En las siguientes líneas, queremos someter a la atención del lector la posibilidad de que el comportamiento de Juan en la Última Cena enciende una luz muy sugerente sobre lo que realmente significa entrar en el Corazón de Cristo, escuchar sus latidos y estar sumergidos en su amor. 

A veces, leyendo el Evangelio, sucede que el comportamiento de los discípulos nos permite comprender mejor las palabras de Jesús. Así, por ejemplo, cuando el Señor habla de la indisolubilidad del matrimonio, la reacción de quienes están con él confirma que se está hablando de algo absoluto («Dícenle sus discípulos: ‘Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse’». Mt 19, 10). Además, el hecho de que muchos abandonen a Cristo después del discurso sobre el pan de vida refuerza la certeza de que para tener la vida eterna se requiere comer precisamente la carne y la sangre de Cristo, sin sombra de metáforas o analogías (muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: «‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’… Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él» (Jn 6, 60-66).

En las siguientes líneas, queremos someter a la atención del lector la posibilidad de que el comportamiento de Juan en la Última Cena constituya una situación similar a las señaladas: de este modo, mediante la actitud del discípulo predilecto, se encendería una luz muy sugerente sobre lo que realmente significa entrar en el Corazón de Cristo, escuchar sus latidos, estar sumergidos en su amor: es el momento maravilloso en que el discípulo amado apoya la cabeza en el pecho de Cristo, en el latido de su Corazón [1].

El cuarto Evangelio sitúa el episodio que queremos analizar entre el lavatorio de los pies y la proclamación del mandamiento del amor. Jesús, después de lavar los pies a los discípulos y exhortarlos a la humildad, se conmovió profundamente y declaró: «‘En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará’. Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba» (Jn 13, 21-22). El lavatorio de los pies crea un momento santo: excepto Judas, durante un instante todos olvidan juzgar a los demás y contemplan su propia miseria, comprendiendo que son capaces de cometer cualquier pecado. Cada uno, si bien no tiene de hecho la intención de traicionar, ante las palabras del Maestro piensa que es capaz de cualquier infamia [2]. Los discípulos confían más en el Maestro que en sí mismos: para saber sobre uno mismo, es preferible profundizar en la relación con Cristo que encerrarse en el solipsismo. Profundamente entristecidos, comenzaron a preguntarle uno por uno: «¿Acaso soy yo, Señor?» (Mt 26, 22). Por cuanto seguían desconociendo el nombre del traidor, Pedro pierde la paciencia y se dirige a Juan. «Uno de sus discípulos, el que Jesús amaba, estaba en la mesa al lado de Jesús (Jn 13, 27). Simón Pedro le hace una seña y le dice: «Pregúntale de quién está hablando» (Jn 13, 24). Él, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dice: «Señor, ¿quién es?» (Jn 13, 25). Le responde Jesús: «Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar». Y mojando el bocado, lo toma y se lo da a Judas, hijo de Simón Iscariote» (Jn 13, 23-26). El discípulo predilecto se dirige a Jesús para preguntarle quién es el culpable y escucha su confidencia, hecha de tal manera que los demás comensales no puedan oír sus palabras. Así, el gesto de pasar el bocado a Judas ante la vista de los otros discípulos nada tiene de revelador, no es una acusación, sino un acto de cortesía y afecto con Judas, en simetría (pero con un significado muy distinto) con el beso que recibirá el Maestro más tarde en el Huerto de los Olivos. Todos ven el gesto, pero sólo Juan conoce las palabras que lo explican. Siendo el único evangelista que revela este detalle, afirma claramente que los demás apóstoles no comprenden por qué, después de ese bocado, Judas sale. «Y entonces, tras el bocado, entró en él Satanás. Jesús le dice: «Lo que vas a hacer, hazlo pronto» (Jn 13,27). Pero ninguno de los comensales entendió por qué se lo decía (Jn 13,28). Como Judas tenía la bolsa, algunos pensaban que Jesús quería decirle: “Compra lo que nos hace falta para la fiesta”, o que diera lago a los pobres (Jn 13, 29). En cuanto tomó Judas el bocado, salió (Jn 13, 30).

En la reserva de la intimidad

¿Se podría sostener que el diálogo entre Jesús y cada uno de los discípulos (como dice Mateo) es comprensible únicamente para el interesado? La lectura de los evangelios sinópticos no proporciona elementos suficientes para una respuesta unívoca; pero al parecer Juan da a entender que esa revelación tan profundamente personal tenía lugar ocultamente en la reserva de la intimidad. Sólo esto explica por qué ninguno de los comensales comprende la exhortación a actuar pronto de Cristo al traidor (ver Jn 13, 27). Si hubiesen comprendido que Judas era el traidor, también habrían comprendido qué iba a hacer en ese momento. No nos parece posible otra explicación.

Para comprender lo que estamos sosteniendo, no debemos olvidar que al reclinarse el discípulo amado sobre el pecho de Jesús, éste se encuentra profundamente conmovido (13, 21). Para tener un punto de comparación, pensemos en la otra situación en que Juan nos describe la turbación de Jesús. Es la resurrección de Lázaro, y las palabras empleadas indican la capacidad de Cristo de vivir profundamente, con todo su ser, las propias emociones, los propios dolores: «Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: «¿Dónde lo habéis puesto?». Le responden: «Señor, ven y lo verás». Jesús derramó lágrimas (Jn 11, 33-35). Más adelante, en el cenáculo, los latidos del Corazón de Cristo introducen al discípulo predilecto en el amor de Jesús por Judas. Y el discípulo predilecto no olvida el deseo del Maestro de que sus seguidores no se manchen con el pecado de ira y juicio.

Cuando Jesús hace comprender a Juan que el traidor es Judas, en su corazón se acelera el latido. El discípulo siente ese latido y comprende que significa amor, pero también comprende que únicamente estando en el Corazón del Señor se puede entrar en la verdad de una persona y amarla sin juzgarla. Con todo, sólo él, Juan, estaba sobre el pecho de Cristo. Los demás descípulos no tenían con el Maestro esa misma intimidad. Comprende entonces por qué el Maestro le revela algo que desea que sólo él advierta. Jesús dice lo que sabe, no sólo por el deseo tan humano de compartir con otro hombre la prueba por la cual estaba pasando (deseo que surge con toda fuerza en el Huerto de los Olivos); el Maestro también quiere que el discípulo amado tenga con sus hermanos en el apostolado la caridad necesaria para no inducirlos a la tentación, para no hacerlos pecar. Esto es la flor y nata del mandamiento del amor, que precisamente en la Última Cena es proclamado con tanta fuerza. Cristo, que revela únicamente a Juan el nombre del traidor, le pide nutrir hacia Juadas el mismo amor misericordioso que Dios tiene por Judas, y le pide tener con los demás apóstoles la misma reserva que en definitiva es la caridad necesaria para no exponer a la tentación a quien es más débil, amando así como el Maestro ama. Por este motivo no habla el discípulo amado. Pedro insiste, pero el discípulo no habla, desplegando con Judas el mismo gesto de amor del Maestro: el perdón.

El seno del Padre

Orígenes, Ratzinger/Benedicto XVI (Jesús de Nazaret) y otros autores nos permiten avanzar un paso más en la comprensión de lo que ocurre. Ellos nos explican que la posición de Juan en relación con Cristo en la Última Cena está en profunda continuidad con la que el Verbo, por toda la eternidad, tiene en relación con el Padre. Por lo tanto, por este motivo la relación de privilegio entre el discípulo amado y Jesús no estaría basada en algún tipo de simpatía humana, sino precisamente en un discipulado radicado en la acogida (y prosecución) de la filiación divina en la propia vida. El Prólogo del cuarto Evangelio nos dice que Jesús goza de la intimidad del Padre y puede introducirnos el discípulo: «A Dios, el Unigénito, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1, 18). El lenguaje metafórico que alude al «seno» de Dios proviene precisamente de la Última Cena. Así como, según el prólogo, el Unigénito está habitualmente vuelto hacia el seno del Padre, en la Última Cena descrita por Juan cada comensal está tendido sobre un triclinio, situado oblicuamente en relación con la mesa, para así poder extender la mano derecha sobre la comida. De ese modo, cada comensal tiene la espalda hacia quien está a su izquierda y el seno hacia quien está a su derecha. El discípulo amado está a la derecha de Jesús, por tanto «en el seno de Jesús». Cuando Pedro se dirige a él, el discípulo se vuelve hacia Jesús, y así, al reclinarse sobre el pecho de Jesús, está vuelto hacia el seno de Jesús, precisamente en la posición que el prólogo de Juan atribuye al Verbo en relación con el Padre. El discípulo, vuelto hacia Jesús, escucha la confidencia sin que los comensales puedan oír las palabras. Análogamente, según el prólogo, el Unigénito está a la derecha del Padre, si bien, a diferencia del discípulo amado, está vuelto hacia el seno del Padre desde el principio y permanentemente. Así como únicamente el discípulo amado comparte una intimidad especial con el Maestro, del mismo modo sólo el Verbo goza de la visión del rostro de Dios, que nadie ha visto jamás (ver Jn 1, 18). Así como el Verbo se dirige hacia los hombres para contar del Padre, del mismo modo el discípulo que ha recibido ese conocimiento a través de la confianza de Jesús puede a su vez comunicarlo a los condiscípulos, amándolos con el mismo amor «nuevo», «más grande», que Cristo trajo.

Llamados a amar

Ahora podemos comprender mejor el motivo profundo por el cual Jesús revela al discípulo amado algo que debe permanecer entre el maestro y el discípulo. La intención es precisamente que, mediante la consecutiva reserva, se manifieste el amor misericordioso de Dios: de hecho el conocimiento de Dios es Amor (ver 1 Jn). Anunciar a Dios proviniendo de la intimidad con Cristo significa ante todo amar, y Juan es ante todo llamado a esto. Así como Jesús está disponible hasta el final para el amor misericordioso a Judas («Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo», Jn 12, 47), del mismo modo pide al discípulo predilecto un doble y distinto amor misericordioso para el traidor y para quienes, no habiendo aún puesto la cabeza sobre su pecho, no tienen todavía la posibilidad de amar con su amor. Cuando, muchos años después, él escribirá su Evangelio, esa tentación ya no estará cerca, lo cual le permitirá decir al lector con palabras claras que la traición a Cristo fue posible porque Judas, que era ladrón, permitió que el demonio entrara en su corazón (Jn 12, 6: 13, 2; 13, 27), pero el Señor no quería que eso ocurriese en la Última Cena. Allí, ante la identidad del traidor, sólo era posible el silencio: es ése el inefable «discurso» que lleva consigo quien, proviniendo de la intimidad con Dios, debe hablar de misericordia y perdón. De ese modo, el comportamiento del discípulo predilecto (también ese comportamiento especial llamado «silencio») nos dice que poner la cabeza sobre el pecho de Cristo no es la mera ternura, hermosa pero común, que podría no ir más allá de la afinidad emotiva, sino un amor que transforma el corazón del discípulo uniéndolo profundamente con Cristo y modificando por consiguiente también su forma de relacionarse con los hermanos y sobre todo con aquellos que junto con él siguen a Cristo, y de los cuales por cercanía y amistad llega a menudo a conocer la fragilidad y los pecados. Cristo mismo, a veces, se los revela en la intimidad de la oración, haciéndoles percibir su gravedad, pero pidiéndoles al mismo tiempo asumirlos en sí mismo, en su Cruz, en su perdón, en su Misa. ¡Sí, en su Misa! No por nada Juan Pablo II, al final de la vida, une de la estupenda manera que señalamos a continuación el momento que acabamos de contemplar con la Eucaristía: «Es hermoso estar con Él y, reclinados sobre su pecho como el discípulo predilecto (ver Jn 13, 25), palpar el amor infinito de su corazón. Si el cristianismo ha de distinguirse en nuestro tiempo sobre todo por el «arte de la oración», ¿cómo no sentir una renovada necesidad de estar largo rato en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!” (Ecclesia de Eucharistia, n. 25).

Al comienzo hablábamos de la posibilidad de que, análogamente a la forma en que se da en otra parte del Evangelio, el comportamiento de Juan ilustre algunas palabras de Jesús. Naturalmente, no podemos conocer todos los pensamientos del discípulo amado mientras se instituía la Eucaristía en la Última Cena: no sabemos distinguir entre la comprensión que tenía en ese momento y la que adquirirá sucesivamente por obra del Espíritu Santo; pero ciertamente el creyente no puede dejar de advertir cómo el comportamiento de Juan ilustra de la mejor manera lo dicho por Cristo en otra ocasión: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Como lo respete y lo haga respetar.


NOTAS 

[1] La intuición inicial nos vino con la lectura del hermoso libro de Enrique Cases, La primera Semana Santa (Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2006), especialmente las páginas 66-69.
[2] Ver Andrea Mardegan, Più gioia in cielo, Edizioni Paoline, 2000, pp. 94-96.

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