«Mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de ‘normalidad’, la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino de retorno ‘al principio’ (Mt 19.8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica». JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis splendor.
La melancolía es algo demasiado doloroso, y se extiende demasiado profundamente, hasta las raíces mismas de la existencia humana, como para que nos podamos permitir abandonarla en manos de los psiquiatras.
Por eso, si aquí nos preguntamos por su sentido es, precisamente, porque no se trata de una cuestión de orden meramente psicológico o psiquiátrico, como dijimos, sino espiritual. Creemos que se trata de algo que está en estrecha relación con las profundidades de nuestra naturaleza humana.
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Partiendo del fenómeno mismo, intentaremos aprehender, quizás sólo en parte, el significado que tiene para el ser humano, para el desarrollo de su obra y su personalidad. Sin embargo, buscaremos más su explicación espiritual que su aspecto clínico-psicológico. A decir verdad, creo, y me anticipo algo a las conclusiones, que debemos considerar la melancolía como algo en donde se revela de modo absolutamente evidente el punto crítico de nuestra situación humana.
Vamos a avanzar con prudencia. Iremos penetrando, desde lo exterior hacia lo interior, sin pretender, de este modo, agotar el tema, con todo lo que implica y contiene.
Su nombre es Schwer-Mut [1]. Pesadez del alma. Un fardo pesa sobre el hombre y lo abate: él se sumerge en sí mismo; se relaja la tensión de sus miembros y de sus órganos, se paralizan los sentidos, los instintos, las representaciones, los pensamientos; la voluntad se duerme, se apaga la intensidad del deseo y el gusto de trabajar y de luchar.
Una cadena interior, que viene del alma, pesa sobre todo lo que, de ordinario, brota, vibra y obra libremente. La espontánea energía de la decisión, la capacidad de trazar contornos claros y vigorosos, la valerosa aprehensión de la forma; todo esto se vuelve fatiga e indiferencia. El hombre ya no es dueño de su vida. No acompaña ya la marcha de los acontecimientos. Los sucesos se embrollan en torno a él; ya no puede mirar a través de ellos. Ya no está preparado para enfrentarse a ninguna experiencia. La tarea se yergue frente a él como una montaña imposible de subir.
Partiendo de semejante estado del alma, Nietzsche ha caracterizado este espíritu de pesadez, como el peor de los Demonios. De allí nace aquella imagen nostálgica del hombre «que puede bailar» y este sentimiento de que la levedad, la capacidad de planear y ascender es el valor supremo.
Una vida así es profundamente vulnerable. Esta vulnerabilidad no proviene, básicamente, de deficiencias de estructura o de una insuficiencia de la fuerza interior, aunque se puedan agregar elementos de esta naturaleza, sino de una sensibilidad del ser debida a la multiplicidad de dones naturales. Me parece que los hombres simples no se vuelven melancólicos. Pero «simplicidad» no significa aquí un defecto de formación o de condiciones sociales modestas. Un hombre puede ser extremadamente instruido, estar lleno de pretensiones, múltiples relaciones sociales, desplegar una vasta actividad, y sin embargo, ser «simple» en este sentido. «Multiplicidad» designa aquí la contrastariedad [2] interior y las tendencias vitales: una tensión entre las causas, un antagonismo recíproco de los instintos, contradicciones en la actitud respecto de los hombres y de las cosas, en las exigencias respecto del mundo y de su propia existencia, en las normas que se aplica. Esta sensibilidad, consecuencia de la «multiplicidad», hace al hombre vulnerable porque la existencia en sí permanece inexorable. Y el hecho que sea inevitable, es precisamente lo que la hiere; por todos lados está el sufrimiento [3]; el sufrimiento de los seres indefensos y débiles; el sufrimiento de los animales y de las criaturas mudas… y en definitiva, nada puede cambiarse. Es imposible de remontar. Es así y seguirá así. Pero esto es, justamente, lo que deprime: Las mezquindades de la existencia, con frecuencia tan triste y chata, son las que hieren.
Aquí está el vacío. Si se prefiere: el vacío metafísico. Aquí está el punto donde la acedia se une a la melancolía. Y, a decir verdad, un tipo particular de acedia, que ciertas naturalezas experimentan. No significa que alguien que no haga nada con seriedad, permanezca ocioso. Puede llevar una vida ocupadísima. Esta acedia significa que se busca en las cosas, apasionadamente y por todos lados, lo que ellas no poseen. Se busca, con una sensibilidad dolida y un defecto en la adecuación, lo que se podría llamar «burgués», en el mejor sentido del término: esto es, el compromiso con lo posible y el sentimiento de bienestar. Intentamos tomar las cosas como pretendemos que ellas sean, hallar en ellas la densidad, la seriedad, el ardor y la capacidad de perfeccionamiento, del que cada uno tiene sed. Pero esto es imposible. Las cosas son finitas. Toda finitud es una deficiencia. Y esta deficiencia es una decepción para el corazón que ansía lo absoluto. Esta decepción aumenta y se vuelve sentimiento de un gran vacío… Nada hay que sea digno de ser. Y ninguna cosa es digna de que se ocupen de ella.
Hieren las carencias morales de los otros. Sobre todo la falta de distinción, de nobleza en las disposiciones. Y, más en particular, hiere muy profundamente lo que es vil y vulgar.
Hemos usado siempre la palabra «vulnerabilidad» y, efectivamente, es sobre ella que debemos poner el acento. Expresa el matiz particular de los sufrimientos de la melancolía. En efecto, no son sencillamente una falta de gusto, o un descontento, o un dolor. Normalmente, pueden ser muy dolorosos, violentos, provocar una resistencia apasionada. Pero, en general, siempre suele haber en ellos algo de claridad, que enciende la fuerza de afirmación necesaria para sostener una decidida defensa. En la melancolía, por el contrario, reside un elemento particular, que se podría decir, lleva al elemento doloroso hasta el punto más sensible. El sufrimiento de la melancolía tiene un carácter propio de interioridad, una profundidad particular, algo de lo cual nada nos protege, que está expuesto a todos los riesgos. Falta la fuerza capaz de resistir, y así, el elemento doloroso se une a algo del propio interior. Esta proximidad del sufrimiento, y al mismo tiempo, la falta de proporción evidente entre lo que, se podría decir, es el dolor normal, provocado por alguna causa, y el grado de profundidad que alcanza en el melancólico, permiten suponer que aquí se trata de algo constitutivo. Esto no se debe a sucesos y estímulos que vienen del exterior, sino al mismo interior, a la afinidad electiva del ser con todo lo que puede herirlo, del modo que sea. Esto es lo particular.
Y puede llegar tan lejos, que el melancólico experimenta todo acontecimiento o cualquier cosa, como doloroso; siente que la existencia misma, en tanto que existencia, se le vuelve sufrimiento: su propia existencia y el hecho mismo de que algo exista.
Un ser semejante no tiene ninguna confianza en sí mismo. Está persuadido que es menos que los otros, que es nada, y no sabe nada. Y esto, no sólo porque esté insuficientemente dotado o porque haya sufrido alguna derrota. Ciertamente, allí existe una convicción a priori que no puede ser refutada definitivamente, ni siquiera por el éxito, sino que, por el contrario, se siente confirmada en cada derrota, muy por encima de su importancia real. Más aún, tal falta de confianza en sí mismo, es precisamente lo que provoca las caídas. Ocasiona la falta de seguridad interior, perfora y obstaculiza el querer y la acción, hace vulnerable a las dificultades exteriores.
Esta falta de confianza en uno mismo es característica, muy especialmente, en la relación con el prójimo: en la conversación, en las relaciones sociales, en el comportamiento en público. Quizás esto está en estrecha relación con el hecho de que aquí es herida la necesidad, particularmente sensible, de hacerse valer.
Todo esto, por lo demás, no excluye que un hombre así sea vanidoso u orgulloso, que reclame ser apreciado, rodeado de consideraciones. Sus pensamientos y su imaginación se hallan, tal vez, llenos de sueños, en los que se ve reconocido, poderoso, implicado en proyectos que lo exponen a las miradas… Del mismo modo que la vulnerabilidad, antes descripta, no excluye que quien la carga sobre sí sea profundamente sensible a la multiplicidad de significaciones, a los diferentes valores y a la belleza del mundo.
Que el melancólico soporte este yugo, que sea herido tan fácilmente por la existencia, que su facultad de apreciarse y de afirmarse a sí mismo sea tan pequeña: todo esto se vuelve operante al mismo tiempo y, con hostilidad, se torna contra él mismo. Según la psicología moderna, lo que llamamos «vida» no tiene un solo significado. Básicamente, la vida estaría dominada por dos instintos fundamentales, que se oponen mutuamente. Por un lado, ser en el aquí y ahora, afirmarse, desarrollarse, realizar una ascensión. Y por otra parte, querer dejar de ser, anhelar la propia aniquilación. Todo se reduce, efectivamente, a ello. Parece, en efecto, que sólo desde este punto de vista, se comprende la forma enigmática en la que se comporta nuestra naturaleza viviente. Si algo la amenaza, ella se defiende. Pero no sólo se defiende; algo del peligro le da respuestas de sí misma. Lo que la amenaza no sólo le da miedo, sino que también la seduce. Nuestra naturaleza viviente se pone a la defensiva ante el peligro y la muerte, pero, al mismo tiempo, misteriosamente la cautivan, porque, en ella misma, hay algo que la atrae hacia ellos.
Desde aquí, se abre una perspectiva sobre las relaciones metafísicas últimas; aquí está el punto de partida para algo de orden espiritual: para el «gran desprecio» de sí mismo, la voluntad de autodestrucción, que dé nacimiento a algo más grande.
Todos estos elementos existen y constituyen la tensión de lo viviente [4]. Pero, en la melancolía, ellos amenazan con degenerar en factores de destrucción. El impulso hacia el auto-aniquilamiento amenaza con constituirse como señor. El dolor y la muerte adquieren una peligrosa fuerza de atracción. Arrastra la tentación profunda de dejarse llevar a la deriva.
Al fin y al cabo, esta voluntad se vuelve activa y se torna directamente contra la propia vida del individuo. La propensión a torturarse a sí mismo es un rasgo psicológico de la melancolía.
Obviamente, en esta afinidad con las fuerzas del entorno que pueden dañar, debemos reconocer una voluntaria inclinación inconsciente.
Este querer ejerce un poder de sugestión: el hombre se ve enfermo y, así crea su enfermedad.
Él es quien también actúa en el tormento psicológico. Todo se transforma en instrumento de esta voluntad muda, todo, incluso las cosas más excelsas que, por naturaleza, únicamente deberían exaltar y plenificar la personalidad. Aquí tocamos lo más problemático de nuestra existencia humana: incluso los valores pueden volverse instrumentos de sufrimiento. «Valor» significa que algo es digno de ser; que su existencia está justificada; que es precioso, noble, excelso. «Valor» es, pues, una expresión que también indica que algo es positivo, que posee una fuerza de realización; que eleva, que está lleno de sentido. Ahora bien, en el momento en que consideramos un valor en sí mismo, por ejemplo el «bien», lo «justo», lo «bello»…, se manifiesta únicamente como bondadoso, bienhechor. Pero, cuando el valor se sitúa en la vida real, donde el hombre real lo pone en acto, su efecto es experimentado de diferentes modos: éste puede producir múltiples efectos: llevar a un crecimiento, llenar; o también, puede amenazar, conmocionar. Prescindiendo del hecho de que sabemos que Dios es el Bien, el Valor mismo y absoluto, la certeza de que los efectos tienen un único sentido existe solamente en el plano teórico, de las meras ideas, y, entonces, sólo por deducción, la trasladamos al ámbito de la simple naturaleza con su curso prefijado. Sin embargo, si un valor se sitúa en la vida del hombre, sostenido por la diversidad de sus fuerzas interiores, en las manos de su libre voluntad, el efecto producido, que en sí no tiene más que un único significado, puede adquirir múltiples sentidos. Cuanto más alto es el valor, más diversas son las consecuencias que puede ocasionar. Cuanto más alto es el valor, mayores también las posibilidades de tener un efecto destructor. Pero sería un error deducir que anhelar un valor es falso, por la sola la posibilidad de que pueda tener efectos peligrosos. Los valores más altos son, precisamente, los más peligrosos. Nunca los valores de cierta grandeza se adquieren por la simple evolución de la vida. Siempre se debe pagar por ellos el precio de una conmoción profunda y el riesgo de un peligro.
En el ámbito de la melancolía surgen las contraposiciones de los efectos más violentas. La naturaleza melancólica es particularmente sensible a los valores, pero su tendencia autodestructiva también necesita de ellos; tiene necesidad del valor, precisamente, como del arma más peligrosa que puede volver contra sí misma. Podemos poner como ejemplo de esto el desprecio de ciertos artistas por su propia creación, desprecio que no se justifica por ningún hecho positivo: El valor de la realización total de la obra, que es en sí algo altísimo, se torna entonces un poder destructor. Otro ejemplo es la imposibilidad interior que representa la exigencia de justicia en ciertos tipos sociales. El «valor social» es a priori de tal naturaleza que no ofrece ninguna perspectiva de realización y por esta razón abruma. Pongo por ejemplo el efecto terriblemente destructor que pueden tener los dos valores que determinan el destino interior de la persona: el valor moral y el valor religioso. En el primer caso, es difícil hallar un ejemplo de destrucción interior más profunda que el de la conciencia melancólica, para la cual el deber se transforma en yugo; la voluntad de pureza y de perfección toma una forma imposible, sin relación con las fuerzas y las condiciones reales. Ve la falta allí donde ningún otro hallaría evidencia de que exista; ve responsabilidad allí donde faltan las condiciones que la determinan. Aplica normas morales donde sólo está en cuestión el plano biológico. Pero, en el segundo caso, con los valores religiosos, el peligro puede, tal vez, llegar más lejos aún: La entrega de sí a lo sagrado, el deseo de absorber lo divino en la propia vida, el esfuerzo por realizar el Reino de Dios… altísimos estímulos, que, estaríamos tentados a creer, únicamente deben liberar, dilatar, elevar… todo esto, en el melancólico, puede conducir a cualquiera de los modos de angustia y desesperación, hasta las formas últimas de fanatismo o de la ilusión de creerse condenado, o, por el contrario, a la rebelión contra lo sagrado. Es como si una voluntad oculta de destrucción volviera estos valores, precisamente, los más altos, contra la propia vida del individuo, y excluyendo sus aspectos positivos, pusiera en actividad únicamente lo que, en ella, provoca conmoción, y constituye una amenaza [5].
Aquí reside, fundamentalmente, el carácter enigmático de la melancolía: cómo la vida se torna contra sí misma; cómo el instinto de conservación, la estima de sí, el deseo de procurarse el propio bien, pueden ser extrañamente desordenados, se vuelven inciertos, desterrados de su verdadero contexto por el instinto de auto-destrucción. Se podría decir que, entre los rasgos característicos de la melancolía, la destrucción representa un valor real: es deseado, querido. Allí se muestra operante la tendencia a despojar a la propia vida de su posibilidad de existir, a minar sus puntos de apoyo, a poner en duda el valor cierto de la propia existencia y, de este modo, desembocar en tal situación espiritual, que le impide ya ver justificación a su propia existencia, y a sentirse en el vacío y el absurdo, para concluir, inevitablemente, en la desesperación.
El psicoanálisis ha intentado fundar todo este proceso en las raíces sexuales. Sin entrar en exageraciones, ni generalizaciones absurdas, que crean una imagen de la realidad no sólo desagradable, sino también vulgar, podemos aceptar que en muchos casos puede estar en lo cierto. El carácter profundamente instintivo podría permitir suponer la omnipresencia de lo orgánico en este fenómeno. Pero la explicación psicoanalítica no alcanza más que a un cierto nivel del problema. Las verdaderas raíces se sitúan en el ámbito espiritual. Más aún, a veces, en ciertos momentos, esta actitud para consigo mismo afecta una forma, ante cuya presencia es difícil abandonar completamente la idea del pensamiento demoníaco: es cuando el melancólico se odia a sí mismo, literalmente y con toda la violencia de su sensibilidad… Aunque se vea y se comprenda toda la importancia de los mecanismos psicológicos, hay momentos en que esta cuestión literalmente se impone: ¿A qué se debe, entonces, que la vida se torne contra sí misma?
Todo esto engendra la timidez ante los hombres, que lo empuja a mantenerse oculto y en soledad.
El alma vulnerable se esfuerza por evadirse de lo que la hiere. Por ella misma, pero también (y ésta es una característica importante en la psicología del melancólico, cuyas disposiciones son, frecuentemente, muy profundamente altruistas) para no causar daños en los otros. Todo dolor que provoca, recae sobre sí mismo con redoblada violencia. No teniendo confianza en sí mismo, tiene miedo de ser visto, de ser objeto de discusión; teme que los otros puedan ver a través de su propia miseria. Pero este impulso viene de una región todavía más profunda: es el deseo de bucear en las profundidades. Este instinto de ocultarse se expresa en el apartamiento de los otros hombres. El melancólico recién se halla a gusto cuando está solo. Nadie necesita la tranquilidad tanto como él. La quietud es para él como una presencia; una atmósfera espiritual que le permite respirar, que lo apacigua y lo protege.
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Su constante necesidad de refugiarse en el ocultamiento se expresa también en toda la estructura de su existencia, que está llena de decorados y máscaras. Lo que es propio se disimula, sin cesar, detrás de lo accesorio. El saber vivir, una elegante dejadez, la agudeza y una seriedad desapasionada y realista, todo esto es la fachada detrás de la que se oculta algo muy diferente, a menudo una sombría desesperación.
Se vuelve muy difícil para el melancólico, entonces, la comunicación espontánea: difícil le resulta decir lo que piensa, lo que le está pasando; difícil llamar sencillamente por su nombre a las cosas interiores. Ellas están demasiado cargadas de elementos que no son habituales; se le presentan de tal modo que le parece casi imposible que otro pueda entenderlas. Le parecen a él, que las vive, monstruosas, inauditas, extrañas, terribles, tal vez dignas de repulsión, totalmente inadecuadas a lo cotidiano de los hombres. De este modo, se manifiesta aquí el problema de la expresión: el corte entre lo interior y lo exterior. Para el melancólico la interioridad y los medios de expresión son irremediablemente desproporcionados: espíritu y cuerpo, intención y acción, disposición de espíritu y resultados, el comienzo de una evolución y su realización, y sobre todo, noble y vulgar, esencial y accesorio, capital y secundario, son todas dualidades entre las cuales el melancólico ve levantarse un muro. Es realmente trágica esta comprensión de la expresión, en la que precisamente el medio adecuado para expresar sinceramente la propia realidad termina ocultando más de lo que revela.
Este carácter trágico puede incluso acentuarse hasta volverse terriblemente agudo. Kierkegaard ha dicho, sobre tal aspecto de la melancolía, cosas que, tal vez, sean definitivas (aserciones, junto a las cuales poco tiene que agregarse, salvo ciertas figuras de Dostoievski), particularmente en su libro «El concepto de la angustia», donde trata acerca de lo demoníaco. Lo define como la angustia ante el bien, que nace cuando el hombre se halla anclado en el mal. Cuanto más melancólico sea el hombre, más se vuelve esta angustia un replegarse sobre sí mismo. El hombre tiene miedo de toda comunicación de sí mismo, de toda mirada que pueda dirigirle su prójimo. Y esto no sólo porque experimente angustia ante las consecuencias de «dejar al descubierto», lo que sería sencillamente mala conciencia, sino porque teme al bien, porque, atemorizado, huye ante el bien, en cuanto tal. Sin embargo, el principio de todo bien es la «revelación», por medio de la cual el hombre se pone a plena luz: la manifestación en el reconocimiento de la culpa. Entonces, la melancolía se torna terrible mutismo, en el que el hombre se encierra en su rechazo del bien. Pero no es bueno hablar mucho de estas cosas, especialmente hoy que junto a los profundos sufrimientos que algunos padecen, encontramos la absoluta desvergüenza de las habladurías y divagaciones públicas. Nuestros escritores hablan de buena gana y mucho acerca de lo demoníaco. Está muy de moda. Pero quien habla de ello de esta manera, no sabe nada de lo realmente demoníaco. Más allá que de este modo destruyen las palabras, existe el peligro de que lo que dicen penetre en el alma de un ser mejor que ellos, de un hombre más serio que sufre. De un hombre que se rehúsa a hablar sobre este tema, pero que debe soportarlo.
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Hasta aquí, hemos hablado de lo gravoso, del aspecto negativo de la melancolía, de lo que tiene de doloroso y de su elemento destructivo. Sin embargo ya se ha dejado entrever algo de su grandeza. Por todos lados hemos percibido lo valioso y sublime que se eleva desde este peligro.
Esa pesadez, de que hemos hablado, es el punto del cual iniciamos nuestro camino para penetrar más profundamente en el centro del fenómeno; ella reviste toda actividad de una densidad particular, de una profundidad singular. En presencia de un ser, se adivina fácilmente si sus raíces descansan en la melancolía. La transparente ingenuidad de un ser difunde alegría. Pero quien conoce este otro ámbito, en definitiva, sólo puede vivir con seres y pensamientos que estén en contacto con sus profundidades. La grandeza, la verdadera y absoluta grandeza, no puede existir sin esta presión, que es la única que confiere a todas las cosas su plena densidad y que lleva las fuerzas del ser a su verdadera tensión; me refiero a esa tristeza constitutiva, imposible de comparar, a la que Dante llama «la grande tristezza», y que no nace de ninguna circunstancia particular, sino de la existencia misma.
Por otro lado, esta pesadez, esta sombría tristeza trae, muchas veces, un fruto infinitamente precioso: la presión se relaja, se abre el encierro interior, y entonces, se impone esa levedad de la existencia, la sensación de que todo el hombre flotara, esa transparencia de las cosas y de la existencia, esa claridad de visión y la infalibilidad de las formas, tal como Kierkegaard lo ha descrito.
Hemos hablado de la inclinación a la soledad y al silencio. Ella no sólo indica el temor al encuentro con la realidad que hiere, sino también, en último término, la gravitación interior del alma hacia el gran centro: el empuje hacia la interioridad y lo profundo, hacia aquel sitio seguro a donde llega tras haber abandonado la confusión de las casualidades, a aquella absorbente simplicidad de las causas fundamentales [6], una vez que se ha liberado de la diversidad de manifestaciones particulares. Es el deseo de regresar a su morada, huyendo de la dispersión, para entrar en el recogimiento de la esencia; de escapar de la profanación que inflige la existencia exterior, para ponerse bajo la reserva y abrigo del santuario; de refugiarse en el misterio de las profundidades primordiales, lejos de lo superficial: Ésta es la aspiración de los grandes melancólicos por la noche y las «Madres» [7].
La melancolía está en relación con los oscuros fundamentos del ser, pero el término «oscuro» no tiene aquí un sentido peyorativo. No denota una oposición con la claridad, bella y agradable. «Oscuridad» no es aquí sinónimo de «tinieblas», sino que tiene un valor viviente que sirve de complemento a la luz. Las tinieblas son algo malo, representan un elemento negativo; pero la oscuridad pertenece al ámbito de la luz y juntas constituyen el misterio de lo esencial. El melancólico ansía esta oscuridad, sabiendo que las formas existentes y claras brotan de ella.
Y en extraño contraste, descubrimos su afinidad con el espacio infinito, con el vacío de las extensiones inconmensurables: el mar, la playa, las cuestas desnudas de las montañas, el otoño que hace caer las hojas y dilata los horizontes, el mito, que con los siglos se extiende hasta el pasado más remoto. Ilimitados espacios exteriores y oculta Interioridad: ambos se comunican, uno al otro, sus símbolos y su lugar de experiencias profundas.
Precisamente, esta misma melancolía, al envanecer las cosas, socava el contenido de las formas y los valores; despoja todo de su sustancia y, así, va y viene del vacío al hastío; destroza los valores, en los que se apoya la existencia, y, de este modo, se hunde en el sinsentido de la desesperación: de la misma melancolía surge un elemento dionisíaco. Sin dudas, el hombre melancólico tiene los vínculos más profundos con la plenitud de la existencia. Los colores del mundo le parecen más luminosos y claros, la dulzura de la música de su interior vibra para él con suprema ternura. Percibe hasta el fondo de sí la fuerza de las formas vivientes.
De la naturaleza del melancólico emerge la exuberancia del fluir de la vida y éste es capaz de experimentar la impetuosidad de toda existencia.
Pero, me parece, se halla siempre en unión con la bondad, en unión con el deseo de que la vida tenga por fin la bondad, la afabilidad, y que sea beneficiosa para los otros.
No creo que el verdadero melancólico pueda ser duro por naturaleza, pues está muy íntimamente emparentado con el sufrimiento. Es cierto que muchos melancólicos han sido duros, incluso crueles. Pero llegaron a tal situación por el desasosiego interior, la angustia, la desesperación. No han encontrado la solución a los problemas de su propio yo. Nada se vuelve tan cruel como la desesperación, que cierra el paso a todo tipo de ayuda. Entonces, es verdad, cuando el melancólico renuncia a la bondad (y precisamente porque está tan profundamente ligada a la vida), penetra en él algo particularmente malo. Algo que es malo a causa de la proximidad, del contacto con las fibras de la vida. Entonces, es capaz de causar a los otros el dolor que la vida le inflige. Kierkegaard ha descrito también este aspecto de la melancolía en los rasgos de Nerón en «Una cosa o la otra».
Esto nos lleva directamente al valor central de la melancolía: En su más íntima sustancia, es nostalgia del amor. Del amor bajo todas sus formas y en todos sus grados, desde la sensualidad más elemental hasta el amor espiritual más sublime. La impulsión de la melancolía es el Eros; es la exigencia de amor y de belleza.
Hasta aquí hemos hablado de la vulnerabilidad, y creemos que su raíz se encuentra precisamente en esta exigencia profunda, y en el hecho de que ésta no surja de un estrato cualquiera del ser, sino desde su centro mismo; de que no se limite a las relaciones y tiempos particulares, sino que penetre la totalidad; de que todo el ser del melancólico esté impregnado de Eros (y el Eros tiene el carácter distintivo de aspirar al amor y a la belleza al mismo tiempo: A la belleza que es en sí algo profundamente amenazador y allí donde se revela, indica una crisis de poder-vivir). El melancólico es vulnerable porque toda naturaleza que ama está abierta, dispuesta a ir hacia el otro y a acogerlo, a dar y a recibir. Confía, no busca medios para defenderse.La naturaleza melancólica experimenta el dolor causado por la fugacidad de las cosas: el objeto amado le fue quitado; la belleza viviente sólo pasa por allí; la belleza tiene a la muerte por vecina.
Pero, como defensa suprema contra este mal, se le da la nostalgia de lo eterno, del infinito, de lo absoluto. La melancolía reclama simplemente lo que es perfecto en sí, absolutamente inaccesible, infinitamente profundo e íntimo; lo que está dotado de una distinción intangible, noble y preciosa.
Tal es la aspiración a la que Platón considera el fin verdadero del Eros: el Bien supremo que es al mismo tiempo lo único Real, la Belleza misma, imperecedera y sin límites. La obligación de conocer esta realidad, la única que puede plenificar, de acogerla en sí, de hacerse uno con ella, es el elemento característico que puede seguirse a través de la historia de la búsqueda y del pensamiento humano: la insatisfacción especialmente viva causada por lo finito, la voluntad de tomar posesión de este absoluto de una manera propia y con una intensidad particular en su modo. No basta, pues, con reconocerlo, con llevarlo a la práctica por medio de la voluntad ética. Aspira a la unión, al contacto de naturaleza a naturaleza. Desea sumergirse en él, beber y saciarse. Es la aspiración a una unidad que llegue a ser realidad.
A esto tienden los dos impulsos fundamentales de la vida, que en el melancólico tienen una tonalidad particular y representan una contradicción sumamente dolorosa: el deseo de plenitud y el deseo de aniquilación. Aniquilación de esta forma de existencia miserable, que es meramente terrestre y humana, a fin de que lo Uno sea todo en todos, a fin, precisamente, de que se realice entonces la consumación suprema de la vida. Palabras como las de san Pablo: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí», expresan en un plano superior, en el plano cristiano, la nostalgia más íntima de este tipo de espíritu, que con la melancolía paga el precio de ello.
La aspiración a lo absoluto, pero a un absoluto que es el Bien, lo noble, es decir lo que por naturaleza es el objeto propio y particular del amor. El melancólico aspira al encuentro con lo absoluto, pero con un absoluto que es Amor y Belleza.
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No obstante, y aquí se cierra el círculo, esta aspiración por lo absoluto, en el melancólico, se une a la certeza profunda de que es en vano.
La disposición del espíritu melancólico es sensible a los valores y aspira a ellos. Aspira a la esencia de todo lo valioso, al bien supremo. Pero es como si, precisamente, esta exigencia se volviera contra sí misma, pues va a la par con el sentimiento de que ella es imposible de satisfacer. Esto puede estar relacionado con experiencias determinadas: haber fracasado, haber faltado a un deber, haber desperdiciado el tiempo, haber perdido una partida que ya no se puede volver a jugar… Pero éstos son solamente algunos puntos de contacto con las cosas más profundas, con el sentimiento de una imposibilidad, que se da, simultáneamente y desde un principio, con esta nostalgia. La imposibilidad reside ya en la manera en la que es deseado lo absoluto: en una impaciencia que quiere tenerlo demasiado rápido; en una exigencia de inmediatez, que no ve las instancias intermedias y, por eso, emprende un esfuerzo colosal para alcanzarlo… En todos los casos: la aspiración a la plenitud del valor y de la vida, a la belleza infinita, está unida, en las profundidades del ser, con el sentimiento de la fugacidad de las cosas, del error, de la equivocación; con el dolor inextinguible, la tristeza y con el desasosiego que se sigue de ello: Eso es melancolía.
Es como una atmósfera que todo lo envuelve, como un fluido que penetra todo, como un amargor profundo, y al mismo tiempo, un dulzor que se mezcla en todo.
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Esto nos lleva a la pregunta: ¿Cuál es el sentido de este fenómeno? ¿Qué deber impone? Creo que, más allá de todas las consideraciones médicas y pedagógicas, tiene un sentido bien determinado: es un signo de que lo absoluto existe. Lo infinito se manifiesta en el corazón.
La melancolía revela que somos seres limitados que viven pared de por medio con (dejemos caer el término «lo absoluto», demasiado prudente, demasiado abstracto, que hemos usado hasta aquí, para reemplazarlo con el que verdaderamente conviene)... vivimos pared de por medio con Dios: estamos llamados por Dios, invitados a recibirlo en nuestra existencia.
La melancolía es el dolor causado por el nacimiento de lo eterno en el hombre. Quizás podríamos decir mejor, en hombres determinados. Seres destinados a experimentar más profundamente esta proximidad, el dolor de este nacimiento. Hay seres que, fundamentalmente, hacen las experiencias básicas del hombre: permanecen en una forma de contornos precisos, en una obra claramente delimitada: una vida de gozos y penas mesuradamente administrados. Se hallan a gusto en su situación terrestre. Y entonces, mientras no sucumban ante el peligro de esta claridad, no caigan en el sentimiento de comodidad y en la estrechez de miras; mientras comprendan que su naturaleza finita es el ámbito donde se toman las decisiones infinitas, su existencia es bella y noble.
Hay también seres que están ya, en cierta medida, del otro lado, cuya vida ya no pertenece a la tierra, extranjeros en este lugar, a la espera de lo esencial. También sus vidas son diáfanas. El peligro es perder el contacto con lo real, no echar raíces en ninguna parte, carecer de seriedad. Si triunfan sobre este peligro, si aprenden a permanecer fielmente en el lugar que les fue asignado, a estar atentos en su espera, sin renunciar, por otro lado, al deber cotidiano, por insignificante que les parezca, entonces, también su existencia se vuelve clara y bella.
Pero hay seres que experimentan profundamente el misterio de los límites: «Hombres de las fronteras». Toda su naturaleza supone que no estén ni de este lado, ni del más allá. Viven en el punto límite. Hacen experiencia de la inquietud que un ámbito ocasiona en el otro. De hecho, llevan en sí los polos opuestos, que constituyen la totalidad de lo humano, pero, por esto mismo, llevan también la posibilidad de la escisión interior.
Médicos y psicólogos son capaces de hablar acertadamente sobre las causas y la estructura interna de la melancolía. Sin embargo, con frecuencia, sus consideraciones han sido tan superficiales que estuvieron lejos de hacer justicia a la profundidad y a la fuerza vital que, en verdad, subyacen en esta experiencia. Lo que ellos han podido enunciar es precisamente la teoría de ciertas capas de la estructura interna, y nada más. El sentido verdadero de la melancolía se revela únicamente a partir de lo espiritual. Y me parece que aquí reside el último resorte: la melancolía es la inquietud que provoca en el hombre la proximidad de lo eterno. Felicidad y amenaza al mismo tiempo.
No obstante, es necesario distinguir. El mismo Kierkegaard nos llama la atención sobre este punto. Existe una melancolía buena y una mala.
Buena es la que precede al nacimiento de lo eterno. Es el dolor interior causado por la proximidad de lo eterno que empuja por realizarse. Es una invitación efectiva y constante (incluso aunque no sea conscientemente experimentada) a dar acogida, en el ámbito más íntimo, a lo infinito que la propia vida contiene, para expresarlo en sus pensamientos y actos. La invitación se hace particularmente apremiante cuando ya ha llegado el tiempo, cuando la hora se acerca, cuando se debe tomar una decisión, llevar a cabo una obra, cuando se impone una nueva fase en el devenir viviente del hombre, una nueva profundización de la forma espiritual interior. Esta creación y devenir surge de un apremio interior, que es, al mismo tiempo, la necesidad de una plenitud que busca desplegarse; representa la angustia de la vida ante el desgaste que supone el nacimiento de aquello que quiere tomar forma en ella. Percibe que debe entregarse a sí mismo; debe resignar la seguridad que tenía hasta aquí; algo debe morir, para que lo nuevo pueda nacer.
Esta creación y este devenir son ascensiones, puntos culminantes donde la vida se entrega totalmente. Evidentemente, sólo se llega allí, pasando antes por el punto más bajo. El hombre que crea, que da vida, es diferente del hombre que conquista, retiene, domina y configura. Aquél produce y alcanza así una altura que este último no conoce. Pero, al mismo tiempo, experimenta en sí la incertidumbre. Sabe que es el instrumento de poderes. Carga con el sentimiento de una cierta falta de valor; más aún, se ve despreciable. Todo creador lleva en sí algo que lo avergüenza, que él mismo experimenta cuando está en presencia de quienes no son creadores y que, por esta razón, se sienten seguros de sí mismos y sin vacilaciones. La melancolía es el punto en que la incertidumbre, propia del creador, se experimenta con la más profunda amargura.
Es necesario soportar, sobrellevar esta buena melancolía. De ella nace la obra, el devenir, y todo entonces se transforma. Si el hombre no llega a encontrarle solución, no podrá hallar la fuerza para concentrarse en la obra, ni para recogerse en el devenir; no tendrá la generosidad de sacrificarse, ni la audacia para el desprendimiento, ni la fuerza para abrirse paso; aquello que quería producir permanece en él, o sólo se realiza en una mínima medida. Entonces, se despierta la segunda forma de melancolía, la mala: Consiste en la conciencia de que lo eterno no ha alcanzado la forma que habría debido; en la conciencia de haber fallado, de haber apostado y perdido. Es la experiencia del peligro de estar perdido, porque no se ha cumplido la tarea impuesta, lo que significa la salvación o la condenación eterna, sino que aún hoy, en el momento presente, debe ser cumplida, pero que no puede ser asida. Esta melancolía tiene además otra particularidad: es mala. Puede llegar a la pérdida de la esperanza, a la desesperación, que hace que el hombre se abandone a sí mismo y considere que ha perdido, para siempre, la partida.
Pero incluso respecto a esta melancolía, existe un deber. Lo que se hizo ya no puede rehacerse. Lo que se ha perdido no puede ser recuperado directamente. Sin embargo, hay algo más alto: el llamado a lo religioso. La simple ética dice: «Lo que se hizo, ya está hecho, y eres responsable por ello. Lo que se perdió, ya está perdido, y eres responsable por ello. Intenta hacerlo bien la próxima vez…». Es solamente una fórmula abstracta. Pero, aquí ¿se trata, entonces, de un sujeto abstracto o de uno viviente, en el que existe una cohesión viva de su existencia, donde un día supone el precedente, donde cada acto descansa en otro anterior? Entonces, esta fórmula: «Hazlo bien la próxima vez» no es apropiada. Entonces, no basta dejar pasar sencillamente lo que se hizo, y esperar a lo que sigue. El hombre es un todo y obra siempre como un todo. Por eso, es necesario que, de alguna manera, domine el pasado para que la vida entera esté a disposición de la vida nueva. No obstante, esto no puede suceder en virtud de un acto exclusivamente ético, sino únicamente por un acto religioso, que es el arrepentimiento. El arrepentimiento es una renovación delante de Dios. Sólo existe verdadero arrepentimiento delante de lo absoluto, y no de un absoluto abstracto, un simple imperativo o una ley moral, sino sólo delante de un ser viviente, delante de Dios. Arrepentirme significa que tomo el lugar de Dios contra mí mismo, que no sostengo mi propia rectitud, sino que me resigno a ser culpable, ubicándome ante Dios y con él. Aquí se encuentra lo viviente. En este «delante de Dios y con él» se despierta algo nuevo que no puede ser analizado: un nuevo nacimiento, un devenir. Por eso, la falta no será suprimida, sino dominada. El error no es tomado mecánicamente, sino que es reconquistado en un nivel superior.
Hasta aquí nos hemos referido a ciertos puntos críticos de la vida melancólica: los puntos de decisión. Pero, puesto que yace como sustrato, es fundamental que lleguemos al nivel en donde, de forma general, pueden ser dominados los problemas de toda esta existencia. Se trata de las relaciones con la realidad.
Aparecen bien claros dos puntos en lo que existe un error en las relaciones de la melancolía con la realidad: Es la doble tentación que experimenta el hombre en general, pero especialmente el melancólico: perderse en el contacto directo de la naturaleza y los sentidos, y perderse en el contacto directo con el elemento religioso.
La primera tentación muestra la falsa relación con las cosas y consigo mismo. Todo es aprehendido directamente y el propio yo es considerado como una fracción de la naturaleza, en la que quiere disfrutar de la vida sin intermediarios. Como una inmensa unidad, como una corriente única, un gran cambio continuo de forma en forma, sin fronteras precisas en ninguna parte. Todo es una sola cosa: un solo ser, una sola vida, un nacimiento, una aspiración; un único sentimiento, un único sufrimiento… La multiplicidad de las cosas es, exclusivamente, la expresión de lo Uno que repercute en miles de formas. Y aquí encontramos la gran tentación de precipitarse, de dejarse devorar por lo uno, y según la fisonomía de cada alma, de disfrutar de la vida, sin limitaciones de ningún tipo, de experimentarla y agotar sus posibilidades… O también, de renunciar a sí mismo, por la fatiga, o de resignarse a la propia pequeñez, delante de las grandes fuerzas… Aquí encontramos la tentación de agotarse en la creación inmediata, en la genialidad de una producción que mana copiosa, en la que el hombre se siente un órgano de la naturaleza, el punto de irrupción de los poderes innumerables o el instrumento del espíritu que fluye sin limitaciones… O también,por encima de estas relaciones con la naturaleza, y sin embargo, proyectando sólo por fuera su constructivo polo opuesto, se halla la tentación de agotarse en un despliegue colosal del espíritu, de la búsqueda sin descanso, de la indagación escéptica que destruye todo y de la duda que socava todo…
La otra tentación va en el sentido de una falsa relación con lo Absoluto. También éste es aprehendido directamente: como un infinito que se puede alcanzar sin dificultades, como una plenitud que se puede absorber directamente en sí, como un misterio, en cuyo interior se penetra continuamente por medio del pensamiento, la contemplación, el sentimiento, el deseo; como una lejanía hacia la cual se fija de una vez el rumbo directo…, y cualesquiera sean las expresiones que se empleen, lo Absoluto es entendido como una cosa, con la que el hombre entabla una relación sin intermediarios. Es capaz de asumir sin dificultades, en la piedad o la impiedad, en la rebelión o en la entrega de sí mismo.
En ambos casos, se deja de lado el punto decisivo: el límite, lo propiamente humano. No es del mundo, es más que él. No es una fracción de la naturaleza, sino, por esencia, otra cosa. No es una ola en la corriente, un átomo en el remolino, un órgano perteneciente a un entramado más grande, sino un espíritu; una persona que tiene poder sobre sí misma, responsable de sí; la imagen de Dios, sumisa a su llamado y que recibió de Él la libertad en este mundo. Pero, por otra parte, no es Dios. No es una porción de Dios, ni una concretización de su plenitud infinita, ni es una emanación que fluye de su espíritu. Poco importa de qué modo se pretenda reducir la diferencia esencial, absoluta, entre Dios y el hombre, es «absolutamente menos» que Él: es su creación.
El hombre es criatura de Dios. Es imposible, entonces, que se diluya en él, sin diferencias, ni siquiera le está permitido intentarlo. Todo camino hacia Dios pasa por la conciencia de la distancia infinita, por el respeto, el temor y el temblor de la criatura.
Sin embargo, el hombre es también la imagen de Dios: espíritu y persona. Por esto, es imposible que sea sólo una mera fracción de la naturaleza y no le está permitido intentar quedarse en eso. Al contrario, lo más íntimo del hombre está fuera del mundo: está en la presencia de Dios, apto y destinado a percibir su llamado y a responderle.
Todo esto significa que el sentido del hombre es ser una frontera viviente, es asumir una vida así, situada como límite y soportarlo hasta el final. Para esto se halla en la realidad, desprovisto del falso prestigio de una pretendida unidad con Dios sin intermediario, tanto como de la identidad, sin intermediarios, con la naturaleza. Un abismo; una ruptura entre dos bordes. Su camino hacia la naturaleza está cortado porque el hombre es responsable ante Dios. Por ello, toda su relación con la naturaleza está sometida a la mirada del espíritu, al deber de su dignidad, que encierra una responsabilidad. Su camino hacia Dios está cortado porque él es sólo una criatura, y por eso debe, de acuerdo con su esencia, ir a Dios, en este acto que es a la vez una separación y una unión: la adoración y la obediencia. Toda afirmación sobre Dios que no concluye en un acto de adoración es falsa, y falsa igualmente toda actitud hacia Dios que no toma la forma de obediencia.
Es justamente aquí, en esta disposición del espíritu, que se perfila la actitud propia del hombre. La actitud de «frontera» que, precisamente por eso, es la de la realidad.
Es sinceridad, coraje y paciencia. La verdadera solución, por cierto, es conferida sólo por la fe, por el amor de Dios.
Únicamente en el misterio de Gethsemaní (y como trasfondo, el oscuro misterio del pecado, con todas sus consecuencias) se da la verdadera respuesta: el Señor ha estado «triste hasta la muerte» y ha cargado hasta el final la pesada carga, conforme a la voluntad del Padre. Únicamente en la cruz de Cristo se encuentra la solución a la angustia de la melancolía. Ya no podemos extendernos aquí sobre este punto; además, ahora, al terminar, he tenido plena conciencia que todo lo que ha sido dicho es imperfecto y fragmentario. No obstante, he dejado todo tal como estaba porque no sabía ya qué poder agregar para mejorar el escrito y porque consideré sumamente provechoso decir ciertas cosas, aunque sólo sea por aproximación.
No quiero dejar de subrayar la profundidad con la que se tratan las cuestiones relativas a la melancolía en las epístolas de san Pablo, y con qué contundencia se dan allí las respuestas cristianas. Con frases cortas, con exclamaciones, con todo lo que se considera como subyacente a la discusión, con el colorido y la tonalidad. Existe una verdadera teología de la melancolía que, ciertamente, sólo es comprensible «para quien tiene experiencia de ella».
Allí también está la respuesta a aquellos problemas sobre la melancolía que, a decir verdad, no encuentran ninguna «solución» sobre la tierra [8].