Las críticas al proyecto de ley que modifica el Código Penal para despenalizar el aborto consentido por la mujer se pueden ordenar en tres ejes, que abarcan –resumiendo– un juicio sobre la razonabilidad de la propuesta, la dimensión intergeneracional y el argumento de autonomía. Invitamos a leer el desarrollo completo de estos argumentos en el texto que reproduce la intervención del autor ante la Comisión de Mujeres y equidad de género de la Cámara de Diputados de Chile.
El presente texto* reproduce la intervención del autor ante la Comisión de Mujeres y equidad de género de la Cámara de Diputados de Chile (sesión del miércoles 14 de abril de 2021), en crítica al proyecto de ley moción 12038-34, que “modifica el Código Penal para despenalizar el aborto consentido por la mujer dentro de las primeras catorce semanas de gestación”. Las críticas se dejan ordenar en tres ejes: (a) cuestionando primero la razonabilidad de la propuesta, a la luz de un esquema procedimental de teoría de la justicia formulado por Rawls (posición original y velo de la ignorancia); (b) refutando luego dos posibles objeciones al planteamiento anterior, con apelación a la dimensión intergeneracional que una legislación semejante no puede desatender, así como en consideración al estatuto personal del embrión; (c) cuestionando el argumento de autonomía invocado para este tipo de legislaciones y cerrando con una suerte de alegoría, cuyo propósito no es otro que instar a que se mire de frente –a la cara– la racionalidad implícita en proyectos de ley como el aquí criticado. En un apéndice se incluyen tres observaciones de orden técnico, ya no de fondo, sino en la propia lógica del proyecto. Se ha optado por mantener el estilo no impersonal del texto, siendo aquel tributario del contexto original.
Agradezco, antes que nada, a las H.H. diputadas de la Comisión por la gentil invitación que se me ha extendido. Honrando la instancia legislativa que nos convoca –de discusión general sobre la idea de legislar–, mi intervención se agotará en una serie de observaciones de fondo sobre el proyecto de ley. Con todo, estoy desde ya en condiciones de ofrecer algunas observaciones más particulares o técnicas, considerada la moción en su propia lógica. Para no trabar el tratamiento de las cuestiones de fondo, aquellas observaciones técnicas se ofrecerán al final [véase el apéndice del presente texto].
Pues bien, ¿qué puede decirse sobre la idea general de legislar en los términos propuestos por la moción de las H.H. diputadas? Concretamente, ¿qué decir sobre la despenalización[1] de toda forma de aborto dentro de las primeras catorce semanas de gestación?
A. ¿Razonabilidad de una legislación semejante?
El proyecto bajo la lente del rawlsiano velo de ignorancia.
La ruleta rusa del aborto
Antes de ofrecer una opinión “categórica” (que llegaré a darla), creo que es útil preguntarse por la razonabilidad de semejante propuesta (que es también como preguntarse qué tan deseable es una legislación de esta índole)[2]. Ahora bien, ¿cómo evaluar tal razonabilidad, habiendo tantas razonabilidades en juego? Es decir, habiendo tan diversos intereses, convicciones, cosmovisiones, etc. ¿Es posible alcanzar en estos asuntos una valoración imparcial o ecuánime, por así decirlo? Pues bien, quizás podamos encaminarnos en tal dirección si es que procuramos “desprendernos” por un segundo de las posiciones, cualidades, roles o intereses contingentes desde los que defendemos tal o cual idea de regulación. Se trata de buscar una suerte de imparcialidad, en cuanto ello sea posible. No propongo nada novedoso: simplemente echar mano al ejercicio rawlsiano de la posición original bajo el velo de ignorancia[3]. Se trata de imaginar cómo razonaríamos si nos encontrásemos en una posición original (antes de un hipotético pacto social) y tuviésemos que ofrecer un arreglo o set de reglas fundamentales (en este caso sobre el aborto), pero sin saber qué posición o condición nos tocará en suerte en un hipotético futuro[4]: decidir por ejemplo sobre la mejor política de redistribución de ingresos, de pensiones, salud o educación, sin saber si seremos ricos o pobres, talentosos o carentes, sanos o enfermos crónicos, si moriremos jóvenes o a muy avanzada edad, si perteneceremos a un pueblo originario o no, etc. El velo de la ignorancia obliga pues a la ecuanimidad. Riesgoso es que el rico se apreste a suscribir un modelo de rigurosa cotización individual, por ejemplo, sin saber si tal afortunada condición le tocará en suerte en el mundo social; mientras que el pobre se lo pensará bien antes de firmar por un proyecto de monolítico reparto total, etc.
¿Es posible alcanzar en estos asuntos una valoración imparcial o ecuánime, por así decirlo? Pues bien, quizás podamos encaminarnos en tal dirección si es que procuramos “desprendernos” por un segundo de las posiciones, cualidades, roles o intereses contingentes desde los que defendemos tal o cual idea de regulación.
Ahora bien, ¿qué diríamos si se nos propusiese un arreglo conforme al cual se pueda dar muerte a todo ser humano hasta las catorce semanas de gestación? ¿Qué diríamos sin saber si nos tocará en suerte nacer mujeres u hombres? Y más aún –para honrar el ejercicio en toda su radicalidad–, ¿qué diríamos sin saber si nos contaremos entre los nacidos o bien, en cambio, entre los que no llegarán a serlo? En otras palabras, ¿estaríamos disponibles para conceder un arreglo que reduzca dramáticamente las probabilidades de llegar a nacer, sumando el riesgo-humano del aborto a los (ineludibles) riesgos-naturales? ¿Aprobaríamos esa suerte de ruleta rusa para nuestras primeras catorce semanas de existencia?[5]
En otras palabras, ¿estaríamos disponibles para conceder un arreglo que reduzca dramáticamente las probabilidades de llegar a nacer, sumando el riesgohumano del aborto a los (ineludibles) riesgos-naturales? ¿Aprobaríamos esa suerte de ruleta rusa para nuestras primeras catorce semanas de existencia?
Pues bien, me atrevo a afirmar que, si planteamos el asunto en estos términos, legislaciones como estas serían altamente impopulares. En buena hora. No descarto por cierto que alguien considere que el embarazo es una condición hasta tal punto gravosa (supuesto que le toque en suerte ser mujer) que bien vale la pena correr el riesgo de no llegar a nacer, si es que con ello (con el aborto) se “asegura” frente a semejante contingencia. Es decir, no descarto que haya quien tome el riesgo que el aborto incrementa (no llegar a nacer), con tal de asegurarse frente al riesgo que aquel reduce (no tolerar el embarazo). De parecer semejante sería quizás quien considere que, si no se es deseado por los padres biológicos, más vale no llegar a nacer. No es mi interés pasar por alto la dramaticidad y seriedad de semejantes puntos de vista[6]. Creo, sin embargo, que se puede afirmar lo siguiente: forzados a razonar desde una hipotética posición original, bajo velo de ignorancia, los menos apostarían contra su propia probabilidad de nacer. No lo harían por cierto quienes experimenten un indomable apego por la vida.
¿O creemos seriamente que se pueda mirar a los ojos de un lactante o de una niña en una residencia Sename y decir que “más le habría valido no nacer”? ¿Invocaremos acaso el interés superior del niño[7] para fundar “jurídicamente” la programación del aborto? Lo trágico del asunto es que mientras más empeños pongamos en políticas públicas como la presente y menos en aquellas que colaboran al bienestar de las mujeres y las familias, más argumentos daremos a quienes creen que más valdría no nacer. Como sociedad seremos juzgados por el empeño que pongamos en este asunto, quizás si el más delicado de todos los que tienen Uds., HH. diputadas, la oportunidad de ponderar. La emoción me ha alejado del argumento, pido excusas. Conviene volver sobre la hipótesis rawlsiana.
B. Dos posibles objeciones refutadas. Paradigma intergeneracional y estatuto personal del no nacido
Advierto al menos dos objeciones posibles contra la reconstrucción que he sugerido recién. Ambas objeciones se procurará refutar en lo que sigue. Las dos objeciones están íntimamente conectadas, aunque se pueden distinguir. Primero –diría un hipotético contradictor–, quienes deliberamos en posición original solo podemos contarnos entre los nacidos, desde que somos nosotros –los presentes– los llamados a deliberar. Segundo, que la calidad de (hipotético) no-nacido no cuenta como sujeto deliberativo en este imaginario pacto social (sí en cambio la de rico/pobre; mujer/hombre; etc.), por la sencilla razón de que tal condición le impide ser reconocido como persona de derecho o, en cualquier caso, de gozar de los frutos del pacto social.
Las políticas más profundas –y esta lo es, por su objeto– han de concebirse no solo en razón de las generaciones presentes, sino –tanto más– de las futuras: ¿no es acaso en homenaje a quienes están por nacer, por los nietos de nuestros nietos, que adoptamos por ejemplo políticas medioambientales?
B.1 Paradigma intergeneracional versus paradigma clientelar
La primera objeción se responde muy fácilmente, creo. Ella se deja reinterpretar en estos términos: legislamos precisamente para las mujeres del hoy, para la generación presente y no para las futuras generaciones, para aquellas que están por nacer. Se capta de inmediato la incorrección de semejante postura “clientelar”. Las políticas más profundas –y esta lo es, por su objeto– han de concebirse no solo en razón de las generaciones presentes, sino –tanto más– de las futuras: ¿no es acaso en homenaje a quienes están por nacer, por los nietos de nuestros nietos, que adoptamos por ejemplo políticas medioambientales? Esto lo advierte el propio Rawls[8]. Y es que si el interés se agotara en los presentes –quienes nos dan sus votos de vuelta en vuelta–, entonces más valdría desatar toda atadura medioambiental y permitir explotaciones extractivas que den empleo y, con ello, ingresos para las familias, que retornarían a las arcas fiscales, en un ciclo económicamente virtuoso. Pero tal política –sin limitación medioambiental alguna– sería tan absurda como destructiva, qué duda cabe[9]. No se legisla para los clientes de turno, bien lo sabemos. Una política intergeneracional es lo que debemos exigir. Por lo demás es ineludible, pues quienes aquí deliberamos, con mucha suerte disfrutaremos de los beneficios de la vida social en un limitado arco de 30, 40 o 50 años más. Esta sola consideración podría invitarnos a reflexionar sobre el sentido de nuestro quehacer.
¿Por qué razón un miembro de la familia humana no habría de ser reconocido, ‘sui juris’ y “automáticamente” (por así decirlo), como persona?
B.2 El estatuto personal del ser humano no-nacido
La segunda objeción es radical y no puede por tanto responderse fácilmente. Esta objeción tiene el mérito de sincerar el conflicto: en definitiva, ella afirma que el no-nacido no ha de entrar en la ecuación, pues está excluido del pacto social; no es persona, pues. Se trata aquí de la despersonalización del no-nacido. Es el corazón del asunto y eludirlo es inútil, pues tarde o temprano se vuelve a este punto. Sobre esto, lo sabemos, existe una literatura inabarcable, de modo que tomaré aspectos fragmentarios del objeto.
Digamos primero que la carga probatoria debería tenerla quien niegue personalidad al embrión o feto. ¿Por qué razón un miembro de la familia humana[10] no habría de ser reconocido, sui juris y “automáticamente” por así decirlo), como persona? Ya en razón del conocido principio de precaución[11] y dadas las graves consecuencias que abre el camino de la despersonalización, habrá pues que aportar una razón para la exclusión del círculo y no pretender que sean quienes abogan por su inclusión quienes la aporten.
Nos lleva a “involucionar” (si se me excusa esta inapropiada expresión) o, como ha sucedido en el último medio siglo, a torcer el corazón de la idea de derechos humanos, que se han vuelto del revés, apuñalando a quienes debía proteger.
Ahora bien, sabemos que las razones para la exclusión se dejan todas reconducir a una sola: a los fetos o embriones (antes de las catorce semanas, en este caso) les faltan ciertas cualidades o atributos que, en cambio, reconocemos fácilmente para los nacidos. Y esto es quizás conceder demasiado al argumento, pues la razón parece últimamente que se trata de seres indeseados[12]. Como sea, este camino de racionalización (de lo que no es otra cosa que un [comprensible, aunque no justificado] deseo de liberación) nos lleva al despeñadero. Nos lleva a “involucionar” (si se me excusa esta inapropiada expresión) o, como ha sucedido en el último medio siglo, a torcer el corazón de la idea de derechos humanos, que se han vuelto del revés, apuñalando a quienes debía proteger[13]. En pocos años hemos perdido conquistas civilizatorias que han tomado siglos en florecer con vigor. Considérese nada más el siguiente pasaje del filósofo Robert Spaemann:
En la Roma pagana el padre tenía derecho a decidir si reconocía a un hijo recién nacido el estatuto jurídico de hijo propio, y con él el estatuto de hombre. Pero este hecho pone de manifiesto exclusivamente que los romanos no habían descubierto la comunidad personal, y que nadie debe sus derechos a otros, sino que los tiene sui juris, lo cual solo puede significar que es miembro nato de la comunidad personal [14].
El Derecho tiene, en su sustancia, una especial vocación por la defensa del débil. Esa vocación es la que quisiéramos honrar y es aquella a la que, me atrevo a decirlo sin rodeos, las HH. parlamentarias deberían ser más sensibles, también por vocación.
Al puesto del todopoderoso pater familia romano –señor de la vida y de la muerte– queremos situar ahora a la mujer embarazada, “empoderándola” con la decisión de dar o quitar la vida. Pero que no se me entienda mal: la civilización occidental –y nuestro entorno latinoamericano, quizás más que ningún otro– está en profunda deuda con la mujer. Sería pertinente retomar aquí algunas páginas preciosas del gran sociólogo chileno Pedro Morandé, allí donde describe el rol sacrificial de la mujer (indígena) en el mestizaje: “la imagen escindida del varón en ‘hijo concreto’ y ‘padre abstracto’”[15]; que es como decir, madre presente-concreta; padre ausente-abstracto. La mujer ha estado en el centro de nuestra civilización, sin que esa centralidad se le reconozca; o, incluso, negándosela. Todo cuanto pueda hacerse por la mujer debemos hacerlo. Lo advertía “tempranamente”, en 1974, la mismísima (y muy varonil) Congregación para la Doctrina de la Fe:
El movimiento de emancipación de la mujer, en cuanto tiende esencialmente a liberarla de todo lo que constituye una injusta discriminación, está perfectamente fundado. Queda mucho por hacer, dentro de las diversas formas de cultura, respecto de este punto [16].
Pero esta forma de empoderamiento –la del proyecto en estudio– no es deseable. Es deshumanizadora. Pero es también erosionadora del mundo social, pues “toda libertad públicamente reconocida tiene siempre como límite los derechos ciertos de los demás”[17]. Por eso, quisiera decir que quien se opone al aborto no se opone a la mujer, ni la acusa, sino que más humildemente se sitúa al lado del frágil entre los frágiles, del que no tiene voz ni voto, del que casi no se ve. Aquel que aún carece del llanto y de la sonrisa, conmovedora dotación defensiva proveída por la naturaleza:
Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido[18].
El Derecho tiene, en su sustancia, una especial vocación por la defensa del débil. Esa vocación es la que quisiéramos honrar y es aquella a la que, me atrevo a decirlo sin rodeos, las HH. parlamentarias deberían ser más sensibles, también por vocación.
Pero quisiera retomar el punto dejado en suspenso.
Nadie debe sus derechos a otros. Esto no era así en la Roma pagana, como acabamos de decir. Tampoco fue así en la América esclavista, en la Europa nacionalsocialista, en la Unión Soviética estalinista o en las feroces dictaduras latinoamericanas de la Guerra Fría. Pero no solo en aquellos extremos, lo sabemos, lamentablemente. Por eso, hay quien podría decir que este iusnaturalismo es una completa ingenuidad: que los derechos se deben siempre a otros o, peor, que se conquistan contra otros, en una auténtica lucha por el derecho (Ihering). Eso podrá ser así, de hecho, pero la razón y el ideal no han de rendirse ante la facticidad. El progreso, por de pronto, no ha sido posible gracias a ese espíritu fatalista, rendido a la dictadura de los hechos.
Nadie debe sus derechos a otros. Como se dijera hace ya casi medio siglo:
No pertenece a la sociedad ni a la autoridad pública, sea cual fuere su forma, reconocer este derecho [a la vida] a uno y no reconocerlo a otros: toda discriminación es inicua, ya se funde sobre la raza, ya sobre el sexo, el color o la religión. No es el reconocimiento por parte de otros lo que constituye este derecho; es algo anterior; exige ser reconocido y es absolutamente injusto rechazarlo [19].
La posición que busco defender es bien conocida y se apoya en una tradición milenaria[20], inútil esconderlo:
Desde el momento en que el óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces. A esta evidencia de siempre […] la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar[21].
Si esto último nos parece “biologicista”, convendría quizás fijarse también en el actuar y hablar corrientes; es decir, nuestro propio actuar y hablar. Valgan así las siguientes observaciones del filósofo Robert Spaemann para ratificar que “el reconocimiento de la persona no puede ser la reacción a la posesión de cualidades específicamente personales”:
La madre, o quien ocupe su lugar, trata desde el principio al niño como una persona igual que ella, no como un objeto que se puede manipular o como un organismo vivo que se puede condicionar. Enseña a su hijo a hablar no solo hablándole, cuando está presente, de algo que tiene delante de sí, sino también hablándole a él[22].
Y luego:
El hombre comienza a decir ‘yo’ tras un largo período de tiempo […]. Nosotros decimos ‘nací tal y tal día’, e incluso ‘fui engendrado [en tal y tal período]’, aunque el ser que fue engendrado o nació en el momento en cuestión no decía en ese instante ‘yo’. Pero no por eso decimos, sin embargo, ‘aquel día nació algo de lo que procedo yo’. Ese ser era yo. El ser personal no es resultado de un desarrollo, sino la estructura característica de un desarrollo. Como las personas no son absorbidas por sus respectivos estados actuales, pueden entender su propio desarrollo como desarrollo y a sí mismos como una unidad a través del tiempo. Esa unidad es la persona [23].
Pero sobre todo esto ya se ha dicho mucho y me temo que poco se avanza cuando se trata de cuestiones tan fundamentales, cuya elucidación parece depender de apretadas convicciones personales.
C. Sobre la autonomía de la mujer embarazada: ¿A qué precio y para quién? ¿Motivos para celebrar?
Quisiera entonces, para cerrar, abordar la otra gran arista de este tipo de iniciativas de ley. Lo planteo al modo de una pregunta: ¿No es cierto acaso que propuestas como esta tienden hacia la plena autonomía de la mujer? ¿No se trata acaso de dar un paso más en un largo proceso de anhelada liberación femenina? ¿Y no ha sido acaso este proceso algo bueno, deseable? Una respuesta cabal a estas preguntas nos llevaría algo lejos y no es este el contexto. Asumamos que este proyecto busca ser funcional a la conquista de mayores espacios de autonomía para la mujer. El embarazo ata y vincula. El aborto desata y desvincula. Mayor autonomía pues. Se trata entonces de un proyecto tendencialmente funcional en aquel sentido. Pero las preguntas más profundas deben todavía ser otras: Primero, ¿a qué precio tal funcionalidad?[24]Y segundo, ¿quién se “beneficia” con esta nueva autonomía? ¿“Para quién trabaja” –si se excusa la expresión poco castiza– esta funcionalidad?
Sobre lo primero –el precio de esta autonomía– valgan estas elocuentes palabras de Joseph Ratzinger:
En la radicalización de la tendencia individualista de la Ilustración, el aborto aparece como un derecho propio de la libertad: la mujer debe estar en condiciones de hacerse cargo de sí misma; debe tener la libertad de decidir si trae un hijo al mundo o se deshace del mismo; debe tener la facultad de tomar decisiones sobre su propia vida, y nadie puede imponerle (así nos dicen) desde afuera norma alguna de carácter definitivamente obligatorio. Lo que está en juego es el derecho a la autodeterminación. ¿Pero realmente está tomando una decisión sobre su propia vida la mujer que aborta? ¿No está decidiendo precisamente sobre otro ser, decidiendo que no debe otorgársele libertad alguna, y en ese espacio de libertad, que es vida, debe ser despojado de [aquella] porque está compitiendo con su propia libertad?
¿No es cierto acaso que propuestas como esta tienden hacia la plena autonomía de la mujer? ¿No se trata acaso de dar un paso más en un largo proceso de anhelada liberación femenina? ¿Y no ha sido acaso este proceso algo bueno, deseable?
Por consiguiente, la pregunta que debemos hacernos es la siguiente: ¿exactamente qué tipo de libertad tiene incluso derecho a anular la libertad de otro ser, tan pronto como esta surge?[25]
El precio más ostensible lo conocemos entonces: la autonomía se conquista al precio de la vida, también de la vida de mujeres que están por nacer. Sobre esto ya se ha dicho mucho. Con todo, desde este punto de vista –el de la autonomía– se abre un flanco nuevo, que conviene mirar de cerca.
El precio más ostensible lo conocemos entonces: la autonomía se conquista al precio de la vida, también de la vida de mujeres que están por nacer. Sobre esto ya se ha dicho mucho. Con todo, desde este punto de vista –el de la autonomía– se abre un flanco nuevo, que conviene mirar de cerca. ¿No hay acaso muchos otros espacios de atadura y vínculo en nuestras vidas? ¿No hay acaso muchos “obstáculos” que frenan nuestras trayectorias vitales, profesionales, económicas, etc.? Quienes tienen hijos o padres ancianos a su cuidado, bien lo saben: si las ataduras del embarazo son incisivas e “invasivamente” carnales, las ataduras del cuidado personal son persistentes, delicadas, largas (medibles en años), físicas y morales. Pues bien, ¿por qué no remover también aquellos “obstáculos”, aquellos frenos de la ansiada autonomía? ¿Por qué detenerse en las catorce semanas?[26] ¿Por qué no desatarnos de todo freno, de todo compromiso? ¿No es esto, al fin y al cabo, lo que tantos varones han hecho? Nuestro venerado poeta Pablo Neruda, paradigmáticamente[27]. Persiguió su pasión, las letras, hay que decir; y por eso –por su deslumbrante poesía– merece justa admiración.
Quizás si la gran dificultad está en comprender qué es aquella autonomía que anhelamos y en qué medida es un fin digno de ser perseguido en sus propios términos (es decir, como libertad-negativa). El punto viene ya insinuado –al modo de una pregunta sobre la noción de libertad– en el pasaje final de la cita de Joseph Ratzinger que acabamos de transcribir. Esbozar una respuesta nos llevaría, sin embargo, demasiado lejos para los actuales propósitos y posibilidades[28].
Por eso, en lo que queda, y aprovechando la alusión a la “masculina” libertad-nerudiana, quisiera responder el segundo orden de preguntas: ¿para quién trabaja este tipo de legislaciones? Creo que trabaja (también) formidablemente para los varones y para las arcas fiscales del Estado. No sería equivocado motejar este tipo de proyectos como “liberatorios para el varón y para el Estado”. No más ataduras: no más inoportunos exámenes de ADN, no más pensiones de alimentos, ahora entonces menos recursos para el sostén de entidades como Sename y para todo el magro aparato estatal de soporte a la niñez y las familias.
Los problemáticos, los indeseados, aquellos que tan pronto abrir los ojos al mundo experimentaron su odio y su desprecio, aquellos –por fin– disminuirán en número, nacerán en menores cantidades. Se ha demostrado incluso que el aborto coopera en la reducción de las tasas de criminalidad. Cómo no… Nuevamente, ¿a qué precio?
Me excusarán HH. diputadas si he llevado las cosas demasiado lejos. Lo comprendo. Pero cómo no decir ciertas cosas cuando se le pide a uno opinar sobre un proyecto como este. Quisiera cerrar con la siguiente alegoría[29]:
Imaginémonos que –la fortuna no lo permita jamás– a causa de una gravísima crisis económica, nuestro país se empobrezca hasta el punto de que se pase hambre, hambre severa, y no de unos pocos indigentes, sino de una mayoría. El gobierno de turno decide entonces que irá en socorro de la población: primero un 10% de las arcas fiscales, luego un segundo 10%, y así, hasta que no queda nada que redistribuir. Entonces, un grupo de parlamentarios creativos –permítanme que seamos nosotros, los varones, los malos de esta alegoría, como es justo que sea– decide que se está ya al bord e de un estado de necesidad colectiva y legislan en el siguiente sentido: autorizando a las familias a abandonar a su suerte a los hijos o a los padres a su cuidado, siempre que aquellos no se encuentren en estado de trabajar o de procurarse alimentos por sí mismos, comenzando por aquellos que se encuentren enfermos, sean incapaces o tengan menos posibilidades de sobrevida. El hambre lo impone. La necesidad lo impone. ¿Qué diríamos pues de este tipo de legislación? Alguien diría quizás que no es justa, pero que es necesaria. Algunos deben morir para que otros muchos puedan seguir adelante con sus proyectos de vida. Creo, sin embargo, que ninguno tendría motivos para celebrar ante semejante estado de cosas.
¿Qué diríamos pues de este tipo de legislación? Alguien diría quizás que no es justa, pero que es necesaria. Algunos deben morir para que otros muchos puedan seguir adelante con sus proyectos de vida. Creo, sin embargo, que ninguno tendría motivos para celebrar ante semejante estado de cosas.
Creo HH. diputadas que nadie tendría motivos para celebrar si es que se aprueba un proyecto como el que están Uds. proponiendo. Sería antes que nada una abdicación, una derrota para el país que Uds. han prometido servir.
Muchas gracias por su gentil atención.
APÉNDICE OBSERVACIONES TÉCNICAS (EN LA LÓGICA INTERNA AL PROYECTO)
Por sobre la crítica de fondo formulada en el cuerpo del presente texto, al menos tres observaciones técnicas merecen adelantarse desde ya. Ellas buscan revelar espacios de inconsistencia entre los propósitos declarados del proyecto y sus propuestas concretas. Acusan entonces la incoherencia técnica del proyecto. No hace falta decir que estas observaciones no han de leerse como implícitas propuestas para el mejoramiento del proyecto: no es esa mi intención ni mi competencia.
Veamos cada una brevemente.
1. ¿La atipicidad de abortos causados más allá de las catorce semanas de gestación?
En primer lugar, el tenor literal del art. 342 Nº 3 CP propuesto se presta para afirmar la atipicidad del aborto de una criatura de más de catorce semanas de gestación. Esto es así desde que solo “exige” que el consentimiento sea prestado antes de las catorce semanas de gestación, pero no que el aborto sea causado dentro de ese período. ¿Sería así impune el aborto practicado a la semana veinte, con tal que conste el consentimiento de la mujer desde la semana trece, por ejemplo? No es lo que las firmantes de la moción declaran en sus propósitos, pero el texto abre ese espacio de discusión. Una comparación con la técnica empleada en los arts. 344 y 345 confirma el equívoco: en dichas disposiciones sí resulta claro que el plazo de catorce semanas se vincula a la causación del aborto y no solo al consentimiento (que, se entiende, también debe existir, en la lógica del proyecto).
2. La despenalización de abortos practicados en condiciones de grave puesta en peligro para la madre: un contrasentido en la propia lógica del proyecto
Pero hay más incongruencias entre los propósitos del proyecto y su concreción técnica. Como se sabe, este tipo de iniciativas de ley encuentra en la salvaguarda de la salud y seguridad de la mujer embarazada uno de sus argumentos centrales (además del de la autonomía), por contraste a lo que de otro modo –así reza el conocido argumento despenalizador– sería una peligrosa práctica clandestina y sin auxilio médico experto. No quiero discutir aquí la razonabilidad de tal argumento[30]. Solo quiero hacer ver que si tal idea inspira al proyecto (como se afirma en su prólogo), aquello no se ve reflejado en la propuesta de modificación legal, presumiblemente a causa de un defecto de técnica legislativa. Concretamente: desde que la despenalización de las catorce semanas opera también en el marco del art. 342 CP, un aborto practicado en condiciones de elevada puesta en peligro para la mujer (por sujetos sin competencia médica, normalmente bajo clandestinidad) será atípico (no punible), del mismo modo como lo sería el aborto practicado por personal médico en condiciones de seguridad para la mujer (siempre antes de las catorce semanas, se entiende).
3.¿La atipicidad de un aborto practicado con abuso de oficio por personal médico?
Por último, una observación crítica merece también la técnica del propuesto art. 345 CP. Tomado “a la letra”, el aborto causado por el facultativo antes de las catorce semanas de gestación del no-nacido será siempre impune, incluso si es causado “abusando de su oficio”. Aquí también, presumiblemente por un error de redacción[31], pues asumimos que no es lo que pretenden las diputadas firmantes de la moción. Podría pensarse aquí en el caso de un facultativo que no informe debidamente de los riesgos de la operación o que de cualquier modo indebido induzca el consentimiento de la mujer (consentimiento que, no obstante, no pueda negarse o darse por nulo). Piénsese aquí en formas leves a moderadas de presión, en recomendaciones tendenciosas sobre los riesgos y secuelas, entre otras hipótesis que califiquen como abuso de oficio (y se comprende que aludo a formas “moderadas” de inducción, contrarias en todo caso al oficio debido, pues de otro modo –tratándose de formas superiores de presión o engaño– tocaría ya derechamente negar la realidad del consentimiento, resultando punible el aborto).