clero, y a los obispos muy en particular, pero también a todo el pueblo católico, en cuanto la vida sacerdotal es, en alguna medida al menos, un índice de la vida religiosa de una entera sociedad.
Una situación muy grave es también la que enfrenta la vida matrimonial y familiar. Urge recordar la catequesis papal y reponerla en la práctica cotidiana de chilenas y chilenos. En los últimos diez años, tanto la familia como su base, el matrimonio, han sufrido tal cúmulo de embates que han terminado casi por desaparecer de la faz de nuestra patria. Los ataques, incluso, comenzaron antes, cuando en 1967 se adoptaron las primeras políticas de control de la natalidad por medio de los anticonceptivos artificiales. Continuaron, después, con la dictación de una nueva Ley de Matrimonio Civil que consagró el divorcio como causal de terminación de la unión conyugal y han seguido con la banalización de la sexualidad a través del proyecto de ley denominado “Acuerdo de Vida en Común” que abarca asimismo a las parejas homosexuales [6]. Junto con debilitar la estructura jurídica sobre la que se afirmaban tanto el matrimonio como la familia, la juventud de nuestra patria se ha convertido en blanco de toda una campaña que no puede ser tildada sino de corrupción y cuyo origen se ha encontrado, muchas veces, en las más altas autoridades del país. Con esta campaña se ha tratado de desarraigarla de sus tradiciones, de producirle un vacío cultural y de llenarlo con consignas relativas a que todo el ámbito de la sexualidad es el ámbito propicio para ejercer una libertad sin límites; un ámbito, pues, para dar rienda suelta a las pasiones sin el menor control por las consecuencias que este desenfreno puede provocar.
Lo que parecía ser la panacea para el ejercicio de la libertad se ha transformado, sin embargo, en una situación que rápidamente va adquiriendo el carácter de un verdadero infierno para un número creciente de personas: más divorcios que matrimonios; aumento de la violencia doméstica de manera exponencial, con la consecuencia de un sufrimiento cada vez más duro para los más débiles, esto es, mujeres y niños. Ello, hasta el punto de que un nuevo delito ha tenido que ser incorporado a nuestro Código Penal: el de “femicidio”. Y, como telón de fondo, un envejecimiento prematuro de la población por la decisión de las nuevas parejas de evitar la maternidad a cualquier precio. Ha quedado a la vista que el ambiente en que se desenvuelve la vida de esas parejas no tiene nada adecuado para traer nuevas personas a la vida. Por otra parte, enfrentamos una peligrosa campaña para liberalizar la práctica del aborto, y otra para introducir legalmente la de la eutanasia. Estamos, en definitiva, muy lejos de las enseñanzas del Papa y muy lejos de respetar y hacer respetar una de las primeras disposiciones de nuestra Constitución Política: “la familia es el núcleo de la sociedad y al Estado corresponde darle protección” (art. 1º).
En resumen, esta apertura a la libertad sin límites lo único que ha dejado es un reguero de vidas quebrantadas, vacías y carentes de ilusión. Un reguero de conflictos que han envenenado el alma nacional y cuyos nocivos efectos amenazan con extenderse a otros ámbitos de la vida social. Desde luego, al económico. Mucho de lo que se ha avanzado en el combate a la pobreza se ha perdido, porque son muchas las personas que tienen que destinar sumas importantes de sus ingresos a paliar las consecuencias de sus desvaríos, esto es, a sustentar varios grupos familiares; estos se han visto reducidos a pensiones muchas veces de hambre y de mínima sustentación. Las preocupaciones que por este motivo abruman a tantas personas se han convertido, además, en causa de que en ellas la capacidad de generar ingresos se haya reducido en forma notable. La ausencia de verdaderas familias, por otra parte, ha impactado severamente la educación y formación de las nuevas generaciones, ya muy disminuidas como lo mencionábamos más arriba. Recordar, pues, la visita de S.S. Juan Pablo II no tiene por objeto dar solo una mirada nostálgica al pasado, sino más bien buscar en el magisterio y en la vida de ese Pontífice las luces que, en las circunstancias de nuestro presente, orienten nuestras propias vidas y la vida de nuestra Patria en el camino hacia el futuro.
Notas
[1] Anteriormente, el 29 de febrero de 1824 pisó tierra chilena el joven sacerdote y canónigo Juan María Mastai Ferreti, quien venía como integrante de la denominada Misión Muzi enviada por el Vaticano para estudiar la situación religiosa del país que había proclamado su independencia de España pocos años antes y que estaba en vías de consolidarla definitivamente. Esa Misión dejó el territorio chileno en octubre de 1824. El joven sacerdote de que hablamos ascendería en 1846 a la Cátedra de Pedro con el
nombre de Pío IX. Pero cuando estuvo en Chile era solo eso, un joven sacerdote.
[2] Citado por Jaime Eyzaguirre en “Ventura de Pedro de Valdivia”, p. 68, Ed. Zig-Zag, 1974.
[3] El Papa no vacila en aceptar esta versión acerca de cuándo se celebró la primera Misa en Chile. La otra versión, como se sabe, es la que asigna este hecho a la expedición de Almagro, cuando ingresa a territorio chileno por el valle de Copiapó en marzo de 1536. En uno de sus más famosos cuadros, Fray Pedro Subercaseaux recrea esta última versión.
Dejamos constancia, por otra parte, que los textos de los discursos, homilías y catequesis del Papa citados en este texto están tomados del suplemento que, con ellos, preparó y publicó el diario “El Mercurio” de Santiago poco después que el Papa dejó el suelo chileno.
[4] La Universidad de San Sebastián, con motivo de la reciente beatificación de Juan Pablo II, procedió en 2011 a la publicación de un libro que recoge todos los discursos completos del Pontífice en su estadía en Chile.
[5] Siendo muy numerosos los textos que el Pontífice toma directamente de la Exhortación Apostólica Familiaris consortio he eliminado las referencias a los distintos capítulos, párrafos y páginas de ese documento para los efectos de facilitar la lectura del discurso del Pontífice. He dejado, por lo tanto, solo las propias de otros documentos que el Papa también a veces cita.
[6] Este es un tema extremadamente delicado. No cualquier uso de la sexualidad es conforme con nuestra naturaleza, lo cual reviste una especial importancia de cara a la formación de la juventud que se inicia en su vida sexual.
Sobre el autor
Nació en Valparaíso, el 30 de diciembre de 1945. Realizó sus estudios en los Sagrados Corazones de Viña del Mar y en la Escuela Naval de Valparaíso. Abogado por la Universidad Católica de Chile titulado en 1970. Desde 1975 fue profesor titular de Filosofía del Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica de Chile. Desde 1978, profesor de Introducción al Estudio del Derecho en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile. Doctor en Filosofía del Derecho por la Universidad de La Sorbona. Primer rector de la Universidad Adolfo Ibáñez entre los años 1989 y 1997. Ingresó al Parlamento de Chile como diputado por Valparaíso en diciembre de 1997, siendo reelegido por un segundo período. Es miembro del Consejo de Consultores y Colaboradores de revista Humanitas.
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