Mons. Jean Laffitte, obispo titular de Entrevaux (Francia). Prelado de la Soberana Orden de Malta. Miembro del Consejo de revista Humanitas.
Un tema que me interesa doblemente: la misericordia y el matrimonio. Habiendo varios posibles enfoques, parto por aquello que fundamenta, en el orden de la gracia, el vínculo que une la misericordia con el amor conyugal: una y otra realidad dan lugar a dos sacramentos. La sacramentalidad de las mismas indica que su espesor y su substancia humana remiten al amor divino, que posee una dimensión nupcial en la ofrenda eucarística; y a la misericordia de Dios, que nos salva y nos reinserta, por medio de Su perdón, en Su amistad.mEl matrimonio, como la misericordia, expresan el don de la salvación. El amor de Dios es salvífico, lo cual expresa su misericordia. Y al mismo tiempo el don sacramental hace posible el ejercicio del amor entre los esposos y les concede el poder de superar los obstáculos para la comunión.
La misericordia, a la cual se dedicó el pasado Año Jubilar —de hecho el Jubileo es siempre, por definición, una expresión de la misericordia de la Iglesia—, es más amplia que el perdón, que no obstante es el corazón de la misma. Esto vale para toda la sociedad, pero más aún para la familia. El día 1º de enero del año 2002, con ocasión de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, el Papa de esa época, San Juan Pablo II, pronunció un mensaje en el cual proponía el perdón como obra de justicia y de paz, apropiada para crear nuevamente las condiciones de una reconciliación en todos los niveles de la sociedad, comenzando por la sociedad familiar. “La persona, sin embargo, tiene una dimensión esencialmente social, por la cual establece una red de relaciones sociales en las que se manifiesta a sí misma: no sólo en el bien sino, por desgracia, incluso en el mal. Consecuencia de ello es que el perdón es necesario también en el ámbito social. Las familias, los grupos, los Estados, la misma Comunidad internacional, necesitan abrirse al perdón para remediar las relaciones interrumpidas, para superar situaciones de estéril condena mutua, para vencer la tentación de excluir a los otros, sin concederles posibilidad alguna de apelación. La capacidad de perdón es básica en cualquier proyecto de una sociedad futura más justa y solidaria” [1]. La familia es el lugar privilegiado donde se ejerce a diario la misericordia, disponiéndose cada uno, esposos, hijos, abuelos, a unirse para vivir plenamente las diversificadas relaciones interpersonales que constituyen el tejido familiar. Cada familia reconciliada vive de una comunión proveniente del vínculo indisoluble que une a los esposos, vínculo sacramental y al mismo tiempo profundamente natural. La unidad de los esposos es tanto un don de Dios como un compromiso personal al servicio del bien común. Cada comunión supone un bien compartido, bien que paradojalmente aumenta precisamente por ser compartido. Es útil profundizar en la realidad sacramental del amor conyugal, en la cual se puede reconocer la fuente de todas las expresiones de misericordia entre los esposos. Esto nos permitirá ver sucesivamente cómo en el centro de toda la espiritualidad conyugal se encuentra la fidelidad, dimensión esencial de la vida común de los cónyuges.
Sin embargo, para evitar cualquier malentendido, conviene captar la intención amplia del Papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia en cuanto a la misericordia. El Papa no desarrolla la conveniencia teológica de enfocar la misericordia en el seno de la pareja; desea proponerla a toda la Iglesia como un programa de verdadera conversión pastoral (“conversión misionera”) para todos: pastores, comunidades cristianas, familias. Por este motivo, comienza a partir del Himno a la caridad de San Pablo (1 Co 13, 4-7), que especifica el arte de vivir como cristiano. El Papa conjuga con el mismo las diversas expresiones posibles: paciencia, actitud de benevolencia, apartarse de toda envidia o violencia, confianza y perdón, obviamente. La confianza es esencial porque determina la actitud de amor y de amistad en las relaciones interpersonales; además, la confianza permite ir a la fuente de la misericordia cuando se pide perdón. La confianza es típica de la actitud del hijo frente a su padre.
Redescubrir la realidad sacramental del matrimonio
Para profundizar en el significado de la misericordia en la vida conyugal, conviene redescubrir la realidad sacramental del matrimonio.
A partir del Concilio Vaticano II y la constitución pastoral Gaudium et spes, que dedicó un desarrollo esencial al matrimonio, se asiste a una renovación bastante fecunda de la reflexión teológica y espiritual sobre el matrimonio y la familia. Amoris laetitia es la última de una larga serie de documentos, entre los cuales la encíclica Humanae vitae y la exhortación apostólica Familiaris consortio constituyen ciertamente los dos aportes fundamentales, como destaca el Papa Francisco (AL 68 y 69), junto con numerosos otros textos como, por ejemplo, la Carta a las familias del Papa San Juan Pablo II, y hoy Amoris laetitia.
No digo esto para disminuir la importancia de una reflexión pastoral como aquella que nos ofrece precisamente Amoris laetitia, sino más bien para tomar nota de la intención del Santo Padre de no proponer a la Iglesia un texto magisterial (ver AL 3 y AL 300: “Si se tiene en cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a todos los casos”)2, razón por la cual decidió no señalar las normas y los principios de la ética conyugal.
Consideremos la cuestión de la misericordia desde un punto de vista teológico. Los debates de los últimos años han girado en torno a los temas de la sacramentalidad y la ministerialidad de los esposos. Si bien el Papa Francisco dedica un párrafo a la ministerialidad de los cónyuges, no quiso desarrollar la sacramentalidad de la unión entre bautizados. La visión clásica de una realidad natural elevada a la dignidad sacramental fue sustituida paulatinamente por una perspectiva que restituye el matrimonio a lo esencial de la sacramentalidad de la Iglesia.
Lo que es válido para el conjunto de los Sacramentos, todos los cuales se comprenden en función del misterio que une a Cristo con Su Iglesia, se aplica de manera totalmente especial para el Sacramento del Matrimonio: la comunidad de vida y de amor constituida por la pareja cristiana expresa, representa y encarna la unión nupcial de Cristo y la Iglesia.
Tenemos entonces una realidad eclesial del matrimonio de carácter primordial. Familiaris consortio no dejó en su tiempo de destacarla: “En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad esponsal de Cristo,sostenida y enriquecida por su fuerza redentora”3. Sobre esta base, el texto podía observar que el efecto principal e inmediato del matrimonio no es la gracia sacramental del mismo, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión de dos, típicamente cristiana, en cuanto es representativa del misterio de la Encarnación de Cristo y de Su misterio de alianza.
Se encuentra ahí entonces una participación de los esposos en la ofrenda de la vida de Cristo: por cuanto los esposos manifiestan públicamente pertenecer a la Iglesia por medio de un don que los une en Cristo, ese don pertenece a la Iglesia. La participación de los esposos en el misterio nupcial de Cristo y de la Iglesia es un dato objetivo y permanente: esta es pública, y por lo tanto visible, tal como la realidad de su vida se convierte en señal eficaz del misterio de amor de Cristo a Su Iglesia.
Podemos advertir que, en octubre de 1997, entre los problemas doctrinales del matrimonio cristiano, objeto de la sesión plenaria de la Comisión Teológica Internacional (CTI), se aborda la cuestión de la sacramentalidad. Una de las tesis, formulada en la época de G. Martelet, expresaba así este sentido, otorgado a la vida de los esposos por lagracia del sacramento: “La efusión especial del Espíritu, como gracia propia del sacramento, hace que el amor de estas parejas se convierta en la imagen misma del amor de Cristo por la Iglesia”4. Cuatro años más tarde, la exhortación post-sinodal Familiaris consortio será más explícita: “El contenido de la participación en la vida de Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona—reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la uniónen una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazóny una sola alma”5.
¿En qué sentido podemos decir que el amor de los esposos se convierte en imagen del amor de Cristo por la Iglesia? ¡No por el placer de un desarrollo simbólico, que cargaría sobre las espaldas de las personas casadas un peso desproporcionado! El vínculo entre ambos es precisamente el de la misericordia. Advertimos que el don que Cristo hace a la Iglesia de Su persona se realizó en Su humanidad. Esto no corresponde a una esfera ideal o inaccesible; por el contrario, es concretamente realizable en la naturaleza humana, cuando no está inhabilitada por el pecado. Y es imposible comprender este misterio de la misericordia al margen del sacrificio eucarístico.
La sacramentalidad del matrimonio como realidad específicamente eclesial encuentra su luz en el misterio de la Eucaristía, que es la realidad por excelencia del don que Cristo hace de sí mismo a la Iglesia. Los esposos que se nutren del Cuerpo y la Sangre de Cristo se alimentan en la fuente de la gracia y de la caridad. La Eucaristía, como don extremo que Jesús hace de sí mismo, se inscribe en la lógica de la Encarnación del Verbo, lógica de un don total que llega hasta el límite extremo de la expoliación más radical de sí mismo. La Eucaristía reproduce el don realizado en la Cruz, y es ahí donde se sellan las bodas del Esposo y la Esposa: la alianza conyugal, en esta perspectiva, se configura en la alianza de Cristo con la Iglesia, representada por el Sacramento de la Eucaristía. La configuración de los esposos con respecto a Cristo, definida a menudo como su consagración, nada tiene de la imitación exterior o de una lejana analogía: es obra del Espíritu Santo, que transforma en profundidad la subjetividad de los esposos y su capacidad de amar como Cristo nos ha amado; santifica, purificándolo, el amor que ellos tienen de uno para la otra, amor que se convierte en el amor mismo de Cristo, en un testimonio eclesial que se realiza día tras día.
En esta línea, se comprende mejor la cuestión de la indisolubilidad del matrimonio cristiano. Esta puede formularse a partir de lo que en verdad el amor conyugal está llamado a expresar, es decir, el amor sin arrepentimiento del cual Cristo hace don para todos los hombres. Y este suceso es único, como único es el don que en el matrimonio sacramental un hombre o una mujer hacen de sí mismos. Esta idea se encuentra nuevamente en Amoris laetitia: “La indisolubilidad del matrimonio (Mt 19,6) no hay que entenderla ante todo como un “yugo” impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las personas unidas en matrimonio [...] La condescendencia divina acompaña siempre el camino humano, sana y transforma el corazón endurecido con su gracia, orientándolo hacia su principio, a través del camino de la cruz”6. En otras palabras, la indisolubilidad del matrimonio es fruto de la misericordia.
Es interesante advertir, al respecto, que al adoptar la Iglesia el fundamento de la norma de no consentir a los divorciados vueltos a casar la comunión Eucarística, nunca lo hizo tomando como punto de partida las personas y las acciones que las condujeron a determinada dificultad u otra incomprensión o bloqueo, sino más bien a partir de la naturaleza misma de lo deseado, es decir, el Sacramento Eucarístico. Habla entonces la Iglesia de una condición de vida (estar comprometidos en una segunda unión), que es una “contradicción objetiva” de esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia, expresada y actualizada por la Eucaristía. Precisamente, solo cuando se pierde de vista lo que el Sacrificio Eucarístico significa concretamente, dicha norma parece ser difícilmente sostenible y se reduce a una especie de sanción. Partir de la esencia de la indisolubilidad no invalida por lo tanto otro enfoque de tipo pastoral, a partir, por ejemplo, de la diversidad de las situaciones, como lo hace la Exhortación.
La esencia del don eucarístico llama a una comunión (Comunión Eucarística), que a nivel de significado no puede ser (objetivamente) puesta en contradicción con un estado de vida asumido públicamente (visiblemente) y cuyo sentido haya dejado de ser un don mutuo irrevocable.
La Eucaristía y la Reconciliación sacramental en el corazón de la comunión conyugal
La Eucaristía es así el corazón y la fuente de toda misericordia. Entre los motivos que a menudo se encuentran en el origen de las divisiones familiares y las separaciones definitivas entre los esposos, se encuentra la incapacidad de perdonar las ofensas graves, permitiendo así al amor conyugal renovarse. Directamente vinculada con el misterio del matrimonio cristiano, la Eucaristía es portadora, en semejante ámbito de perdón, de un sentido y una eficacia sobre los cuales indudablemente la espiritualidad debería tomar aún más conciencia. En un primer nivel, se encuentra ciertamente el provecho que cada cristiano puede obtener al recibir un sacramento que es también el Sacramento de la purificación de los pecados. Los esposos cristianos también son lavados de sus culpas y pueden así amarse con un corazón purificado. Es absolutamente exacto que el Cuerpo de Cristo es un remedio para los pecados que no destruyen la amistad con Dios. En este sentido, ¡nunca ha sido concebido por la Iglesia como una recompensa! Sobre la Eucaristía, el Papa San Juan Pablo II dijo un día (en 1982) a los Equipes NotreDame (Equipos de Nuestra Señora) que esta hace a los esposos cristianos ser capaces de un amor que perdona. La realización de la Alianza en la Eucaristía repercute en la alianza conyugal: cerca del Señor, los esposos cristianos aprenden a amar hasta el extremo, en el don y en el perdón: “El amor, como toda realidad humana, necesita ser salvado, rescatado; pero la frecuencia en la Eucaristía permite a los esposos convertir sus pruebas en un camino de comunión, una participación en el sacrificio del Señor, una nueva manera de vivir la alianza, y más allá de la cruz, más allá de todas las formas de muerte que limitan su existencia, acceder a la alegría”7.
Para comprender debidamente la importancia de la Eucaristía en la vida espiritual de los esposos, conviene considerarla en su eficacia para la salvación. El Cuerpo y la Sangre de Cristo son el don del perdón por excelencia, ya que realizan esa absolución de las ofensas que ellos mismos representan, y no de manera exterior con respecto a lo que constituye la trama cotidiana de la vida de los esposos, sino al contrario: por cuanto semejante don se ha realizado en la humanidad de Jesús y por medio de la misma, la salvación llega a los hombres en su humanidad, en lo íntimo de sus pensamientos y su querer. Especialmente, llega a los esposos en lo que es el acto de comunión más elevado posible: la ofrenda que Jesús hizo de Su vida. Los esposos están explícitamente llamados a la ofrenda recíproca de su propia vida. La forma misma de la comunión fecunda que los une se convierte en la forma de comunión que ha unido a Jesús con los suyos y fue sellada en el madero de la cruz.
En el Sacramento de la Reconciliación, los esposos encuentran tanto el medio para su santificación como la ayuda sobrenatural para que entre ellos se restablezca la comunión. El primer elemento, la santificación personal, es obviamente común para todos los bautizados, los cuales, por ser pecadores, no siempre viven en coherencia con la santidad bautismal. Como medio sobrenatural, la penitencia sacramental reconcilia a cada uno de los esposos con Dios, fuente de toda comunión y de amor. Gracias a aquella, su relación llega a ser más sólida en la justicia y en el amor, y se purifica, fortificada y restablecida. Los esposos adquieren una nueva capacidad de crecer en la comunión conyugal y familiar. Pocas parejas cristianas, sin embargo, tienen conciencia de que el recurso normal para la Reconciliación sacramental reduce los posibles conflictos y predispone al ejercicio de la misericordia. El sacramento no sustituye la necesaria comunicación, cuya carencia se encuentra tan a menudo en el origen de las crisis conyugales; pero vacía desde adentro la realidad de las ofensas, destruyendo la malicia que las inspira, y restaura la alianza entre los esposos, incorporándola en la misericordia divina.
El misterio sacramental que une a un hombre y una mujer en el matrimonio cristiano explica las disposiciones litúrgicas de la Iglesia para la celebración del sacramento. El vínculo con la Eucaristía es citado explícitamente por el Catecismo de la Iglesia Católica: “En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo”8.
El perdón en la vida de los esposos
El perdón no es puramente acción de la gracia, que hace posible un nuevo inicio. Supone un compromiso de los esposos, ya que perdonar es un acto de la persona. En la reflexión en forma de examen de conciencia propuesta por el Papa Francisco a los cónyuges divorciados, se encuentra la interrogante sobre si ha habido tentativas de reconciliación. Al respecto, podríamos decir que el perdón tiene relación con cada uno de los dos términos de la relación conyugal, que de vez en cuando se encuentran en la necesidad de recibir el perdón del otro o de ofrecerlo. Cuando los esposos se perdonan mutuamente las ofensas, siguen actuando como ministros del sacramento, que efectivamente y como subrayaba el Concilio Vaticano II, es un sacramento para toda la vida. Así, perdonarse recíprocamente es una exigencia directamente vinculada con la naturaleza misma del sacramento recibido.
El perdón es un acto de fides conyugal. Desde hace largo tiempo, la Tradición ha reconocido, a partir de San Agustín, tres bienes en el matrimonio: la proles, la fides y el sacramentum. Por cuanto la fides no se encuentra en primer lugar en el plano estrictamente ontológico, es esencial para la validez de la alianza conyugal aun cuando esta sea infecunda. La fidelidad conyugal es de tal manera importante que asume un gran rol simbólico en la descripción de la relación entre Dios y los hombres. Cuando el pueblo elegido rompe, con sus rebeliones, la alianza con Dios, es comparado con una esposa infiel. El simbolismo nupcial y la fidelidad que este implica son adecuados para representar la fidelidad misma de Dios en Sus pensamientos y en Su proceder con los hombres, y por este motivo los esposos cristianos son, para toda la Iglesia, señales de la fidelidad divina.
Y del mismo modo como entre Dios y el hombre uno de los dos (y no puede ser sino el hombre) puede dejar de ser fiel a la alianza, en la pareja cristiana uno de los esposos puede, con una ofensa grave, ser infiel a la alianza conyugal. El cónyuge que perdona, en el momento en que libera al otro de su deuda, lo restablece en sus derechos de esposo o esposa: restaura la comunión conyugal herida por la culpa. Es conveniente observar aquí la naturaleza de la fidelidad conyugal: si bien ciertamente cada uno de los esposos está llamado a ejercerla y el compromiso de ser fiel se sobrentiende en el pacto conyugal, no constituye ante todo una realidad jurídica, sino teológica. No se es fiel al propio cónyuge porque el mismo sea fiel, sino incondicionalmente. Se trata, como dice G. Campanini9, de hacer propia la misteriosa lógica de Dios. El perdón se inscribe en esta misma perspectiva de don: la fidelidad remite a una confianza que no se regatea. Aquel al cual esta se ofrece no es percibido como una amenaza. Lo que permanece desconocido o a veces incomprensible en el otro se convierte en lugar de descubrimiento y aceptación.
En la vida de los esposos, el perdón no pone énfasis ante todo en la respuesta generosa y heroica del que habría sufrido injusta o gravemente por culpa del otro. En cuanto comunión de amor de toda la vida, el matrimonio cristiano debería normalmente excluir toda ofensa grave. Esta no debería ser fatal, si bien es preciso admitir que a menudo se encuentra en el origen de las divisiones entre los esposos. El perdón de los esposos debería más bien caracterizar una actitud interior, realista, basándose en la cual el otro es plenamente aceptado con todos sus límites. En ese sentido, la fidelidad que perdona pone al matrimonio cristiano a resguardo del peligro mortal creado a veces por ciertas ofensas: la diferencia, que en las crisis a menudo ha llegado a ser la fuente de las tensiones —después de haber sido inicialmente motor del impulso que condujo a cada uno de los esposos hacia el otro—, continúa, en el ejercicio de la fidelidad, recibiéndose como aquello que caracteriza al ser amado.
El perdón produce por último una especie de paternidad: crea nuevamente las condiciones de justicia en el seno de la relación conyugal y da a quien se perdona su propia culpa los medios para vivir en una fidelidad renovada. Quien perdona actúa como un padre, como el Padre que está en los Cielos, Él, que hace brillar su sol sobre buenos y malos. Perdonar es generar en la comunión. Nos preguntamos con frecuencia si existe una obligación de tener que perdonar siempre, y de ser así, sobre qué bases. Humanamente es difícil evocar algo fuera de la coherencia de una acción que apunta a salvaguardar el bien común de la unión. En un plano teológico y espiritual, este bien trasciende a los esposos, por cuanto es también el bien común de la Iglesia: la Iglesia es enriquecida por el sacramento del matrimonio intercambiado entre sus hijos, fieles a la alianza con Cristo. Los esposos cristianos son testimonios de la salvación, y por medio de su amor fiel, evangelizadores. A veces cuesta perdonar; otras, parece estar dramáticamente por encima de las fuerzas humanas.
El amor fiel nunca se cansa de perdonar, ya que jamás deja de alimentarse sacramentalmente en la fuente de gracia de todo perdón.
Notas
1 JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la XXXV Jornada Mundial de la Paz, No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón, 1° de enero de 2002, 9.
2 PAPA FRANCISCO, exhortación apostólica post-sinodal Amoris laetitia, 19 de marzo de 2016, 300.
3 JUAN PABLO II, exhortación apostólica Familiaris consortio, 22 de noviembre de 1981, 13.
4 COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL, La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio (16 tesis cristológicas de P. Martelet), 1977, 7.
5 Familiaris consortio, 13.
6 Amoris laetitia, 62.
7 JUAN PABLO II, Discurso a los miembros del Movimiento Internacional “Foyers des Equipes de Notre-Dame”, 23 de septiembre de 1982, 3.
8 CCC, 1621.
9 G. CAMPANINI, Lealtad y Ternura. La espiritualidad de la familia, ed. Studium, Roma, 2001, pp. 71-84.
Humanitas 2017, LXXXIV, págs. 40 - 51