La memoria de la santidad de Pedro Claver, canonizado por León XIII en 1888 y reconocido por su labor misionera entre esclavos negros en Cartagena de Indias, ha sido duramente criticada por un libro de la teóloga Katie Walker Grimes. El autor hace una defensa de Claver, quien, en un contexto histórico particular, con todas sus limitaciones, pudo mostrar el mejor rostro de Dios.
Humanitas 2021, XCVIII, págs. 590 - 617
Un amplio movimiento intelectual de nuestra época se ha propuesto descolonizar la memoria histórica, en la que se adhieren todavía elementos que no han sido sometidos suficientemente a la crítica. Nadie debería sorprenderse del avance de la crítica histórica y tampoco del hecho de que cada generación enfrenta sus propios dilemas e ilumina la tradición de una manera nueva.
El afán de descolonizar la memoria, es decir, de limpiar de ella cualquier defensa implícita o tácita del orden colonial marcado por la servidumbre y explotación indígena o afrodescendiente, puede alcanzar diversas expresiones de mayor o menor calibre. Una expresión reciente ha sido la decisión de la Universidad de Stanford de eliminar el nombre del misionero capuchino Junípero Serra de una de sus avenidas principales y desterrar su memoria de una universidad que fue expresamente construida para afirmar –hasta en su estilo arquitectónico– el conjunto de la peculiaridad histórica de California que incluía su pasado colonial hispano[1].
Una crítica sistemática e intelectualmente motivada de la memoria colonial es el libro de la teóloga de la Universidad de Villanova Katie Walker Grimes sobre Pedro Claver[2]. La impugnación de Pedro Claver (1580-1654, canonizado por León XIII en 1888, reconocido por su labor misionera entre esclavos negros en Cartagena de Indias) es agria y virulenta en su tono y alcance. La acusación se dirige contra Claver mismo, pero sobre todo contra la memoria de su santidad conservada celosamente en la Iglesia latinoamericana y colombiana en particular. El libro de Walker Grimes sostiene que de los únicos de los que la Iglesia debería guardar memoria sería de aquellos esclavos que huyeron a la selva –fugitive saints (santos fugitivos)– y que formaron los palenques, pequeñas comunidades de esclavos libertos que vivieron como pudieron en las fronteras del sistema esclavista. Y concluye sentenciosamente, “la Iglesia necesita a estos fugitivos precisamente porque ellos no necesitan a la Iglesia”[3]. Tratándose de la esclavitud solo se puede guardar memoria de lo que ocurrió fuera de la Iglesia, puesto que nada de lo que sucedió dentro de ella es digno de rememoración, incluso de quien es considerado el santo de los esclavos, aethiopum servus (el esclavo etíope) como se llamó el mismo Claver y título por el cual ha sido reconocida su obra de santidad cristiana.
¿De qué se acusa a Claver cuatrocientos años después? De ser ministro de la esclavocracia, supremacista anti-negro y de ejercer una humildad racializada y una amabilidad coercitiva.
¿De qué se acusa a Claver cuatrocientos años después? De ser ministro de la esclavocracia, supremacista anti-negro y de ejercer una humildad racializada y una amabilidad coercitiva. La primera cuestión, ciertamente delicada a los ojos de hoy, es la legitimidad de la esclavitud. Claver fue un hombre sencillo y rudo, no escribió nunca prácticamente nada, y a pesar de haber sido ordenado sacerdote, ocupó siempre un puesto de servicio en el convento jesuita, tal como lo hizo su mentor, el padre Alonso Rodríguez (1531-1617), portero del convento de Mallorca y canonizado junto con Claver varios siglos después. Claver heredó la misión de esclavos en Cartagena de Indias de Alonso de Sandoval (1577-1652), de quien aprendió el método misional y el punto de vista jesuita acerca de la esclavitud[4]. A la sazón, la esclavitud se justificaba teológicamente solo por causas extremas, para quienes hubiesen caído prisioneros en una guerra justa o cometido crímenes horrendos, de modo que la esclavitud era un sucedáneo de la muerte. El punto de vista teológico reconocía la libertad como una condición natural de toda creatura, pero chocaba con el sentido común de la época, que siempre asoció la negritud con la servidumbre y el pecado y aceptó ampliamente la esclavitud negra como algo natural e incontestable.
Los teólogos comienzan a dividirse en torno al principio de la buena fe y de la presunción de ignorancia de los mercaderes. Los mejores teólogos de la primera hora, Bartolomé de las Casas (con algunas vacilaciones al comienzo, porque en su ardor por defender la causa indígena propuso como remedio la importación de esclavos), Domingo de Soto y Tomás del Mercado, presumían más bien la mala fe: “el que comprare el esclavo creyendo o dudando probablemente ser libre debe poner diligencia en certificarse de la verdad, porque de otra suerte siempre poseería con mala fe”[5]. Pero los teólogos jesuitas (incluyendo a Sandoval) fueron menos incisivos y apoyaron el principio de la buena fe de los que traficaban con esclavos (los escrúpulos de Sandoval lo llevaron incluso a preguntar al padre Brandao, rector de un colegio jesuita en Loanda, que lo aseguró respecto de esto). La duda respecto de la posición de los mercaderes se disipaba totalmente en el caso de la reventa y de los segundos o terceros compradores que quedaban ampliamente disculpados de toda responsabilidad moral. Esta es justamente la puerta por donde entró la esclavitud en América. Ningún comprador americano tenía la obligación de indagar la legitimidad de la condición de servidumbre, entre otras cosas porque era una tarea imposible de hacer en suelo americano. El principio de la buena fe se aplicaba sin cortapisas sobre el que compraba o vendía por segunda vez y en las ventas ulteriores con mayor razón. Desde luego los teólogos indicaban que si aparecía evidencia acerca de trato ilícito, el esclavo debía ser liberado de inmediato y sin compensación ninguna (una compensación que el comprador debía reclamar al vendedor, no al siervo), pero la probabilidad de que apareciera tal evidencia era mínima.
La condición servil de los negros no fue motivo de controversia entonces y las mismas órdenes religiosas tuvieron esclavos, Claver entre ellos, aunque para el servicio de traducción. Ángel Valtierra, el más dedicado hagiógrafo moderno de Claver, exagera cuando trata de colocar a Claver en una escuela cartagenera de derechos humanos que supuestamente tomaría pie en los padres capuchinos, José de Jaca de Aragón y Epifanio de Borgoña, “clero relajado y aventurero”, pero promotores de la justicia social. “¿Qué guerra hay entre españoles y negros?”, “¿Qué allá en sus tierras tienen guerras?” no da derechos a hacerlos esclavos, se dice en el Memorial que Jaca escribe al Consejo de Indias en su camino al destierro en España. “No tienen más culpa que la del pecado original que tenemos todos”[6]. Pero Jaca o Borgoña actuaban en los márgenes del sistema eclesial y ni siquiera ellos elaboraron un punto de vista abolicionista (que objeta cualquier causal de esclavitud), que aparecerá casi dos siglos después. Claver no fue un campeón de los derechos humanos, pero tampoco un ministro del sistema esclavista que, por lo demás, no requería de ningún ministro, sino básicamente del interés de los colonos en conseguir la mano de obra necesaria para las haciendas que la población indígena diezmada o protegida del servicio personal no podía proveer.
Balcones en Cartagena.
El bautismo cristiano
La controversia jesuita no versó tanto sobre la legitimidad de la esclavitud, sino sobre la del bautismo. Los jesuitas objetaron el bautismo que se entregaba sumariamente en los emporios negreros de África como requisito para entrar a América. En este caso actuaron con vehemencia. Sandoval cita una carta del padre Gómez de Cabo Verde en que confirma que se bautizaba descuidadamente: “no hacen más que juntarlos en hileras en la iglesia y a veces en la plaza”, les dan su nombre (cristiano) por escrito para que no se olviden, y les echan “sal en la boca a todos” y “agua, muchas veces con hisopos por la prisa, y así se acaba el bautismo”. La mayor parte de los esclavos que llegaban a América a las manos de los jesuitas eran bozales[7], no hablaban castellano, de modo que no entendieron nada del asunto. Muchos pensaban que el bautismo “era cosa de hechicería para comérselos los españoles” o que “así los disponían para hacerlos pólvora”[8].
Claver no fue un campeón de los derechos humanos, pero tampoco un ministro del sistema esclavista que, por lo demás, no requería de ningún ministro, sino básicamente del interés de los colonos en conseguir la mano de obra necesaria para las haciendas que la población indígena diezmada o protegida del servicio personal no podía proveer.
Los jesuitas se apoyan en el memorial que el obispo de Sevilla de la época dirige al Papa Paulo V que invalida el bautismo recibido en Guinea: el bautismo se hacía en una lengua que no conocen y en completa ignorancia de lo que se trata, “solo les han echado agua en la cabeza”. La invalidez del bautismo africano era un asunto de importancia porque concernía a la eficacia sacramental y la salvación del alma. No se puede entender a ningún misionero católico de la época sin comprender el celo que pusieron en disponer a indígenas y esclavos en una relación favorable con Dios que les permitiera acceder a la comunidad de los bautizados y, por ende, de los salvos. La caridad evangélica se entendía primeramente como el deber de ofrecer un camino efectivo de salvación, por lo demás por poca cosa a cambio, una confesión de fe libremente expresada en la promesa bautismal y una confesión que librara al penitente de pecados mortales. Estas dos cosas –bautizar y confesar– las hizo Claver durante toda su vida, casi en exclusividad en el mundo de los esclavos negros de Cartagena de Indias. El bienestar del alma y la vida eterna siempre tuvieron prioridad sobre el del cuerpo y la vida terrena, algo quizás completamente incomprensible para muchos hoy, y sobre todo para una teóloga liberal del siglo XXI. La indiferencia política frente a la esclavitud era inversamente proporcional al celo con que interesaba la liberación eterna: el lazo servil se desataba en el cielo de un modo mucho más eficaz y decisivo que en este mundo. Walker Grimes habla de una soteriología siniestra porque los misioneros quedaban atrapados en una contradicción insoluble: el camino de la salvación se confundía con el de la esclavitud. Claver creía firmemente que les tocaba mejor suerte a los que llegaban a América y podían conocer la verdadera fe que a aquellos que permanecían libres en su propia tierra.
Claver bautizaba según las instrucciones que había dejado Sandoval, que eran comunes en la época misional. El catecismo del padre Sandoval indicaba que lo primero era explicarles qué significa el agua que se les echa en la cabeza; segundo, deben recibirla como señal de renovación y adhesión a Dios; tercero, “Dios nos está mirando aunque no lo miremos a él”. El misterio de la Santísima Trinidad se explicaba con un manteo que se pliega y despliega o con un pañuelo: “hacía en su pañuelo tres pliegues y enseñándoles y manifestándoles como eran tres, después les decía y les mostraba haciéndoles ver cómo no era más que un solo paño”[9]. Luego se enseñaba el misterio de la maternidad impecable de María. Se hacía ver que Dios tenía dos casas, el cielo y el infierno, y el destino de unos y otros en el cielo y en el infierno. Por último, se repasaba el misterio de la Resurrección de Nuestro Señor. “Con que comprendan estas verdades –dice Sandoval– es suficiente para entregar el bautismo”.
Lo más difícil era obtener intérpretes: los dueños no prestaban sus esclavos, de manera que el colegio jesuita tuvo que comprarlos y es probable que no abarcaran todas las lenguas. Claver hablaba apenas unas palabras de lenguas angoleñas y no tuvo más de seis ayudantes negros en todo el período. Otra preocupación era retener las armazones de negros por unos días para completar la catequesis y bautizar correctamente: muchas armazones continuaban rápidamente su camino tierra adentro o por las costas sudamericanas y pasaban poco tiempo en el puerto de Cartagena. La validez del bautismo requería de tiempo para que entendieran y supieran lo que hacían. Sandoval es muy perentorio en este aspecto de sus instrucciones: “de todas estas cosas no les digan mucho sino muy poco y muy toscamente dicho a su modo y repetido muchas veces, dándoles tiempo y espacio para entenderlo”[10]. Existían algunos alivios para los enfermos donde todo se hacía sumariamente. También se indica que “la penitencia viene después y recae sobre los pecados que se cometen después del bautismo”, de modo que se ahorraba la confesión, que podía demorar las cosas todavía más.
A pesar de todas estas precauciones, el bautismo americano no debió haber sido muy diferente del africano: se bautizaba a destajo “en grupos de diez y a todos con el mismo nombre”, se recomendaba un nombre común que pudieran pronunciar, “haciéndoselo repetir para que no se olviden de él y los unos los puedan acordar a los otros si por caso alguno se olvidase”[11]. Es poco probable que los recién llegados hubiesen comprendido mucho más de lo que entendieron antes, pero la diferencia la hacía Claver mismo: era diferente ser bautizado sumariamente en un embarque negrero de la costa africana que serlo por un misionero gentil y paciente que podía retenerlos, aunque fuera unos pocos días, en un ambiente de seguridad y fraternidad. Sandoval reporta la alegría con que reciben la fe como la principal señal de consentimiento: “hay que verlos después de haberse bautizado, la alegría que sienten, en particular si son mujeres”. El bautismo americano otorgaba algo que el mismo Sandoval subraya, un principio de igualdad del que carecían completamente como esclavos: “estos negros no son bestias, como he oído decir a algunos, que por aquí los quieren hacer incapaces del cristianismo; ni se deben reputar por infantes o amentes, porque no son sino hombres adultos y como a tales se les ha de dar bautismo, precediendo de su parte voluntad y los demás actos necesarios”[12]. La condición de bautizados acreditada por los misioneros jesuitas y el nombre cristiano colocaba a los esclavos en una posición nueva que no tenían en los barcos negreros y que sus nuevos dueños debían forzosamente reconocer muchas veces a regañadientes. En un orden donde prevalecía la esclavitud como condición ordinaria de la población negra, el bautismo fue por mucho tiempo el único principio de igualdad que pudo sostenerse en esta sociedad rígidamente estratificada. El bautismo no producía ninguna libertad exterior, acto seguido los esclavos eran vendidos o embarcados hacia sus destinos de servidumbre, pero nunca dejó de tener consecuencias visibles el hecho de que fueran admitidos como cualquier otra persona en la comunión cristiana.
En un orden donde prevalecía la esclavitud como condición ordinaria de la población negra, el bautismo fue por mucho tiempo el único principio de igualdad que pudo sostenerse en esta sociedad rígidamente estratificada. El bautismo no producía ninguna libertad exterior, […] pero nunca dejó de tener consecuencias visibles el hecho de que fueran admitidos como cualquier otra persona en la comunión cristiana.
Walker Grimes considera que el bautismo no fue una defensa, sino un medio de incorporación en la esclavitud. El bautismo “despojó a los africanos de sus lazos originales de parentesco y comunidad y luego ayudó a colocarlos bajo la dirección de su amo”[13], afirma. Este es un reproche pueril: nadie necesitaba del bautismo para subyugar a la población negra que llegaba a Cartagena como lo muestra ampliamente el caso de la esclavitud norteamericana. Por lo demás, el bautismo ha pretendido siempre dotar a los bautizados de una nueva clase de comunidad, distinta y más amplia que la comunidad de parentesco, algo que vale para todos, cualquiera sea su color. El bautismo no conducía tan llanamente a la mansedumbre a juzgar por las observaciones citadas por Valtierra de que los amos obstaculizaban el bautismo porque “valen menos los bautizados”, ya que los tienen por “ladinos y antiguos entre nosotros” y son menos dóciles.
También se reprocha a Claver su paternalismo, que en ocasiones sustituye a los propios padres (por ejemplo, bautizando niños sin la aprobación de la madre, pero ¿dónde estaba la madre en el fondo de un barco negrero?). Se dice que “dado que se posicionaba como padre, podía malinterpretar la esclavitud como una forma de adopción”[14]. El paternalismo fue una constante en la tradición clerical católica, especialmente en nuestro continente. Claver lo era de un modo eminente, como lo fueron casi todos los misioneros respecto de la población indígena. Pero el paternalismo (que también tiene su lado sombrío) construyó un dique de protección contra los excesos del colonialismo y de la propia esclavitud. Los testimonios de viajeros del siglo XVIII concordaban en que las condiciones de vida de los esclavos en Brasil y América española eran considerablemente mejores que en Norteamérica. Esta diferencia se ha atribuido a la ausencia de una organización capitalista del trabajo y a la insistencia católica en el bautismo, el matrimonio y el culto. Una imagen paternalista de la esclavitud latinoamericana como la que transmite por ejemplo Casa Grande y Zenzala de Gilberto Freyre ha sido motivo de mucha controversia. Pero la diferencia menos controvertida tiene que ver con las oportunidades de manumisión de la que gozaban los esclavos latinoamericanos respecto de los norteamericanos, que se corresponde también con las objeciones de los teólogos católicos respecto de la transmisión de la condición esclava hacia las nuevas generaciones.
David Brion Davis sostiene que la esclavitud americana se parece en todas partes, salvo en la aceptación de la emancipación individual y en la tolerancia a la diversidad racial que existió en América Latina[15]. En las zonas de colonización inglesa y francesa la legislación contra la manumisión fue muy precisa, hasta el punto de que los amos podían disponer ampliamente de sus esclavos, salvo del derecho a liberarlos. Siempre se creyó que los negros libres eran inasimilables y que contribuirían inevitablemente al crimen, prostitución y desorden público, sin contar con el descontento que podrían provocar entre los que permanecían esclavos. En las colonias españolas y portuguesas no hubo nada parecido y los esclavos podían ganar su libertad con cierta facilidad, generalmente por servicios prestados en la guerra (las guerras de independencia, por ejemplo) o por compra de los derechos (coartación). La manumisión testamentaria fue también muy común, en un mundo en que la esclavitud permaneció como algo moralmente ambiguo durante toda su existencia. La segunda diferencia igualmente importante fue la tolerancia al contacto sexual entre blancos y negros y la aceptación latinoamericana de la mixtura. En Norteamérica la convivencia interracial fue considerada siempre escandalosa e intolerable y el mestizo (o mulato) siguió siendo considerado negro sin más. La aparición del prejuicio racial en Estados Unidos después de la abolición no tuvo parangón en América Latina, ni en Cuba ni en Brasil, ni en las costas calientes del Pacífico.
Walker Grimes indica que el bautismo no aseguraba la plena incorporación en la comunidad sacramental de la Iglesia; por ejemplo, no pudo garantizar la facultad de casarse libremente, que continuó sujeta al permiso del amo, a pesar de que reconoce que “aunque Claver alentó a los amos a que dejaran casarse a sus esclavos, hizo poco para garantizar que los negros disfrutaran de los derechos que este sacramento otorgaba a las parejas no esclavizadas”[16]. La evidencia muestra que los sacerdotes bautizaron y casaron sin pedirle permiso a nadie en todo cuanto pudieron y que los derechos matrimoniales fueron mejor respetados en esta parte de América que en la otra, justamente bajo el influjo de sacerdotes como Claver. Por lo demás, Claver fue especialmente celoso en asegurar la participación sacramental del mundo negro en igualdad de condiciones. De sí mismo decía que “él no servía sino para confesar negros” y continuamente pretextaba que su confesionario era demasiado estrecho para guardainfantes (el traje ampuloso que usaban las señoras y que les daba la apariencia de toneles, típico de la época de Felipe IV). Al hermano Pedro Lomparte le aseguró una vez “que no tenía más que dos penitentes españoles a los que confesaba” y que estos le daban más que pensar que todos los negros.
La benevolencia no es la máscara de la injusticia como pretende Walker Grimes, sino el corazón mismo de la ética cristiana que prevalece como el deber más profundo incluso en contextos de injusticia radicales. En la ética cristiana la caridad prevalece por encima de la justicia
De Claver se puede decir también lo que evoca la regla de Francisco de Asís, “la alegría de encontrarse entre la gente despreciada y de baja condición, entre los pobres y los lisiados, los enfermos y los leprosos, y los mendigos”.[17] Nunca estuvo en compañía de los ricos de la ciudad, solamente entraba a sus casas por los accesos de la servidumbre y para socorrer a algún sirviente enfermo o moribundo y jamás se codeó con ninguna autoridad.
Es elocuente una última crítica a Claver: “también alentó a los amos de esclavos blancos a vender a sus esclavos si no podían tratarlos ‘amablemente’”[18]. Claver fue efectivamente un maestro de la benevolencia, aunque no de la justicia. Valtierra cita la crítica del escritor cubano Fernando Ortiz en estos términos: “Claver quería aliviar al esclavo, Las Casas quería redimirlo. El jesuita lo resignaba hasta la mansuetud; el dominico lo justificaba en la rebeldía”[19]. La Iglesia canoniza a Claver, tarde habrá que decirlo, después de la emancipación definitiva de la esclavitud colombiana, pero con Las Casas no hace nada. ¿Por qué la Iglesia ha canonizado a Pedro Claver antes que a Bartolomé de las Casas, cuyos méritos son también innegables? La benevolencia no es la máscara de la injusticia como pretende Walker Grimes, sino el corazón mismo de la ética cristiana que prevalece como el deber más profundo incluso en contextos de injusticia radicales. En la ética cristiana la caridad prevalece por encima de la justicia. El deber de socorrer al necesitado adquiere un valor absoluto hasta el punto de que la salvación está prometida para quienes hayan aliviado a algún enfermo o visitado a un prisionero, exactamente lo que hizo Claver durante toda su vida. La radicalidad de la exigencia evangélica llega al extremo de que basta hacerlo una sola vez, como en la parábola del Buen Samaritano o en el gesto compasivo del Buen Ladrón o incluso obligadamente como en el ejemplo del Cireneo, para merecer el favor de Dios. Es la alegría de los santos que se conmueven y regocijan por cualquier acto de misericordia por nimio que sea, aun cuando provenga de una voluntad inconstante y malvada. La recompensa de cualquier acto de benevolencia con el prójimo es desproporcionada en el cristianismo. Ninguna ética ha bendecido a tal extremo al que ayuda a otros en su necesidad, sin preguntarse demasiado acerca del contexto o las consecuencias de su propia acción. Santiago dice que la misericordia triunfa sobre el juicio en el doble sentido del requerimiento de justicia y de razón. El que conforta a un enfermo nunca hace preguntas acerca del origen de su mal ni el que visita a un prisionero acerca del motivo de su condena, y probablemente no se hace preguntas sobre nada. En los informes de la casa jesuita se decía insistentemente de Claver que “su ingenio está por debajo de la mediocridad, su prudencia es escasa y el aprovechamiento en las letras exiguo”, aunque se le reconocía “talento para ministerios, apto para confesiones y el trato con indios”[20]. Esta forma de emplazar la caridad en el corazón de una vida buena proviene del valor inconmensurable que se asigna a la persona humana.
De Claver también se dijo que le interesaban los esclavos; a Las Casas, en cambio, la esclavitud. El cristianismo enseña que la realidad eminente es el amor que Dios ha derramado sobre cada persona en su existencia a la vez única e insustituible. El valor desproporcionado que se deposita en lo que es único, y una cierta indiferencia por la suerte del conjunto –como queda dicho en la parábola de la oveja perdida–, acompaña desde siempre a la ética cristiana. El deber de caridad nace de esta predilección por la persona que dirige nuestros deberes hacia ella según el ejemplo del buen samaritano que se adelanta en socorrer y alentar al que lo necesita, cualquiera sea su condición. Valtierra intenta situar a Claver en el horizonte del humanismo moderno exacerbando su papel como “libertador de una raza”[21], mientras que Walker Grimes lo denigra por su incapacidad de liberarla. Pero la memoria de Claver es la de un maestro de la fraternidad y un apóstol de la benevolencia, suficiente por la profundidad y constancia de su tarea para honrarlo debidamente.
El cristianismo enseña que la realidad eminente es el amor que Dios ha derramado sobre cada persona en su existencia a la vez única e insustituible. El valor desproporcionado que se deposita en lo que es único, y una cierta indiferencia por la suerte del conjunto –como queda dicho en la parábola de la oveja perdida–, acompaña desde siempre a la ética cristiana.
La humildad de Claver
Claver se conseguía que le avisaran de antemano cuando llegaba algún barco negrero, “celebraba como propina algunas misas por el primero que le daba la noticia”. Tiempo después se decía que las pocas veces que levantaba la vista era para otear el horizonte en busca de un barco: por lo demás marchaba por la vida con la cabeza gacha. “Se aprovisionaba de dulces, naranjas y limones, tabaco y algunas jarras de agua, y cargaba todo en la primera barca o balsa que encontraba e iba a los navíos que ya habían entrado en el puerto”, “al llegar les daba la bienvenida por medio de los intérpretes, abrazándolos y acariciándolos con mucho amor y celo, y enseguida preguntaba si había algunos enfermos en peligro y si habían nacido algunas criaturas en el viaje”.[22] Con los enfermos en peligro y los recién nacidos se apresuraba a dar el bautismo. Sobre la llegada a puerto, el padre Alonso de Andrade transcribe el fragmento de una de las pocas cartas que se conservan de Claver a su provincial:
Ayer, el día de la Santísima Trinidad, saltaron a tierra un gran navío de negros de los Ríos. Fuimos allá cargados con dos espuertas de naranjas, limones y tabaco. Entramos en sus casas que parecían otra Guinea, rimeros de una y otra parte, fuimos rompiendo hasta llegar a los enfermos de que había gran manada echados en el suelo muy húmedo y anegadizo y por lo cual estaba terraplenado de agudos pedazos de ladrillos y tejas y esta era su cama, están en carnes, sin hilo de ropa. Echamos manteos fuera y fuimos a traer de otra bodega tablas y entablamos aquel lugar y llevamos en brazos los muy enfermos, rompiendo por medio de los demás, juntamos los enfermos en dos ruedas, la una tomó mi compañero y la otra yo…[23].
Claver se apresuraba a subir a los barcos negreros para mostrar a Dios antes que nada: le preocupaba que lo primero que vieran los esclavos en tierra cristiana fuera la acogida que Dios dispensa a los suyos, antesala del bautismo propiamente tal, “porque solo después venía la parte del espíritu”. Después de socorrer a los moribundos, lo principal era asegurarles que “no los traían para hacerlos manteca” ni para devorarlos, que era lo que creían los negros que miraban con espanto la brea negra que utilizaban los barcos de entonces para resistir la humedad del viaje en el mar.
Claver se apresuraba a subir a los barcos negreros para mostrar a Dios antes que nada: le preocupaba que lo primero que vieran los esclavos en tierra cristiana fuera la acogida que Dios dispensa a los suyos, antesala del bautismo propiamente tal.
La vida de Claver transcurrió en medio de las armazones de esclavos negros cerca del puerto, el hospital de San Sebastián en el centro de la ciudad y la leprosería de San Lázaro. Sandoval menciona la viruela, el sarampión y el tabardillo como enfermedades que llegaban en los barcos negreros. No mostraba “repugnancia por el hedor y el horror de las enfermedades”, tampoco temía al contagio, “besaba las heridas putrefactas” y “los besaba a todos como si fueran sus hermanos”, los cubría con su manteo que volvía a ponerse sin problemas. Los testimonios del beso de las llagas de enfermos se concentran en los últimos años de la vida de Claver, después que la trata de negros se había suspendido y se dedicaba mucho a visitar enfermos y leprosos negros, casi todos ellos abandonados por sus amos una vez que se volvían una carga.
La vida de Claver transcurrió en medio de las armazones de esclavos negros cerca del puerto, el hospital de San Sebastián en el centro de la ciudad y la leprosería de San Lázaro. […] No mostraba “repugnancia por el hedor y el horror de las enfermedades”, tampoco temía al contagio, “besaba las heridas putrefactas” y “los besaba a todos como si fueran sus hermanos”.
La caridad de Pedro fue siempre corpórea y material. El símbolo de esta corporalidad fue su manteo, una capa gruesa sin esclavina que se ataba al cuello y envolvía el cuerpo casi completamente. Se usaba encima de la sotana. Un testigo reporta su admiración por el manteo de Claver, “aunque era muy viejo y servía para acostar en él a los esclavos sucios y repugnantes, y la mayoría de ellos llenos de apostemas y llagas inmundas, en particular los que tenían viruelas, y aunque muchos hacían sus necesidades en él, nunca olió mal”[24]. El manteo sucio y deslavado le daba un aspecto sombrío a Claver.
Era de mediana estatura, su mirada triste ordinariamente, la cabeza inclinada hacia el suelo, cubierto con una sotana raída y vieja y un manteo abierto… en la mano una vara que remataba en cruz, al pecho un crucifijo de bronce y en su brazo izquierdo debajo del manteo, una alforja de cuero con todos los elementos necesarios para administrar los sacramentos: óleos, sobrepelliz, rosarios, estola, agua bendita.[25]
También debajo del manteo se escondían toda clase de pequeños regalos. Los regalos más frecuentes eran rosmarino, dátiles y miel, tabaco y aguardiente. “Siempre llevaba consigo dátiles en almíbar para consolar a alguien”: la devoción popular terminó atribuyendo poderes milagrosos a sus dátiles.
Existen muchos testimonios de la facilidad con que Claver se acercaba a los negros a pesar de la “enfermedad hedionda” que probablemente era la viruela. Ignacio Angola dice que
si alguno de los enfermos se quejaba del estómago, él mismo con sus manos se lo masajeaba y le ponía encima un paño con vino y otros medicamentos; y si alguien tenía necesidad de algún perfume, enviaba por brasas a la cocina y cubriéndolo con su manteo, porque siempre vienen los negros de su tierra desnudos, se lo preparaba con romero y otros aromas…[26].
La solicitud de Claver fue siempre corpórea, en una personalidad que por lo demás fue reservada y taciturna. Nicolás González dice que “no tomaba ninguna precaución aun cuando iba al hospital de San Lázaro fuera de la muralla de la ciudad donde es vehemente el olor del contagio de esa enfermedad: antes entraba muy alegre y contento como si fuera un jardín muy delicioso”[27].
La benevolencia de Claver puede ser interpretada como una forma de promover la mansedumbre e introducir a los negros dulcemente a la vida esclava. Walker Grimes la llama “la violenta crueldad de la amabilidad de Claver”. “Cuando Claver ‘recorría las calles de la ciudad... obteniendo de personas caritativas una gran provisión de galletas, confituras, brandy y tabaco’ que regalaba a los esclavos a su llegada”, ¿qué estaba haciendo realmente según Walker Grimes? “Estas drogas hicieron que sus sujetos fueran más dóciles. Como los traficantes de esclavos antes mencionados, Claver deseaba apaciguarlos para atraerlos más profundamente a una forma de pertenencia perversa y deshumanizante”.[28] La droga de la benevolencia los preparaba para el látigo de la esclavitud. Pero si en vez de tener un gesto de benevolencia se los hubiera seguido maltratando, la conclusión hubiera sido la misma. Se gana en todos los tableros y, de paso, se suprime la diferencia entre el bien y el mal. El fervor que los esclavos sentían por Claver, argumenta, “no refleja su respeto por él, sino el poder que tenía sobre ellos”[29]. ¿Qué temor podía suscitar Claver sobre la población negra cartagenera?
Cuando caminaba por la calle, muchos se le acercaban a tocarle su manto o besarle la mano, incluso cuando el tráfico negrero había sido suprimido hacía mucho tiempo. Su funeral fue ocasión de un multitudinario testimonio de afecto popular. En todas las culturas que se conozcan, incluso las más antiguas, la benevolencia ha sido reconocida y apreciada por todo el mundo, y por la gente común en particular. Esta capacidad natural hacia la bondad, que no consiste siempre en una inclinación espontánea a hacer el bien, pero al menos para reconocerlo cuando se expone visiblemente, es lo que se reconoce como la “semilla del Verbo” implantada en todas las culturas y en el corazón radicalmente bueno –porque creado por Dios– de cada creatura humana. Es raro encontrar una cultura en que la benevolencia no sea reconocida y apreciada, incluso aceptando las limitaciones contextuales en que ella puede darse. Un raro ejemplo de esto puede ser la cultura liberal norteamericana de cuño académico. También puede decirse de la crítica de Walker Grimes lo que se ha dicho de aquellas filosofías que con incapaces de reconocer el Mal cuando toca a la puerta. ¿Y qué decir de aquellas otras que son incapaces de reconocer el Bien cuando este se hace patente e insoslayable?
Esta capacidad natural hacia la bondad, que no consiste siempre en una inclinación espontánea a hacer el bien, pero al menos para reconocerlo cuando se expone visiblemente, es lo que se reconoce como la “semilla del Verbo” implantada en todas las culturas y en el corazón radicalmente bueno –porque creado por Dios– de cada creatura humana.
Claver en la historia de la caridad
Aparte de Sandoval, Claver recibió la influencia de la santidad de Alonso de Rodríguez, el llamado portero del colegio jesuita de Montesión en la isla de Mallorca donde Claver pasó algunos años en su período de formación. Se dice que alguna vez Pedro recibió el libro biográfico de Rodríguez y recordó que fue él quien lo conminó a pasar a las Indias. “¡Ah! Pedro, hijo mío amadísimo, ¿y por qué no vas tú también a recoger la sangre de Jesucristo”[30]. Alonso Rodríguez escribió mucho sobre ascética en un sentido, sin embargo, completamente moderno,
la santidad no está en tener visiones, ni consuelos, ni en tener don de profecía, ni revelaciones, porque todas estas cosas cuestan poco al alma… La santidad está en el amor de Dios y del prójimo y en la profunda humildad de corazón y paciencia y obediencia y resignación y en la imitación de Cristo Nuestro Señor[31].
El servicio de la portería reservado casi siempre para un hermano lego (aún no ordenado) se convierte, sin embargo, en el aspecto principal de la vida conventual de Rodríguez. La portería muestra esa capacidad específica de encontrar a Dios en el prójimo, en el forastero que toca la puerta, y que fundará la mística moderna de la caridad. Los cuatro ejercicios de la portería de Alonso Rodríguez eran estos: el primero era abrir la puerta a Cristo, “allá voy Señor”; el segundo era hacer acto de alegría en el camino hacia la puerta; el tercero era de mortificación interior, que consistía en sosegarse y abrir mansamente, y el cuarto era ver realmente a Cristo en el visitante, “que le veía venir con innumerables ángeles y a la Virgen Santísima también con Él”[32].
Estatua de san Pedro Claver llevada en procesión por las calles del centro histórico de Cartagena, sábado 9 de septiembre de 2017. © EFE
La antigua fórmula de la caridad era amar al prójimo a través de Dios; la nueva será amar a Dios a través del prójimo. En “San Máximo el Confesor, Centurias sobre la Caridad” (580-662), se expresa bien el sentido de la antigua ascética monacal de la caridad: “Caridad es una buena disposición de alma según la cual más vale conocer a Dios que todas las cosas”[33]. La caridad es el amor a Dios que se verifica en el desapego de todas las cosas. Es cierto que el amor a Dios cambia radicalmente la manera de amar al prójimo. “El que ama a Dios no puede por menos de amar también a cada hombre como a sí mismo”[34], de manera que Dios hace posible que los hombres sean amados por igual, a diferencia del amor natural, que es por predilección. La hospitalidad monástica es la prueba del universalismo de la benevolencia cristiana de quienes están llenos de Dios, aunque en lo fundamental permanezcan en la penitencia y en la oración. Alonso Rodríguez, sin embargo, le añade algo completamente nuevo: salir al encuentro del prójimo que toca a la puerta como si fuera Cristo mismo. Ver al prójimo en Dios es algo indispensable porque nos impele a amar a todos por igual, se dice en la vieja ascética monacal, pero ver a Dios en el prójimo es lo que impulsa a abrir la puerta y entregarse sin medida al cuidado de los demás. El amor a Dios –dice San Máximo– produce “beneficencia cordial con el prójimo, magnanimidad, paciencia y usar las cosas en debida forma”[35], una forma moderada de ejercer la caridad. Pero cuando se ve a Dios en el prójimo la caridad adquiere un tono ardiente y radical que impulsa a mucho más que una benevolencia cordial o a tener paciencia y soportar a los demás, que es una de las marcas del amor paulino al prójimo. La caridad se convierte en servicio inmoderado hacia los demás, “siervo entre los siervos”, decía Claver de sí mismo, abandono de la propia vida en la entrega generosa al prójimo. El portero de Montesión le abre definitivamente la puerta a Claver, que en Cartagena de Indias saldrá del convento para encaramarse a los barcos negreros en procura del prójimo abandonado. Claver ya no será portero –tarea que igual le gustaba ejercer en el convento jesuita–, sino alguien que ejercerá la caridad a plena luz del día, sin esperar que nadie venga y, por el contrario, yendo decididamente hacia todos, rompiendo con ello las fronteras monásticas de la caridad.
Claver ya no será portero –tarea que igual le gustaba ejercer en el convento jesuita–, sino alguien que ejercerá la caridad a plena luz del día, sin esperar que nadie venga y, por el contrario, yendo decididamente hacia todos, rompiendo con ello las fronteras monásticas de la caridad.
Cómo se alcanza esta perfecta caridad? En este punto juega un papel fundamental el ascetismo, proverbial en Claver porque la caridad ejercida de esta manera no fluye naturalmente sino después de un ejercicio especial de la libertad humana. La tradición ascética incluye la mortificación del cuerpo, pero sobre todo en la variante jesuita el dominio de la voluntad, como dice Alonso Rodríguez, “haciendo lo que no quiere y no haciendo lo que quiere”, se aprende el valor de la humildad. La doctrina jesuita incluía el perinde ac cadaver, mortificarse hasta tener el cuerpo muerto, “aunque le echen a los leones y feroces animales no teme ni se entristece por esto, porque está muerto”[36].
y feroces animales no teme ni se entristece por esto, porque está muerto”. En las conferencias de San Vicente de Paul sobre la mortificación se detalla la forma de la ascesis en un sentido que Claver cumplió escrupulosamente: indica que tenemos cinco sentidos exteriores que son “ventanas por donde el diablo, el mundo y la carne pueden entrar en nuestros corazones”[37]. En el caso de la vista, “acostumbraos a tener vuestra vista moderadamente baja”, sin que llegue a asustar el exceso de modestia, el bien se puede hacer con una jovialidad moderada de la que Claver, habrá que decirlo, carecía por completo. El olfato debe ser mortificado “aceptando de buen grado los malos olores” y evitando los buenos, en particular los perfumes. En el caso del gusto, “tomando el trozo de pan que menos nos gusta” y absteniéndose de comer fuera de las horas. El oído se mortifica separándose “inmediatamente de las maledicencias” y el tacto “absteniéndonos de tocar al prójimo y no permitiendo a los demás que toquen, por deleite sensual, no solamente nuestras manos, sino cualquier parte de nuestro cuerpo”[38].
Iglesia de San Pedro Claver, Cartagena
De Claver se decía que “vivía en el cuarto más pobre y humilde de la casa, y fuera de una mesita y dos pequeñas sillas deterioradas por los años, y un vil catre sin cobertor, no tenía ningún otro objeto, si exceptuamos la imagen de Cristo colgado de la cruz y otras imágenes sagradas de papel”[39]. En templanza, se recuerda su ayuno permanente, “su alimentación fue muy parca y claramente modesta: con frecuencia plátanos asados, que son frutos de las Indias, y pan mojado en agua, hecho con harina de yuca por los negros”. Algunas comidas las hacía deliberadamente insípidas mezclándolas con cenizas y jugos amargos; nunca probó chocolate, que era la bebida más común, y rara vez comía la porción de carne que le correspondía. En cuanto a humildad, “no permitía que nadie le besara las manos, ni siquiera los niños, como con mucha frecuencia trataban de hacerlo todas las veces que lo encontraban en la calle, por su gran fama de santidad”. Aborrecía las alabanzas que se hacían de él, “oropel”, decía, y se desvivía para que los demás no se dieran cuenta de sus penitencias. Para Walker Grimes, la automortificación de Claver es desestimada “porque Claver eligió comprometerse en votos de obediencia mientras un esclavo es capturado contra su propia voluntad”[40], pero justamente el motivo de la admiración proviene de lo que los teólogos llaman siervo arbitrio, que es el de aquel que elige rebajarse hasta la condición de un esclavo sin que nadie lo obligue y permanecer en ella durante toda una vida. Al morir Claver, su ascetismo fue una señal inequívoca de santidad, más que sus milagros o sus facultades extraordinarias, como el don de profecía o de ubicuidad, donde se encuentran pequeñas anécdotas sin verdadera relevancia. El ascetismo de Claver adquiría ante los ojos de los contemporáneos un valor por sí mismo (y por ende la atención hagiográfica se centró en los cilicios y en otras mortificaciones de celda que pronto van a desaparecer), cuando el sentido más profundo de la ascesis de Claver fue la de un ejercicio preparatorio para ejercer la caridad. No es la mortificación de la carne lo admirable y aquello que agrada a Dios, sino el servicio humilde a los demás, algo que requiere una disciplina singular.
El sentido más profundo de la ascesis de Claver fue la de un ejercicio preparatorio para ejercer la caridad. No es la mortificación de la carne lo admirable y aquello que agrada a Dios, sino el servicio humilde a los demás, algo que requiere una disciplina singular.
Dentro de la historia de la caridad, Claver tiene un sitial eminente del que vale la pena guardar memoria. Claver es parte de aquellos que abren las puertas del amor cristiano a toda creatura –el amor de Dios en el prójimo–, largamente preparado, aunque confinado dentro del monacato, y lo derrama hacia la plena luz del mundo. Claver vivió en el siglo de la restauración católica francesa de Francisco de Sales y de Vicente de Paul y de las grandes congregaciones caritativas italianas de Camilo de Lelis o Felipe Neri. A diferencia de algunos como san Vicente que condujeron grandes movimientos laicales hacia el apostolado de la pobreza, Claver envuelve su ímpetu hacia la caridad dentro de una misión evangelizadora reservada para el orden clerical (los laicos podían ayudar con donaciones, pero nada más). En América habrá que esperar mucho tiempo todavía para que se desarrolle la caridad laical. Por lo demás, en Claver todavía la caridad está vinculada íntimamente con la evangelización en dos procesos que se acompañan y complementan, pero que se distinguen mutuamente. Claver socorría lo más que podía al tiempo que bautizaba. Habrá que esperar a Charles de Foucauld para que la evangelización se haga enteramente a través de la caridad de manera que el rostro de Dios se hace visible completamente en el acto de donarse a otros de manera inmoderada, sin agregar prácticamente nada, ninguna palabra ni signo exterior de fe. Charles de Foucauld solo servía, no bautizaba. Pero esta misma intuición ya estaba presente en Pedro Claver al anteponer la caridad del que sube primero a un barco negrero a confortar a todo el mundo antes incluso que ofrecer el bautismo o cualquier señal visible de profesión de fe. Porque la verdadera evangelización se suscita siempre con una misma pregunta: ¿cuál será ese Dios que lo impulsa a entregarse de esa manera a los demás?
Claver hizo algo extraordinario, muy por encima de las posibilidades que le ofrecía el mundo en que vivió. Nadie como él pudo mostrar el mejor rostro de Dios en un mundo atravesado como siempre por el tormento y la iniquidad.
Dentro de la historia de la caridad, Claver tiene un sitial eminente del que vale la pena guardar memoria. Claver es parte de aquellos que abren las puertas del amor cristiano a toda creatura –el amor de Dios en el prójimo–, largamente preparado, aunque confinado dentro del monacato, y lo derrama hacia la plena luz del mundo. Claver vivió en el siglo de la restauración católica francesa de Francisco de Sales y de Vicente de Paul y de las grandes congregaciones caritativas italianas de Camilo de Lelis o Felipe Neri. A diferencia de algunos como san Vicente que condujeron grandes movimientos laicales hacia el apostolado de la pobreza, Claver envuelve su ímpetu hacia la caridad dentro de una misión evangelizadora reservada para el orden clerical (los laicos podían ayudar con donaciones, pero nada más). En América habrá que esperar mucho tiempo todavía para que se desarrolle la caridad laical. Por lo demás, en Claver todavía la caridad está vinculada íntimamente con la evangelización en dos procesos que se acompañan y complementan, pero que se distinguen mutuamente. Claver socorría lo más que podía al tiempo que bautizaba. Habrá que esperar a Charles de Foucauld para que la evangelización se haga enteramente a través de la caridad de manera que el rostro de Dios se hace visible completamente en el acto de donarse a otros de manera inmoderada, sin agregar prácticamente nada, ninguna palabra ni signo exterior de fe. Charles de Foucauld solo servía, no bautizaba. Pero esta misma intuición ya estaba presente en Pedro Claver al anteponer la caridad del que sube primero a un barco negrero a confortar a todo el mundo antes incluso que ofrecer el bautismo o cualquier señal visible de profesión de fe. Porque la verdadera evangelización se suscita siempre con una misma pregunta: ¿cuál será ese Dios que lo impulsa a entregarse de esa manera a los demás?
La obra de Claver estuvo determinada por el contexto en que vivió. ¿Existe alguien que pueda sustraerse completamente al contexto en que vive? Pero Claver hizo algo extraordinario, muy por encima de las posibilidades que le ofrecía el mundo en que vivió. Nadie como él pudo mostrar el mejor rostro de Dios en un mundo atravesado como siempre por el tormento y la iniquidad.