Una versión ampliada de este trabajo fue publicada en inglés, en septiembre de 2013, por "Acta Philosophica" de la Pontificia Universidad de la Santa Croce.


► Artículo publicado en Humanitas 72


Un teólogo católico que se dirige al público en una gran universidad privada —situada en el corazón mismo de la principal metrópoli de los Estados Unidos— con el objetivo de tratar un tema no siempre falto de controversias, como es el de religión y educación universitaria, ciertamente tendrá que estar a la altura de lo siguiente: aquella especial forma de alegato a favor de un lugar para la teología cristiana en la universidad secular.

De no estar esta, la teología, a la mesa junto a todas las demás ciencias duras seculares, entonces al menos debe estar debajo de la mesa para alimentarse con las migajas que caen de esa pasmosa elaboración de conocimientos que es lo que con orgullo ha venido a llamarse universidad “científico-tecnológica” o “de investigación”, tan propia de la era posmoderna. Debo advertir que no habrá ningún alegato especial a favor de la teología cristiana, pues ella existía ya mucho antes de que naciera la universidad, [1] continúa existiendo y floreciendo al margen de la universidad [2] y seguirá existiendo hasta mucho después de que finalmente sea expulsada de todas las universidades de investigación de la era posmoderna. De haber realmente alguna forma de alegato, será en favor de la idea misma de universidad y del ideal de la educación humanista, en cuanto alma de toda educación universitaria. No se trata aquí por lo tanto de la reflexión de un teólogo católico comprometido con el discurso de la teología sagrada (el quehacer propio de un teólogo católico), sino más bien de un antiguo ciudadano universitario que reflexiona en términos filosóficos amplios sobre la naturaleza de la universidad y sobre la naturaleza de una educación universitaria.

Desde las antípodas de la Ilustración y de las revoluciones norteamericana y francesa, un sinnúmero de eminentes filósofos, teólogos y científicos han escrito sobre el tema de la universidad, muchos de ellos en el contexto de la fundación de nuevas universidades, o de la re-organización fundamental de importantes universidades ya existentes. Entre esos eminentes pensadores, indiscutiblemente John Henry Newman no solo es el más fascinante, sino que también el más destacado, una voz profética, una espina en la carne de todas las tentativas propias del siglo XX con miras a funcionalizar la universidad y someterla a determinados fines ajenos, ya sea aquellos del moderno Estado-nación burocrático, del programa comunista, de la organización fascista del Estado de la raza superior y su voluntad de poder, o de los deseos de consumidores individuales que pertenecen a una sociedad permisiva que entiende todos los problemas como de naturaleza ulteriormente técnica y empresarial, para los cuales el saber-hacer científico tarde o temprano hallará alguna solución, ojalá definitiva. La defensa que hace Newman de la “Idea de Universidad” se resiste a todas estas modernas presiones para funcionalizar la universidad. Y, tal como se verá, es la teología la que juega aquí un papel crucial en cuanto a sostener dicha resistencia.

La vida de John Henry Newman abarcó todo el siglo diecinueve, lo científico y lo tecnológico. Newman nació en 1801, la era de los carruajes, los mosquetes y los veleros; falleció en 1890, era de los primeros trenes expresos transcontinentales, las ametralladoras y los buques a vapor. Marx, Darwin y Nietzsche habían comenzado a darle forma al mundo intelectual de la época, especialmente durante la segunda mitad de la vida de Newman. Pero, a pesar de las dos guerras mundiales, el ir y venir del nazismo y del comunismo, la descolonización y la globalización, la bomba nuclear, el chip computacional, Internet y la explosión del conocimiento, así como también de las más recientes biociencias, con sus consiguientes desarrollos tanto en la medicina como en la biopolítica —desde la eugenesia a la eutanasia—, que en conjunto parecieran alejarnos profundamente de Newman, yo sostendría que de todos modos él sigue siendo nuestro contemporáneo en más de un sentido, especialmente en asuntos que conciernen a la educación universitaria. Pues incluso la más superficial de las lecturas de su clásico conjunto de disertaciones sobre “Naturaleza y propósito de la educación universitaria” [3], pronunciadas el año 1852 ante los círculos intelectuales católicos de Dublín, deja perfectamente en claro que evidentemente compartimos con Newman la constatación de una matriz ideológica llamada secularismo, cuyas premisas ideológicas fueron filosóficamente asentadas en los siglos dieciséis y diecisiete, se tornaron política y socialmente explícitas en el siglo dieciocho, así como globales en la segunda mitad del veinte y el temprano veintiuno. Más aún, el “hiperpluralismo” (Brad Gregory), que caracteriza a las sociedades norteamericana y europea de comienzos del siglo veintiuno, ya estaba por entonces en su fase de gestación, por cierto bastante familiar para Newman, quien describe el estado de la sociedad de su tiempo como uno “en que la autoridad, los preceptos, la tradición, las costumbres, el instinto moral y la influencia divina no valen nada, en que la reflexión paciente y la profundidad y solidez de los puntos de vista son desdeñados por sutiles y escolásticos, en que el debate liberal y el juicio falible son ensalzados como un derecho de nacimiento de cada individuo.” (Idea, 33)

Lo que en efecto sí nos distancia de Newman en materias vinculadas específicamente con la educación universitaria, son dos factores: la educación masiva y la total economización de la universidad “científico-tecnológica” o “de investigación” de la era posmoderna. En nuestros días, la educación y las ciencias universitarias producen bienes que son considerados mercancía, medios posibles de ser comprados para satisfacción de deseos individuales, producidos en orden a solucionar problemas colectivos. La mercantilización y la funcionalización de la universidad son dos caras de una misma moneda. Esta total economización por parte de un mercado en que la oferta y la demanda, la competencia y la marca de fábrica determinan la vida de las universidades y de sus facultades alcanza tal grado, que hace que ya no sea siquiera pensable una alternativa, y nos vuelve ciegos en cuanto a la realidad de que todas las disciplinas académicas impartidas por la universidad “científico-tecnológica” de la era posmoderna se han convertido en artes serviles. El ideal de una educación humanística o liberal, que contenga su objetivo en su práctica misma, ha sido suplantado por un programa impulsado por la eficiencia en la producción de conocimiento y su correspondiente entrenamiento, destinado a preparar al estudiante en las habilidades comunicacionales, matemáticas y científicas necesarias para, a su vez, aportar a esa fabricación de conocimiento y su aplicación a fines dictados por los deseos individuales y colectivos. Pero, ¿por qué preocuparnos en realidad? Si nuestra sociedad de la era posmoderna requiere de oficinistas, de técnicos y de expertos para hacer frente a los urgentes problemas sociales, políticos y medioambientales que esta misma sociedad se ha creado, y que la universidad de investigación de la era posmoderna ciertamente es capaz de producir, ¿cuál sería el problema? No deberíamos permanecer cautivos de la nostálgica imagen de una educación universitaria de tiempos pasados, que acaso alguna vez haya existido. Más bien debiéramos aceptar el hecho de que la universidad se ha metamorfoseado en un politécnico provisto de un apéndice funcionalizado y propedéutico de las artes liberales.

FrancisBancon

Dos son los hechos que parecen indiscutibles e irreversibles. Primero, la investigación y la consecuente producción de conocimiento de la universidad “científico-tecnológica” de la era posmoderna es un asunto cabalmente secular. Como Brad Gregory señala acertadamente en su reciente obra, The Unintended Reformation: “Sin distingo de disciplina académica, el conocimiento es considerado secular por definición en el mundo occidental de nuestros días. Sus métodos, supuestos, contenido y pretensiones de verdad son, y sólo pueden ser seculares, enmarcados no solamente por la exigencia lógica de una coherencia racional, sino que también por el postulado metodológico del naturalismo y su correlato epistemológico, el empirismo probatorio.” [4]

Segundo, el conocimiento alcanzado en el curso de la investigación realizada por la universidad de investigación de la era posmoderna es, en efecto, una producción o fabricación, una “techné”, es decir, un medio para un fin que le es extrínseco. La Asociación Norteamericana de Universidades (AAU), aquel exclusivo club integrado por las principales universidades de investigación de los Estados Unidos, caracteriza a la universidad “científico-tecnológica” como una institución que produce gran variedad de experticias para ser aplicadas a los problemas del mundo real. La universidad de investigación combina la investigación de punta con un entrenamiento de pregrado que opera como un propedéutico para la formación destinada a obtener un grado académico y que toma parte en la producción del conocimiento avanzado de programas de investigación altamente especializados. [5]

Permítaseme llamar a esto universidad Baconiana, apelando a su padre-fundador, Francis Bacon. Newman tenía muy presente este modelo cuando dictaba sus clases universitarias: “No puedo negar que [Bacon] logró en alto grado lo que se había propuesto. El suyo es sencillamente un método para que los malestares corporales y las necesidades temporales puedan ser más efectivamente subsanadas para el mayor número.” (Idea, 106).

Cuando describo la universidad de investigación de la era posmoderna como un politécnico dotado de un apéndice propedéutico funcionalizado de artes liberales (un college que comprende dos años de estudios de pregrado, inflados con esteroides), que es una aglomeración accidental de competencias para la investigación avanzada, reunidas bajo un solo techo para provecho de las conveniencias logísticas y empresariales, tengo en mente a la universidad Baconiana en su estado más avanzado que, en efecto, ha alcanzado éxito global, al punto de que en las muy acertadas palabras de Brad Gregory, “los principales científicos y profesores de las universidades de investigación son los árbitros sociales y, más aún, globales, de lo que cuenta o no como conocimiento en este temprano siglo veintiuno.” [6]

Sin embargo, el éxito mismo de la universidad Baconiana ya carga en sí la semilla de su propia destrucción. Pues, si ha de seguir la tendencia actual hacia su extremo lógico; si, en efecto, cada una de las competencias de investigación de vanguardia reunidas en las modernas universidades “científico-tecnológicas” pudiera ser localizada en otra parte, es decir, ser directamente vinculada, sin una pérdida efectiva, con empresas y laboratorios estatales que realizan investigación en medicina o bioingeniería, o con esta y aquella rama del complejo militar-industrial, entonces habrá desaparecido la universidad en cualquier sentido sustantivo; seguir llamando a dicha transmutación por ese nombre —Universidad— sencillamente sería una equivocación, sin duda por razones de marca y mercadeo, pero difícilmente por razones de sustancia.

El filósofo Benedict Ashley, formado durante los primeros años de existencia del más notable programa de estudios de pregrado de la Universidad de Chicago, afirma en su magnum opus, The Way toward Wisdom: “El término mismo ‘universidad’ significa muchos-mirando-hacia-uno, y se relaciona con el término ‘universo’, el todo de la realidad. Así, el nombre ya no parece apropiado para tan fragmentada institución moderna, cuya unidad es provista únicamente por una administración financiera y, tal vez, por un equipo deportivo. [7]

Sin emplear una terminología escolástica, Ashley nos plantea la alternativa de un modo clásico: ¿Es la universidad una unidad per se, conteniendo su fin o su propósito en las prácticas de educación e investigación que le son propias, o es la universidad una unidad per accidens, una conglomeración fortuita de medios que sirven a fines cambiantes o a propósitos extrínsecos? El contraste es obvio. A la luz de la noción sustantiva de universidad en cuanto unidad per se, correctamente invocada por Ashley, el politécnico Baconiano de la era posmoderna, oculto tras el nombre de “universidad”, se revela como la empresa del conocimiento que es, y que comercializa bienes tipo “saber-hacer”, que son puestos al servicio de fines determinados por las sociedades avanzadas del tecno-capitalismo.

La provocación profética de Newman, así como su permanente relevancia, se fundamentan en el hecho de ofrecer una poderosa razón de ser de la universidad en cuanto unidad per se y, con ella, un oportuno llamado a favor de lo indispensable que es la teología para la mantención de esta unidad per se. Es precisamente aquí donde encontramos su provocación profética bajo la forma más condensada que se pueda imaginar: Newman afirma que la educación universitaria es por esencia una educación humanística o liberal, esto es, una educación que contiene en sí misma su propia finalidad. Dicha educación es una educación potencialmente universal. Si bien no necesariamente abarca todos, o siquiera la mayoría de los campos del conocimiento —algo por demás imposible desde hace mucho tiempo— es una educación esencialmente filosófica, en el sentido de que fomenta la reflexión sobre el propio conocimiento en relación con otros campos del conocimiento y en relación con el todo.

Alexander Deineka

Alexander Deineka2

 

Esto convierte a la educación humanística o liberal en una educación potencialmente universal. Pero, semejante educación requiere de un horizonte de trascendencia a cuya luz el conocimiento universal pueda concebirse como un todo, como un horizonte que proporcione interconexión y coherencia. Semejante horizonte de trascendencia solamente podrá obtenerse, sin embargo, si la teología pesa en la educación universitaria. Vaya aquí la provocación profética de Newman en una cáscara de nuez: “La verdad religiosa no es sólo una porción, sino que una condición del conocimiento general. Tacharla es nada menos que… deshilar el tejido de la docencia universitaria. Es, como dice el proverbio griego, quitarle la primavera al año, es imitar el absurdo procedimiento de aquellos trágicos que representaban un drama omitiendo su parte principal”. (Idea, 62)

La propuesta de Newman es la más lacerante provocación para la actual universidad secular que quepa imaginar. Pues, tal como James Turner escribiera de modo tan contundente: “La comprensión decididamente no-teísta y secular del conocimiento, característica de las universidades modernas, no da cabida a la fe en Dios como principio de trabajo.” [8] Y Alasdair MacIntyre observa: “La irrelevancia de la teología para las disciplinas seculares es un dogma que-se-da-por-sentado.” [9] La propuesta de Newman es al mismo tiempo profética, pues, al grado en que el horizonte trascendental de una educación universal proporcionado por la teología ha sido desterrado del corazón de las universidades de investigación, la red de la docencia universitaria ha sido efectivamente degradada a un entrenamiento altamente especializado e igualmente aislado, por una parte, y, por la otra, la actual formación de los estudiantes, que se subdivide en un entrenamiento funcionalizado pre-médico, pre-jurídico, pre-ingenieril, y un currículo de consumo tipo “bufé de ensaladas” en humanidades, que Clark Kerr llama “la multiversidad de infinita variedad”, y para la cual la única reforma a la vista pareciera ser el modelo europeo de Bolonia, basado en una formación de bachilleres extensamente estratificada y puesta explícitamente al servicio del politécnico de bienes tipo “saber hacer”. Con todo lo peculiares que puedan ser las propuestas concretas de Newman, su provocación profética parece tocar un punto vulnerable demasiado cercano como para sentirnos confortables.

Me gustaría echar una mirada más de cerca a la provocación profética de Newman, recurriendo a tres interrogantes. Primera, ¿qué exactamente entiende Newman por teología en el contexto de una educación universitaria? Segunda, ¿por qué piensa que la teología es indispensable para la educación universitaria? Y, tercera, ¿qué podría significar el tomarse en serio la propuesta de Newman?

Educación universitaria y teología como ciencia

Newman tiene por axiomático que la idea y, por consiguiente, también el término, “universidad”, están esencialmente relacionados con  “universo”. En consecuencia, argumenta, “…en cuanto al alcance de la docencia universitaria, ciertamente el nombre mismo de universidad es incongruente con limitaciones de cualquier índole… Una universidad debería impartir un conocimiento universal.” (Idea, 19) “Universidad” es, en primer y principal lugar, una institución donde se enseña conocimiento universal. De ahí que ningún tema que transmita conocimiento ha de ser excluido de la docencia universitaria. Newman es bastante insistente y explícito en este punto: …“Si una universidad, considerando la naturaleza del caso, ha de ser un lugar de instrucción en que se profese el conocimiento universal, y si en una determinada y así llamada universidad se excluye el tema de la religión, una de dos conclusiones será inevitable: o que, por una parte, la provincia de la religión es estéril en materia de verdadero conocimiento, o que, por otra, en semejante universidad se omite una rama del conocimiento tan especial como importante. Pienso que el defensor de una institución así puede decir esto, o puede decir aquello; como sea, debe confesar de plano que poco o nada sabe del Ser Supremo, o que su cátedra se llama lo que no es.” (Idea, 20) La universidad secular en su conjunto —es decir, cuando es congruente con la idea que tiene de sí misma— insiste en la primera alternativa, que poco o nada se sabe de lo que Newman llamó “ser supremo”, para el caso de que semejante ser supremo realmente exista. De ahí que se puedan estudiar ideas y creencias relativas a semejante ser supremo, ideas que pertenecen al fenómeno antropológico llamado “religión”, una producción de conocimiento que corresponde a los departamentos de religión. Si bien Newman no se opondría en absoluto a un estudio empírico e histórico de las religiones del mundo, ni a una formación académica en esta materia, él tiene en mente algo categóricamente diferente cuando habla de “teología”. Por “teología”, Newman entiende “la ciencia de Dios, o las verdades que sabemos acerca de Dios llevadas a un sistema, tal como tenemos una ciencia de los astros, llamándola astronomía, o de la corteza terrestre, llamándola geología.” (Idea, 55) En breve, cuando Newman habla de “teología” en el contexto de sus clases universitarias, tiene en mente aquello que la teología católica clásica llama “preámbulos de la fe”, un conocimiento científico de Dios que pertenece a la metafísica, un discurso con sus indagaciones, argumentos y pruebas, escuelas y debates, un conocimiento de Dios que no depende de la revelación, pero que puede ser inmensamente acrecentado por la revelación. [10] Si pidiéramos a Newman señalar algunos profesionales actuales de esta ciencia en el mundo angloparlante, muy probablemente mencionaría a Swinburne, Wolterstorff, Plantinga, Haldane, Braine, Geach, Kretzmann, Stump, Ashley, McInerny y otros.

Muy consciente de que su posición ya era controvertida en el mundo universitario angloparlante (fuera de Oxford y Cambridge) de los años 1850, Newman hace bien explícito que “… la docencia universitaria sin teología sencillamente es a-filosófica. La teología tiene al menos tanto derecho de estar presente como lo tiene la astronomía.” (Idea, 38). Con esta decidora afirmación, Newman nos entrega la clave para entender su plena —y yo diría, siempre pertinente— comprensión de lo que es el proprium de una educación universitaria. Si la docencia universitaria sin teología sencillamente es a-filosófica, ¿qué es lo que entonces hace que una educación universitaria sea filosófica? ¿Acaso la simple adición de la sola teología la convierte en filosófica? Newman nos da una pista en su sexto discurso, en que afirma: “… el fin verdadero y adecuado de la formación intelectual, así como de la universidad, no es aprender o adquirir, sino más bien aplicar el pensar y la razón al conocimiento, o lo que podría llamarse filosofía.” (Idea, 123) Para Newman, aquello que diferencia una educación universitaria propiamente tal del entrenamiento para el “saber hacer” propio del politécnico, es el pensamiento aplicado al conocimiento, a la interrelación de las ciencias. No es distinto de lo que Aristóteles plantea en su Analítica Posterior. Newman lo reafirma de modo bien explícito: “…la comprensión del influjo de una ciencia sobre otra y el uso de una por la otra, así como el emplazamiento y la limitación y el ajuste, además de la debida apreciación de todas ellas, una junto a la otra, eso pertenece, concibo, a una especie de ciencia distinta de todas ellas, en cierto sentido una ciencia de las ciencias, que es mi propia concepción de lo que se quiere decir con filosofía en el verdadero sentido de la palabra, así como de un hábito filosófico de la mente, que en estos Discursos llamaré por ese nombre.” (Idea, 46) Lo que Newman tiene aquí en mente es aquello que tradicionalmente se llamaba “filosofía primera”, prima philosophia. Excluir a la teología de la universidad sería a-filosófico, por cuanto, si semejante decisión fuese propiamente filosófica, requeriría de un aval metafísico, algo que por de pronto se vuelve imposible, dado que la propia metafísica queda excluida conjuntamente con la teología natural, por ser ambas de la misma materia. Al establecer el secularismo como criterio normativo para la universidad, observa Newman, la universidad se decapita a sí misma y se vuelve incapaz de reflexionar filosóficamente sobre sus compromisos seculares. Platón, Aristóteles, Tomás de Aquino, Hegel, así como sus discípulos modernos y científicos del siglo veinte, como el físico von Weizsäcker y el químico Polanyi, sabían que cualquier forma verdaderamente filosófica de reflexión crítica presupone un horizonte que sea genuinamente trascendente, permitiendo de ese modo semejante reflexión crítica. Pero Newman, junto a todos aquellos atareados con la teología natural, sabía que hay significativos y aun profundos desacuerdos al interior de esta disciplina, y que encara desafíos y limitaciones de una naturaleza que no enfrenta ninguna otra ciencia, ya que trata un asunto que trasciende todo posible género de asuntos académicos. Sin embargo, Newman nos preguntaría ¿por qué debieran estas circunstancias descalificar, primero, a la filosofía y, en seguida, a su cumbre, la teología natural, en cuanto ciencia? El hecho de que la paleo-antropología exista más sobre la base de hipótesis que de evidencias, que la neurociencia no pueda dar plena cuenta de la voluntad humana y de la libre elección, que hasta aquí no haya una ontogénesis convincente para la única realidad de la “vida”, y que la física contemporánea no pueda conciliar a la mecánica cuántica con la teoría general de la relatividad, no prueban que esas indagaciones carezcan de las características de una ciencia propiamente tal, debiendo por eso ser excluidas del currículo y del programa de investigaciones de la universidad secular. Newman sostiene que la ciencia de la teología es análoga a semejantes ciencias, pero con una importante diferencia: su asunto está relacionado con el cosmos todo y con la totalidad de todos los hechos, y con relaciones como causa y efecto.

La indispensabilidad de la Teología para la educación universitaria

Permítaseme ahora tratar el argumento de Newman a favor de la indispensabilidad de la teología para una apropiada educación universitaria, un argumento mediante el cual va más allá de la observación de que al excluir a la teología de su currículo, la moderna universidad secular sencillamente pone en evidencia lo a-filosófica que es —algo que a la mayoría de las universidades seculares del presente ya no podría preocuparles menos—.

Platón Aristóteles Tómas Aquino y otross

Newman acertadamente supone que la verdad religiosa rebasa el conocimiento que puede alcanzar la teología natural de la filosofía primera. Pues si la divina perfección que indaga la teología natural también incluye la perfección que representa la acción intencional y personal, en realidad la única forma de comprender plenamente esta divina perfección —la providencia del Creador— es atendiendo al caudal de verdad religiosa contenida en el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam. (Idea, 32f) “Admita a un Dios, e introducirá en los temas de su conocimiento un hecho que abarcará, rodeará, absorberá, cualquier otro hecho concebible. ¿Cómo podemos investigar cualquier parte de cualquier orden del conocimiento y detenernos cuando llegamos a lo que penetra en todo orden? A todos los principios verdaderos rebasa; todos los fenómenos convergen en él. Es, en verdad, tanto lo primero como lo último…

Concediendo que la verdad divina difiere en esencia de la humana, así también las verdades humanas difieren en esencia unas de otras. Si el conocimiento del Creador es de un orden diferente al orden de la creatura, así, de similar manera, la ciencia metafísica es de un orden diferente de aquella de la física, la física de la histórica,  la histórica de la ética. Si comienza a mutilar lo divino usted pronto romperá en fragmentos todo el círculo del conocimiento secular. (Idea, 24) Pero Newman va más allá y formula sin rodeos, como ya se dijo, que “… la verdad religiosa no es sólo una porción, sino una condición del conocimiento general. Tacharla es algo nada lejano a… deshacer el tejido de la docencia universitaria.” (Idea, 62) ¿Cómo resuelve Newman esta exigencia? Lo hace construyendo un argumento tipo reductio ad absurdum por medio de una analogía a fortiori.

Newman comienza por establecer la relación fundamental entre verdad objetiva e investigación científica. Lo hace insistiendo en una versión de realismo epistemológico que todavía informa a buena parte de las ciencias naturales contemporáneas. “La verdad es el objeto del conocimiento de cualquier tipo; y cuando indagamos qué es lo que se dice por verdad, supongo que lo correcto es contestar que verdad significa hechos y sus relaciones… Todo lo que existe, así como lo contempla la mente humana, forma un solo gran sistema o hecho complejo.” (Idea, 40f) “Vistas en su conjunto [las ciencias] aproximan a una representación o reflexión subjetiva sobre la verdad objetiva, tan próxima a la mente humana como es posible.” (Idea, 43) [11] El asunto de la teología permite entender el resto de la realidad como un todo, como un universo y, en consecuencia, todo el conocimiento posible de obtener como esencialmente interrelacionado, como un componente integral del conocimiento universal.

En un segundo paso, Newman desarrolla la primera parte de una analogía, que de un sorprendente modo anticipa poderosas iniciativas actuales de las universidades “científico-tecnológicas” para re-fundir el currículo a la luz de un naturalismo normativo evolucionista, aunque no necesariamente a la del materialismo: razón, voluntad, libertad y espíritu (Geist) deben ser estudiados, en el mejor de los casos, como aspectos del fenómeno de la “conciencia” que emerge de (o es un mero epifenómeno de) procesos físicos, químicos y biológicos, a cuya luz deberán ser ulteriormente explicables y posiblemente predecibles. “Habrán de tratarse exclusivamente causas físicas y mecánicas; la voluntad es un asunto prohibido. Se publica un folleto que contiene una lista de ciencias, digamos, astronomía, óptica, hidrostática, galvanismo, neumática, dinámica, matemáticas puras, geología, botánica, fisiología, anatomía, etcétera; pero ni palabra acerca de la mente y sus poderes, salvo lo que se dice para explicar la omisión.” (Idea, 49) Historia, literatura y lenguaje, arte, teoría musical y, si bien última en orden pero no en importancia, la filosofía (en tanto trascienda el positivismo lógico y el fundamento de las matemáticas), pueden todas ser alegremente eliminadas del currículo universitario. “De aquí en adelante el hombre ha de ser como si no existiera en el curso general de la educación; las ciencias morales y mentales no habrán de tener cátedras, y su tratamiento será sencillamente dejado al juicio particular, que cada individuo podrá realizar a su voluntad.” (Idea, 49)

Edwards Hoffer

 

Reemplacemos la estructura físico-mecanicista por otra biológicoevolucionista en el ejemplo que ilustra Newman, y las cosas sonarán demasiado familiares, siendo como algunos consideran hoy —y como afirma algún destacado filósofo de la ciencia— que las humanidades son una pérdida de tiempo y que la futura formación de los estudiantes debería centrarse exclusivamente en las ciencias naturales y en las reflexiones metodológicas de una filosofía materialista de la ciencia. Newman anticipa todo esto en su ejemplo: “… nuestro profesor… después de hablar con la más alta admiración del intelecto humano, limita su acción independiente al ámbito de la especulación y niega que pueda ser un principio causal, o que pueda ejercer una interferencia especial en el mundo material. Él adscribe todo trabajo, toda acción externa del ser humano, a la fuerza innata o alma del universo físico. (…) Las hazañas del hombre, sus artificios, sus logros, los hechos humanos, todo eso cae bajo los escolásticos términos de ‘genio’ y de ‘arte’, así como de las ideas morales de ‘deber’, ‘derecho’ y ‘heroísmo’; es su deber contemplarlos todos meramente en el lugar que les corresponde dentro del eterno sistema de causa y efecto físico. Muestra detalladamente cómo todo el tejido de la civilización material ha surgido de los poderes constructivos de los elementos físicos y de las leyes físicas.” (Idea, 51)

En la tercera parte de su argumento reductio ad absurdum, Newman completa su analogía con una conclusión a fortiori. Sin falsificar las “definiciones, principios y leyes” del señalado profesor [en el ejemplo de Newman], ignorar la realidad de la razón y de la voluntad humanas como causas motivacionales propias nos llevaría “a una visión radicalmente falsa de las cosas que hemos estado discutiendo”, siendo esta visión errónea aquello que lo lleva a “considerar su propio estudio como la clave de todo lo que acontece sobre la faz de la tierra.” De ser esto cierto a fortiori, ignorar y, en consecuencia, eliminar de los asuntos universitarios una realidad infinitamente superior a la razón y la voluntad humanas en cuanto motivaciones causales tendría consecuencias distorsionantes mucho más graves. [12]

¿Cómo le iría al argumento reductio ad absurdum de Newman bajo las circunstancias del presente? Si bien difícilmente hallaría atención seria en la secular universidad “científico-tecnológica” o de investigación de nuestros días, fracasando entonces como llamado de atención retórico, todavía guardará una fuerza objetiva. Déjenme explicarlo. Hasta donde yo alcanzo a ver, podría afirmarse que las facultades de la universidad secular del presente están a primera vista divididas más o menos de cuerdo a las líneas de la antinomia kantiana entre determinismo y libertad. Como es de prever, aquellos que proponen el determinismo generalmente se sienten en casa en las ciencias duras; aquellos que defienden a la libertad, generalmente en las humanidades —con las habituales excepciones que confirman la regla—. Quienes proponen el determinismo están adoptando cada vez más un punto de vista post-humanista (especialmente en las bio-ciencias), por cuanto contemplan al ser humano como un animal altamente desarrollado, entregado a maximizar el éxito de su especie (para lo cual las ciencias naturales y su aplicación técnica constituyen actualmente el factor más decisivo). Quienes proponen la libertad adoptan cada vez más una mirada trans-humanista, asumiendo la libertad en el sentido existencialista de diseñar libremente la propia esencia con auxilio de la biotecnología. Así, los seres humanos se convierten en sus propias opciones de diseño. La naturaleza humana queda sujeta a la techne, a una liberación de su propia naturaleza que emula la de Prometeo —por cierto un ejercicio de la más radical libertad—. Y es aquí donde se encuentran los extremos. Pues el transhumanismo no es más que la concreción más compatible con el post-humanismo, especialmente cuando el diseño se aplica colectivamente y se hace cumplir socialmente. De haber solo un granito de verdad en este calamitoso cuadro— uno que también pintó Aldous Huxley hace ya años en Un nuevo Mundo Feliz y del cual nos advirtió Hans Jonas en The Imperative of Responsibility [13] y, más recientemente, Jürgen Habermas en su The Future of Human Nature [14] (para no mencionar, desde luego, a Juan Pablo II y su encíclica Evangelium Vitae, de 1995)— la analogía de Newman todavía resulta pertinente. Pues tanto en el caso del programa post-humanista como en aquel del programa trans-humanista, la educación universitaria pierde su carácter de educación liberal y se convierte en algo del todo diferente, en un entrenamiento en las artes serviles, esto es, en los tipos de experticia requeridos para la optimización de especies colectivas de técnicas o de gestión, o para características-de-diseño individualmente deseadas, ya sean técnicas, operativas o genéticas. En sus últimos cuadernos de notas, Friedrich Nietzsche parece haber anticipado las implicaciones post-humanistas y trans-humanistas de una producción de conocimiento puramente secular y utilitarista: no existen ni “espíritu”, ni razón, ni pensamiento, ni conciencia, ni alma, ni voluntad, ni verdad; todas son ficciones sin utilidad alguna. No es cuestión “de sujeto y de objeto”, sino que de una particular especie de animal que solo puede prosperar mediante una cierta aptitud relativa; por sobre todo, la regularidad de sus percepciones (a fin de que pueda acumular experiencia): el conocimiento opera como una herramienta de poder. De ahí que está claro que se incrementa con cada incremento de poder. En cuanto al significado de “conocimiento”: aquí, tal como ocurre en el caso del “bien” o de lo “bello”, el concepto habrá de ser considerado en un estricto sentido antropocéntrico y biológico. En orden a que una especie en particular se mantenga a sí misma e incremente su poder, su comprensión de la realidad debe abarcar suficiente de lo calculable, así como de lo constante, para poder basar sobre ellos un esquema de conducta. La utilidad de la preservación —no algún tipo de necesidad teórica-abstracta a ser frustrada— se alza como el motivo tras el desarrollo de los órganos del conocimiento; estos se desarrollan de un modo tal que sus observaciones bastan para nuestra preservación. En otras palabras, la medida del deseo de conocimiento depende de la medida en que crece la voluntad de poder de una especie y esa especie comprende determinada cantidad de realidad en orden a dominarla, en orden a ponerla a su servicio. [15]

Si Nietzsche tiene razón, la universidad en cuanto emprendimiento humanista para la educación en el conocimiento universal está obviamente passé. Lo que Nietzsche pronostica es el advenimiento del politécnico relevante para la especie: “una especie comprende determinada cantidad de realidad en orden a dominarla, en orden a someterla a su servicio.” Este es el programa post-humanista. Y, cuando incluimos en esa realidad por dominar a la propia naturaleza humana, tenemos el programa trans-humanista. En consecuencia, la analogía de Newman nada ha perdido de su relevancia. Newman más bien percibió de modo muy competente las radicales implicaciones ocultas en la universidad Baconiana que Nietzsche puso al desnudo. Mientras estamos ocupados en conducir a Newman, ese profeta demasiado incómodo, hasta la puerta de nuestra secular universidad “científico-tecnológica” o de investigación, asegurándole en los más cordiales términos el indudable valor humanista de su propuesta, que al presente es —muy lamentablemente— del todo irrealizable, Francis Bacon, un antiguo inquilino universitario, abre cuidadosamente la puerta de atrás e invita a pasar a Friedrich Nietzsche.

¿Qué podría significar tomar en serio la provocación profética de Newman?

La provocación profética de Newman es en igual grado utópicacomo es utópica la idea misma de universidad. En el mejor de los casos puede tomarse como una norma, un ideal que sirve como criterio para evaluar de modo crítico, es decir, filosóficamente, las creencias operativas de las universidades de investigación posmodernas y de sus instituciones alimentadoras, los college de pregrado. De estar Newman en lo cierto, un rechazo demasiado fácil de la norma crítica que avanza en su “Idea de Universidad” podría cobrar un alto precio: nada menos que verse finalmente obligados a beber hasta sus últimas gotas el trago amargo de asumir, obligadamente, el futuro distópico de la completa funcionalización y mercantilización de la universidad y de la educación universitaria. Si Newman efectivamente tiene razón, la universidad semeja un arco: su piedra clave estabiliza toda la construcción; removámosla, y el arco colapsará. Todas las piedras seguirán estando ahí, en su concreta integridad, pero ahora agolpadas en un informe montón. En el nivel de pregrado, la “multiversidad” de nuestros días, carente de su piedra clave, parece semejante montón, un montón que, en efecto, no para de crecer, y mientras cada piedra conserva su forma concreta, la relación entre ellas es completamente confusa (exceptuando, por supuesto, sub-coherencias entre las matemáticas y las ciencias naturales y entre las propias ciencias naturales). En esta situación de heterogeneidad curricular y disciplinaria, más aún, de confusión, diversas disciplinas se están ofreciendo como piedras clave, o como una multi-disciplinaria configuración de claves para la construcción de un nuevo arco. En estos momentos posiblemente su principal contendor sea un materialismo evolucionista, o al menos naturalista, que se extendería desde la astrofísica vía la bioquímica a la neurociencia y socio-biología, invadiendo las humanidades como una filosofía naturalista de la ciencia. Con semejante configuración de la clave, el tamaño del arco cambiaría considerablemente. En efecto, muchas de las piedras del antiguo arco no podrían ser ya integradas. Y la nueva estructura se vería rondada por el espectro de Nietzsche. En lugar de un apropiado naturalismo metodológico, ahora sería un naturalismo metafísico sin garantías el que definiría el alcance de este nuevo arco. La fabricación de conocimiento por el animal capaz de usar herramientas llamado homo sapiens se revelaría como no siendo más que una forma sumamente avanzada de fabricar y de usar herramientas. En consecuencia, y a la luz del recién impuesto horizonte del naturalismo metafísico, la formación universitaria más avanzada no sería sino un entrenamiento en las artes serviles, un muy avanzado “conocimiento-herramienta” de tipo técnico o empresarial para componer el tipo de cosas que se pueden componer con el auxilio de herramientas. La provocación profética de Newman simplemente consiste en el recordatorio de que la única cosa que puede salvar a la universidad de las distorsiones reductivas del naturalismo metafísico es aquella disciplina que permite la más amplia acción posible de la verdad. Solo con la teología en el lugar de la albardilla del arco, este podrá alcanzar su verdadera proyección: la universidad seguirá abierta para un máximo de ciencias interrelacionadas y complementarias, la educación universitaria seguirá siendo esencialmente filosófica en todas las áreas del conocimiento, y se aseguraría que la inteligibilidad y la conveniencia del conocimiento universal sean un fin en y por sí. Nietzsche aparte, los seres humanos desean saber no porque desean dominar, sino porque el conocimiento es la perfección misma del intelecto, que es una forma más perfecta de existencia. La teología confirma la indicación de que el intelecto humano opera en un horizonte de trascendencia y que la búsqueda del conocimiento es un reflejo creado de la divina perfección del conocimiento. La teología permite a la universidad entender su enseñanza e investigación como intrínsecamente significativas.

Newman nos recuerda, ahora mismo, que —con todo lo improbable y extravagante que pueda parecer— que la teología (y la contemplación especulativa a la que da lugar) trata de la única cosa que puede salvar a la universidad de su total funcionalización y mercantilización. Pues la teología es la que recuerda a todas las demás disciplinas que la mayor libertad adviene con la contemplación y la comunicación de la verdad trascendente de Dios. En fin de cuentas, la teología también podría resultar ser el único aval confiable de la genuina libertad académica.

Nota bene: la libertad académica tiene su origen en la “inutilidad”, el valor intrínseco de una educación en las “artes liberales”. De ahí que la libertad académica no es en lo medular sino la libertad de indagar, de contemplar y de comunicar la verdad por su propio bien –una actividad que contiene su telos en su práctica misma—.

A fin de cuentas, me temo, nos enfrentamos a tener que elegir a uno de entre dos profetas: el primero propone una utopía demasiado improbable, el otro pregona una distopía demasiado probable. Podemos, o nadar con Newman contra lacorriente en dirección a la “idea” de universidad, o dejarnos arrastrar con Nietzsche corriente abajo, resignándonos a la “utiliversidad politécnica”. Sin embargo, hay una cosa que está clara por sobre toda duda: cada vez que a la teología —natural como revelada— se le permite realizar su distintivo aporte a la educación universal, estará sin falta ayudando a comprender el valor intrínseco de la ardua jornada río-arriba, que nos permitirá contemplar la fuente de todas las cosas. Pues, después de todo, “cuando se olvida a Dios, la creatura misma se vuelve ininteligible.” [16]


Notas

[1] Debemos pensar en Clemente de Alejandría y en Orígenes, en los Padres de Capadocia, en Basilio el Grande, en Gregorio de Nicea, Gregorio Nacianzo y Juan de Damasco, en el antiguo Oriente, así como en san Agustín, en la teología monástica (Bernardo de Claraval), y en la teología que surgió en las escuelas catedralicias (Escuela de San Victor y su discipulado), en Occidente. San Buenaventura escribió varias de sus obras teológicas más importantes después de abandonar la Universidad de París, y Santo Tomás de Aquino escribió buen número de sus obras durante y después de sus dos estancias en la Universidad de París. La estructura de las escuelas de priorato de los Dominicos, así como aquella de las escuelas de teología provinciales, hizo posible una educación teológica sólida, consistente y bastante avanzada (basada en escuelas de priorato para las humanidades y en escuelas provinciales de artes y filosofía), que fue capaz de florecer y mantener la educación teológica y la investigación a través de toda Europa en forma independiente de cualquier universidad. Solamente los studia generalia, las casas generales de estudios, donde se educaba a una élite intelectual altamente selectiva, fueron instaladas lo más cerca posible de las universidades de París y de Oxford. Para una relación de este notable sistema educacional de la temprana Orden Dominica, véase William A. Hinnibusch, O.P., The History of the Dominican Order: Volume 2; Intellectual and Cultural Life to 1500 (Nueva York: Alba House, 1973), 19-36.
[2] Gregorio Palamas, Denis el Cartujo y Juan Capreolo en la baja Edad Media, Matthías Joseph Scheeben en el siglo diecinueve, y Charles Journet en el veinte. Los últimos dos fueron eminentes teólogos que enseñaron exclusivamente en seminarios diocesanos.
[3] La edición que escudriñé, y a la cual refieren todos los números de páginas en el texto, es The Idea of a University, por John Henry Newman, editada con prefacio e introducción de Charles Frederick Harrold (Nueva York/Londres/ Toronto: Longman, Gree, and Co., 1947).
[4] Brad Gregory, The Unintended Reformation: How a Religious Revolution Secularized Society (Cambridge, MA: Harvard University Press, 2012), 299.
[5] El “Informe Oficial” de la AAU lo pone en los siguientes términos: “La raison de’être de la universidad de investigación norteamericana es formular preguntas y resolver problemas. Las universidades de investigación de la nación constituyen, en su conjunto, un excepcional recurso nacional, dotado de capacidades únicas:
  • Las universidades de investigación de Norteamérica son la vanguardia de la innovación; realizan alrededor de la mitad de la investigación básica de la nación.
  • El conocimiento experto generado en nuestras universidades de investigación es de renombre mundial; esta experticia está siendo aplicada cada día a los problemas del mundo real.
  • Combinando investigación de vanguardia con educación de pregrado y de graduación, las universidades de investigación de los Estados Unidos también entrenan a nuevas generaciones de líderes en todos los campos.”
[6] Gregory, Unintended Reformation, 299.
[7] Benedict Ashley, O.P., The Way toward Wisdom: An Interdisciplinary and Intercultural Introduction to Metaphysics (Notre Dame, IN: University of Notre Dame Press, 2006), 20.
[8] James Turner, Language, Religion, and Knowledge: Past and Present (Notre Dame, IN: University of Notre Dame Press, 2003), 120.
[9] Alasdair MacIntyre, God, Philosophy, Universities: A Selective History of the Catholic Philosophical Tradition (Lanham, MD: Rowman & Littlefield, 2009), 135.
[10] Newman, por supuesto, está plenamente consciente de la alternativa filosófica anti-metafísica del materialismo, representada por los nombres de Epicuro y Hume (con Hobbes y Spinoza como futuros candidatos): “Si Dios es más que naturaleza, la teología reclama un sitial entre las ciencias: pero si por otra parte usted no está seguro de al menos esto, ¿cuánto discrepa de Hume y de Epicuro?” (Idea, 37) Si bien esta pregunta retórica probablemente habrá surtido un incuestionable impacto sobre la audiencia original, mayoritariamente católica, de las disertaciones universitarias de Newman, carece de toda fuerza para una audiencia reflexiva de la universidad “científico-tecnológica” de la era posmoderna. Hume y Epicuro serían defensores de la plaza de las creencias naturalistas y materialistas, tan ampliamente difundidas en la universidad e investigación posmodernas. Pero entonces, observaría Newman, al grado en que la universidad de investigación de la era posmoderna está comprometida con el materialismo de Epicuro y de Hume, es incapaz de percibirse a sí misma como una unidad per se que busca prácticas intrínsecamente significativas de educación e investigación. Semejante institución sencillamente dejaría de ser una universidad en todo el significado del término.
[11] “… todo conocimiento forma una sola totalidad, pues su asunto es uno solo; en lo que toca a la universidad, considerada en todo su ancho y su largo, [el conocimiento] está tan íntimamente urdido que no podemos separar porción de porción ni operación de operación, excepto mediante una abstracción mental; y después, una vez más, en cuanto a su Creador, pues Él en su propio Ser, por supuesto está infinitamente separado del [conocimiento] mismo, y la teología tiene sus reparticiones con las que el conocimiento humano no guarda relaciones, aunque Él se ha involucrado tanto a Sí mismo en el conocimiento, llevándolo a su seno mismo, a través de su presencia en él, su providencia para con él, sus impresiones sobre él, su influencia a través de él, que nosotros no podemos contemplar verdadera o íntegramente al conocimiento sin contemplarlo a Él en algunos aspectos principales” (Idea, 45)
[12] “Incomparablemente peor para la idea de Dios, si hay un Dios, que es infinitamente más elevada que la idea de hombre, si hay tal hombre. Si tachar la acción del hombre es desacreditar el libro del conocimiento, suponiendo que dicha acción exista, ¿qué tendría que haber, suponiendo que exista, para tachar la acción de Dios? (Idea, 53) Si suponemos que el hombre puede querer y actuar por sí mismo a pesar de la física, poner bajo llave esta gran verdad, aunque sea esa sola, equivale a dislocar toda nuestra enciclopedia del conocimiento; y si suponemos que Dios puede querer y actuar a partir de Sí en el mundo que ha creado, y nosotros lo negamos o lo mancillamos, precipitaremos el círculo de la ciencia universal en lo mismo, o en una confusión todavía mucho peor.” (Idea, 53)
[13] Hans Jonas, The Imperative of Responsibility: In Search of an Ethics for the Technological Age (Chicago: University of Chicago Press, 1984).
[14] Jürgen Habermas, The Future of Human Nature (Cambridge: Polity Press, 2003).
[15] Friedrich Nietzsche, The Will to Power, trad. Walter Kaufmann and R.J. Hollingdale (Nueva York: Vintage Books, 1968), Aforismo, 480.
[16] Constitución Pastoral para la Iglesia en el Mundo Moderno, Gaudium et Spes, n. 36.

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