Chile debe agradecer al Papa Francisco por un texto que parece escrito pensando en la coyuntura actual del país.
Por cierto, una encíclica papal no debe reducirse a una lectura presentista y contextualizada; su mensaje es fruto de una reflexión encaminada a orientar una visión de la realidad en distintas claves, por públicos diversos, en circunstancias y lugares distintos. No obstante, y aceptando que también el Papa se dirige a la realidad de cada persona, vale la pena comprender la encíclica Fratelli tutti como una ayuda hacia la interpretación de la historia reciente de Chile y sus desafíos inmediatos en los planos político, social, económico y cultural.
El Papa repite, y las conté, sesenta y cinco veces la palabra dignidad; incluso fraternidad, que inspira la encíclica, aparece cuarenta y cinco veces. No puede dejar de sorprendernos, si pensamos que luego de los movimientos sociales del 18 de octubre del año pasado, algunos bautizaron la Plaza Baquedano como la Plaza Dignidad. Apelando a su encuentro con el Gran Imán Ahmad Al-Tayyeb, en Abu Dabi, y como demostración de su vocación hacia la fraternidad, Francisco nos recuerda que ambos acordaron que Dios “ha creado todos los seres humanos iguales en los derechos, en los deberes y en la dignidad, y los ha llamado a convivir como hermanos entre ellos” (n. 5). Puede entenderse como un pronunciamiento ecuménico, que no admite discriminaciones en ningún campo, tampoco religioso. La dignidad es, en su opinión, un requisito para la creatividad y el despliegue de iniciativas que favorezcan el bien común; sin embargo, el Papa afirma que esa dignidad se desprecia en situaciones de desigualdad (n. 22): desigualdad hacia las mujeres, rechazo a la diversidad, a los emigrantes, a los pueblos indígenas, descuido del planeta, de los pobres, del pueblo. Es decir, dignidad e igualdad serían conceptos que pueden distinguirse, pero no deben separarse si la meta es la búsqueda del bien común.
El pueblo es el caído en la parábola del Buen Samaritano, el que clama inclusión, integración, el marginal porque marginado. Tenemos responsabilidad sobre el herido que es el pueblo mismo, así como también lo son todos los pueblos de la tierra, dice el Papa (n. 79). No se trata de una idea ideológica esencialista ni nacionalista de unidad de pueblo y nación; se trata del reconocimiento a las identidades culturales, de generar relaciones de pertenencia, lazos de integración entre comunidades y generaciones diversas, de manera que nadie se sienta disminuido en su dignidad.
Respecto de la dignidad y la igualdad, el Papa sostiene que no basta con reconocer la igualdad como un derecho si no se lucha contra sus causas estructurales (n. 116). Se trata, en consecuencia, de conceptualizarla en relación con la toma de decisiones políticas que apunten hacia superar las diferencias, segregaciones y exclusiones que convierten a unos en superiores. Pero tampoco eso es suficiente, nos dice, si falta lo que llama la “plena ciudadanía”, que solo se logra renunciando al uso de ciertos conceptos que naturalizan las diferencias, como sería por ejemplo el uso del término minorías para identificar a otro distinto y “menor” cualitativa y cuantitativamente (n. 131). El Papa lo ilustra también con ciertas actitudes, con el “trato” (n. 223), aspecto que coincidentemente ha aparecido en forma recurrente en las reivindicaciones chilenas. La “plena ciudadanía” implica también ofrecer verdadera igualdad de oportunidades y, aún más, fundar una hermandad, dar la posibilidad de que surja la amistad cívica donde todos puedan encontrarse. El reconocimiento hacia la dignidad humana es lo que inspira y hace posible la construcción de un nosotros que nos hace responsables a unos de otros, especialmente frente a los desvalidos; es el prójimo, no el socio del que habla Paul Ricoeur, al cual aprecio por cuanto es alguien o por cuanto algo (n. 102). Con el prójimo, en cambio, compartimos un destino común ante los dinamismos de la historia.
Desde esa mirada, tiene sentido que, a pesar del mayor bienestar que reconocen tener los chilenos, de que el PNUD le otorgue el primer lugar de América Latina en el Índice de Desarrollo Humano, muchos chilenos salieran a las calles en octubre reclamando justamente dignidad. Esto sucede porque los chilenos se miran desde la otra conclusión del PNUD: que tienen la mayor desigualdad entre los cincuenta países con mayor desarrollo humano. Justamente esa ecuación es la que conduce a que, a pesar del aumento en el nivel general de ingresos, y a la disminución objetiva de los índices de pobreza, se reclame por falta de equidad, carencia de oportunidades iguales para todos, ausencia de políticas de desarrollo ambiental, mala calidad de la educación, desprotección frente a la vejez y falta de una agenda antiabusos. Quienes reclaman son los periféricos, los cuales, como dice el Papa, están cerca de nosotros en nuestra propia ciudad, en la propia familia, pero no la integran en igualdad y dignidad con todos (n. 97). Es el desencanto que sigue a una promesa y a una prosperidad que desató expectativas de inclusión e igualdad, pero que no logró que se crearan los vínculos sociales necesarios para una amistad cívica, diagnosticó el Papa. Entonces, nacen nuevas pobrezas que deben enfrentarse, “en el contexto de las posibilidades reales de un momento histórico concreto” (n. 21).
Ese es su llamado a prestar atención a la historia, a frenar esta vuelta atrás que permite que resurjan viejos conflictos que se consideraban superados y que son caldo de cultivo para la imposición de ideologías que, “enmascaradas bajo una supuesta defensa de los intereses nacionales”, crean nuevas formas de egoísmo y pérdida del sentido social.
En Chile, “el momento histórico concreto” es el que surgió cuando un acuerdo en torno a la posibilidad de una nueva Constitución permitió recuperar la promesa, canalizando parte de la frustración como esperanza. Ese momento recibió su cauce con el triunfo de la opción Apruebo en el plebiscito de octubre, abriendo una nueva y gran oportunidad para que resurja la deliberación política.
Política es la palabra que más usa el Papa en toda la encíclica, la usa setenta y cuatro veces, más que dignidad y fraternidad. La política, dice, es la llamada a proteger la dignidad de las personas y ponerse al servicio del bien común. Este es un desafío, considerando que las instituciones más desprestigiadas en el país son justamente las políticas y los políticos. “¿Puede funcionar el mundo sin política?” (n. 176), se pregunta el Papa, permitiendo evocar posturas que se impusieron en algún momento de la historia reciente de Chile. Su respuesta es categórica: no. “Convoco”, dice, “a rehabilitar la política” (n. 180), una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad porque es la búsqueda del bien común. La “caridad política supone haber desarrollado un sentido social que supera toda mentalidad individualista” (n. 182).
La votación en el reciente plebiscito puede leerse como un grito desesperado hacia la deliberación política, una nueva oportunidad para ella, para la búsqueda de caminos de construcción de una identidad no excluyente, de un nosotros común del que habla el Papa. Un nosotros que se fue desfigurando a lo largo de estos años de transición política, en parte debido a un modelo que confió en que el desarrollo económico era suficiente para recrear y revitalizar los lazos del tejido social que habían sido fracturados desde la Dictadura.
La política es la encargada de atender ese interés social, de hacer posible el desarrollo de una comunidad. Tiene como misión llevar la dignidad humana al centro. La política, dice el Papa, debe discutir sobre proyectos para el bien común y jamás permanecer atada a recetas inmediatistas de marketing (n. 15). Pueblo y política son conceptos hermanos. Ser parte de un pueblo es formar una identidad común hecha de lazos sociales y culturales que la política tiene como misión interpretar, proponerle una narrativa, y fortalecer sus lazos comunitarios. No se debe considerar la sociedad como una mera suma de intereses que coexisten (n. 163). La política tiene una misión transformadora de la historia. No hay fin de la historia, como predijo erradamente Fukuyama (n. 168).
Ni individualismo neoliberal ni aislamiento populista. Atender al interés social, y entender la propiedad privada desde una comprensión inicial del destino común de los bienes es el llamado que hace el Papa. Pensar en la participación social, política y económica de tal manera que incluya a los movimientos populares y anime a las estructuras de gobiernos locales, nacionales e internacionales con lo que él llama ese “torrente de energía moral que surge de la incorporación de los excluidos en la construcción del destino común”. Si no, dice, “la democracia se atrofia (…) pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por la dignidad, en la construcción de su destino” (n. 169).
La política debe ser un vínculo de fortalecimiento de los Estados nacionales. Crear nuevas definiciones para fortalecer el Estado nacional chileno es el reto que el país ha emprendido con el proyecto de una nueva Constitución. Recrear una noción de Estado, como escribió Mario Góngora en su Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX [1], puede mirarse como una gran oportunidad para construir horizontes de futuro, ir más allá de principios de solidaridad hacia la fraternidad, que no solo favorece a través de planificaciones sociales o globales, como los llamó Góngora, que los desiguales lleguen a ser iguales, sino que abre a todos los iguales hacia la diversidad. Puede permitirnos recuperar, como también dice Francisco, el sentido de la historia, superar el presentismo que impide que la historia aparezca en una mediación entre los espacios de experiencia de las personas y sus horizontes de expectativas. Construir futuro.
Incluso el voto de las tres comunas emblemáticas de la Región Metropolitana a favor de la opción Rechazo puede también interpretarse desde el texto papal. Francisco desaprueba toda imposición ideológica que manipule o avasalle la libertad de las personas, pero también alerta contra quedarse fijo en lo que él llama una “memoria penitencial” (n. 226) que puede paralizar la apertura hacia el cambio. Es probable que en Chile el recuerdo aún vivo de los quiebres de los años 70 condicionen, como dice el Papa, formas de pensar y de actuar que conviertan a ciertos sectores en lo que Francisco denuncia como intolerantes, cerrados e incluso racistas, impidiendo la disposición hacia el encuentro con el otro (n. 41). El quiebre de la democracia, una verdadera herida en el corazón de la nación, aún fresca en la memoria, se manifiesta en formas de miedo a la historia que paralizan a los actores frente al cambio.
Tampoco la Iglesia ni sus instituciones deben quedar al margen de la política. Ella no debe relegar su misión tan solo al ámbito de lo privado, ni renunciar a la dimensión política de la existencia. La Iglesia tiene un papel público que no debe agotarse en el asistencialismo ni en la educación, dice el Papa (n. 276). En esta lectura coyuntural, podría entenderse como un llamado a que la jerarquía eclesiástica retome un mayor compromiso y voz pública en la promoción de la fraternidad chilena en el contexto actual. Su propia crisis, la pérdida de confianza que ha generado, no debieran inmovilizar a las autoridades eclesiásticas, sino todo lo contrario. Junto con reconocer públicamente sus errores, debieran ser proactivas en la promoción de la dignidad y la igualdad que el Papa propugna como requisito para la fraternidad y la amistad cívica. La Pontificia Universidad Católica, como institución de Iglesia, ha tenido una presencia valiente en la esfera pública, pronunciándose sobre los grandes temas que preocupan a los católicos y, en general, a los chilenos. La investigación en torno a los abusos de la misma Iglesia es un ejemplo que la jerarquía debe agradecer y apoyar. Debiera ser también un impulso para que la jerarquía haga oír públicamente su voz pronunciándose sobre los problemas que aquejan a la sociedad. La pandemia ha sido una oportunidad y una exigencia por todas sus secuelas sociales y económicas; también lo son los debates políticos y éticos que convocan día a día a mayor participación.
La novedad de la encíclica toca también otros aspectos que atañen a la Iglesia. Cuando el Papa reconoce: “Hoy ya no sostenemos la idea de guerra justa que forjó San Agustín” (n. 258), abre la compuerta para que la doctrina eclesiástica se reformule en el nuevo “contexto de las posibilidades reales de un momento histórico concreto” (n. 21). Si a eso se agregan sus espontáneas palabras de acogida hacia las parejas homosexuales, es posible que se pueda abrigar expectativas de nuevas lecturas doctrinarias referentes, por ejemplo, a la mujer y a la sexualidad.
El Papa alerta contra olvidar las lecciones de la historia. Que pasada la crisis sanitaria volvamos a olvidar el nosotros. Esta pandemia ha desatado grandes expre- siones de solidaridad, pero también más que nunca ha permitido que afloren las realidades invisibilizadas de las personas privadas de libertad, de los ancianos abandonados, de la muerte en soledad. La esperanza puede consistir en asimilar constructivamente lo que el Papa llama “un cambio de época”[2], y que para Chile implica la posibilidad de construir un relato común para la Nación y el Estado, que se aborde desde la política, devolviendo a esta su capacidad de mediación. La nueva Constitución abre un derrotero para el cambio político chileno futuro y, en la medida que su preparación convoque la participación de quienes se sienten excluidos, puede ser una alternativa contra la violencia y a favor del diálogo y la amistad cívica, fortaleciendo y represtigiando las instituciones del Estado.
* Ana María Stuven es doctora en Historia, y presidenta del directorio de la Corporación Abriendo Puertas, enfocada en la reinserción social.
1 Góngora, Mario; Ensayo Histórico sobre la Noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX. Ediciones la Ciudad, Santiago, 1981.
2 Francisco; “Discurso a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas”. Vaticano, 21 de diciembre de 2019.