*El presente texto corresponde a la Introducción del libro Teología de la carne, El cuerpo en la historia de su salvación, (Editorial Montecarmelo y Didaskalos, Burgos 2012) del profesor José Granados del pontificio Instituto Juan Pablo II para estudios del Matrimonio y la Familia. Agradecemos al autor su autorización.
A quien quiera analizar el curso de los tiempos modernos para ver a qué altura de su ruta nos encontramos, puede ayudarle tomar de nuevo entre las manos el Quijote. La gran novela de Cervantes ha gozado de éxito ininterrumpido desde su aparición. Hizo llorar a los románticos y los revolucionarios soñaron, al leerla, con una libertad sin límites. Su autor probablemente no sospechó que las aventuras de este loco caballero andante continuarían vivas tanto tiempo en los corazones. Y el hecho es, en sí considerado, misterioso: ¿qué hizo que la historia del chusco hidalgo y su gracioso escudero calara hondo a lo largo del curso de la Modernidad? Se puede explicar el éxito de la novela acudiendo al contraste entre el mundo de sueños e ideales encarnado en el noble Quijote y el horizonte mundano, la realidad de todos los días, que representa Panza [1]. Mientras el primero aspira a la grandeza del espíritu, libre de toda barrera y en busca constante de aventuras, el segundo atestigua el desencantamiento del mundo moderno. Habitamos, en efecto, un universo sin misterio, que creemos puede ser explicado totalmente, o podrá serlo algún día, según las leyes de la matemática y la física, y es por eso incapaz de servir de horizonte a la búsqueda humana de sentido.
La genialidad de la primera novela moderna consistió, notémoslo, en que su tema coincidía exactamente con el propio de la nueva época. Pues se representaba en ella el abismo que se abre entre los deseos gigantes del hombre y su situación desamparada, en un cosmos vacío de mensajes [2]. Así lo ha ilustrado Miguel de Unamuno cuando, en su recreación original del Quijote, identifica el miedo de Sancho ante los molinos de viento con el temor que agita al hombre contemporáneo cuando se enfrenta a sus propias creaciones tecnológicas. Es un miedo que le impide vivir a la altura de su propia humanidad:
«Tenía razón el Caballero: el miedo y solo el miedo le hacía a Sancho y nos hace a los demás simples mortales ver molinos de viento en los desaforados gigantes que siembran mal por la tierra. [...] Hoy no se nos aparecen ya como molinos, sino como locomotoras, dinamos, turbinas, buques de vapor, automóviles, telégrafos con hilos o sin ellos, ametralladoras y herramientas de ovariotomía, pero conspiran al mismo daño. El miedo y solo el miedo sanchopancesco nos inspira el culto y veneración al vapor y a la electricidad; el miedo y solo el miedo sanchopancesco nos hace caer de hinojos ante los desaforados gigantes de la mecánica y la química, implorando de ellos misericordia. Y al fin rendirá el género humano su espíritu agotado de cansancio y de hastío al pie de una colosal fábrica de elixir de larga vida. Y el molido Don Quijote vivirá, porque buscó la salud dentro de sí y se atrevió a arremeter a los molinos» [3].
“El molido Don Quijote vivirá, porque buscó la salud dentro de sí”. Unamuno nos describe de este modo la única salida que parece todavía abierta al hombre. Dado que el mundo de la natura, similar a una inmensa maquinaría, resulta inhabitable, hay que refugiarse en otra esfera de la realidad, “dentro de sí”. Es la esfera del propio yo, aislada del comercio con las ciencias naturales, y que incluye el reino de lo subjetivo: el arte, la moral, la religión...
Pero, ¿es esta una solución real a los problemas humanos? Ocurre más bien que ni siquiera en sí mismo encuentra el hombre el abrigo que busca. Pues la grieta que divide el mundo moderno atraviesa su mismo ser: es una grieta que llega a la juntura de alma y cuerpo para separarlos [4]. Y, en efecto, el cuerpo tiende a ser considerado, desde Descartes, una parte más del vasto universo donde imperan las leyes de la física. Conocemos las ecuaciones que lo rigen, descritas con ayuda de las ciencias positivas. Y un día, cuando lo sepamos todo de él, seremos capaces de sustituirlo por un artefacto mecánico, más dócil a nuestros dictados.
Y aun así esta forma de ver no consigue eliminar la sensación de que el cuerpo pertenece a la propia identidad, de que mi cuerpo soy yo, de que sin cuerpo no puede el hombre orientarse en el laberinto de la vida. Cervantes, en su Quijote, hizo de este contraste, que constituye el gran enigma de la condición humana, tema favorito. La locura del caballero andante le lleva casi a olvidar los cuidados del cuerpo, y su descompuesta estampa recibirá el sobrenombre de “caballero de la triste figura”. Por su parte, Sancho nos recuerda continuamente las exigencias corpóreas de la vida, la necesidad de comer, beber y dormir.
En este horizonte podemos formular de nuevo la pregunta: ¿Es posible reconciliar los dos extremos de la novela de Cervantes? ¿Puede el mundo cotidiano representado por Sancho ser un lugar en que el sentido último, aquello que da a la vida su norte, se haga manifiesto? ¿O debemos más bien dejar este cosmos a sí mismo, como un universo sin vida, incapaz de despertar el asombro y de ofrecer respuesta a nuestras mil preguntas? Nos planteamos, en otras palabras, si se puede redescubrir la realidad como ámbito en que tiene cabida el misterio —la manifestación de aquello que, estando más allá de nosotros, da sentido a cuanto realizamos—. Volviendo al ejemplo usado por Unamuno podemos decir que, en otro tiempo, los molinos del Quijote —el aire que los propulsa y la harina molida en ellos— evocaban mucho más que procesos naturales sujetos a anónimas leyes; tenían valor simbólico que permitía al hombre descubrir el horizonte de su travesía por el mundo. El viento hablaba del respiro, por el que el hombre recibe la vida; la harina recordaba el pan, que asocia al hombre a la tierra y le desvela los beneficios de que depende su existencia. ¿Hemos de resignarnos a que estos molinos queden reducidos a aparatos tecnológicos, incapaces de simbolizar nuestro origen y meta?
A este respecto es interesante volver a la lectura creativa del Quijote que llevó a cabo Unamuno en su Vida de Don Quijote y Sancho, donde la locura del héroe se debe en realidad a un amor frustrado por Aldonza Lorenzo [5]. El amor no correspondido de Alonso Quijano tiene como efecto la desilusión vital del protagonista, que ya no confía en encontrar respuesta a sus deseos en el paraje gris de La Mancha. Por eso se siente empujado a resucitar el loco mundo de la andante caballería: Aldonza se convierte en Dulcinea y Alonso Quijano pasa a ser Don Quijote. Pues bien, al hacer esta conexión entre el amor por Aldonza y los ideales del Quijote, Unamuno identificaba esa puerta por donde la novedad y el asombro son capaces todavía de entrar en la existencia cotidiana del hombre. Así comenta el escritor la aventura de los leones, cuando el Caballero se enfrenta a la fiera con el solo fin de mostrar su valentía:
«¡Maravillosa proeza! ¡Nunca visto valor de Don Quijote, y valor en seco, sin motivo ni objetivo, valor puro, valor acendrado! ¿No sería tal vez que mientras Don Quijote mostraba ostentar así su valentía, por debajo de él el pobre Alonso el Bueno, agobiado por el desencanto sufrido al no encontrarse con la suspirada Aldonza, buscaba morir en las garras y quijadas del león con muerte no tan torturadora como la que de continuo le estaba dando su amor desventurado?» [6].
Así, de acuerdo con esta lectura, la experiencia del amor a Aldonza, de haber cuajado, habría ofrecido a nuestro caballero el emplasto para sanar la herida que laceraba su existencia. Se atisba aquí, siquiera vagamente, que en el amor, la concreta vivencia del hombre, la totalidad de la vida en sus muchas dimensiones (cuerpo, alma, espíritu), habla un lenguaje que le orienta en su busca de morada y destino.
¿Es posible que la promesa que el amor lleva en sí no nos conduzca al desencanto? Para que el amor pueda dar sentido a la vida, más allá de la efervescencia romántica, hemos de buscar en él un ungüento que sane las grietas de nuestro mundo roto. El amor ha de ser capaz de suturar la cicatriz originaria que divide en dos la experiencia del hombre, comenzando con la que separa al hombre de su propio cuerpo. Por eso de nada sirve un análisis del amor que no lo ponga en relación con el cuerpo y, a través de él, con el universo que nos rodea. La respuesta a la pregunta del cuerpo pasa por el amor y, del mismo modo, la respuesta a la pregunta por el amor pasa por el cuerpo. Como trataremos de mostrar en las páginas que siguen, la solución al problema ha de llegar en ese punto preciso de confluencia entre amor y cuerpo.
Y, en efecto, notamos que en los intentos contemporáneos por superar la crisis de sentido que vive el hombre, el punto clave resulta ser precisamente el vínculo entre su condición corporal, por una parte, y las relaciones personales, por otra. La sociología, por ejemplo, vuelve ahora al cuerpo para descubrir allí un elemento clave en la construcción de la ciudad humana. El cuerpo aparece como lugar por donde el hombre puede escapar a su aislamiento crónico, entrando en contacto con otros y estableciendo lazos duraderos [7]. Cuerpo y amor se invocan mutuamente para ofrecernos un enclave donde la salvación es posible.
Este redescubrimiento del cuerpo ha recibido, sin embargo, interpretaciones muy discordes. Tenemos, por ejemplo, la visión de Michel Foucault [8]. El cuerpo es, según su análisis, un medio por el cual la vida privada de los individuos se sujeta a la opresión de un Estado controlador. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la forma en que se ha concebido la sexualidad y la liberación de ella, y lo mismo puede decirse de otras instituciones, tal como la clínica moderna. Foucault habla de poder administrativo o de biopoder, para describir estas formas en que se abusa y viola la intimidad del hombre a través de su corporalidad.
Un balance mucho más optimista le resulta al sociólogo británico Anthony Giddens [9]. Giddens adscribe al cuerpo lo que es en su opinión un papel muy positivo: el cuerpo es capaz de llevar a plenitud la tarea que la Modernidad iniciara. Según Giddens, nuestra época, que llama Alta Modernidad o Modernidad tardía, no considera el cuerpo como algo ya constituido, sino como elemento que puede ser recreado e incorporado al propio proyecto personal. El cuerpo se convierte así en el eje donde pivota el éxito del proyecto democrático liberal. La transformación del cuerpo es la forma de conquistar la esfera privada del individuo para la causa de la libertad. Si se quiere cumplir esta tarea será necesario que la política se interese con decisión por la vida privada, y ayude a remodelar las relaciones íntimas. Tal visión concierne, de un modo muy especial, a la llamada “familia tradicional”, último baluarte de un régimen anticuado en que la naturaleza todavía no es totalmente maleable al querer humano y que habrá, por tanto, que desarticular en nombre de una libertad sin vínculos [10].
De esta divergencia de opiniones, entre Foucault y Giddens, podemos rescatar un punto de acuerdo: la importancia dada al cuerpo en la elaboración de la identidad del hombre. Pues el cuerpo determina, para bien o mal, su vida en sociedad y, en el ámbito de la vida privada, las relaciones personales. Falta, sin embargo, una orientación que nos ayude a juzgar si estas perspectivas son adecuadas. ¿Está el hombre, como quiere Foucault, desamparado ante los poderes de la sociedad? ¿Ha de ser optimista, como propone Giddens, con un optimismo basado solo en su propia decisión y privado de un marco de orientación más amplio? ¿O anuncia el cuerpo al hombre un mensaje de libertad, haciéndole ver que es posible romper su aislamiento, más allá de la ansiedad paralizante en que el proyecto posmoderno le ha sumergido?
Todo esto, importante para el futuro de nuestra sociedad, sitúa al cristianismo ante un reto y una oportunidad claves. De hecho, al retornar al cuerpo, nuestra cultura se ha venido a situar, acaso sin quererlo, en el punto exacto donde el evangelio de Cristo proclama su mensaje. En efecto, de acuerdo con el cristianismo, el cuerpo ha sido escogido por Dios para manifestar su misterio divino y ofrecer así salvación al hombre. Tertuliano habla del aprecio de Dios por la carne, que es “la obra de sus manos, la cura de su ingenio, el receptáculo de su soplo, la reina de su creación, la heredera de su prodigalidad, la sacerdotisa de su religión, el soldado de su testimonio, la hermana de su Cristo” [11]. Y del mismo modo ha sido posible resumir la teología de San Pablo con la frase: “El cuerpo es el fin de todas las obras de Dios” [12].
Ahora bien, puesto que el corazón del cristianismo es precisamente la revelación de Dios como amor (cf. 1 Jn 4, 7-10), decir que Dios se revela en el cuerpo equivale a definir el cuerpo como lugar propio de la manifestación del amor. Así, según el evangelio, si el cuerpo tiene un lenguaje, este no nos habla de la opresión que otros ejercen sobre el individuo (Foucault), ni se expresa tampoco con el optimismo moderado de quien trata de construirse su autónoma identidad y proyecto (Giddens). El lenguaje del cuerpo sirve más bien para expresar la verdad y plenitud del amor en que el hombre fue creado al principio y en que encontrará plenitud al cumplirse los tiempos.
De hecho, el cuerpo ha sido llamado por Tertuliano “el quicio (o eje) de salvación” (caro salutis est cardo) [13]. Encontramos aquí una perspectiva muy rica, con que la teología puede responder al reto cultural que hemos descrito [14]. El cuerpo es el quicio de la salvación al menos en estos dos sentidos, asociados a la palabra latina cardo.
a) Cardo es en primer lugar el quicio donde la puerta gira y se abre. Queremos mostrar en estas páginas que la carne es quicio de salvación porque permite al mundo del hombre abrirse, para mostrar el acceso a la trascendencia, hacia el misterio de la manifestación de Dios. Volviendo a la novela de Cervantes podemos decir que en el cuerpo la realidad cotidiana que habita Sancho Panza muestra el acceso a los ideales del Quijote. Esta apertura tiene lugar en cuanto el cuerpo es el espacio donde se hace presente el amor en la experiencia humana, espacio en que Cristo entrará para expresar la plenitud del amor divino.
b) Cardo puede significar también la calle principal de las ciudades romanas, que, junto al Decumano, prestaba estructura a toda la ciudad. En teología, también la carne se convierte en el eje central donde se entrelazan las líneas de la experiencia del hombre y de la revelación de Dios, permitiéndonos captar la arquitectura de la salvación cristiana. De acuerdo con esto veremos cómo la lógica del cuerpo, unida a la lógica del amor, nos da acceso a la lógica de la revelación [15].
¿Qué ocurre cuando tomamos el cuerpo como verdadero quicio de nuestra reflexión teológica, como el “lugar teológico” por excelencia, el sitio escogido por Dios para revelarse en plenitud al hombre? ¿Qué forma de entender el mundo, la persona humana y Dios resulta de esta perspectiva? ¿Y cómo puede esta visión orientar nuestros pasos en este momento cultural?
La teología ofrece una respuesta a la pregunta planteada en la novela de Cervantes, que es la pregunta del hombre moderno. El mismo Cervantes, mientras narraba el drama de una existencia rota, ofrecía una solución, colocando en el centro de su novela la amistad entre el Caballero y Sancho, que crece y madura de página en página. Esta honda camaradería abrirá hacia lo alto el mundo sin ilusiones de Sancho y ayudará al Quijote a encontrar la conexión entre su misión de caballero y la experiencia cotidiana del vivir. Al final de la novela, enfrentado con su destino, en el momento de la muerte, le es concedido al héroe reencontrar el camino de la salud mental. Tal curación es posible porque en este momento último su cuerpo, en fragilidad y pobreza, habla por fin de la verdadera aventura, de la llamada genuina a la trascendencia que la carne transparenta, no solo en la hora de la muerte, sino a lo largo del viaje entero de la vida.
Notas
[1] Cfr. J. Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Alcaraz, Madrid, 1914, pp. 54-55.
[2] Cfr. J. Marías, Cervantes clave española, Alianza, Madrid, 2003.
[3] M. de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, Madrid, 1905.
[4] Cfr. el interesante estudio de D. Leder, The Absent Body, University of Chicago Press, Chicago, 1990.
[5] Julián Marías está de acuerdo en este punto con la interpretación de Unamuno. Según el análisis de Marías, si se tiene en cuenta la vida de Cervantes y el resto de su producción literaria, se puede mostrar que el tema central del Quijote es precisamente el amor humano como clave para interpretar toda la existencia. Cf. J. Marías, Miguel de Unamuno, Espasa Calpe, Madrid, 1976.
[6] M. de Unamuno, Vida de Don Quijote y Sancho, p. 237.
[7] Cfr. A. Howson, The Body in Society, Polity Press, Cambridge, 2004.
[8] Cfr. M. Foucault, Histoire de la sexualité, 3 vol., Gallimard, Paris, 1976-1984.
[9] Cfr. A. Giddens, Modernity and Self- Identity. Self and Society in the Late Modern Age, Stanford University Press, Stanford, CA 1991; ID., The Transformation of Intimacy. Sexuality, Love and Eroticism in Modern Society, Stanford University Press, Stanford, CA 1992; Id., Runaway World: How Globalisation is Reshaping Our Lives, Routledge, London, 2002.
[10] La obra de Giddens ha inspirado, de hecho, la política familiar desarrollada en algunos países de Occidente durante la última década: son políticas que, como es sabido, quieren redefinir lo que llaman “familia tradicional” y no es otra cosa que, simplemente, la familia.
[11] Cfr. Tertuliano, De resurrectione mortuorum 9, 2 (CCL 2, 932).
[12] La frase fue acuñada por Friedrich Christoph Oetinger (“Leiblichkeit ist das Ende der Werke Gottes”); Cfr. H. Schlier, Grundzüge einer Paulinischen Theologie, Herder, Freiburg - Basel - Wien, 1978, p. 99.
[13] Cf. Tertuliano, De resurrectione mortuorum 8, 2 (CCL 2, 931). En lo que sigue no distinguiremos entre los términos cuerpo y carne, salvo que así se indique en el contexto. Por supuesto, hay diferencias entre ellos, que varían según el uso de cada autor. En San Pablo el término carne tiende a tomar un cariz negativo con respecto a “cuerpo”, aunque en muchos usos vienen a coincidir. Y así, mientras el cuerpo es llamado a obtener la inmortalidad, carne se aplica solo a lo corruptible: cf. J. A . T. Robinson, The Body. A Study in Pauline Theology, The Westminster Press, Philadelphia, 1952, p. 31: “mientras sarx se refiere al hombre, en la solidaridad de la creación, en su distancia de Dios, soma se refiere al hombre, en la solidaridad de la creación, como fue hecho por Dios”. Por otro lado, para algunos Padres de la Iglesia, como Ireneo o Tertuliano, carne (caro) toma un significado más específico y es preferido a cuerpo (corpus) para expresar la visión propia cristiana. Carne indica la relación entre el hombre y el resto de la creación y, así, la inserción del hombre en su mundo y su relación con el resto de la familia humana. Para añadir a este breve elenco un autor moderno, Michel Henry ha basado su fenomenología de la Encarnación sobre el término carne, que se refiere al cuerpo humano vivido, y que Henry opone (en modo, a nuestro entender, excesivo) al cuerpo mundano, mera realidad externa: cf. M. Henry, Incarnation. Une philosophie de la chair, Seuil, Paris, 2000.
[14] Cfr. G. G. Stroumsa, “Caro salutis cardo: Shaping the Person in Early Christian Thought”, History of Religions 30, no. 1 (1990), pp. 25-50.
[15] De acuerdo con San Ireneo de Lyon, la tarea del teólogo consiste en explicar la historia del mundo como una historia de la salvación de la carne. La teología ha de evitar las especulaciones propias del pensamiento gnóstico. Su tarea es, más bien, “quare Verbum Dei caro factum est et passus est, gratias agere... et quemadmodum mortalis haec caro induet immortalitatem et corruptibile incorruptelam, adnuntiare...” (cfr. Adversus Haereses I, 10, 3; SC 264, pp. 162-164).
Sobre el autor:
José Granados, D.C.J.M: Nacido en Madrid en 1970. Estudió Filosofía y Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Se doctoró con la tesis “Los misterios de la vida de Cristo en Justino Mártir” (2004), merecedora del Premio Bellarmino. Pertenece al instituto religioso Discípulos de los Corazones de Jesús y María. Ha sido profesor de Teología Dogmática en la Universidad Católica de América, Washington DC. Docente del Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre Matrimonio y Familia en Roma, del que además es vicepresidente. Entre sus publicaciones cabe destacar: Teología de la carne: el cuerpo en la historia de su salvación y Teología del tiempo.
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