Diálogo de Aldo Cazzullo [1] con el Cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán —a cargo hace un año de esa arquidiócesis, la más grande del Viejo Continente—, donde se conversa sobre la Iglesia, Europa, la nueva política, el hombre y la cultura de nuestro tiempo.
— Eminencia, en el discurso de San Ambrosio [2], usted invita a no hablar siempre y únicamente de crisis, sino de proceso y transición. ¿Qué quiere decir?
—Por una parte, debemos considerar con mucho realismo la efectiva gravedad de la llamada crisis económico-financiera. ¡El hecho es de tal manera imponente! Sin embargo, en todos estos años siempre he percibido que la categoría de “crisis” por sí sola no logra expresar todo lo que está en juego. Lo ocurrido, también a nivel económico y financiero, tiene como horizonte la mutación inédita producida tras la “caída de los muros”. Después del fin de las utopías del siglo XX, no tanto de las ideologías, se sucedieron con gran rapidez cambios, más que epocales, inéditos: la civilización de las redes, la globalización, la mutación de la percepción común de la sexualidad y del amor, la posibilidad —llena de riesgos— de intervenir en el patrimonio genético, los grandes desarrollos de la física de partículas, que indaga sobre el origen del cosmos —pensemos en la llamada “partícula de Dios”—, y luego el “mestizaje”, los flujos migratorios… Obviamente, no estoy en condiciones de evaluar si existe una relación de causa y efecto entre todos estos fenómenos y la actual situación de crisis; pero me parece claro que, si no situamos la interpretación de la crisis dentro de este proceso más inédito que epocal, no saldremos adelante. No basta una interpretación orientada a identificar “recetas técnicas”. Sólo dentro de la dimensión cultural, antropológica, ética, es posible comprender y explicar lo que es la crisis económica y financiera.
—Usted ha denunciado la incomprensibilidad más bien lingüística que teórica de esta crisis vinculada con todos, pero que nadie logra comprender, como si faltaran las palabras para indicarla y explicarla.
—Sí, he llamado la atención sobre el hecho de que el hombre de la calle no logra comprender lo que sucede. Esta distancia sideral entre el lenguaje económico-financiero y la gente común, que también es protagonista, es profundamente injusta. Es fundamental que la economía y las finanzas vuelvan a decirnos de qué se están ocupando. Ya no se puede comprender únicamente a partir de los golpes que estamos recibiendo. Se requiere realmente una interpretación cultural del fenómeno en la cual se sitúen las intervenciones de carácter técnico.
—¿Cuáles son las cosas que pueden hacer avanzar la transición?
—Yo insisto en el binomio confianza-cohesión. Decir que sólo podemos salir adelante juntos es un poco banal, todos lo repiten. Es más interesante advertir que ya Adam Smith, el padre de la ciencia económica moderna, el teórico de la “mano invisible” que ajusta el mercado, escribe que sólo con un lenguaje común es posible persuadir para el cambio, es decir, mediante la confianza. Con todo, ya Aristóteles consideraba monstruoso hacer coincidir la riqueza con la felicidad, cambiar el medio por el fin. El mercado debe saber volver a estos elementos fundamentales. Las finanzas deben reconocer que han puesto en terreno fuerzas contradictorias: por una parte, la pretensión de ganancia inmediata, mientras las finanzas nacieron para garantizar seguridad para el futuro; por otra, la obsesión por el anonimato, el círculo vicioso de los subprime. El factor de la “mano invisible” se ha manejado en términos inmorales y despreocupados: se desmenuza la deuda hasta construir esta especie de cadena de San Antonio, pero en un determinado punto la cadena se rompe y los últimos pagan el precio más alto.
—Usted opone a la degeneración de las finanzas el tema de lo gratuito.
—Tal vez no he logrado explicarme bien al respecto. Éste es un tema sobre el cual la encíclica Caritas in veritate aportó muchísimo, pero no fue considerada por los mundos de la economía y las finanzas. Se confunde lo “gratuito” con lo “gratis”. Cuando hablo de gratuidad, me refiero a la conciencia de que el trabajo productivo y el trabajo financiero, como todos los demás trabajos, poseen en sí mismos una bondad y una belleza que es posible reconocer y poner en ejecución. Pensemos en nuestros artesanos, que tenían el gusto por el trabajo bien hecho, para los cuales la silla debía ser bella en sí misma antes de someterse a la ley de la utilidad justa. Ciertamente, también lo útil tiene valor, pero viene en un segundo momento. La gratuidad así entendida es antídoto de la avidez.
—¿El hecho de que el gusto por el trabajo bien hecho se haya terminado es una de las causas de la crisis?
—Ciertamente, pero no es la única. Pienso en todo lo construido después de la guerra por muchos actores sociales. Tengo en mente, por ejemplo, la vitalidad del movimiento obrero y del así denominado católico. El progresivo fin de éstos y otros actores restringió el ámbito de la acción social, económica y política al tecnicismo en perjuicio de una antropología y una ética basadas en la narración recíproca, que si bien suele ser bastante dura, cubre todos los factores decisivos de lo humano.
—Sin embargo, en Italia hemos asistido a un cambio de giro en la política, al nacimiento de un nuevo gobierno, que marca también el regreso a terreno de los católicos. ¿Cómo juzga esto?
—La apelación autorizada proveniente del Papa y de los obispos llamando al compromiso político no prefigura alquimias partidistas. Es una referencia a la visión antropológica propia de la doctrina social católica en su triple articulación —principios de reflexión, criterios de juicio, directivas de acción—, de acuerdo con la formulación de Juan Pablo II, que mientras corregía la teología de la liberación, lanzaba nuevamente la Doctrina Social de la Iglesia.
—Usted ha destacado la exigencia de sobriedad.
—Sí, pero este tema no se aborda ideológicamente. No se trata ante todo de juzgar cómo consumen los demás, sino a partir de un compromiso personal proponer, para la libre elección de todos, un estilo de vida que admite la gratuidad y la fraternidad, que hacen la existencia más grata. En la vigilia de la Navidad la Iglesia canta así: “El Altísimo viene entre los pequeños, se inclina sobre los pobres y salva”. Procuramos recuperar un argumento ya apreciado por San Ambrosio: todo cuanto tenemos lo hemos recibido y lo tenemos en uso. La propiedad privada no anula este principio, así como no anula el destino universal de los bienes. Es preciso partir de nuevo desde los puntos vivos ya existentes. No estamos en la ruina ni debemos partir de cero. Se trata de favorecer las prácticas virtuosas en curso, en el ámbito del trabajo, de la empresa, de las finanzas. Al respecto, Milán, en virtud de su historia, tiene desde luego autoridad moral para replantear la tarea de las finanzas.
—¿La política no hace lo suficiente a favor de la familia?
—La caída demográfica tiene una connotación trágica para la realidad europea. Es necesario intervenir en ella con políticas decididas. Sin embargo, en el tema de la pobreza y la marginación, no podemos olvidar que las zonas pobres del planeta son todavía las más afectadas por la crisis actual. Debemos decidirnos a conjugar solidaridad con sobriedad de vida, sabiendo acoger las situaciones de marginación grave que se están produciendo. Para la Iglesia de Milán, pienso en la extensión del fondo Familia-Trabajo mediante la creación de una asociación mutualista estable. Y pienso en el tema de la inmigración, que se enfrenta conjugando la magnanimidad con el equilibrio, porque ambas cosas de hecho no se excluyen.
—Usted ha expresado graves preocupaciones en cuanto a las tensiones que están lacerando a Europa.
—En épocas anteriores, los problemas de dialéctica interna se enfrentaban en el espacio europeo mediante la guerra. Ahora los estamos enfrentando con el spread. Esperemos que del spread no se vuelva a la violencia.
—¿Teme realmente el retorno a la violencia?
—Sí, tengo este temor. No pienso en una guerra dentro de Europa. Temo que los desequilibrios del planeta puedan explotar donde la guerra ya está ocurriendo o introducirse en la delicadísima evolución del norte de África, cuya actualidad se impone también para nosotros los europeos. La esperanza posible es que todos nos movamos: la casa se quema. No podemos perder tiempo con “a mí me toca” o “a ti te toca”. Como ocurre en familia, en caso de necesidad extrema, es preciso un despliegue extraordinario de energía. Para salir del actual “atascamiento”, Europa debe rescatar lo mejor de su historia. Sólo así se podrá revitalizar la sociedad civil. Es igualmente necesario un replanteamiento de la política. No se puede ni se debe renunciar al nivel de guía y dirección que la política posee por naturaleza. Aquí situaría también la tarea de la Iglesia italiana, llamada a profundizar con decidido impulso el camino de las últimas décadas, desde el Convenio eclesial de 1976 en adelante. Tenemos el don del magisterio de Juan Pablo II y de Benedicto XVI. Nosotros, los cristianos, debemos recuperar nuestra tarea específica, la tarea educacional, en todos los niveles, desde el bautismo en adelante, mostrando en los hechos la importancia de la fe en la formación de personas que sepan comprometerse en todos los terrenos, incluso en la sociedad civil. El despertar del compromiso político directo de los católicos, si se entiende debidamente, podrá constituir un aporte para la regeneración del país. Para el Cardenal Scola lo anterior es importante “a condición de que no se plantee en términos de poder”.
Por lo cual señala:
—Obviamente, no existe una realidad societaria en la cual no esté implícito el poder. Incluso en la familia tiene un peso —¡y a menudo qué peso!— el poder afectivo entre el hombre y la mujer, los padres y los hijos. Siempre se ha escuchado hablar del poder como servicio. El problema es cuál tipo de hombre es puesto en servicio por la sociedad para guiarla, cuál es el que asume un poder. Al decir lo que quiero decir tal vez no me aprobarán, pero el problema no es la hegemonía. El problema del poder no es por ejemplo para nosotros, los católicos, el saber cómo podemos volver a tener hegemonía en el país. El problema es vivir el poder en su aspecto de verdad. ¿Y cuál es la garantía de verdad del poder? Quienes escuchaban a Jesús decían: “Éste habla con autoridad”, porque lo veían realmente implicado en lo que decía. Jesús pagó en persona. La categoría del testimonio es fundamental. Los estadistas que pusieron a Europa en marcha eran hombres que hablaban con autoridad porque en primer lugar estaban implicados en el proyecto en el cual creían. Ahora todo se ha vuelto más complejo. Estoy lejos de subestimar la competencia, el carácter técnico; pero ningún hombre se mueve ni se arriesga únicamente en nombre de la competencia. El motivo por el cual me comprometo cada día en mi vida es anterior a cada uno de mis roles o competencias: es el sentido mismo del vivir entendido como significado, como meta, como dirección del camino. Lo experimentamos en los días de Navidad. El “Dios con nosotros” cambia el sentido de la vida. Si Dios está con nosotros, yo vivo de distinta manera. Por ejemplo, el destino universal de los bienes se convierte en contenido y criterio de mi elección. Es preciso mirar de manera nueva al hombre y a su ser en relación. Juan Pablo II decía que desde la segunda mitad de los años 60 se inició una gran contienda sobre lo humanum; pero en esos años todos, incluso en posiciones opuestas, incluso en la dureza de ciertas etapas que el país atravesó, sabíamos qué era lo humanum. Hoy debemos redescubrirlo, replantearlo.
—¿Está diciendo que en la política hay un déficit que los técnicos no pueden superar solos?
—Ciertamente hay un déficit en la política. Debemos replantearla en términos radicales. ¿No le impresiona el hecho de que se hable tan poco de la historia reciente? Ya hemos señalado la relación entre el movimiento obrero y el movimiento católico. También los sindicatos hablan demasiado poco del tema. ¿Cómo es posible interpretar los cambios radicales sin una referencia a esta historia para poder abrirnos al futuro? Recuerdo una conversación con Augusto Del Noce que me impresionó mucho. El autor de El suicidio de la revolución, profecía no menor, intuyó que la Democracia Cristiana estaba llegando a su fin porque a partir de los años 70 perdió el testimonio y la cultura. Tengo muy presente, porque lo he visto en muchos, el compromiso gratuito del movimiento católico y del movimiento obrero: hombres y mujeres que después de un trabajo arduo durante todo el día, de noche todavía encontraban la energía requerida para dar una mano en la gestión de los mil campaniles. Administraban el país. Nadie pretende ser anacrónico. Más se trata de intensificar el gusto, la energía, la pasión por la familia, la consociedad, el campanil, el pueblo.
Es muy pronto para emitir un juicio amplio. Todavía no sabemos cuál será el resultado de toda esta situación. Mi atención está dirigida a la tarea de la Iglesia y de los hombres de la Iglesia —por consiguiente a lo que me concierne personalmente—, a aquello que la gran tradición llama el “bonum Ecclesiae”. La expresión, obviamente, no se traduce como “lo que es ventajoso para la Iglesia”. Veamos más bien qué debe mantenerse y qué debe corregirse. Defender el “bonum Ecclesiae”, libres de toda pretensión hegemónica, significa para los cristianos llevar a todos los ambientes la propuesta del Evangelio, la belleza de la experiencia cristiana en lo cotidiano de la vida asociada. Si esto se vive en su justa forma, tendremos hombres capaces de virtudes no sólo teologales —fe, esperanza, caridad—, sino también cardinales: prudencia, justicia, fortaleza, templanza. Serían bellas virtudes también para un político.
—Usted nació en Lecco, que es parte de su diócesis, y se formó en Milán. ¿Cómo fue su reencuentro con esta ciudad?
—Para mí, Milán es entusiasmante. Pasé aquí los años de la universidad, y cuando estaba fuera venía muy a menudo. Debo reconocer que me costó salir de Venecia, que es un gran don para la humanidad; pero la fórmula de mi “regreso a casa” es verdadera. Tal vez sea un anticipo del crepúsculo propio de la edad…
—No diga eso, usted sólo ha cumplido setenta años.
—En todo caso, no tendré tantos años por delante y siempre será lo que Dios quiera. Creo que Milán tiene una función de protagonista de primer plano en la salida de la difícil situación actual. En su historia, el elemento trabajo ya está bien “rodado” a partir del siglo XVIII. En Milán, la tradición industrial es muy distinta al resto del país. Además, el elemento magnanimidad está en el ADN de esta tierra, así como su capacidad de acoger. Milán es una encrucijada de distinta manera que Venecia, más fluida no sólo por el agua, sino por su configuración, por su historia y por su cultura, siendo una ciudad visitada por toda la humanidad. En Milán hay más elementos de estabilidad y más posibilidades de apertura, si bien, como en todas partes, se requiere un surplus de relación, de respeto, de narración, de humildad para recibir el relato de los demás, de tendencia al reconocimiento recíproco, para encontrar el acuerdo noble que es el fundamento de la política.
—Usted proviene del movimiento de Comunión y Liberación (CL). ¿No teme que, con casi diecisiete años de poder de Formigoni, y con los problemas y los escándalos, CL haya caído en algún exceso?
— Creo que CL es un fenómeno educativo eclesial formidable cuya importancia principal reside en la capacidad de transmisión entre las generaciones de una modalidad persuasiva y vital del ser cristianos. Todo lo demás, hasta donde he podido ver desde adentro, es decir, hasta hace veinte años, siempre se consideró en el orden de las consecuencias, de la responsabilidad personal de quienes asumían una determinada tarea. Creo que esto ahora es aún más claro, marcado y evidente. No tengo relaciones privilegiadas con el movimiento en comparación con las que tengo con las demás realidades asociativas; pero, por lo que veo y leo, me parece que el sucesor de don Luigi Giussani se está moviendo decididamente en esta dirección: los hombres que se han comprometido en la política presentan ahí su rostro y sobre esta base han sido y serán evaluados por los ciudadanos. Conozco a Roberto Formigoni desde que tenía 14 años si bien hace tiempo que nos vemos rara vez. Si alguien ha sido elegido cuatro veces consecutivas Presidente de la Región de Lombardía, debe existir un motivo, y no creo que precisamente hayan sido todos votos de CL. El destino de un político en definitiva lo determinan quienes votan.
—¿Cómo inició el nuevo oficio de Arzobispo de Milán?
—Se estableció de inmediato una relación muy positiva con los obispos auxiliares, el consejo episcopal, los vicarios episcopales, los vicarios sectoriales. Tuve un encuentro sumamente articulado con los sacerdotes, por encima de habladurías y prejuicios: siete encuentros zonales; en la mañana, una asamblea en la cual participaron en total alrededor de dos mil sacerdotes; en la tarde, una asamblea con los responsables de las parroquias y de las agrupaciones de fieles, en total más de diez mil personas. En todas las zonas, celebré la Santa Misa con gran afluencia de personas. Pude constatar la solidez, la riqueza, el involucramiento de la fe con la vida.
—La diócesis de Milán tiene una tradición de autonomía en relación con Roma, a veces también de enfrentamiento.
—No hablaría de autonomía sino de carácter singular. La tradición ambrosiana constituye un valor muy grande para la Iglesia universal, para el Papa: nadie la ha puesto jamás en tela de juicio seriamente, tanto menos en Roma. Milán tiene una gran tradición educativa a partir de los oradores de la diócesis, tiene una gran tradición de pensamiento: el Seminario y la Facultad de Teología, el Instituto Superior de Ciencias Religiosas, la Ambrosiana, la Universidad Católica. Se trata, como siempre en la Iglesia, de comprender bien el principio según el cual el “todo” proviene en primer lugar de la “parte” y la hace ser posible y eficaz. Von Balthasar decía que el fragmento brilla en mayor medida si está inserto en el todo. Este fragmento, que es nuestra Iglesia ambrosiana, encuentra todo su esplendor unido a la roca de Pedro: en el momento en que se manifiesta, este dato adquiere un carácter cada vez más brillante, fascinante. Para resultar persuasivos, debemos comprometernos con el Señor y con los hombres, y seguir bebiendo de nuestra gran tradición. Por algo estamos aquí hablando de San Ambrosio. Al leer sus biografías, impresiona la actualidad de los problemas abordados: desde la oposición al aborto hasta la obligación de los hijos de ocuparse de los padres ancianos y el rol de la mujer; desde el tiempo de la angustia que padeció hasta la claridad con la cual se movió ante el emperador sin mirar a la cara a nadie. Luego San Carlos Borromeo. Y para limitarme a los arzobispos, cito a los últimos: los cardenales Ferrari, Ratti, Tosi, Schuster, Montini, Colombo, Martini, Tettamanzi. Milán tiene grandes proporciones, contiene muchas riquezas. Indudablemente, también la Iglesia ambrosiana está viviendo una etapa de dificultades y transición, pero yo tengo gran esperanza en el futuro. Considero, en todo caso, decisivo que Milán, como Iglesia y como sociedad, aplique el criterio de la pluriformidad en la unidad, que permite valorizar todos los factores positivos en curso. Sólo la vida genera la vida: la vida necesita estructuras, como el hombre el esqueleto, pero ante todo no está la estructura, sino la vida misma.