La dolorosa decisión de Benedicto XVI de dejar el pontificado fue desde el principio interpretada de muchas maneras. Una de ellas es la versión desacralizante, según la cual el papado se estaría convirtiendo en un cargo como todos los demás, laicizado, temporal y con una finalidad funcional. El Papa, “uno de nosotros”. Nuestro Observatorio ha sido advertido por estas interpretaciones; sin embargo, se han difundido mucho, incluso dentro de la Iglesia, y especialmente en la base, a través de semanarios diocesanos.

En estos días un teólogo ha escrito: “Después de todo, el cristianismo ha desacralizado la religión: Jesús haciéndose carne ha cerrado la brecha con los hombres. Para nosotros los cristianos la grandeza es la santidad, no la sacralidad: la sacralidad indica distancia, a diferencia de la santidad”. El gesto del Papa se ha visto, entonces, como el abandono de la sacralidad para pasar a la santidad.

A mi modo de ver en la vida de la Iglesia hay tanto lo santo como lo sagrado. Sin duda, las personas no son sagradas, si acaso santas. Cada fiel está llamado no a sacralizarse a sí mismo, sino a santificarse. Pero esto no quiere decir que no exista también lo sagrado, como depósito objetivo de la gracia a la que recurrir para ser santos. La Sagrada Escritura es sagrada. Los sacramentos son sagrados. La Eucaristía es sagrada. El Sagrario y la iglesia como lugar son sagrados. María es sin duda santísima, pero también es sagrada porque es sagrario viviente. La Iglesia es santa pero también sagrada en cuanto misterio. El sacerdote puede ser más o menos santo, pero es sin duda sagrado, como sagrada es la consagración que él hace en el altar. Nuestro cuerpo tiene su sacralidad porque es templo del Espíritu Santo. El Papa y los obispos pueden ser más o menos santos como fieles, pero también son sagrados, como sucesores de Pedro y de los apóstoles.

Cristo ha desacralizado la religión pagana, en cuanto se ha opuesto a la sacralización del mito y ha enseñado a adorar al Padre “en espíritu y verdad”. Él se ha hecho carne, pero no se ha reducido a la carne. Se ha hecho uno de nosotros, pero no se ha reducido a uno de nosotros. Se ha presentado a sí mismo como el Templo y ha dicho que puede ser adorado también fuera de los lugares destinados para ello. Sin embargo, sigue dejándose encontrar en la sacralidad de la gracia divina y en todas las ocasiones sagradas en que la Iglesia lo celebra y lo anuncia.

Hablar de santidad cortando los puentes con lo sagrado, o incluso presentar la santidad como lo antisagrado, como el abandono de lo sagrado, es una posición que tiene, en mi opinión, muchos errores. Significa entregarse a la secularización, que es a menudo una desacralización y no por ello conduce a alguna santificación.

Regresando a Benedicto XVI, él ha querido continuar viviendo en el “recinto de San Pedro”, considerándolo evidentemente un lugar sagrado. Ha dicho, utilizando una imagen evangélica, que quiere retirarse “al monte”, que bíblicamente es el lugar sagrado por excelencia. Ha dicho que permanecerá unido a la Iglesia en la sacralidad de la oración. No se ha convertido en “uno de nosotros”, no ha dejado su vestimenta blanca y no se ha retirado a la vida privada. No es ya el Papa pero tampoco se ha jubilado. Después de esta renuncia, el Papa no se convierte en un empleado del Estado Vaticano, santo, quizá, pero no ya sagrado.

¿El papado es fuerte porque es humano, como titulaba algún periódico? No, gracias. El papado es fuerte porque es divino.

* El autor es Director del Observatorio Internacional Cardenal Van Thuan.

Los movimientos y comunidades eclesiales que el Papa Benedicto XVI llamó el quinto gran movimiento del Espíritu en la historia de la Iglesia, parecen manifestar las dos clases de desarrollos que, de acuerdo con Newman, serían los resultados característicos de un concilio.

Únicamente aprendiendo a comprender ese rasgo fundamental de la existencia moderna que se niega a aceptar la fe antes de examinar todos sus contenidos, podremos recobrar la iniciativa en vez de simplemente responder a las interrogantes planteadas. Sólo entonces podremos revelar la fe como la alternativa que el mundo espera después del fracaso de los experimentos del liberalismo y el marxismo. Éste es el desafío de hoy para la cristiandad y aquí reside nuestra gran responsabilidad como cristianos en el momento actual.

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