Hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos nuestro itinerario de profundización de la fe —de nuestra fe—- a la luz de la Carta de san Pablo a los Gálatas. El apóstol insiste con esos cristianos para que no olviden la novedad de la revelación de Dios que se les ha anunciado. Plenamente de acuerdo con el evangelista Juan (cf. 1 Jn 3,1-2), Pablo subraya que la fe en Jesucristo nos ha permitido convertirnos realmente en hijos de Dios y también en sus herederos. Nosotros, los cristianos, a menudo damos por descontado esta realidad de ser hijos de Dios. Sin embargo, siempre es bueno recordar de forma agradecida el momento en el que nos convertimos en ello, el de nuestro bautismo, para vivir con más consciencia el gran don recibido.

Si yo hoy preguntara: ¿quién de vosotros sabe la fecha de su bautismo?, creo que las manos levantadas no serían muchas. Y sin embargo es la fecha en la cual hemos sido salvados, es la fecha en la cual nos hemos convertido en hijos de Dios. Ahora, aquellos que no la conocen que pregunten al padrino, a la madrina, al padre, a la madre, al tío, a la tía: “¿Cuándo fui bautizado? ¿Cuándo fui bautizada?”; y recordar cada año esa fecha: es la fecha en la cual fuimos hechos hijos de Dios. ¿De acuerdo? ¿Haréis esto? [responden: ¡sí!] Es un “sí” así ¿eh? [ríen] Sigamos adelante…

De hecho, una vez «llegada la fe» en Jesucristo (v. 25), se crea la condición radicalmente nueva que conduce a la filiación divina. La filiación de la que habla Pablo ya no es la general que afecta a todos los hombres y las mujeres en cuanto hijos e hijas del único Creador. En el pasaje que hemos escuchado él afirma que la fe permite ser hijos de Dios «en Cristo» (v. 26): esta es la novedad. Es este “en Cristo” que hace la diferencia. No solamente hijo de Dios, como todos: todos los hombres y mujeres somos hijos de Dios, todos, cualquiera que sea la religión que tenemos. No. Pero “en Cristo” es lo que hace la diferencia en los cristianos, y esto solamente sucede en la participación a la redención de Cristo y en nosotros en el sacramente del bautismo, así empieza. Jesús se ha convertido en nuestro hermano, y con su muerte y resurrección nos ha reconciliado con el Padre. Quien acoge a Cristo en la fe, por el bautismo es “revestido” por Él y por la dignidad filial (cf. v. 27).

San Pablo en sus Cartas hace referencia en más de una ocasión al bautismo. Para él, ser bautizados equivale a participar de forma efectiva y real en el misterio de Jesús. Por ejemplo, en la Carta a los Romanos llegará incluso a decir que, en el bautismo, hemos muerto con Cristo y hemos sido sepultados con Él para poder vivir con Él (cf. 6,3-14). Muertos con Cristo, sepultados con Él para poder vivir con Él. Y esta es la gracia del bautismo: participar de la muerte y resurrección de Jesús. El bautismo, por tanto, no es un mero rito exterior. Quienes lo reciben son transformados en lo profundo, en el ser más íntimo, y poseen una vida nueva, precisamente esa que permite dirigirse a Dios e invocarlo con el nombre “Abbà”, es decir “papá”. “¿Padre?” No, “papá” (cf. Gal 4,6).

El apóstol afirma con gran audacia que la identidad recibida con el bautismo es una identidad totalmente nueva, como para prevalecer sobre las diferencias que existen a nivel étnico-religioso. Es decir, lo explica así: «ya no hay judío ni griego»; y también a nivel social: «ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer» (Ga 3,28). Se leen a menudo con demasiada prisa estas expresiones, sin acoger el valor revolucionario que poseen. Para Pablo, escribir a los gálatas que en Cristo “no hay judío ni griego” equivalía a una auténtica subversión en ámbito étnico-religioso. El judío, por el hecho de pertenecer al pueblo elegido, era privilegiado respecto al pagano (cf. Rm 2,17-20), y el mismo Pablo lo afirma (cf. Rm 9,4-5). No sorprende, por tanto, que esta nueva enseñanza del apóstol pudiera sonar como herética. “¿Pero cómo, iguales todos? ¡Somos diferentes!”. Suena un poco herético, ¿no? También la segunda igualdad, entre “libres” y “esclavos”, abre perspectivas sorprendentes. Para la sociedad antigua era vital la distinción entre esclavos y ciudadanos libres. Estos gozaban por ley de todos los derechos, mientras a los esclavos no se les reconocía ni siquiera la dignidad humana. Esto sucede también hoy: mucha gente en el mundo, mucha, millones, que no tienen derecho a comer, no tienen derecho a la educación, no tienen derecho al trabajo: son los nuevos esclavos, son aquellos que están en las periferias, que son explotados por todos. También hoy existe la esclavitud. Pensemos un poco en esto. Nosotros negamos a esta gente la dignidad humana, son esclavos. Así, finalmente, la igualdad en Cristo supera la diferencia social entre los dos sexos, estableciendo una igualdad entre hombre y mujer entonces revolucionaria y que hay necesidad de reafirmar también hoy. Es necesario reafirmarla también hoy. ¡Cuántas veces escuchamos expresiones que desprecian a las mujeres! Cuántas veces hemos escuchado: “Pero no, no hagas nada, [son] cosas de mujeres”. Pero mira que hombre y mujer tienen la misma dignidad, y hay en la historia, también hoy, una esclavitud de las mujeres: las mujeres no tienen las mismas oportunidades que los hombres. Debemos leer lo que dice Pablo: somos iguales en Cristo Jesús.

Como se puede ver, Pablo afirma la profunda unidad que existe entre todos los bautizados, a cualquier condición pertenezcan, sean hombres o mujeres, iguales, porque cada uno de ellos, en Cristo, es una criatura nueva. Toda distinción se convierte en secundaria respecto a la dignidad de ser hijos de Dios, el cual con su amor realiza una verdadera y sustancial igualdad. Todos, a través de la redención de Cristo y el bautismo que hemos recibido, somos iguales: hijos e hijas de Dios. Iguales.

Hermanos y hermanas, estamos por tanto llamados de forma más positiva a vivir una nueva vida que encuentra en la filiación con Dios su expresión fundamental. Iguales por ser hijos de Dios, e hijos de Dios porque nos ha redimido Jesucristo y hemos entrado en esta dignidad a través del bautismo. Es decisivo también para todos nosotros hoy redescubrir la belleza de ser hijos de Dios, ser hermanos y hermanas entre nosotros porque estamos insertos en Cristo que nos ha redimido. Las diferencias y los contrastes que crean separación no deberían tener morada en los creyentes en Cristo. Y uno de los apóstoles, en la Carta de Santiago, dice así: “Estad atentos a las diferencias, porque vosotros no sois justos cuando en la asamblea (es decir en la misa) entra uno que lleva un anillo de oro, está bien vestido: ‘¡Ah, adelante, adelante!’, y hacen que se siente en el primer lugar. Después, si entra otro que, pobrecillo, apenas se puede cubrir y se ve que es pobre, pobre, pobre: ‘sí, sí, siéntate ahí, al fondo’”. Estas diferencias las hacemos nosotros, muchas veces, de forma inconsciente. No, somos iguales. Nuestra vocación es más bien la de hacer concreta y evidente la llamada a la unidad de todo el género humano (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 1). Cualquier cosa que agrave las diferencias entre las personas, causando a menudo discriminaciones, todo esto, delante de Dios, ya no tiene consistencia, gracias a la salvación realizada en Cristo. Lo que cuenta es la fe que obra siguiendo el camino de la unidad indicado por el Espíritu Santo. Y nuestra responsabilidad es caminar decididamente por este camino de igualdad, pero igualdad que es sostenida, que ha sido hecha por la redención de Jesús.

Gracias. Y no os olvidéis, cuando volváis a casa: “¿Cuándo fui bautizada? ¿Cuándo fui bautizado?”. Preguntad, para recordar esta fecha. Y también celebrar cuando llegue la fecha. Gracias.


Fuente: Vaticano

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