Al día siguiente de ser creado cardenal, Mons Celestino Aós pudo participar de la Santa Misa por el primer Domingo de Adviento celebrada en la Basílica de San Pedro. Comienza así un nuevo año litúrgico con este tiempo de espera y preparación hacia el nacimiento de Cristo. Para ayudar a la reflexión, invitamos a leer la homilía del Papa Francisco y el Mensaje de Adviento de la CECH.
Homilía del Santo Padre Francisco
Las lecturas de hoy sugieren dos palabras clave para el tiempo de Adviento: cercanía y vigilancia. La cercanía de Dios y nuestra vigilancia. Mientras el profeta Isaías dice que Dios está cerca de nosotros, Jesús en el Evangelio nos invita a vigilar esperando en Él.
Cercanía. Isaías comienza tuteando a Dios: «¡Tú eres nuestro padre!» (63,16), y continúa: «Nunca se oyó [...] que otro dios fuera de ti actuara así a favor de quien espera en él» (64,3). Vienen a la mente las palabras del Deuteronomio: ¿Quién «está tan cerca como lo está el Señor Dios de nosotros, siempre que lo invocamos?» (4,7). El Adviento es el tiempo para hacer memoria de la cercanía de Dios, que ha descendido hasta nosotros. Pero el profeta supera esto y le pide a Dios que se acerque más: «¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras!» (Is 63,19). Lo hemos pedido también en el Salmo: “Vuelve, visítanos, ven a salvarnos” (cf. Sal 79,15.3). “Dios mío, ven en mi auxilio” es a menudo el comienzo de nuestra oración: el primer paso de la fe es decirle al Señor que lo necesitamos, necesitamos su cercanía.
Es también el primer mensaje del Adviento y del Año Litúrgico, reconocer que Dios está cerca, y decirle: “¡Acércate más!”. Él quiere acercarse a nosotros, pero se ofrece, no se impone. Nos corresponde a nosotros decir sin cesar: “¡Ven!”. Nos corresponde a nosotros, es la oración del adviento ¡Ven! El Adviento nos recuerda que Jesús vino a nosotros y volverá al final de los tiempos, pero nos preguntamos: ¿De qué sirven estas venidas si no viene hoy a nuestra vida? Invitémoslo. Hagamos nuestra la invocación propia del Adviento: «Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20). Con esta invocación termina el Apocalipsis: «Ven, Señor Jesús». Podemos decirla al principio de cada día y repetirla a menudo, antes de las reuniones, del estudio, del trabajo y de las decisiones que debemos tomar, en los momentos más importantes y en los difíciles: Ven, Señor Jesús. Una oración breve, pero que nace del corazón. Digámosla en este tiempo de Adviento, repitámosla: «Ven, Señor Jesús».
De este modo, invocando su cercanía, ejercitaremos nuestra vigilancia. El Evangelio de Marcos nos propuso hoy la parte final del último discurso de Jesús, que se concentra en una sola palabra: “¡Vigilen!”. El Señor la repite cuatro veces en cinco versículos (cf. Mc 13,33-35.37). Es importante estar vigilantes, porque un error de la vida es el perderse en mil cosas y no percatarse de Dios. San Agustín decía: «Timeo Iesum transeuntem» (Sermones, 88,14,13), “Tengo miedo de que Jesús pase y no me dé cuenta”. Atraídos por nuestros intereses― todos los días experimentamos esto ―y distraídos por tantas vanidades, corremos el riesgo de perder lo esencial. Por eso hoy el Señor repite «a todos: ¡estén vigilantes!» (Mc 13,37). Vigilen, estén atentos.
Pero, si debemos vigilar, esto quiere decir que es de noche. Sí, ahora no vivimos en el día, sino en la espera del día, en medio de la oscuridad y los trabajos. Llegará el día cuando estemos con el Señor. Vendrá, no nos desanimemos. Pasará la noche, aparecerá el Señor; Él, que murió en la cruz por nosotros, nos juzgará. Estar vigilantes es esperar esto, es no dejarse llevar por el desánimo, y esto se llama vivir en la esperanza. Así como antes de nacer nos esperaban quienes nos amaban, ahora nos espera el Amor mismo. Y si nos esperan en el Cielo, ¿por qué vivir con pretensiones terrenales? ¿Por qué agobiarse por alcanzar un poco de dinero, fama, éxito, todas cosas efímeras? ¿Por qué perder el tiempo quejándose de la noche mientras nos espera la luz del día? ¿Por qué buscar “padrinos” para obtener una promoción y ascender, promocionarnos para hacer carrera? Todo pasa. Estén vigilantes, dice el Señor.
Mantenerse despiertos no es fácil, al contrario, es algo muy difícil. Por la noche es natural dormir. No lo lograron los discípulos de Jesús, a quienes Él les había pedido que velaran “al atardecer, a medianoche, al canto del gallo, de madrugada” (cf. v. 35). Y precisamente a esas horas no estuvieron vigilantes. Al atardecer, en la última cena, traicionaron a Jesús; por la noche se durmieron; al canto del gallo lo negaron; de madrugada dejaron que lo condenaran a muerte. No estuvieron vigilantes. Se quedaron dormidos. Pero sobre nosotros puede caer el mismo sopor. Hay un sueño peligroso: el sueño de la mediocridad. Llega cuando olvidamos nuestro primer amor y seguimos adelante por inercia, preocupándonos sólo por tener una vida tranquila. Pero sin impulsos de amor a Dios, sin esperar su novedad, nos volvemos mediocres, tibios, mundanos. Y esto carcome la fe, porque la fe es lo opuesto a la mediocridad: es el ardiente deseo de Dios, es la valentía perseverante para convertirse, es valor para amar, es salir siempre adelante. La fe no es agua que apaga, sino fuego que arde; no es un calmante para los que están estresados, sino una historia de amor para los que están enamorados. Por eso Jesús odia la tibieza más que cualquier otra cosa (cf. Ap 3,16). Se ve el desprecio de Dios por los tibios.
Y entonces, ¿cómo podemos despertarnos del sueño de la mediocridad? Con la vigilancia de la oración. Rezar es encender una luz en la noche. La oración nos despierta de la tibieza de una vida horizontal, eleva nuestra mirada hacia lo alto, nos sintoniza con el Señor. La oración permite que Dios esté cerca de nosotros; por eso, nos libra de la soledad y nos da esperanza. La oración oxigena la vida: así como no se puede vivir sin respirar, tampoco se puede ser cristiano sin rezar. Y hay mucha necesidad de cristianos que velen por los que duermen, de adoradores, de intercesores que día y noche lleven ante Jesús, luz del mundo, las tinieblas de la historia. Hay necesidad de adoradores. Hemos perdido un poco el sentido de la adoración, de estar en silencio ante el Señor, adorando. Ésta es la mediocridad, la tibieza.
Hay también un segundo sueño interior: el sueño de la indiferencia. El que es indiferente ve todo igual, como de noche, y no le importa quién está cerca. Cuando sólo giramos alrededor de nosotros mismos y de nuestras necesidades, indiferentes a las de los demás, la noche cae en el corazón. El corazón se vuelve oscuro. Comenzamos rápido a quejarnos de todo, luego sentimos que somos víctimas de los otros y al final hacemos complots de todo. Quejas, victimismo y complots. Es una cadena. Hoy parece que esta noche ha caído sobre muchos, que exigen sólo para sí mismos y se desinteresan de los demás.
¿Cómo podemos despertar de este sueño de indiferencia? Con la vigilancia de la caridad. Para llevar luz a aquel sueño de la mediocridad, de la tibieza, está la vigilancia de la oración. Para despertarnos de este sueño de la indiferencia está la vigilancia de la caridad. La caridad es el corazón palpitante del cristiano. Así como no se puede vivir sin el latido del corazón, tampoco se puede ser cristiano sin caridad. Algunos piensan que sentir compasión, ayudar, servir sea algo para perdedores; en realidad es la apuesta segura, porque ya está proyectada hacia el futuro, hacia el día del Señor, cuando todo pasará y sólo quedará el amor. Es con obras de misericordia que nos acercamos al Señor. Se lo pedimos hoy en la oración colecta: «Aviva en tus fieles […] el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras». El deseo de salir al encuentro de Cristo con las buenas obras. Jesús viene y el camino para ir a su encuentro está señalado: son las obras de caridad.
Queridos hermanos y hermanas, rezar y amar, he aquí la vigilancia. Cuando la Iglesia adora a Dios y sirve al prójimo, no vive en la noche. Aunque esté cansada y abatida, camina hacia el Señor. Invoquémoslo: Ven, Señor Jesús, te necesitamos. Acércate a nosotros. Tú eres la luz: despiértanos del sueño de la mediocridad, despiértanos de la oscuridad de la indiferencia. Ven, Señor Jesús, haz que nuestros corazones que ahora están distraídos estén vigilantes: haznos sentir el deseo de rezar y la necesidad de amar.
Testigos de esperanza en un nuevo tiempo para Chile
nos visitará el Sol que nace de lo alto,
para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte,
para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 2,78-79).
1. Nuestro país vive momentos intensos que afectan y comprometen a las personas y sus familias, en una compleja situación sanitaria, económica, social y política, y en un relevante proceso constituyente marcado por el gran anhelo de una sociedad más justa y equitativa.
2. Por la sorpresiva llegada del covid-19, debimos modificar nuestras formas de vida y hacer sacrificios para cuidarnos, brindar apoyo y solidaridad a los más desvalidos, y dar pasos audaces hacia la superación de los conflictos. Sin embargo, persisten situaciones de violencia sostenida, con especial impacto en mujeres y menores de edad, en sectores de escasos recursos prisioneros por el narcotráfico, y en la herida permanente que sangra en la región de la Araucanía. El trato denigratorio en el debate político y la debilidad de liderazgos sólo aumentan la crispación de la vida social. Estas situaciones dan cuenta de un necesario cuestionamiento ético a nuestros comportamientos y actitudes como sociedad. Invitamos humildemente a los responsables del quehacer público, a asumir los desafíos que como país tenemos, pensando especialmente en los más pobres y vulnerables.
3. No podemos dejar que la agresión y el amedrentamiento se impongan como forma legítima de convivir. Una inmensa mayoría lucha todos los días por un futuro más digno para las generaciones venideras, y lo procura con respeto a los demás en el presente. Esa gran mayoría se ha expresado de modo pacífico y acudió a las urnas a manifestar su voz. No hay razones que avalen desoír ese clamor. Lo que nos corresponde a todos es ayudar a que el camino trazado se realice en paz y limpiamente. Como lo hemos señalado, quienes están llamados al servicio de la política, en sus diversas expresiones, reciben un mandato que es sobre todo de servicio al bien común de la sociedad, y ello exige abrirse al diálogo sincero y franco. También en la Iglesia, nosotros como pastores, aportamos nuestra disponibilidad de escucha a lo que el Pueblo de Dios quiera manifestarnos.
4. Los cristianos estamos llamados a participar en los asuntos relevantes de la comunidad (Cfr. Flp 4,8). Así como nos han movilizado la solidaridad en tiempos de escasez y pandemia, el apoyo a los migrantes y la preocupación por la crisis climática; hoy el proceso constituyente nos incumbe a todos. A lo largo de los siglos pueblos diversos, entre ellos el nuestro, han sido iluminados por los valores y principios del Evangelio, especialmente el amor a Dios y al prójimo, la dignidad inalienable de todo ser humano, la justicia, la paz, el bien común y otros tantos valores muy apreciados. Confiemos en que los actores democráticamente elegidos por la ciudadanía sabrán traducir dichos valores en una Carta fundamental, en leyes y en decisiones que respeten valores humanos para el bien de todos.
5. Les invitamos a un gran esfuerzo para renovar la esperanza, la de cada persona en su familia y sus entornos educativos, laborales y comunitarios. Al comenzar este tiempo de Adviento, contemplemos con humildad el misterio de Dios-con-nosotros (Cfr. Mt 1,22-23), el Hijo de Dios, Jesús, hijo de María, nacido en un establo sencillo (Cfr. Lc 2,6-7). ¡Eso es Navidad! Así queremos nuestra vida: austera, honesta, afectuosa (Cfr. Tit 2,11-14). Así queremos nuestro Chile: humilde, generoso, fraterno. Preparemos nuestro corazón orando con este texto que el Papa Francisco nos sugiere en su luminosa encíclica Fratelli tutti:
“Señor y Padre de la humanidad,
que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad,
infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal.
Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz”.
La 121ª Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal de Chile. Santiago, 25 de noviembre de 2020.