La finalidad de toda educación está dirigida a develar el significado de la vida
El drama de la interpretación del sentido
Desde el momento en que se encuentra en el escenario, el actor está obligado a recitar. El público lo mira y nuestro protagonista podrá en mayor o menor medida comprender el personaje que representa o recordar el guion que debe recitar; pero apenas se levanta el telón, de hecho está interpretando un rol.
Calderón de la Barca comprendió la existencia humana precisamente en esta dimensión dramática: el hombre se ve obligado a actuar, aun cuando aún no comprenda debidamente qué sentido tiene lo que hace ni para qué lo está haciendo. En El gran teatro del mundo, el espectador es precisamente Dios, Nuestro Señor, que ve a cada personaje representar una virtud o un vicio sin haber comprendido aún qué debe hacer exactamente. De manera análoga, cada hombre se encuentra también en el escenario de la vida debiendo interpretar un personaje —él mismo— sobre el cual todavía no comprende muchas cosas.
La dificultad mayor, en todo caso, reside en el hecho de no poseer guion alguno quien se encuentra en el escenario. En el gran teatro de la vida, donde hay personajes tan distintos unos de otros, en circunstancias tan cambiantes, no hay guion y al parecer todo está por inventarse: nada está escrito, pero todo está por escribirse; ninguna respuesta de la libertad está ya decidida, pero uno siempre se encuentra ante un nuevo comienzo [1]. ¿Qué podrá decir entonces? El actor, o sea, cada hombre, deberá representar su propio rol interactuando en el drama del mundo con sus compañeros de escena. Cada hombre es un actor que interpreta un drama, ciertamente, pero del cual es también autor, hasta el punto de llegar a ser padre de sí mismo gracias a su libertad [2].
Ahora bien, si la vida es algo por construir y no existe un guion precedente; si ni siquiera hay un esquema que indique cómo proceder, ¿cómo se podrá hacer algo bello y grande? ¿Afirmar que no hay guion no implica tal vez considerar que todo es un gran enigma? ¿Y no da origen este enigma de la vida al fantasma del gran fracaso?
Si bien en verdad Dios no ha escrito el guion de la vida para ningún hombre, es igualmente cierto que Él a nadie ha dejado solo en el escenario, a merced de las ondas de la vida que en las diversas situaciones pueden presentarse con mayor o menor vehemencia. Dios no quiso escribir el guion, porque desea hacerlo junto con cada hombre, y más bien dicho quiere que cada uno sea, junto con Él, el verdadero protagonista de su propio destino.
De hecho, para ser protagonista del propio destino, es preciso comprender el sentido de la propia vida.
El sentido de la vida y la felicidad
La frase el sentido de la vida apunta a enfocar lo que es el destino de la vida. Con esta expresión, “sentido de la vida”, se desea tomar en consideración aquello que hace ser verdadera y buena la propia vida [3]. No se trata de una verdad cualquiera, sino de aquella vinculada con la propia existencia en cuanto esta adquiere plenitud. Tampoco se trata de una plenitud fruto de un éxito de cierta importancia que ocurre por azar, como puede suceder en el mundo de los negocios. En realidad, el curso de la vida no se llena puramente con éxitos, que si bien pueden ser numerosos, no bastan para tener una vida de realización si esta se considera como un todo [4]. Además, no se debe olvidar que también en el fracaso es posible vivir una especial plenitud, como de hecho ocurrió con el gran fracaso del Señor en la Cruz: ciertamente, el hombre no puede alcanzar por sí solo la plenitud última de la vida puesto que esta se le ofrece como un don. Ya Aristóteles afirmaba que la felicidad era el mayor regalo que los dioses pudieran hacer a los hombres.
Interrogarse sobre el sentido de la vida implica por consiguiente preguntarse qué la hace ser plena y feliz, más allá de los éxitos o fracasos que puedan ocurrir, a menudo sin uno intervenir. Interrogarse sobre qué hace ser plena y feliz la propia vida implica preguntarse qué llena el propio proceder, las propias actividades [5]. La felicidad no es puramente consecuencia del proceder en cuanto este constituya la satisfacción de las propias expectativas y de los propios deseos, sino la plenitud que el proceder trae consigo.
Ya Nozick, en su libro Anarquía, Estado y utopía de los años 60, mostró el carácter absurdo de semejante concepción, recurriendo al ejemplo de la máquina de las experiencias [6]. Él había identificado el camino para mostrar que la felicidad es algo más que una satisfacción. En el caso en cuestión, imaginó una máquina capaz de satisfacer cualquier deseo: quienquiera podría conectarse con la misma, pero habiéndolo hecho nunca podría desengancharse. ¿Quién quisiera vincularse con una máquina como esa? ¿No sería acaso inmoral el hecho de desear conectarse con semejante aparato? ¿Por qué? Bueno, precisamente porque se perdería el sentido de la realidad. Lo que se desea, entonces, no es puramente la satisfacción de los propios deseos, sino precisamente la realidad de una vida llena de amor, de relaciones, de influencia en los demás.
¿Qué hace entonces que una vida sea plena? ¿Dónde surge el sentido que explica el telos, la perfección de un destino?
La comprensión del telos, del destino de cada uno, no se adquiere simplemente sobre la base de un estudio de la naturaleza. Ciertamente, la naturaleza racional indica un telos común para todos los hombres, en cuanto no habría perfección humana que no implicase la comprensión y la libertad, dimensiones específicas del animal que es el hombre. Únicamente en el conocimiento y en la libertad se puede llegar a ser protagonista del propio destino; pero esto todavía es demasiado genérico, y cada persona es única e irrepetible. No todo cuanto parece ser bueno para todos así lo considera el individuo. Todo lo que una sociedad propone como bueno y noble puede no ser tal para otra sociedad, y asimismo no todo cuanto los padres proponen a los hijos puede ser visto como bueno por estos.
El sentido de la vida, aquello que la hace ser buena y plena, debe ser descubierto por cada hombre. Y esto solo podrá ocurrir si la persona acepta interpretar todo cuanto le ocurre, ya que el sentido de la vida se manifiesta precisamente en los hechos que la constituyen.
Sentido y evento
Yendo Macbeth de viaje con Banquo a Forres, fue sorprendido por las brujas anunciándole un mensaje realmente sorprendente: “Salud a ti Macbeth, que serás rey” [7]. Macbeth, junto con su amigo, se pregunta sobre el sentido de semejante auspicio; pero solo al llegar a casa, hablando con su esposa, lo comprende y se reconoce en ese mensaje. Será su esposa, presa de la ambición, quien lo convencerá para que actúe en contra del rey y así pueda realizarse el vaticinio. Esa es su equivocación: forzar la realidad para que esta se adapte al auspicio proferido y no esperar que el destino se realice progresivamente.
Shakespeare no creía en las brujas, pero el hecho de recurrir a esta imagen le ofrece el artificio literario necesario para abrir el horizonte de su protagonista. Las brujas indican el mundo de la magia o algo que escapa al control racional. Comprender el destino tiene algo de mágico, algo que va más allá de la razón, en cuanto permite comprender la vida como un todo. Así, el gran literato inglés sitúa a su personaje ante un destino y observa sus reacciones: y es precisamente asombroso, porque él, instigado por la maldad de su esposa, dará origen a una ambición desencadenada, en la cual todo comienza a depender de su idea y de sus recursos. El destino sería puramente producto de las propias manos, del propio trabajo, pero en tal caso sería siempre un destino a escala humana. De este experimento se infiere que aquel a quien se anuncia un destino, si lo fuerza, procede indebidamente y termina convirtiéndose en un rey despótico [8].
¿Resultaría una explicación como esa realmente alejada del mundo técnico-científico contemporáneo? Hoy tampoco las brujas son objeto de creencia; pero debemos admitir que, al igual que en la época de Macbeth, suelen vivirse momentos en que el futuro se abre presentándose como un destino fascinante y atractivo. ¿Cuáles son estos momentos? Las experiencias así de ricas son aquellas de carácter afectivo, cargadas de promesas, pero cuyo sentido y cuya realización no se manifiestan claramente [9].
Se trata de esos momentos de verdadera emoción amorosa, en los cuales se abre una nueva plenitud que no se alcanza como desarrollo de las propias posibilidades, sino en la gozosa compañía que se nos da y hace posible vivir en armonía. Esto ocurre también cuando el miedo oprime al hombre y lo lleva a experimentar la grandeza del destino y de su propia debilidad. Se trata también de esas situaciones dificultosas en las cuales comprendemos el regalo que alguien entrega con su presencia en lo más profundo del hombre, generando una intimidad y llenando de alegría o, sin más, de esos momentos en que la ira se apropia del corazón cuando se advierte la malignidad de alguien que amenaza a quienes uno ama. Amor, miedo, alegría o ira semejantes, junto con tantos otros afectos, junto con la esperanza o la desesperación, los deseos y las tristezas, no son puramente estados de ánimo, emociones sin una intencionalidad precisa ni sentimientos carentes de sentido.
Alasdair MacIntyre [10] demostró cómo la reflexión moderna ha conducido a una concepción emotivista del hombre, que reduce el sujeto al “yo emotivista”. ¿Quién es este hombre? Es un sujeto incapaz de dar cuenta de su conducta por cuanto ha perdido el sentido de lo que significa la plenitud de la persona y del propio proceder. El filósofo escocés ofrece una bella analogía, comparando al hombre moderno con un náufrago que se encuentra en una isla desierta y ve llegar a su isla únicamente pedazos de la nave que lo transportaba. ¿Para qué sirven estos pedazos si falta la idea de la nave, si nunca se ha visto su totalidad? En este caso sería imposible procurar reconstruir la embarcación. He aquí, pues, al hombre moderno, que no tiene idea de lo que es el hombre, de lo que es su perfección, que todo lo reduce a una opción radical de su voluntad, cuya única justificación está vinculada con aquello que experimenta. Nos encontramos ante un hombre fragmentado en mil pedazos, es decir, mil momentos afectivos que no pueden ofrecer una unidad intrínseca.
¿Pero son realmente los sentimientos tan solo esto: momentos fragmentados de la vida, carentes de todo sentido?
Son precisamente lo contrario. En los afectos, experimentados en las emociones y en los sentimientos, se anuncia algo decisivo para el hombre. Estos tienen, como las brujas en la tragedia shakesperiana, un valor hermenéutico decisivo para que el hombre pueda comprenderse, para que pueda percibir cuál es el sentido de la vida, lo que es realmente una vida buena y verdadera, llena de sentido y digna de ser buscada, o al contrario, lo que arruina la vida y le hace perder su impulso. Los afectos son como “cuellos de pensamiento”, según la hermosa imagen de la conocida filósofa estadounidense Marta Nussbaum [11]. Estos permiten entonces ir más allá de lo cotidiano y visualizar un horizonte. El destino de cada uno se abre precisamente en sus afectos.
Afirmar esto, sin embargo, implica la necesidad de saber interpretar tales afectos [12]. Naturalmente, podemos distinguir entre sentimientos “verdaderos” y “falsos”, y reconocer que no todo lo que sentimos se encuentra situado en un único plano de existencia o que no todo es verdadero sobre la misma base. Sabemos que en nosotros hay diversos grados de realidad, así como fuera de nosotros hay “reflejos”, “fantasmas” y “cosas”. Junto al amor verdadero hay un amor falso o ilusorio, como afirmaba el gran filósofo Merleau-Ponty [13].
Interpretar los afectos implica por lo tanto buscar la verdad que ocultan, que no es puramente la existencia del sentimiento. La verdad del afecto no es similar a la sinceridad, no responde a la ecuación “siento, luego es verdad”. La inmediatez con la cual se presentan los afectos puede esconder el verdadero alcance de las intenciones y encerrar al hombre en su intensidad emotiva. La verdad del sentimiento surge cuando este se enfoca en relación con la totalidad de la vida [14].
Interpretar implica entonces buscar la teleología del sentimiento: ver adónde conduce, de qué modo hace posible o no la plenitud de la vida.
Para poder interpretar, es preciso empezar por comprender que los sentimientos tienen una teleología, que no se encierran en su propia intensidad, y para hacer esto un muchacho debe ante todo saber identificar esta dimensión en los demás.
Las narraciones y el sentido
Los afectos se verifican en la vida como fruto de los hechos que ocurren. El hombre experimenta el amor porque alguien lo impresiona con su personalidad y belleza; experimenta la tristeza cuando se le escapa de las manos el ser amado, o la ira cuando alguien lo amenaza. Se trata entonces de hechos que producen un impacto en su subjetividad: la realidad lo impresiona y lo transforma. ¿Pero qué es esta realidad? Se trata principalmente de una realidad que si se mira bien, se ve que está entretejida con relaciones interpersonales. Son los demás quienes toman contacto con el hombre introduciendo cambios en el mismo, cosiendo así su interioridad, siempre vulnerable y cada vez más frágil [15].
Así, los afectos son algo que se da en el hombre sin que él pueda decidir sobre su presencia: muchas veces tienen lugar sin poderse programar, evitar o generar. En este sentido, tienen algo parecido a lo mágico, en cuanto no pueden deducirse puramente de la razón ni reducirse a esta. Su magia reside en su carácter imprevisible. Sin embargo, precisamente cuando se hacen presentes [los afectos] es posible comprender su carácter razonable, por cuanto tienen un logos intrínseco que va mucho más allá del hecho de experimentarlos.
En un primer momento, las personas no comprenden este mecanismo en sí mismas, sino observando las historias de los demás. En las narraciones que escuchamos siendo niños, comenzamos a aprender que los afectos no se agotan como tales al sentirse, ya que generan situaciones que persisten en la historia. El niño aún no tiene sentido de la duración del tiempo y de la continuidad de la persona: a él todo le parece agotarse en la intensidad de lo que siente, experimentando siempre cosas distintas que tienen un solo punto de continuidad: él mismo. La intensidad con la cual se presenta un temor, o los celos, un amor, el odio o una situación de ira, parece llenar y determinar todo el espacio, requiriendo la propia adhesión inmediata.
El niño está acostumbrado a escuchar de los padres historias de animales, de héroes antiguos o de los familiares, con las cuales se puede identificar. El nene puede comprender cómo el miedo que sintió un soldado y lo llevó a traicionar a su nación ocasionó un verdadero desastre a muchas personas; o cómo la audacia de Ulises, al pretender desafiar sus propias posibilidades y llegar más allá de las columnas de Hércules, fue causa del naufragio de su nave y de la muerte de todos sus compañeros. O también cómo la confianza de Dante en su amada lo impulsó a dejarse guiar al cielo en la más bella aventura alguna vez relatada, o cómo la valentía de un león, después de vencer su miedo y su deseo de huir, trajo la paz a su tierra.
Se trata de historias que, al relatar la vida de los demás, muestran claramente que los afectos no se agotan en sí mismos, en un momento de ira o de miedo o de amor, conduciendo en cambio hacia algo que genera una situación nueva. Y es eso lo que permitirá determinar en qué medida es precioso el afecto, dependiendo de las circunstancias. Los afectos tienen entonces un carácter razonable intrínseco vinculado ya no con la mera satisfacción, sino con una plenitud del individuo en relación con los demás. En la forma de manejar el miedo, la tristeza, el amor, la audacia o la ira, surge una respuesta que abre a una vida en mayor o menor medida verdadera, no sólo para el individuo, sino también para todos los que lo rodean. Es así entonces cómo del afecto surge un bien común en el cual las diversas atracciones adquieren sentido. Se trata no obstante de un bien común con el cual el hombre se siente ligado porque fluye como tal en el afecto, en cuanto es este último lo que le permite ser deseado.
Una de las grandes dificultades propias del modo moderno de relatar historias reside en el hecho de que éstas no permiten vislumbrar el todo, sino únicamente una parte, si bien con gran intensidad. En otras palabras, el esfuerzo se concentra en generar empatía en el espectador, de tal manera que experimente lo mismo que el protagonista, pero perdiendo la referencia al sentido del correspondiente afecto [16], que hace posible en alguna medida una plenitud de vida. Ahora bien, reducir el afecto al sentimiento implica un gran empobrecimiento, precisamente porque los afectos no se presentan con claridad para la razón: ocultan en gran parte su ser. En el sentimiento, lo que importa es lo que se experimenta, desconociéndose el futuro y cómo será luego el equilibrio en las relaciones humanas. Hoy los relatos presentados por los medios de comunicación masiva solo muestran un fragmento de cada historia, involucrando en gran medida afectivamente al espectador, pero debilitando su posibilidad de abrirse a la totalidad del contenido del afecto.
El objetivo aquí no es poner énfasis en relatos edificantes que, con un final feliz, consiguen mostrar cómo es posible resolver situaciones difíciles. Lo que se procura mostrar es cómo, para interpretar los afectos, es preciso permitir que estos manifiesten su intencionalidad intrínseca y no ocultar el drama de los mismos. El problema no reside en el hecho de que los medios de comunicación masiva representen la violencia o el erotismo, sino que lo hagan de una manera que no permite comprender su vínculo en alguna medida presente con el destino del hombre. Únicamente al asimilar ese horizonte, la persona puede comprender si el afecto fragmenta su vida o si en cambio le ofrece un principio nuevo de integración en la prosecución de algo hermoso que se le ha prometido al producirse el encuentro.
Las narraciones, al mostrar la totalidad de una historia, contribuyen a situar los afectos o los temores, los amores, los odios, las envidias, los celos, las audacias, las iras, etc., ubicándolos precisamente en el origen de una conducta que en mayor o menor medida logra colmar una vida. Esta es la plenitud que ya se encontraba en el origen del afecto, determinando su verdad y la identidad del sujeto [17].
En la Grecia clásica, la gran aventura de la paideia o educación de las generaciones tenía lugar precisamente mediante los relatos mitológicos y las tragedias del teatro [18].
Con esos instrumentos, los griegos lograban hacer surgir todo un universo de sentido, mostrando al mismo tiempo la relación que establecían entre un momento concreto y el destino global de la persona.
El desenlace de la obra de teatro de Shakespeare se comprende también bajo esta luz: más allá de la vivencia de la pasión principal, en todo drama el mérito reside precisamente en el hecho de manifestar su valor antropológico, en cuanto esa pasión permite en alguna medida lograr la plenitud en una vida. No es puramente el problema de la venganza el hilo conductor en Hamlet, sino más bien el dilema del sentido de una vida en la cual tiene que aceptar que su propio padre fue asesinado por su tío en connivencia con su propia madre y que ahora ese mismo tío se casa con ella. El drama de la venganza es precisamente la necesidad de justicia. Solo al hacer justicia Hamlet podrá tener una vida plena; de lo contrario, esa vida está arruinada, enloquecida. El “to be or not to be” se refiere a un aspecto esencial de la vida, precisamente aquello que la vuelve humana: no se puede vivir con ese tipo de relación en la cual lo han insertado.
Los relatos escuchados en las distintas etapas de la vida permiten por lo tanto a la persona contar ya con una primera indicación externa sobre el sentido de las grandes pasiones, que le permitirá identificarse en mayor o menor medida con esos héroes o con esos personajes. El primer paso consistirá entonces en comprender que el afecto no se agota en sí mismo, y que por consiguiente es preciso saber interpretarlo tomando distancia de la intensidad afectiva con la cual se presenta.
La práctica y el sentido
El segundo paso requerido consiste en comprender que ese afecto vivido es una verdadera provocación para la propia libertad: de hecho, cada hombre es Ulises o Laocoonte, Antígona o Macbeth, Romeo o Don Quijote. Todo hombre es llamado a responder a ese deseo de aventura, a esa ira, a esa injusticia, a esa ambición, a ese amor, a ese ideal que encuentra en su vida. No responder constituye ya una respuesta. En el escenario de la vida cada hombre es un actor que allí se encuentra y, quiéralo o no, está recitando.
La libertad es entonces provocada por los afectos; pero para poder responder debidamente, esa libertad debe comprender el sentido, es decir, la relación entre ese afecto y su plenitud humana. Y precisamente de esto se trata: sin involucrarse su libertad, ningún hombre podrá comprender. ¿Qué está primero entonces, el sentido o la libertad? Si bien es verdad que el sentido de un evento provoca a la libertad, también es cierto que sin actuar no se comprende el sentido. Para resolver el enigma, es preciso introducir un nuevo elemento, que explique la raíz última de la libertad.
¿Qué impulsa a la propia libertad a involucrarse en este proceso? Solamente si recibe amor, si comprende el amor que está en juego, logrará dar un paso hacia adelante. Corresponde al amor despertar a la libertad, abrazarla y generarla desde adentro. Existe por consiguiente una circularidad hermenéutica entre el evento, la libertad, el sentido y el amor. El amor es el elemento nuevo que permite comprender el dinamismo de la libertad. Los relatos escuchados pueden ayudar, pero para comprender realmente es preciso estar en condiciones de ver el amor que está en juego, es decir, ese amor que al hombre le llega al corazón y lo llama a algo grande y bello.
En este contexto, la práctica resulta ser un elemento calificador de la verdad [19]: no porque la práctica genere la verdad, sino porque se trata de una verdad que incumbe esencialmente a la vida y que el hombre solo podrá comprender si empieza a caminar.
El primer acto consistirá en tener confianza en el amor ofrecido y en el valor de la historia transmitida [20].
Para que se ilumine el sentido de la vida, ese destino que la hace ser grande y bella, y para que la persona lo desee y se sitúe adecuadamente, se requiere entonces el contacto permanente, la convivencia y la conversación. Así lo explica Platón: “Después de abordar prolongadamente un problema y a raíz de la convivencia, de repente surge en el alma algo así como una luz que salta de una chispa y luego se nutre por sí misma” [21].
La comunidad familiar y la comunicación de sentido
Comienza entonces a hacerse patente la importancia del entorno en el cual se sitúa el muchacho y que lo ayuda a captar el sentido. Ese entorno es precisamente un conjunto de relaciones irrevocables cuyos protagonistas no pueden modificar sin cambiar ellos mismos, perdiendo no obstante su propio sentido. Relaciones de generación, de paternidad y maternidad, de filiación, de fraternidad, de carácter conyugal: se trata de relaciones familiares que permiten ofrecer un amor irrevocable basado no solo en el placer del momento, en la satisfacción que el otro ofrece, sino en el hecho de compartir una plenitud, en la comunión de las personas. En este contexto, el niño y luego el muchacho son vulnerables a una serie de relaciones interpersonales que los impresionan y los provocan; pero precisamente por tratarse de relaciones basadas en un amor irrevocable, estas permiten que surja el sentido del afecto que generan en tantos encuentros y desencuentros cotidianos [22]. Justamente en estos eventos el niño es llamado a asumir su propia responsabilidad, a interpretar su propio rol. Él no puede ocultarse detrás del hecho de no saber cuál es el sentido de lo que ocurre, precisamente porque todos a su alrededor le recuerdan historias parecidas y piden que de su libertad surja una respuesta que haga posible la plenitud de la vida familiar. En la familia se advierte claramente que los afectos no están cerrados en sí mismos, y que si bien es importante sentir —y más bien dicho es hermoso sentir—, no todo lo abarca el sentir, en cuanto, para el buen éxito de la familia, es preciso actuar, construir y no solo sentir.
En este contexto, el niño comprende que su proceder siempre se manifiesta como reacción ante el proceder de los demás. De este modo puede empezar a concebir lo que es el “nosotros familiar”, esa representación en que todos participan y en la cual cada uno tiene un papel que interpretar. El nene comienza a experimentar la alegría de interactuar con su propio rol en el “nosotros familiar”. Aceptando esta provocación que lo lleva a salir de su propio interés y de su propio deseo, el niño, que hasta ese momento estaba encerrado en “su bien”, identificándolo con lo que le gustaba, en lo sucesivo comienza a comprender realmente cuál es su verdadero bien, es decir, el bien común, propio de esa comunión familiar que llega a ser posible gracias al conjunto de los protagonistas. En este sentido, se comprende cómo el hombre no sabrá decir realmente “mi bien” si no logra decir “nuestro bien” [23].
El rol de las narraciones es por lo tanto decisivo en cuanto suponen una primera indicación del sentido de los afectos. De este modo dirigen ya desde el comienzo la energía afectiva hacia modos excelentes de vivir el afecto, capaces de colmar la vida, de volverla plena y verdadera, favoreciendo su imitación [24]. Así, el amor recibido permitirá al niño abrirse a la confianza y aceptar proceder en aras del bien común, plasmando sus deseos de manera inédita, de tal manera que lo dirijan en forma estable hacia esa excelencia así descubierta.
La teleología del amor permite el surgimiento del sentido del evento afectivo también gracias a las historias transmitidas.
Conclusión
La educación, con la comunicación de sentido que implica, no es mera información sobre los valores. Es importante educar en los valores, pero esto tiene un límite: una cosa es aprender a apreciar una sinfonía y otra es tocar el violín. Max Scheler, el gran pedagogo de los valores, afirmaba sobre sí mismo, contemplando sus dificultades internas y su vida tan arruinada: “Nunca le perdonaré a Dios haber hecho una bestia como yo”. Comunicar sentido significa entonces ofrecer un espacio en una relación verdadera.
La educación trae consigo un verdadero drama: el drama de la interacción recíproca de los sujetos en una comunidad de acción, sostenido y guiado inicialmente por los educadores, pero enteramente dirigido a encender en la educación una luz que les permita situarse adecuadamente. Precisamente en este punto puede operar la ayuda para la interpretación de los afectos en cuanto estos tienen relación con la vida plena y bien lograda de las relaciones y entonces se plasman en esa dirección. Macbeth fue víctima de una ilusión. Él mismo lo reconoce cuando, al final, ve avanzar hacia el castillo el bosque de Dunsinane que lo circunda: “La vida misma no es más que una sombra que pasa, como un bufón que se enorgullece y hace enloquecer mientras se encuentra en el escenario, pero del cual después nadie recuerda nada. La vida es un relato contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, pero desprovisto de toda significación” [25].
¿Pero están realmente así las cosas? Querido Macbeth, tú no interpretaste bien el vaticinio de las brujas, y presa de la ambición pensaste que el destino debías realizarlo tú; pero el destino no se realiza únicamente con las propias manos, y sobre todo nunca se realiza ensuciándose las manos con sangre. Te faltó un contexto de verdadero amor para interpretar debidamente el vaticinio de las brujas. Percibiste como un eco la voz de tu esposa, ebria de ambición. Te faltaba una auténtica comunión de personas para que pudiese surgir el sentido de algo bello.
No comprendemos solos el sentido ni es posible plasmarlo. Surge en los eventos únicamente si encuentra un contexto de comunión, únicamente si somos provocados para interactuar con miras al bien común. En el escenario de la vida, podríamos comprender qué rol recitar solamente si las personas con las cuales interpretamos el drama viven la grandeza de sus relaciones, o sea, una comunión propiamente tal. Aquí precisamente emerge el horizonte de plenitud que da sentido a la representación de la vida.