¿De dónde nace su amor a Dios?

Los siete primeros años de su vida, los vive junto a los suyos en calle Las Rosas, la casa patriarcal de su abuelo materno, un distinguido abogado y rico hacendado, dueño de la Hacienda Chacabuco. Don Eulogio llevaba una vida ejemplar que se exteriorizaba en sus rezos del rosario varias veces al día y en la manera de tratar a los suyos, en especial a los campesinos de Chacabuco, a quienes quería como hijos. Juanita, pese a sus cortos años, percibe en él a un santo. Con él entendió el sentido de las misiones en el campo y su preocupación de que sus servidores recibieran los sacramentos. El abuelo sentía que él era el responsable de acercarlos al Señor y de la salvación de sus almas. Solía acompañarlo a las casas de los campesinos, verificando su coherencia entre lo que decía y practicaba: se preocupaba de su bienestar, de la salud, de la educación primaria de los niños; de unir por medio del sacramento del matrimonio a las parejas y de entregar semillas e instrumentos para que pudieran sembrar el par de hectáreas que a cada familia le había asignado.

Juanita aprendió de su abuelo, por medio del ejemplo, la importancia de vivir unida a Dios, pues de ahí nacían todas las virtudes: el espíritu de servicio y entrega, al desvivirse por los más necesitados y sobre todo salvar almas, acercándolas a los sacramentos, alejando a los hombres de las cantinas, presentándoles otras sanas entretenciones. Aprendió de él la alegría, la sana competencia, su pasión por cabalgar, por el tenis y la natación. Por otro lado, conoció a varios sacerdotes diocesanos y de diferentes congregaciones que iban a misionar a Chacabuco o a visitar a su abuelo en la calle de Las Rosas para pedirle donaciones con el fin de mantener dignamente el culto. Don Eulogio fue un hombre de fortuna, pero vivía con austeridad.

Juanita en su diario escribe: “Jesús no quiso que naciera como Él, pobre, nací en medio de las riquezas...”. Cierto, había nacido en una de las mejores casas de Santiago. De su abuelo escribió, entre otras cosas: “Se puede decir que era un santo pues todo el día se le veía pasando las cuentas de su rosario”. Con Rebeca “hacíamos con mi abuelito lo que queríamos y lo engañábamos con besos y caricias”. Su abuelo era el patriarca, él disponía a qué colegio debían ir, pese a que doña Lucía, su mamá, de fuerte carácter, a veces lo doblegaba (D2).

Su primera gran pena fue su partida: “Su muerte fue la de un santo, como lo fue su vida” (D4). De ahí en adelante todo fue diferente. La familia de Juanita Fernández Solar se cambió de casa independizándose de los demás familiares. El freno y el apoyo de don Miguel había sido su suegro, tanto para los negocios como para su vida matrimonial.

Juanita consigna en su diario que en ese tiempo empieza su devoción a la Virgen. “Mi hermano Lucho me dio esta devoción, con la que he estado y espero estaré hasta mi muerte” (D5). Se puede apreciar cómo del dolor va naciendo en ella el amor, cómo Jesús la va compensando y regaloneando, pues en Él busca refugio. “Nuestro Señor desde aquí me tomó de la mano con la Santísima Virgen” (D5). Es así cómo se fue suavizando, dominando su carácter iracundo, sus rabietas, su vanidad, pues solían decirle que era la más linda de las hijas y primas. Juanita tenía apenas 8 años cuando su papá pierde parte de su fortuna, debiendo “vivir más modestamente” (D5), lo contará sin tapujos en el colegio, mientras sus hermanos trataban de ocultarlo.

Todo lo hacía por Jesús y con Jesús

Su preocupación y su anhelo es recibir a Jesús sacramentado. Para ello se prepara en profundidad y sueña con ese día. Su madre la va guiando en concordancia con el colegio. “El 11 de septiembre de 1910, año del centenario de mi patria, año de felicidad y del recuerdo más puro que tendré en toda mi vida... no es para describir lo que pasó en mi alma con Jesús... sentía su querida voz. Jesús, yo te amo yo te adoro... Le pedí por todos y a la Virgen la sentí muy cerca” (D6).

Los problemas económicos se agudizan y nuevamente deben cambiarse a un barrio menos elegante y a una casa más pequeña. Juanita lo toma con naturalidad y hasta con alegría. Practica lo que aprendió de su abuelo y lo que ve en su madre: la caridad en casa. Comenzando con los empleados, todos antiguos, a quienes respeta, quiere, considera; hasta los acompaña y sirve cuando se enferman.

A los 13 años se da cuenta de los problemas entre sus padres. Ella no juzga ni toma partido, sí intenta ser un instrumento de unión, reza por ellos y ofrece su vida para que “vuelva la paz a su hogar”. “Jesús me fue enseñando cómo debía sufrir y no quejarme y de la unión íntima con Él... Me dijo que me quería para Él, que quería que fuera carmelita... Yo en ese tiempo no vivía en mí. Era Jesús el que vivía en mí... Todo lo hacía con Jesús y por Jesús“ (D7).

Juanita crece en santidad, comienza a tener conciencia del espíritu eclesial y de su misión corredentora de almas. Lo que se traduce en cómo acerca al Señor a sus amigas, cómo se preocupa de que todos lo conozcan para así amarlo y servirlo. Junto con esto, por su simpatía y la paz que trasluce, Juanita es muy amistosa, alegre, bromista, toca el piano y el armonio con asombrosa facilidad, tiene una bella voz, es bromista y muy buena para reír.

Pese a ciertas limitaciones que tiene en las asignaturas de química y física, con esfuerzo y voluntad logra buenas notas, destacándose entre las mejores, sobresaliendo en literatura y filosofía y obteniendo siempre los primeros premios en las competencias literarias. Además ha crecido como mujer. Es alta, delgada, bella figura, bonita de rostro, con una mirada pura color cielo. Ya tiene enamorados y esto a ella le encanta. La vanidad será su eterna lucha. El espejo, su gran tentación. El éxito entre sus amigas, requerida por todas, también será motivo para doblegar el orgullo.

En casa los problemas se agudizan, en especial entre sus padres, por las pésimas relaciones conyugales, sumados a los malos manejos en que don Miguel pierde también las tierras heredadas de Melipilla. Miguel, el poeta bohemio, el que se negó a entrar a la universidad, llega en general de madrugada y en pésimo estado. A Juanita le duele la dureza de su madre para con su hermano mayor; entre otras medidas da orden de cerrar la cocina con tranca cuando no ha llegado. Nuestra santa, pensando que un gesto de amor podría hacerlo cambiar y también pensando en sus borracheras y en su estómago vacío, le deja a escondidas el postre debajo de la cama y alguna golosina de la cual se ha privado. Miguel sabe que es Juanita quien le ordena su ropaje, le guarda comida e incluso le deja una lectura edificante en el velador. Él nunca le agradeció ni le dirigió la palabra; seguro que motivado por el orgullo y la vergüenza: ...“Sí, mi dolor es mío... no lo quiero entregar”, escribirá en uno de sus poemas (Miguel Fernández Solar, Premio Municipal 1942. Poema Huerto de los Olivos. Campesinas, 1948, segunda edición). Juanita tampoco se lo enrostra, se limita a acogerlo con cariño. En silencio, en lo más secreto, rezaba por él y por su madre para que se suavizara.

Por su parte, Lucho, su más querido hermano, le confesó con gran orgullo que había llegado a la conclusión de que Jesucristo fue un profeta muy sabio, cuyo origen no era divino. Juanita, en lugar de convencerlo con sólidos argumentos, pues nada lograría, se limitó a pedir por su conversión, siendo un fiel reflejo de Cristo.

La vida en familia ha de ser un sacrificio continuado

Teresa de Jesús de Los Andes, en el mundo Juanita Fernández Solar (1900 - 1920), claramente escuchaba que el Señor la llamaba al Carmelo (D7). No fue una gracia tumbante, sino el fruto de su docilidad, de su formación en el colegio, del ejemplo de su abuelo; es el fruto de una constante búsqueda, luchas, humildad, lectura de la vida de Santa Teresa de Lisieux, la joven carmelita que presentó en sus escritos al Dios Amor, y las ansias de imitarla, pero por sobre todo, el conocimiento íntimo de Jesucristo en el Evangelio, oración de intimidad, misa diaria, adoración, sacramentos, rezo del rosario, siendo su gran devoción y modelo la Santísima Virgen.

Juanita era afectiva, le gustaba ser querida y regaloneada por su familia y amistades. En los buenos momentos, cuando la vida le sonreía, fue la regalona de todos. Sin embargo, los acontecimientos van de mal en peor. Lucho, su querido hermano, quien le enseñó a rezar el rosario, se ha declarado ateo. Miguel está más distante y rebelde. Lucita, la hermana que sigue a Miguel, está de novia y poco la considera. Su mamá pasa largas estadías en Viña del Mar en busca de cura para su hijo menor, Ignacio, quien a causa de un accidente, tiene un serio problema en una pierna. Rebeca, quien otrora fuera su inseparable hermana y confidente, no toma en serio su ideal del Carmelo.

El ambiente hostil de su casa, unido a la dureza de su madre, curtida de tantos problemas e infidelidades de su esposo, que se alejaba por largas temporadas en los campos que administraba, no fue motivo de amargura para nuestra santa, sino instrumento de santidad, por buscar lo bueno en las personas, por ser servicial, por no juzgar, por buscar la unidad. Juanita se desvive por todos, convirtiéndose en “el ángel tutelar de la familia”, según palabras de Lucho. A la vez, Miguel en el proceso de canonización dirá para sorpresa de todos: “no me fui de casa, porque en ella vivía una santa”.

Cuando cumplió 15 años, sorpresivamente, su madre, doña Lucía, en el segundo semestre toma la drástica decisión de cambiar a Juanita y a Rebeca del Externado del Sagrado Corazón, a escasas cuadras de casa, al Internado, lo que parece una locura. Simplemente lo hace, sin dar explicaciones, para evitar que se dieran cuenta de los constantes roces con don Miguel, su esposo, las pocas veces que llegaba a Santiago. Justo ese año, 1915, doña Lucía vive momentos dolorosos que la hacen salir de sí.

Juanita sufre lo indecible, pues pese a todo era muy apegada a los suyos. No entiende cómo su madre las aparta, aunque internamente sospecha el motivo. Se preocupa de reconfortar a Rebeca y de apoyarla en su nueva vida. ¿Pero quién se preocupa de ella? ¿Quién la visita los días que pueden recibir familiares en el salón del Internado, si gran parte del invierno doña Lucía lo pasa en Viña del Mar con Ignacio? Solo Ofelia Miranda, la fiel niñera, va a verlas llevándoles golosinas. Cuatro años más tarde, ya en el Monasterio Carmelitas de Los Andes, la primera visita que recibirá será la de Ofelia. Su padre, a quien adora, no tendrá valor para ir a dejarla al convento, sólo la verá una vez para su toma de hábito. Tampoco llegará en la antesala de su muerte.

“La vida en familia, para que sea vida de unión, ha de ser un sacrificio continuado”. ¡Cómo lo sabía y lo vivía! Impresiona conocer los detalles y delicadezas de esta joven que alternó su vida, hasta los 18 años de edad, entre el Internado del Sagrado Corazón y su hogar.

Creciendo a pasos agigantados

En el Internado, Juanita conoce a nuevas amigas. Su condición aristocrática la inclina inconscientemente a tener más afinidad con las jóvenes de la alta sociedad. Es lógico, todos se conocen por alguna razón o ubican a sus hermanos o primos. Sin embargo, junto al alto vuelo espiritual que está emprendiendo, comienza a acercarse a las alumnas provincianas, a las desconocidas y a aquellas que no gozan de popularidad. Al poco tiempo, se advierte un grupo unido: todas con todas. Juanita no lo consigna en su diario, pero sí sus amigas lo advierten.

Después de muchos vencimientos y superaciones, se ha transformado en ejemplo para las alumnas y en la favorita de las monjas en el buen sentido de la palabra. Como saben que su vocación es el Carmelo, la quieren para su congregación y con mucha delicadeza comienzan a persuadirla que debe ser religiosa educadora. Esto turbará a Juanita, quien tenía muy claro que sería carmelita. Será motivo de dudas, de búsqueda de la voluntad de Dios y de muchas espinas.

Juanita se santificó en su ambiente, en medio de los suyos, minuto a minuto. Ante cualquier acontecimiento se adelanta amando, esmerándose en “labrar la felicidad de los demás”, considerándose “la última de todas” y mirando siempre en el prójimo a Jesús. Carga con su cruz y las cruces de los suyos, porque experimenta vivamente que “a la sombra de la cruz, todas las amarguras desaparecen”. Amarguras y serios problemas que se agudizan en su casa que con gran pena los vive cuando la autorizan a salir del Internado. Los enfrenta a la luz de la Verdad, del Amor y la oración. “Que vuelva la paz a mi familia”, le pide al Señor; “que mi papá se confiese”, que Lucho recupere la fe: “Todos los sufrimientos enviadme, Dios mío...
con tal que él se convierta”.

Conmueve cómo trabaja con amor y sabiduría para unir a sus padres. Impresiona su madurez y equilibrio, su valentía y confianza en Dios; la capacidad de ver lo que los otros no ven y la generosidad de no exigir nada. Tratando de pasar inadvertida, contribuye a la paz, tanto en el Internado como en su hogar. Sin criticar y aplastando sus propias rebeldías, cura las heridas con dulzura y con su actitud acerca a quienes la rodean al Señor.

Traspasa su entorno familiar y colegial al inscribirse para ayudar, enseñar, catequizar y acompañar los sábados a las alumnas internas del colegio de niñas pobres que sostiene el Sagrado Corazón. A ellas les guarda con especial cariño los dulces que desde su casa le mandan. Los testimonios de su entrega y alegría entre las niñitas son elocuentes. Asimismo, cuando encuentra en el camino a la iglesia a niños harapientos tiritando de frío y con hambre, se les acerca, los invita a su casa a tomar desayuno. Es así como aparece Juanito, un niño de casi 10 años, que viene escapando de una tienda con una tela robada. Juanita con autoridad y cariño lo persuade para que devuelva la tela. Lo acoge como si fuera su hermano pequeño. Lo prepara para la primera comunión, con sus ahorros le compra sus primeros zapatos; le enseña a leer y a prepararse para enfrentar el mundo. Consagra su pobre hogar al Sagrado Corazón. Intenta alejar al padre del alcoholismo y aconseja a la mamá para que guíe por el camino del bien a su hijo. “No es el único niño que socorre –dirá Lucho en el Proceso– pero en él vio a todos los niños desvalidos del mundo”.

Pérdida del patrimonio familiar

Las escasas hectáreas de Chacabuco que ha podido conservar doña Lucía han sido subastadas. “Todos estábamos abrumados –declarará Lucho– por perder la gran riqueza de los Solar. Sin embargo, Juanita era la única serena y nos consolaba a todos, especialmente a mi padre. Lo mejor lo dejaba a nosotros y ella se quedaba con las cosas más modestas”. Con cariño, pero a la vez con firmeza, Juanita le repite una y otra vez a su madre: “Mamacita, no se lamente, ofrézcaselo a Dios”.

Otra de sus amigas dirá: “A pesar de que sentía pena por lo que sufrían los demás integrantes de la familia, Juanita se conformó fácilmente... Vio la mano de Dios para que supiera desprenderse de los bienes materiales...”

Por su parte, escribe en su diario: “¿Para qué apegarme a cosas transitorias que no me llevan a Dios que es mi fin? ... No me importa la pobreza, los desprecios, pues esto me lleva a Ti... Todo lo que el mundo estima no vale nada” (D29).

Vivir lo divino y lo humano en armonía

Asombra el equilibrio de Juanita para unir y vivir lo divino con lo humano con una naturalidad abismante. Amistosa, alegre, entretenida, abordable, sencilla; excelente deportista, amante de la natación, las cabalgatas y el tenis. Amante de la música, de la literatura, del arte y la belleza natural. “Todo lo que veo me lleva a Dios. El mar en su inmensidad me hace pensar en Dios... En su infinita grandeza... Cuando pienso que cuando sea carmelita, si Dios lo quiere, tengo que abandonar todo esto, le digo a Nuestro Señor que toda la belleza, lo grande lo encuentro en Él”.

Un nuevo dolor la golpea fuertemente: otra gran prueba. Como se casará Lucita, quien llevaba la casa en lugar de su cansada madre, doña Lucía sin grandes explicaciones la retira del colegio antes de terminarlo. La pena de Juanita es indescriptible. Hacía tiempo se había encariñado con el Internado, con sus maestras y compañeras, con las niñas que catequizaba los sábados y además, como es lógico, quería terminar el último año y graduarse. Sin embargo, no le queda más que obedecer, pues su madre está deteriorada de tanto luchar. Es elocuente la carta que le escribe al Padre José Blanch, asuncionista, en donde le cuenta el estado de su alma y su nueva vida, que la percibe como un anticipo de la obediencia que deberá practicar y vivir en el Carmelo:

“Créame, Rdo. Padre, que me ha servido de preparación para mi vida religiosa. Mi mamá me manda constantemente y me reprende cuando no hago las cosas bien. Y muchas veces sin motivo. No tengo cómo agradecérselo a N. Señor, pues así se lo inspira a mi mamá para que viva siempre en la cruz que es prenda de su amor. ¡Cuánto me cuesta a veces callarme. Y cuando contesto, me he propuesto besar el suelo para humillarme y pedirle perdón a mi mamá. También me esfuerzo en obedecer aún a mis inferiores, como obedecía N. Señor en Nazaret. Quiero asimismo que nadie sospeche que ciertas cosas a veces me son ocasión de sacrificio, mostrando mi buena voluntad para todo. Y como yo no lo manifiesto, todos creen tener derecho para exigir de mí lo que les agrada. A veces siento sublevarse todo mi ser dentro de mí misma, pero pienso que es el único medio de ser santa, y que por el amor a N. Señor se puede, y soporto todo. De esta manera me abandono a la voluntad de Dios, pues, como Él me ama, elige para mí lo que me conviene...” (C45).

La Virgen María, su confidente y amiga, a la que siempre invoca e intenta imitar, será su gran apoyo en esta nueva etapa de servicio en su hogar. Servir como ella lo hacía, ayudar y socorrer como lo hizo con su prima Isabel. Ella la consolará en este nuevo desafío, nada de fácil.

Por otra parte, don Miguel económicamente va de mal en peor. Hace tiempo se han cambiado a otra casa del centro de Santiago, en la Calle Vergara. Esta vez no son dueños, sino arrendatarios del segundo piso de la casa, que tiene una escalera para bajar a un pequeño patio interior.

Reparación sacerdotal

Juanita, en sus improvisadas libretas, algunas usadas para otros fines, escribía al correr de la pluma su acontecer cotidiano y cartas a sus amigas, sacerdotes confesores, guías espirituales y al Carmelo antes de entrar. Poco a poco, esas impresiones escritas al instante, no siempre con tinta, se fueron transformando en su propio Magníficat, contando las grandezas del Señor, las maravillas inmerecidas que en ella hacía, reconociendo a la vez con tanta naturalidad su pequeñez y su nada.

A Juanita se le va conociendo en la medida que se va asemejando a la Virgen María y a medida en que se va configurando con Cristo. Hay que leerla en clave de amor, porque a través de ella se descubre la acción de Dios. Es el amor de Dios quien se apodera de su alma y cómo ella se deja transformar y divinizar.

Gracias a estos escritos, que ella pidió que quemaran y por un malentendido no se hizo, podemos conocerla en profundidad y apreciar su camino hacia la santidad. Estos nos hacen quererla y admirarla, pero no tanto por su heroísmo sino por lo que tiene de Dios.

Resulta fácil darse cuenta de cómo va desapareciendo para dar cabida al esplendor de la imagen de Cristo, sin necesidad de anularse. Al mismo tiempo, la sed de almas de Cristo también la siente ella. Quiere que todos se salven sin excepción alguna.

Llama la atención que cuando tiene apenas 17 años entra a una asociación de Reparación Sacerdotal en donde se ora por los sacerdotes infieles, por los que han sucumbido a su voto de castidad, por los que se buscan a sí mismos endiosándose y no la gloria de Dios, y los que no cumplen con sus deberes sacerdotales. Ella, sin saber a ciencia cierta lo que significaba, infusamente lo entiende, lo considera necesario por ser miembro vivo y corresponsable de la Iglesia Universal. Para ello hace sacrificios y mucha oración, asiste a la adoración del Santísimo en la Gratitud Nacional en donde rezaban por la Reparación Sacerdotal.

En una carta, dirigida a una amiga de su madre, escribe: “Mucho le agradecería me enviara una amplia explicación de la Reparación Sacerdotal; pues, aunque ya pertenezco a ella, sin embargo, no me lo han explicado muy bien. Y yo, como deseo ser carmelita –la cual se propone rogar por los sacerdotes–, tengo verdaderos deseos de llenarme por completo del espíritu de reparación, ya que creo le agradará a N. Señor, pues sufre tanto por las ofensas de aquellos que, llamados a ser sus verdaderos e íntimos amigos, muchas veces lo olvidan y lo olvidan. ¡Cuántas veces he sentido en el fondo de mi alma, al ver sacerdotes indignos de tal nombre, mucha pena! Y mucho tiempo atrás ofrecía una vez a la semana, la comunión y la Misa para rogar y reparar por ellos”(C 63).

El Carmelo, siempre el Carmelo

Desde muy pequeña Juanita ha participado en cuerpo y alma en las misiones de Chacabuco, después en Cunaco y más tarde en San Pablo de Loncomilla. Cuando estuvo veraneando en Algarrobo, salía a las caletas a buscar a los hijos de los pescadores para enseñarles a querer a Jesús y a la Virgen María y así prepararlos para la primera comunión.

Sentía que a Él debía acercar las almas, manifestándoles la inmensa alegría que significa conocerlo y amarlo. Teresa de Los Andes fue un apóstol del Señor, una verdadera misionera en todo el sentido de la palabra, conquistando a las almas por “el apostolado y la oración”.

Sin embargo, el gran apostolado que ejerció en el mundo, sin ella misma darse cuenta, fue el ejemplo de su propia vida, vida de alegría, de generosidad, responsabilidad, amor, fidelidad, correspondencia a la voluntad de Dios, como católica y miembro activo de la Iglesia; como chilena comprometida con su patria y los que sufren, como hija, hermana, amiga, alumna y luego dueña de casa.

Su sentido eclesial va ampliándose, se desborda de tal manera que desea abarcar a toda la humanidad. El Señor la quiere en un pobre y lejano monasterio de carmelitas descalzas de Los Andes. Y allí va Juanita, convirtiéndose en Teresa de Jesús, para “vivir espiritualmente unida al mundo entero... y santificarse a sí misma para que la savia divina se comunique, por la unión que existe entre los fieles, a todos los miembros de la Iglesia”.

Su madre, doña Lucía, es la primera en admirarse de la alegría de Teresa en el Carmelo. Gracias a ella abandona la creencia del Juez castigador porque va descubriendo al Dios Amor, a Dios Padre y Amigo, al Dios Misericordioso que se comunica y se da; el mismo Señor que se manifiesta en su hija. Al Dios que es “alegría infinita”, que transforma todos los temores en el más puro amor y confianza y en “una ternura que no conoce término”.

También Rebeca, la hermana menor, la que no puede comprender cómo ella quiere tanto al Señor y consagrarse para siempre a Él, “cuando no recibe ninguna muestra de cariño exterior”, va descubriendo, guiada por las cartas de Teresa y por la alegría que percibe en su nuevo estado, que “Dios demuestra su amor mucho más que todas las criaturas y que a cada instante se reciben muestras de su amor infinito”. Teresa lo vive de tal manera que es imposible dejar de percibirlo detrás de las rejas y sus escritos, que meses después de su muerte entra al Carmelo, al mismo monasterio de Los Andes.

Los santos para que sean tales, arrastran a muchas almas a Dios. Teresa fue el instrumento del Señor para despertar vocaciones religiosas entre sus amigas. Varias de ellas la imitaron y consagraron su vida al Señor.

Es Jesús quien se encarna en Teresa de Los Andes para llamar ahora a los jóvenes por su nombre, para decirles que vayan a Él “como el amigo más íntimo y contarle todo lo que pasa por sus almas” (C132).

En 11 meses llegará a las cumbres del Amor guiada por María, la Madre de Dios, para configurarse con Cristo por toda la eternidad. El largo camino de la santidad lo había recorrido en el mundo entre los suyos. En el Carmelo, el Señor terminó de perfeccionarla y purificarla.


Notas

D: Diario de vida Teresa de los Andes

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