La esperanza hace referencia de modo inmediato y radical a la existencia humana -es, en efecto, realidad existencial por excelencia, actitud propia del ser que busca y camina- y, en consecuencia al vivir concreto del hombre, a su darse y ser en el tiempo, en suma, a la historia. Ahora bien, ¿de qué naturaleza es esa relación entre esperanza e historia? Más concretamente, la esperanza, al relacionarse con la historia, ¿revierte por entero sobre ella, se subsume en ella, o, por el contrario, la trasciende orientando hacia un más allá de la historia? Con esas preguntas queremos enfrentarnos ahora, no ya para darles una respuesta acabada -lo que sería empresa ardua-, sino, mucho más modestamente, para esbozar unas líneas de reflexión en conexión con algunos aspectos de filones más representativos del pensar contemporáneo. Comencemos por una cuestión básica e imprescindible: ¿qué rasgos definen o caracterizan a esa actitud humana a la que designamos precisamente como "esperanza"? .

La esperanza como actitud existencial

La esperanza implica apertura a lo que todavía no es pero se considera posible, a lo que, pudiendo acontecer, se confía efectivamente que acontezca. Dice, pues -e intrínsecamente-, relación a la realidad del ser humano como existente que, situado en el tiempo, toma conciencia de sí a través del devenir de la historia -es decir, de su vivir las incidencias del acontecer concreto y de su enfrentarse con proyectos y tareas- de su condición de ser aún no acabado, no llegado a plenitud, y que, en consecuencia, se lanza hacia adelante, en actitud de esperanza- con el anhelo de una planificación cuya posibilidad presiente o, al menos, conjetura.

La estructura del tiempo -pasado, presente y futuro- marca la actitud de espera. Ocupándose del problema del tiempo, San Agustín, en un pasaje, justamente famoso, de sus Confesiones, subraya el carácter fugaz del presente, que se escapa de entre las manos: en el instante mismo en que nos referimos a él está dejando de ser, precipitándose en el pasado para dar paso a un instante posterior o sucesivo, tan fugaz como el anterior. El presente viene a ser, en suma, un mero punto de intersección entre un pasado que ya no es y un futuro que no es todavía, de manera que la nada y el vacío parecen dominarlo todo. El gran obispo de Hipona supera la antinomia a la que esas reflexiones abocan, subrayando el papel de la memoria y, en consecuencia, la realidad del espíritu, que trascendiendo el tiempo -unificando pasado, presente y futuro-, se abre a la eternidad [1].

Desde la perspectiva en que estamos ahora situados, importa señalar que de esos tres momentos en los que el tiempo se estructura -pasado, presente y futuro- dos poseen decididamente la primacía: el presente, en el que, no obstante su fugacidad, el espíritu experimenta la realidad de sí mismo y del mundo, y el futuro, al que, entendido de uno u otro modo, remite ese entremezclarse de realidad y de fugacidad que caracteriza nuestro experimentar el presente. De ahí que los intentos de superar la tensión que define al espíritu humano se orienten en una u otra de esas dos direcciones.

De una parte, encontramos una absolutización del presente, de la que la historia del pensamiento nos ofrece abundantes ejemplos, en ocasiones con tonos humanistas, como en el carpe diem del clásico latino [2], en otras con acentos entre egocéntricos y resignados, como en el comamos y bebamos, que mafíana moriremos al que se refiere el profeta [3]. Desde una perspectiva filosófica o de fundamentación, la absolutización del presente, en algunos casos, connota o promueve un materialismo más o menos consecuente; en otros, una metafísica panteísta. De ahí la consideración del ser como un todo sin fisuras, en el que no hay lugar para novedad alguna; el tiempo y la historia son, pues, mera apariencia, de la que el espíritu debe liberarse renunciando a toda aspiración vana, aceptando su limitación y -en última instancia- destruyendo ansias y deseos, hasta desaparecer como individuo e identificarse con el todo.

De otra parte, y por el contrario, cabe absolutizar la apertura al futuro, entendido como momento hacia el que el espíritu puede y debe dirigirse con la convicción de que ahí, en ese futuro, puede ser superada la limitación que se experimenta en el presente. Desde una perspectiva filosófica esta actitud implica, en primer lugar, una antropología que valora los anhelos y aspiraciones humanas, viendo en ellos un signo de la hondura e infinitud del espíritu. Y, en segundo lugar -y paralelamente, pues ambos planteamientos se reclaman-, una metafísica abierta a la posibilidad de novedades, y novedades radicales, en el interior de la historia y por tanto, en última instancia, una metafísica creacionista. En todo caso, y sin extendernos más en esas consideraciones, subrayemos que sólo a partir de esta apertura al futuro se estructura y despliega la esperanza, la orientación del espíritu no ya hacia un fondo del   presente con el que fundirse y en el que desaparecer proclamando la vaciedad de la historia, sino hacia una plenitud en la que alcancen realización acabada—y por tanto, sustantividad plena— las ilusiones y los afanes concebidos en el hoy y el ahora. Las consideraciones que anteceden permiten otorgar a la palabra “esperanza” toda la fuerza que tiene de hecho en el lenguaje ordinario. Detengámonos, pues, un instante para responder más concretamente a la pregunta que formulábamos al comienzo de este apartado: ¿qué implica la esperanza?, ¿qué la define como actitud existencial? Ante todo, y como ya ha quedado dicho, la apertura al futuro, a lo que no es, pero se considera que puede llegar a ser; pero algo más, ya que no todo futuro es objeto de esperanza. Tres son, a nuestro juicio, las notas que caracterizan al futuro que suscita o provoca la esperanza:

a) en primer lugar, la esperanza dice referencia a un futuro feliz, a un futuro caracterizado por la consecución de un bien al que el espíritu aspira y que, en consecuencia, suscita el deseo y da origen a un disponerse el alma en orden a un efectivo y real encuentro con él;

b) en segundo lugar, la esperanza connota un futuro en el sentido más fuerte y pleno de la expresión, es decir, a un futuro que puede ser o no ser; a un futuro en el que se promete un bien posible, pero arduo, como subrayó el pensamiento clásico, o mejor —como recalcó acertadamente Pieper—, incierto, no garantizado [4];

c) en tercer lugar —y quizá cabría añadir sobre todo, ya que este rasgo presupone y sintetiza los dos anteriores—, la esperanza remite a un futuro absoluto, es decir, a un futuro que plenifica, a un futuro en que el espíritu alcanza no un cierto bien, sino un bien pleno, sin limitaciones, capaz de colmar por entero esa aspiración y sed de infinito que caracteriza al ser humano.

Solo si se la entiende así se respeta por entero la densidad antropológica que la esperanza posee como expresión de las aspiraciones —y capacidades— del espíritu humano. De ahí que el dicho popular pueda afirmar, con conciencia de estar expresando una experiencia universal, que “la esperanza es lo último que se pierde”, y que el mito griego expresara la misma idea —más poética y bellamente— en el drama de Pandora, la hija de Zeus, que al abrir imprudentemente la caja que su padre le regalara, dejó que se le escaparan todas sus riquezas, consiguiendo conservar solo, en el fondo de la caja, el don de la esperanza: no solo el recuerdo de una plenitud perdida, sino la confianza en que esa plenitud pueda ser recuperada y, en consecuencia, la alegría y el sentido del vivir. La esperanza, así entendida, es actitud consubstancial al hombre, y ello de modo radical: el hombre se aferra a la esperanza con la convicción de que así se aferra a su propio ser; la aniquilación existencial de la esperanza implica, por eso, la destrucción del hombre en cuanto tal.

Esperanza, historicidad y futuro absoluto

Pero si la referencia a la plenitud, y por tanto a lo absoluto, pone de relieve la radicalidad humana que caracteriza a la esperanza, manifiesta a la vez el carácter paradójico de su relación con la historia. Es, en efecto, obvio, de una parte, que la esperanza dice estructural e intrínsecamente referencia a la historia, no solo porque se despliega en la historia, alimentándose de la vivencia que el hombre tiene de su propia historicidad, sino también —y más profundamente— porque implica, en su estructura misma, referencia al futuro y, en consecuencia, al desenvolverse o desarrollarse del acontecer.

Pero no es menos obvio, de otra parte, y a la luz de todo lo dicho, que la esperanza trasciende a la historia; más exactamente, que implica constitutivamente a un más allá de la historia. La historia es, en efecto, por esencia, el escenario de lo transitorio, de los proyectos que se suceden los unos a los otros; momento, pues, en que el hombre experimenta a la vez que está llamado a lo absoluto y que ese absoluto continúa siempre ante él, sin comunicársele del todo. Y de esa vivencia nace la esperanza. La esperanza que surge en la historia remite, en suma, a un fin metahistórico, que en la historia puede ser entrevisto y anunciado, pero que la historia no puede producir. Más aún, a un fin que, por razón de su plenitud, implica que en el instante mismo de ser alcanzado traerá consigo la cesación del acontecer histórico para introducir un nuevo y diverso nivel de realidad.

Todo ello presupone —no haría falta decirlo— la espiritualidad del ser humano, de donde deriva su capacidad de infinito y, en consecuencia, la inapagabilidad de su desear durante el acontecer terreno, esa inquietud que provoca que el hombre no se satisfaga con ninguna de sus realizaciones empíricas y experimente ese impulso a un buscar y un caminar incesantes que constituye uno de los principales motores de la historia y de la cultura. Nuestro desear es un signo de nuestra riqueza, de nuestra apertura, es decir, de nuestra capacidad de infinito.

detalle del Entierro del Conde de Orgaz

Pero la reflexión no puede detenerse ahí. Precisamente porque el deseo que anida en el corazón del hombre es un deseo de infinito, presupone no solo la infinitud del espíritu humano, sino también la infinitud del bien que pueda apagarlo. En suma, y como hace un momento apuntábamos, la esperanza, en virtud de su propia dinámica, remite constitutivamente al absoluto, es decir, a Dios.

Y ello subraya aún más esa relación paradójica entre esperanza e historia. Ya que hablar de Dios, y de Dios como Aquel que comunicándose al hombre satisface el deseo que Él mismo ha puesto en el corazón humano, es situarnos de manera radical ante perspectivas en las que la historia resulta definitiva y radicalmente trascendida. La esperanza, 159 que se suscita en el existir concreto, en el vivir histórico, abre a un horizonte, a un futuro que es donación divina, y por tanto, a la vez e inseparablemente, plenitud suma y gratitud inconmensurable: no mero resultado del devenir histórico, sino acto supremo de la liberalidad divina.

Ello explica que aunque la esperanza sea una de las actitudes humanas básicas, e incluso una de las más radicales —como lo atestigua la historia, y quizás particularmente ese testigo por excelencia del corazón humano que es la literatura—, haya sido a la vez objeto de suspicacias y recelos, considerada mera pasión, carente en cuanto tal de valor ético, o incluso impulso ciego que engendra engaños e ilusiones. Al hacer referencia al más allá y a lo divino, la esperanza sitúa ante lo no controlable por el hombre, ante lo que solo Dios puede garantizar, más aún, ante lo que solo Dios puede dar a conocer en plenitud. Solo en el contexto de una intervención divina en la historia, de una revelación, puede la esperanza alcanzar coherencia plena y presentarse de forma acabada como actitud que refleja la infinitud del espíritu humano y determina su situarse en el mundo y su actuar en la historia.

Esperanza y utopía

Las afirmaciones que preceden —que presuponen y prolongan las consideraciones antropológicas antes solo apuntadas— tienen una especial resonancia en la coyuntura intelectual contemporánea, caracterizada, entre otras cosas, por la crisis de las utopías, más exactamente por la crisis de las utopías intramundanas. La evolución intelectual que va desde Hegel a Marx, desde Marx a Bloch y desde Bloch al actual estancamiento —mejor, pulverización— de este tipo de pensamiento utópico y a la caída en el nihilismo, constituye, en efecto, uno de los rasgos más significativos del momento presente.

FedericoHegel

Ernest Bloch es, sin duda, uno de los pensadores del siglo XX que ha hablado con más ardor de la esperanza hasta hacer de ella un principio estructural del pensamiento y, más concretamente, de la comprensión del hombre y de la historia. El "principio esperanza", la apertura hacia lo nuevo, hacia lo que no ha sido ni es, pero puede ser, más aún, hacia lo que está llamado a ser conduciendo la historia a su culminación, juega un papel decisivo en sus escritos. Pero la novedad de la que Bloch habla es una novedad que se sitúa en el nivel de la historia, sin trascenderla. En su sistema de pensamiento o de acuerdo con él, puede hablarse, en cierto modo, de futuro absoluto, pero sólo con reservas y, a fin de cuentas, privando al vocablo "absoluto" de su plenitud de significado: el futuro del que Bloch habla es, en efecto, absoluto, en cuanto que con él la historia llega a su culminación o cumbre, pero se trata de una cumbre que, si bien cierra el proceso, no reasume y sintetiza la historia entera. El horizonte de Bloch es, siempre y en todo caso, un horizonte unidimensional e intramundano; un horizonte, en consecuencia, que no permite dar razón de la realidad del espíritu, ni recuperar y salvar a las generaciones pasadas; más aún, un horizonte y, por tanto, un modo de pensar que conducen ineludiblemente a sacrificar -también, si nece sario fuera, de forma totalitaria- el conjunto de las generaciones en orden a una generación futura, que disfrutará, ella y sólo ella, de las promesas que encierra la utopía [5].

No es pues extraño que diversos pensadores de la última parte de nuestro siglo hayan reaccionado, incluso violentamente, frente a esos "grandes relatos" de cuño romántico, y más específicamente y más específicamente hegeliano, que al pretender someter la historia a la idea, inmolan al hombre singular concreto en aras de la colectividad, y destruyen el presente en nombre de un futuro destinado a no llegar jamás. Y tampoco lo es que algunos de esos pensadores, al no captar por entero la realidad trascendente del espíritu, hayan pasado desde la crítica a los “grandes relatos” a una aceptación entre resignada y escéptica ante el presente. Tal es el caso de la llamada “filosofía posmoderna”, según lo entiende Gianni Vattimo, es decir, como renuncia a toda afirmación decidida de la verdad y a toda pretensión de absoluto, para contentarse con los goces, limitados y fragmentarios, que pueda ofrecer el acontecer presente [6].

KarlMarx

Un caminar análogo, desde una perspectiva diversa —ciertamente más superficial, pero quizás más significativa por implicar un intento de mantener las ilusiones hegelianas—, es el representado por las afirmaciones sobre el fin de la historia de un Francis Fukuyama, en quien la aparente exaltación contenida en la proclamación de que la civilización ha llegado a su etapa culminante, se une a la consideración según la cual, a partir de ese momento, no caben ya la creatividad y la inventiva y el tedio amenaza con proyectar su sombra sobre la humanidad [7].

Oscilando entre la utopía y el desencanto, amplios filones de nuestra cultura corren el riesgo de falsear o de olvidar la esperanza y, en consecuencia, de privar de rumbo al devenir humano, ya que la esperanza, al orientar hacia el absoluto las ansias del corazón humano, no solo sitúa al hombre ante la radicalidad de su destino, sino que al mismo tiempo dota de sentido a la historia. Porque, y aquí culmina la paradoja de la que antes hablábamos, la esperanza, trascendiendo a la historia, no la niega, sino que la fundamenta y libera, y ello no de cualquier modo, sino precisamente en la medida en que remite a un más allá de la historia. La afirmación de una plenitud trascendente corta de raíz toda tentación de idolatrar las realizaciones terrenas, convirtiéndolas en un absoluto ante el que pueden ser sacrificados los individuos concretos. Pero no por ello conduce al olvido o al oscurecimiento de esas realizaciones terrenas, y de la historia en la que esas realizaciones acontecen y se desarrollan, sino, al contrario, a su plena y definitiva valoración. Es precisamente desde la esperanza de la plenitud y de lo eterno como el sucederse de los tiempos se revela en toda su riqueza: no mera sucesión carente de sentido, sino proceso a través del cual el hombre edifica su destino eterno, y ello precisamente enfrentándose con la historia para vivirla en conformidad con esa dignidad del ser humano que fundamenta la excelsitud de nuestro destino.


Notas

[1] Cfr. San Agustín, Confesiones XI, 13-17.
[2] Horacio, Ode XI, a Leuconoe; en Q. Horatii Flacci Opera: Carmina, liber I, E. C. Wickham, Oxford, 1963.
[3] Is 22, 13.
[4] Ver J. Pieper, “Esperanza”, en Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 1990, p. 369 ss.
[5] Este punto, con sus implicaciones dramáticas, ha sido subrayado con fuerza no exenta de acritud por J. Fest, Der zerstörte Traum: Vom Ende des utopischen Zeitalters, Siedle Verlag Berlín, 1993, capítulo III. Para un estudio más acabado del pensamiento de Bloch, ver J. L. Ruiz De la Peña, “Sobre la muerte y la esperanza. Aproximación teológica a Ernst Bloch”, Burgense 18 (1977), p. 194 ss. y M. Ureña, Ernst Bloch, ¿Un futuro sin Dios?, Editorial Católica, Madrid, 1986. Para una comparación entre Bloch y Marcel, en cuanto a planteamientos antitéticos respecto a la esperanza, ver P. O’Callaghan, “Hope and Freedom in Gabriel Marcel and Ernst Bloch”, The Irish Theological Quarterly 55 (1989), p. 215 ss.
[6] Para una ampliación de estos análisis culturales, remitamos a las reflexiones desarrolladas en la segunda parte de este libro y particularmente en los capítulos VI y VII.
[7] Con esa consideración cierra el ensayista norteamericano el artículo que le dio fama: “The End of History?”, en The National Interest, 19 (1989), p. 3 ss.; posteriormen-te, con la publicación de The End of History and the Last Man (Nueva York, 1992), Fukuyama ha matizado su pensamiento, abriéndose en algunos momentos a una cierta superación tanto de Hegel como de su maestro inmediato, Kojève, pero sin completar del todo ese itinerario.

Sobre el autor

Nació en Sevilla el 26 de diciembre de 1933. Es presbítero y pertenece a la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei. Licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla (1956); posteriormente obtuvo, en la Universidad de Navarra, el Grado de Doctor. Licenciado en Teología, en la Pontificia Universidad Lateranense en 1958. Doctor en Sagrada Teología, en 1959, por la misma Universidad, con la tesis titulada “El fundamento teológico de la cristiandad según Jacques Maritain”. Fue decano de la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra entre 1980 y 1992. Es miembro de la Pontificia Academia Teológica Santo Tomás de Aquino.


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