Una encíclica atrevida e incómoda para algunos, necesaria y urgente para otros. Fratelli tutti ha despertado interés más allá de las fronteras eclesiales, abriendo debates en ámbitos públicos, académicos, civiles, científicos y políticos, como quizá pocas encíclicas lo han hecho. Una carta que llega con un lenguaje directo y amplio, que encara las paradojas más urgentes de nuestras sociedades marcadas por la desigualdad y sus demandas sociales.
Al enfrentar la lectura de esta carta encíclica, desde las Ciencias Sociales, observo dos ejes temáticos fundamentales y relacionados entre sí: la fraternidad y la dignidad. Mientras la fraternidad entendida como categoría política[1 ]ha sido estudiada por su impacto en el ordenamiento social y público; la dignidad, como categoría ligada a los Derechos Humanos fundamentales, ha sido asociada a una dimensión más individual y subjetiva. El enfoque de capacidades de Nussbaum, por ejemplo, se centra en la noción de la dignidad humana individual.[2]
Actualmente, en un escenario nacional con importantes fracturas en la convivencia social, parece aún más nítido que los ingredientes para una buena cohesión social estarían, por un lado, en los mecanismos institucionales de integración e inclusión (reducción de disparidades de acceso y oportunidades para el desarrollo) y, por otro, en los comportamientos y actitudes de los ciudadanos hacia sus comunidades de pertenencia. Es decir, por un lado, estarían los mecanismos que construyen cohesión social “desde arriba” y, por otro, los que lo hacen “desde abajo”. ¿Cuál es el rol de la persona en este dinamismo? ¿Es la dignidad de cada persona y su promoción una premisa de la fraternidad política o es más bien una consecuencia? ¿Es el nivel personal, asociado a la vida digna de las personas, una condición para el desarrollo de una sociedad con mayor fraternidad en sus instituciones?
¿O es la fraternidad una especie de motor moral que traducido a un nivel institucional y público puede ser capaz de impulsar el respeto de los derechos indivi- duales asociados a la dignidad de cada ser humano? Dicho de otra manera, ¿qué está primero, el huevo o la gallina? ¿La dignidad de las personas o la fraterni- dad social? Esta pregunta, lejos de ser solo un mero ejercicio de orden conceptual, permitiría identificar los procesos ineludibles para la promoción de sociedades más equitativas. Es decir, permitiría poner la atención en el rol que juegan las personas y sus individualidades en la promoción de un ordenamiento social fraterno.
Del latín dignitas, la dignidad hace referencia al valor de alguien o algo y, en su sentido más específico, depende de la racionalidad vinculada a la autonomía y a la autarquía del ser humano, es decir, a su capacidad de gobernarse y dirigirse a sí mismo. Adoptada formalmente en 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos se basa en la idea de que to- dos los seres humanos tienen igual dignidad y valor. Unos años más tarde, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos volvió a defender los derechos humanos, reconociendo que estos derechos derivan de la dignidad intrínseca de la persona humana. Sin embargo, hay convergencia en considerar que en nuestras sociedades industrializadas la dignidad del ser humano ha quedado relegada a la capacidad de las personas de asegurar, con sus propios medios, una vida económicamente productiva. Entonces, ¿qué define a una vida digna, una vida que merece la pena de ser vivida? ¿Hay vidas más dignas que otras? ¿Es la capacidad de autogestión económica la que traza la línea divisoria entre dignidad e indignidad? No es posible aquí entrar en el tema de la meritocracia y del desarrollo de las capacidades en sí, pero es importante al menos tener presente que al hablar de dignidad debemos hablar de igualdad ante el derecho de acceder a las oportunidades que les permiten desarrollar sus capacidades y realizarse. Es decir, es necesario referirnos a la dignidad como un atributo multidimensional. Por ejemplo, las recientes investigaciones acerca de los orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile,[3] muestran cómo el factor “trato” entre las personas compone una de las dimensiones de la dignidad, la subjetiva. La dignidad, entendida como trato igualitario, puede ser incluso más importante que la percepción de una inequitativa distribución de los ingresos.
En el citado informe, de hecho, mientras el 53% de las personas afirmaron sentirse molestas por la desigualdad de los ingresos, el 66% reclamó por la desigualdad en cuanto al respeto y la dignidad del trato.
La encíclica nombra la palabra dignidad 65 veces (mientras fraternidad 44) y ofrece reflexiones sistemáticas sobre este asunto, definiendo la dignidad en términos vinculares y proactivos: “No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede ‘a un costado de la vida’. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad” (n. 68). La dignidad, entonces, intrínseca y multidimensional, implica un acto de reconocimiento recíproco y dinámico. Sin embargo, observamos ya desde edades tempranas cómo nuestras sociedades entregan mensajes ambiguos en términos de la dignidad de cada vida. Muchos niños y niñas de sectores marginalizados crecen construyendo sus identidades y sus sentidos de pertenencia social en términos de déficit o falta, viendo a sus padres y abuelos menos valorados, menos dignos, menos considerados. Muy probablemente desde esta sostenida y compleja vivencia de indignidad se comenzarían a formar las condiciones para la instalación de prejuicios sociales, para mecanismos psicológicos de justificación de la inequidad, de la pobreza y de la estratificación social. Así, para Fratelli tutti:
Muchas veces se percibe que, de hecho, los derechos humanos no son iguales para todos (…) Mientras una parte de la humanidad vive en opulencia, otra parte ve su propia dignidad desconocida, despreciada o pisoteada y sus derechos fundamentales ignorados o violados (…) ¿Qué dice esto acerca de la igualdad de derechos fundada en la misma dignidad humana? (n. 22).
En este sentido, la promoción de la dignidad y el despliegue del potencial humano es un continuum dinámico: “Cuando se respeta la dignidad del ser humano, y sus derechos son reconocidos y tutelados, florece también la creatividad y el ingenio, y la personalidad humana puede desplegar sus múltiples iniciativas en favor del bien común (…)” (n. 22). Por esto creo necesario considerar la dignidad como el elemento precursor de la fraternidad política. En esta línea, Puyol [4] señala que el principio político de fraternidad toma la tesis central de la igualdad que debe haber entre los miembros de una comunidad fraterna como una igualdad de estatus, sin jerarquización arbitraria ni potencia, es decir, ya desde la fraternidad ateniense a la fraternidad del tríptico de la revolución francesa, la fraternidad se identifica con una sociedad de iguales en contra de la dominación.
Ahora bien, si el reconocimiento de la dignidad entre seres humanos es la antesala de la fraternidad aplicada al ámbito público, cabe preguntarse ¿de dónde viene la conciencia de la igualdad? El rasgo fundamental que comparten los hermanos es un sentido de igualdad y simetría frente a sus padres.
Puyol [5] especifica que considerando que la naturaleza humana es común, los Derechos Humanos deben concebirse en términos universalizantes y no excluyentes: todos los seres humanos, como hermanos y hermanas, tienen los mismos derechos fundamentales, es decir, se concibe que los seres humanos están todos hermanados en el reconocimiento de los derechos. Ahora bien, entonces, ¿de qué manera se construye la identidad fraterna, es decir, la conciencia de la propia identidad en relación con los demás, con todos los demás, con cada ser humano? Mientras que la identidad tiene que ver con un «centro» que nos da unidad interior, el sentido de pertenencia nos dice que ese centro solo se puede encontrar en relación con los demás. Últimamente algunos autores señalan que se podría entender la identidad constituida por una trilogía, es decir, no tanto como algo que se desarrolla en la relación con los “otros” en sentido genérico, en la autorreferencialidad yo-tú, sino que incluye el «tercero», “él o ella” que es «ese otro», el «diferente», el «extranjero», «el excluido».[6] El proceso de la identidad se realiza en la relación que establecemos con el «diferente», el tercer elemento de la identidad (más allá del «yo» y el «tú») y que me informa sobre mis «fronteras» y la dirección de mis elecciones: la conciencia de la fraternidad universal. Es en esta línea que veo la novedad más relevante de la Fratelli tutti. En la sección dedicada a “Un extraño en el camino”, Francisco traza el lugar desde el cual puede y debe darse la transformación social: desde el reconocimiento de quien queda al margen, de quien es privado de su dignidad, de quien no es reconocido parte de la familia como los demás, de quien no está invitado a la mesa o queda a la orilla del camino, de quien no vemos o preferimos no ver. En ese lugar, en ese proceso de dignificación del marginado, involucrado en su propio desarrollo y en el de su comunidad, puede verse el inicio de una potencial resolución a los conflictos sociales. No se trata, desde esta Carta encíclica, de la pregunta acerca de quienes están cerca de nosotros, de quienes son nuestros “prójimos”, sino de a quienes nos haremos cercanos, próximos, a quienes activamente iremos a reconocer como hermanos y hermanas en las periferias de nuestras ciudades, de nuestros grupos, de nuestras burbujas informáticas, de nuestros segregados territorios.
¿Es la dignidad y su promoción, por lo tanto, una premisa de la fraternidad social y política o es más bien una consecuencia? Desde lo aquí planteado, podría decir que es premisa y consecuencia simultáneamente, pero con un itinerario particular. El reconocimiento de la dignidad humana como punto de partida para la construcción de una sociedad “políticamente” fraterna implica un grado de reconocimiento de la capacidad de todo ser humano de ser agente activo de su propio desarrollo y del de su ambiente; sin estas condiciones y oportunidades de base, creo que no podríamos hablar de ninguna forma de fraternidad efectivamente, menos aún de fraternidad política. Sin embargo, el proceso no terminaría allí o no lo haría de manera suficiente. Favorecer la fraternidad en la vida pública gracias al reconocimiento de la dignidad, desde la consideración del excluido, del invisibilizado, permitiría la ampliación misma de la dignidad humana, desde la experiencia fraterna, favoreciendo un nivel de dignidad cualitativamente superior, me atrevo a decir, en el que la identidad se amplifica y florece en un sentido de pertenencia que promueve el ejercicio de una ciudadanía activa y comprometida. Colocar al centro la dignidad de los demás y activar procesos de dignificación, por medio de la participación, de los grupos desaventajados de la sociedad, implica no solo permitir al otro u otra reconocer su valor, sino alcanzar probablemente un estadio de dignidad humana más alto o más coherente. Se trata, entonces, de fomentar creencias y valores que sustenten una visión igualitaria de la dignidad humana, que se traduzca en acciones colectivas, formas de participación e instituciones garantes del principio de fraternidad, las que a su vez harían de motores de formas más elevadas de ejercicio y promoción de los derechos de todos y todas a llevar una vida digna, una vida humanamente suficiente como para que valga la pena decirnos hermanos y hermanas.