Reflexiones en torno a la carta “samaritanus bonus”.
Quizás solo sea una coincidencia, pero que la última encíclica social apareciera casi al mismo tiempo y utilizara la misma parábola como hilo conductor, induce a interpretar la Carta “Samaritanus bonus”[1] bajo la misma clave: el cuidado de los enfermos críticos y terminales es un asunto de justicia social. Esta Carta no trata de la inmoralidad de la eutanasia o de la dignidad de la vida humana –cuestiones que da por descontado–, sino que invita a la sociedad en general, y a los agentes sanitarios y hospitales católicos en particular, a tener esa mirada contemplativa a la que Francisco también llama en la Fratelli tutti, para “ver” al otro, especialmente al más débil y herido que es incapaz de levantarse por sí mismo. La mirada que tuvo el samaritano, quien se dejó interpelar por el dolor ajeno, comprendió sus necesidades y actuó en consecuencia.
Ese es el punto crucial: cuando se mira y se reconoce que el enfermo es una persona, se amplía el significado de la noción de “cuidado”. El cuidado es algo debido a las personas porque se sigue del factum de nuestra vulnerabilidad. Todos los seres humanos, en cuanto finitos, somos frágiles, dependemos de bienes materiales y de la ayuda recíproca. Como todos somos vulnerables, todos requerimos, en distintos momentos de la vida, de mayor o menor asistencia. Cuidar y ser cuidados, amar y ser amados, es lo más propio de las personas (quienes, al decir de Ratzinger, son ontológicamente un ser-con, desde y para otros)[2], y por lo mismo manifiesta un principio de justicia: es lo que se nos debe. Esta justicia se revela en dos dimensiones; por un lado, la negativa –no dañar a otro– y por otro, la positiva –promover la vida–. Respecto del contexto sanitario, promover la vida también se compone de dos obligaciones graves: “curar” cuando es posible; y “cuidar” hasta el último día. “Incurable, de hecho, no es nunca sinónimo de in-cuidable”[3], y en nuestra sociedad, en que los avances técnicos nos han llevado a estar tan atentos a las posibilidades de cura, es esencial recordar que cuando ya no se puede curar queda todavía mucho por hacer: cuidar, no abandonar, llenar esa vida de sentido.
Los cambios tecnológicos y sociales implican también un cambio en las necesidades más acuciantes del enfermo. La mirada contemplativa descubre que, en el mundo desarrollado, más que tratamientos médicos de avanzada se requiere muchas veces discernimiento ético para saber cuándo limitar las intervenciones para evitar el ensañamiento terapéutico–tratamiento desproporcionado y fútil– que termina haciendo más difícil, duro y solitario el momento de morir. Esa mirada también hace comprender que además del dolor físico, que en la actualidad se puede gestionar con relativa eficiencia, el enfermo tiene necesidades emocionales, espirituales y sociales que resulta imprescindible atender. Con la antropología utilitarista que rige nuestra cultura, el enfermo terminal siente (y quizás también cree) que el valor de su vida depende de su calidad de vida, la que en su caso particular declina inexorablemente. Se siente una carga para los otros, pierde relaciones, sufre abandono afectivo, carece de toda esperanza y se enfrenta, en ese estado de profunda soledad, a la angustia de la muerte.
En este mundo hipertecnificado e individualista, atender a esas necesida- des puede ser la clave para revertir la espiral que nos hunde en una sociedad cada vez más inhumana. Sabemos que la eutanasia y el suicidio asistido no se solicitan tanto por dolores físicos insoportables, sino por falta de esperanza, miedo y cansancio.[4] La legitimación social de estas prácticas refleja la creencia ya arraigada, aunque no necesariamente consciente, de que la vida de una persona vale en la medida en que pueda ejercer autonomía y reciprocidad, es decir, en cuanto pueda “devolver” (pagar) a la sociedad lo que ella le entrega. Este contrato tácito entre cada individuo y la comunidad implica, para quienes están en situación de dependencia, ser cuidados solo en virtud de un favor, puesto que como no aportan, no merecen retribución. Naturalmente esta lógica mercantil empobrece las relaciones, resquebraja los vínculos y repercute en la valoración de la vida. Cuando se deja de creer en la incondicionalidad y la gratuidad del amor humano, el tiempo de enfermedad se convierte en tiempo de sospechas y de soledad profunda. “Si yo no contribuyo, no tienen por qué darme nada”, piensa el enfermo, “mi vida sobra, solo doy problemas, lo mejor que me puede pasar es desaparecer”. Así, se empiezan a introducir leyes eutanásicas que agudizan la insensibilidad hacia el enfermo, bloquean la posibilidad de encontrar sentido y pasamos, como el fariseo o el levita, mirando de reojo al hombre medio muerto en el camino porque “ya nada se puede hacer, no vale la pena perder el tiempo”.
Dos tendencias recientes que ilustran cómo esta cultura genera las estructuras que la perpetúan y se apropia de las que podrían combatirla, son la relación médico-paciente y las órdenes de ‘no resucitar’. La primera se relaciona con la complejización de los sistemas sanitarios y su gestión organizativa, que tiende a convertir la relación médico-paciente en un intercambio técnico y contractual. Nuevamente el do ut des, la prestación de servicios anónima que mina la confianza de las partes. Aunque este tipo de gestión sea más eficiente y pueda llegar a más personas, sin una relación de confianza real se desnaturaliza el acto médico. Si además existe una legislación que permite la eutanasia, la sospecha de que el médico no dice toda la verdad o tiene otras intenciones pone más presión y acrecienta la sensación de desamparo de los enfermos críticos.[5]
El segundo ejemplo son las órdenes de ‘no resucitar’y otros protocolos creados para evitar el ensañamiento terapéutico. A pesar de ser redactados para beneficiar al paciente, es tal la presión de la mentalidad dominante que muchas veces los médicos pierden libertad y claridad para juzgar sobre la proporcionalidad de nuevas intervenciones. Esto es particularmente grave cuando las leyes son ambiguas respecto de la obligación de cuidado, o cuando se incorporan los cuidados paliativos como “una forma más” de asistencia a la muerte, poniéndolo al mismo nivel de las prácticas eutanásicas y borrando toda diferencia entre el bien y el mal. Todo esto acentúa la confusión cultural que deja más solo al necesitado.
Hasta aquí el vaso medio vacío. Una cultura poderosa que se autoperpetúa al alero de leyes ambiguas y confu- sión conceptual. El vaso medio lleno es que la manera de transformar esta espiral de muerte en un círculo virtuoso está al alcance de todos, aunque los equipos médicos y hospitales cristianos deberían asumir la responsabilidad de liderar el proceso. En una bellísima imagen, la Samaritanus bonus indica que para saber qué se debe hacer basta mirar al Gólgota. Allí sobresale Cristo, solo y crucificado, experimentando los mismos senti- mientos del enfermo desahuciado: el dolor físico y la impotencia, abandono afectivo, pérdida de relaciones, sentir que su vida no es valorada, que es una carga para la sociedad, el desprecio de algunos, el apuro por que muera, la angustia ante la muerte… Pero si se mira con cuidado, se ve que al pie de la cruz está su madre, algunas mujeres y el discípulo amado. No pueden evitar su muerte, ni reducir su dolor, ni bajarlo de la cruz, pero sí pueden “estar” junto a Él y eso –dice la Samaritanus bonus– es ser el signo viviente de los afec- tos, la disponibilidad, el reconocimiento, la mirada que puede dar sentido al tiempo de la agonía. “Porque en la experiencia de sentirse amado, toda la vida encuentra su justificación”.[6] Quien está junto al que sufre, al enfermo “clavado en su cama”, aunque no puede curarlo sí puede dar testimonio de su valor único e irrepetible, y eso es todo lo que el enfermo requiere para sentir que su vida vale, que no es un estorbo ni una carga. Todo lo que necesita para sentirse digno y morir en paz.
Cicely Saunders, pionera de los cuidados paliativos profesionalizados e impulsora del Movimiento Hospice,[7] dice que “la respuesta cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una explicación sino una presencia”.[8] El poder sanador de esa “presencia”, de ese “estar con el que sufre”, es lo que destaca la carta Samaritanus bonus, y subraya que actualmente los cuidados paliativos son un instrumento precioso e irrenunciable, aunque solo sirven si hay alguien que “está”, es decir, que da testimonio del valor del enfermo. Esta idea tiene profundas raíces antropológicas de las que la Samaritanus bonus da algunas pistas. Tal como el tiempo del nacimiento, el de la muerte es también un “tiempo de relaciones”. Un recién nacido no se desarrolla como persona ni aprende a respetarse a sí mismo si en sus primeros años no es reconocido y acogido por otros. Del mismo modo, el anciano y el enfermo dejan de sentir su valor y autorrespeto si no son reconocidos y valorados por los demás. En otras etapas de la vida tenemos cierta capacidad para atraer el afecto, el aplauso o el interés ajeno. Pero al morir volvemos a la absoluta vulnerabilidad del nacimiento: si no nos acogen, no sobrevivimos. Esta dependencia radical explica por qué, aunque el dolor y la muerte sean experiencias que se viven solitariamente, están siempre cargadas de la mirada y la presencia (o ausencia) de los demás. Son experiencias paradigmáticamente humanas, pues evidencian de modo casi brutal que solo en las relaciones, en el ser-con los demás, nos constituimos como personas. O dicho al revés: cada uno de nosotros, en su mirada y con sus actitudes, tiene el poder de convertir en persona o convertir en estorbo al necesitado, al enfermo y al anciano, al término de su vida.
Para los hospitales católicos y profesionales de la salud, este debería ser su sello y principal responsabilidad. Un hospital no puede llamarse católico solo porque hay ciertas prestaciones que no realiza, pero en lo demás es igual a cualquiera. Eso no tiene sentido: ser católico sería una pérdida. Su carácter debe venir dado, ahora más que nunca, por su capacidad de “consolar” (entrar en la soledad del otro, acompañar y estar-con él), capacidad de resignificar la muerte y no permitir que nadie muera sintiéndose un estorbo.
¿Y por qué los cuidados paliativos integrales son un asunto de justicia social, y no un instrumento opcional supererogatorio? El Estado y las legislaciones existen para tutelar la vida y convivencia de las personas; para que todos puedan tener una vida digna. La primerísima condición de una vida digna es que cada persona sea reconocida, tratada y valorada como tal. El individualismo y el utilitarismo moderno han roto los vínculos personales y han convertido a la sociedad en un agregado de autonomías reguladas por la lógica mercantil. En una sociedad como esta, solo caben los fuertes, los que se la pueden arreglar por sí mismos. Los débiles, los enfermos, los ancianos, los pobres, son los que van sobrando, los descartados, los que caen y mueren abandonados en el camino. Estos, los menos favorecidos, que no tienen recursos para pagar sus tratamientos o no tienen a nadie que los acompañe en su agonía, son los primeros que piden adelantar su muerte cuando la eutanasia o el suicidio se legalizan.
En otras palabras, estas leyes, más que apoyar al ne- cesitado, cuidarlo y hacerlo sentir digno, le inducen a sentir que sobra, que no hay razón para ayudarlo. Son leyes injustas, regresivas, que castigan al vulnerable y al excluido. Por el contrario, los cuidados paliativos integrales universales pueden vencer la soledad –una de las peores plagas de nuestro tiempo y fuente de las mayores pobrezas[9]– y volver a humanizar la muerte. Por ello el cuidado, que redignifica al que lo recibe y dignifica al que lo da, se ha vuelto hoy en día una exigencia de justicia.