Jesús tuvo corazón porque fue un verdadero hombre, como nosotros, y nosotros podemos ser verdaderos cristianos sólo restituyendo a Él nuestro corazón.
La imagen del «corazón» es una de las más conocidas y difundidas, tanto en el plano laico (de la bombonera al colgante de cadena, del cojín de regalo al bordado de sastrería) como en el plano religioso e iconográfico (véanse los exvotos de los cuales están llenos los santuarios, los corazones pintados y representados en todas las tipologías, los ornamentos sagrados, etc.). La simbología sobre el corazón (por sagrado o menos sagrado que sea) ostenta ya una historia milenaria.
En general y en el lenguaje común, el término «corazón» indica algo esencial, central, algo que contiene y engloba. En el ser humano, el corazón es y constituye algo vital bajo un doble aspecto. Por una parte, tenemos el corazón como órgano físico (una bomba que alimenta un circuito hidráulico hemático), órgano sin el cual no es posible vivir, a diferencia de otros órganos y otras partes del cuerpo cuya ausencia o cuyo grave mal funcionamiento no perjudican la conducción de una vida que puede ser discreta. Por otra parte, en cambio, tenemos el corazón como sede, lugar o instrumento de relaciones interpersonales (afectos, sentimientos, voluntad, amor, sensibilidad). Aquí el corazón ríe, llora, se alegra, vigila, es dado, se pierde, se reconquista [1].
Antropología y religión
Entre las poblaciones primitivas de Centroamérica se creía que los niños nacían del encuentro del semen masculino con la «sangre del corazón de la mujer». En la religión hinduista, el corazón se considera la «ciudad de Brahma». Para los antiguos egipcios, el dios Ptah pensó en el mundo con el corazón antes de crearlo, y el corazón era el único órgano que no se extirpaba en los procedimientos de embalsamamiento [2]. En el famoso texto El Libro de los muertos, se lee que los dioses «pesaban el corazón» del difunto o interrogaban a la conciencia [3]. En las sociedades tribales en que se practicaba el canibalismo, comer el corazón del enemigo al cual se había dado muerte significaba capturar su fuerza y absorber su energía positiva. Según la mitología griega, y específicamente en los misterios órficos, Dionisio nació al comer Zeus el corazón de Zagreo. Por otra parte, según algunas corrientes de la filosofía helénica, los hombres se dividen en dos tipologías: los dedicados a los «placeres cardiocéntricos» y los dedicados a los «placeres encefalocéntricos» [4].
En la mística islámica, se habla de una «ciencia de los corazones»: el corazón no es puramente la sede de la afectividad, sino también de la naturaleza intelectual del hombre (con todo, Homero ya atribuía insistentemente al corazón la facultad del pensamiento). En el Islam, el corazón del creyente es el «trono de Allah», ahí donde el corazón del pecador es juzgado como un «corazón ciego».
Pavel Florenskij distinguía tres místicas: la del «vientre» (típica de los cultos orgiásticos antiguos y modernos); la de la «cabeza» (yoga, teosofía, filosofías orientales) y la del «corazón y el pecho», que es la mística «correcta, normal, equilibrada», típica del cristianismo [5].
La religión hebraica contiene en parte lo que ya es un patrimonio antropológico común de toda la humanidad. El corazón es la sede de la fuerza física (Sal 38, 11; Is 1, 5). El corazón es el centro de la vida espiritual e íntima del hombre, y a menudo indica la integridad del hombre (Sal 22, 27; 73, 26; 84, 3). El corazón es sobre todo el lugar, al mismo tiempo simbólico y real, de la presencia divina en el hombre. Dios es aquel que escruta al hombre en el corazón: se trata de la «cardiognosia» (ver 1 Re 8, 39). En Ezequiel 36, 26, el Señor promete un «corazón nuevo», un «corazón de carne», que sustituirá al «corazón de piedra». En Jeremías 32, 39-41, el Señor promete a su pueblo darle «un solo corazón y una sola manera de vivir»; «pactaré con ellos una alianza e infundiré mi temor en su corazón para que no se aparten de mí».
El corazón del cristiano y la Pasión de Cristo
En el Nuevo Testamento, el término «corazón» (en griego, kardia) aparece 148 veces, retomando el significado del Antiguo, pero agregando nuevos horizontes antropológicos y cristológicos [6]. Del corazón brota la energía vital (Lc 21, 34; He 14, 17). El corazón es la interioridad que contrasta con la apariencia (2 Cor 5, 12; 1 Tes 2, 17). En el corazón se encuentran el espíritu y el alma. En Filemón 4, 7, se abordan corazón y mente (nous). Dios se oculta en el corazón del hombre (1 Cor 4, 5), lo escruta (Rom 8, 27) y lo examina (1 Tes 2, 4). El corazón es el asiento de la fe (Rom 10, 6-10) y del amor, pero también puede ser el asiento de la incredulidad y el pecado: estamos frente al fenómeno de la dureza y la cerrazón del corazón (sklerokardia: ver Mc 10, 5 y Rom 2, 5). Del corazón provienen malos pensamientos (Mc 7, 21) y en el corazón se anidan concupiscencias vergonzosas (Rom 1, 24). Por consiguiente, es necesaria la «conversión del corazón» para poder entrar en comunión con Dios. Sólo los «puros de corazón» heredarán su reino y podrán verlo (Mt 5, 8).
En una perspectiva cristológica, son fundamentales algunos pasajes de Mateo y Juan. Jesús se propone ante todo a sí mismo como causa de salvación y modelo de perfección: «Aprendan de mí, que soy paciente y humilde de corazón, y sus almas encontrarán descanso» (Mt 11, 29). Jesús es aquel que desea habitar en nuestros corazones y cimentarnos en la caridad (Ef 3, 17). En Juan 19, 33, encontramos en cambio el drama de la pasión de Cristo: allí a Jesús no le quiebran las piernas, sino que un soldado le abre el costado con la lanza, a la altura del corazón, y al instante salta sangre y agua. Desde ese momento, se hizo realidad la profecía de Zacarías (Za 12, 10), y por siempre todos deberán «contemplar al que traspasaron» (Jn 19, 37). Juan cuenta con solemnidad y énfasis este episodio, que en sí mismo nada tiene de extraordinario, para comunicar sus consecuencias: el agua y la sangre son los elementos que sirven para lavar la violencia de los hombres. Del providencial sacrificio de Cristo brotarán el perdón y la misericordia.
En el Apocalipsis (1, 7) y en 1 Jn (5, 6-8) se recuerda ese hecho dramático: Cristo vino con el agua y la sangre, y en «acuerdo con el Espíritu». Y sólo creyendo en todo cuanto sucedió en la Cruz puede el cristiano esperar la salvación y tener la experiencia de la encarnación como redención. No debemos olvidar enseguida que a los pies de la Cruz encontramos a María, la Madre de Dios, que fue la primera en contemplar el corazón traspasado de Jesús. Ya en el curso de su vida, María «guardaba y meditaba» en el misterio del Hijo «en su corazón» (ver Lc 2, 19, 51). Además del corazón de Jesús, el cristiano encuentra también como modelo para imitar el corazón inmaculado de María, quien más que ninguna otra persona sufrió por la muerte del Hijo [7]. Exhortaba un santo de nuestros días: «Acostúmbrate a poner tu pobre corazón en el Dulce e Inmaculado Corazón de María para que te lo purifique de tantas escorias y te conduzca al Corazón Sacratísimo y Misericordioso de Jesús» [8]. No existe «corazón más humano que el de una criatura que rebosa sentido sobrenatural. Piensa en la Virgen, la llena de Gracia… en su Corazón hay lugar para toda la humanidad sin diferencias ni discriminaciones» [9]. De la revelación bíblica pronto nació un culto privado al «corazón de Jesús». El beato Bover, piadoso y docto hijo de San Ignacio, «recopiló casi cuatrocientas sentencias y títulos de los Padres, Doctores de la Iglesia, santos y autores místicos, que partiendo de los datos evangélicos se adentraron en la contemplación de los corazones de Jesús y María y prepararon con su obras y sus ejemplos el advenimiento del culto público» [10]. Fue preciso en realidad esperar hasta 1765 para que la Congregación de los Ritos aprobase oficialmente la devoción durante el papado de Clemente XIII.
Historia de una devoción
Después de esto, algunos Pontífices prosiguieron por el camino abierto por Clemente XIII. Pío VI, en la Constitución Auctorem Fidei (1794) afirmaba que «la doctrina que rechaza la devoción al corazón sacratísimo de Jesús es falsa, temeraria y perjudicial… El corazón de Jesús es adorado en cuanto está unido de modo inseparable con la persona del Verbo. En 1856, Pío IX extendió la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús a la Iglesia universal, decretó que en el mes de junio deberían llevarse a cabo las prácticas devocionales y aprobó la dedicación en Roma de una iglesia al Sagrado Corazón. En 1899, el papa León XIII (con la encíclica Annum Sacrum) consagró la humanidad entera al corazón de Jesús y aprobó letanías específicas, así como las oraciones del primer viernes del mes. Pío X otorgó indulgencia plenaria a las iglesias donde se mantenía la práctica del mes de junio en honor al Sagrado Corazón. Benedicto XV estableció una Misa y una liturgia de las Horas propias. Pío XI, con la encíclica Quas primas (1925) ordenó que el acto o consagración al Sagrado Corazón se recitase en el día de la fiesta de Cristo Rey, y con la encíclica Miserentissimus Redemptor (1928) declaró que la devoción al corazón de Jesús «constituye el camino más expedito para llegar al conocimiento profundo de Cristo». Pío XII fue un gran sostenedor del culto al Sagrado Corazón, hasta el punto de dedicarle la encíclica Haurietis aquas (1956), donde se afirmó que «el corazón de Cristo es el símbolo natural de su inmensa caridad por el género humano… y la síntesis de todo el misterio cristiano».
Escribió Juan XXIII: «En mi apostolado no quiero conocer otra escuela que no sea la del Sagrado Corazón de Jesús». Pablo VI, en la Carta apostólica Investigabiles divitias Christi (1965), desea que «sea honrado el Sagrado Corazón de Jesús, cuyo don más grande es la Eucaristía… La devoción al Sagrado Corazón consiste esencialmente en la adoración y la reparación dignamente prestada a Cristo, de donde se desprende la santificación y glorificación de los hombres en Dios». Juan Pablo II también fue un cultor del Sagrado Corazón, y en la encíclica Dives in misericordia indicaba la correspondiente devoción como camino facilitado para penetrar en la misericordia divina y dedicarse en forma expedita a las obras de caridad. En un mensaje a los jesuitas (1986) afirmaba: «La devoción al Sagrado Corazón pertenece de manera permanente a la espiritualidad de la Iglesia, y desde el comienzo alzó su mirada al corazón de Cristo traspasado en la cruz… Del corazón de Cristo, el corazón del hombre aprende a conocer el verdadero y único sentido de su vida, a comprender el valor de una vida auténticamente cristiana y a unir el amor a Dios con el amor al prójimo» [11].
Citemos, por último, el Catecismo de la Iglesia Católica (§ 478): «Jesús nos amó a todos con un corazón humano. Por este motivo, el sagrado corazón de Jesús se considera la señal y el símbolo principal de ese amor infinito con el cual el Redentor ama incesantemente al Padre eterno y a todos los hombres».
Con todo, más allá del pueblo de Dios, más allá de las «sentencias» del Magisterio, ha existido en la historia del cristianismo una amplia hueste de místicos, beatos, santos, doctores y filósofos cristianos que han hecho del corazón de Jesús un punto central de su vida, su pensamiento y su fe [12]. Citemos sólo a algunos de ellos: San Agustín, Juan Crisóstomo, San Buenaventura, San Francisco de Asís, Santa Gertrudis, Santa Rita de Casia, la beata Camilla Varano, San Juan Eudes, San Francisco de Sales, San Alfonso de Ligorio, la beata Angela da Foligno, San Claudio La Colombière, San León Dehon, Santa Teresa del Niño Jesús, Santa Faustina Kowalska, la beata Madre Teresa de Calcuta.
Con todo, la santa más grande elegida por Dios para la difusión del culto al Sagrado Corazón fue una religiosa francesa: Margarita María Alacoque (1647-1690), que en una serie de visiones místicas recibió las famosas «doce promesas de Jesús». Recordemos algunas de ellas: «Daré a las almas dedicadas a mi corazón todas las gracias que necesiten»; «Los pecadores encontrarán en mi corazón el océano de la misericordia»; «Daré a los sacerdotes el don de tocar los corazones»; «El amor poderoso de mi corazón concederá la gracia de la perseverancia final a todos aquellos que reciban la comunión el primer Viernes del mes por nueve meses consecutivos» [13].
Es preciso mencionar, por último, también más de un centenar de órdenes religiosas, congregaciones, diversos institutos y sociedades pías que se inspiran directamente en la espiritualidad del Sagrado Corazón de Jesús. Por ejemplo, los jesuitas, los misioneros del Sagrado Corazón, los padres dehonianos, las esclavas del Sagrado Corazón, las religiosas franciscanas del Corazón de Jesús, los sacerdotes del Sagrado Corazón de Jesús de Betharram (betharramitas), el Apostolado de la Oración y otros.
Señales iconográficas
Hay también breves señales en el rico y vasto mundo de la iconografía, es decir, de las representaciones que han caracterizado la historia del arte sacro y la simple devoción. El culto del Sagrado Corazón jamás ha sido puramente un «culto interior»; además, siempre se ha manifestado en imágenes, artefactos visibles, estampas, etc.
El corazón de Jesús se representa sobre todo en cinco diversos contextos altamente significativos:
- el corazón en la herida abierta (es el dato bíblico primordial para contemplar);
- el corazón con una cruz colocada encima (representando la obediencia de Jesús al Padre hasta la muerte de cruz);
- el corazón envuelto en llamas (el fuego es el símbolo del Espíritu Santo, dado en Pentecostés, y que invita al carácter misionero del anuncio); - el corazón coronado de espinas (estas espinas simbolizan los continuos pecados del hombre y la necesidad de reparación de los mismos);
- el corazón del cual brotan sangre y agua (es el agua del bautismo y la sangre del sacrificio del cual nace la Eucaristía, fuente y culminación de la liturgia católica).
Otra representación bastante conocida del corazón de Jesús, aun cuando es indirecta, consiste en un gran haz de luz con los colores del arco iris, que parte del pecho de Jesús bendiciente. Esta representación es típica de la «misericordia» de Jesús, y de esta imagen y este amor misericordioso fue sumamente devota una humilde religiosa polaca: santa Faustina Kowalska, que en su famoso Diario (continuamente reeditado) hace repetidas alusiones al corazón de Jesús [14].
¿Una devoción ya superada?
Hemos debido señalar –ciertamente en forma sintética- las principales etapas de la devoción al corazón de Jesús, no por mera erudición ni mero nocionismo, sino porque el conocimiento de la historia transcurrida es indispensable para juzgar el presente [15]. Y si la historia ha sido como ha sido, es decir, siglos de devoción, siglos de historia del arte sacro, autorizadas intervenciones del Magisterio y vidas de santos (no sólo de un pasado remoto, sino también del siglo XX), ¿podemos hoy ante semejante grandeza declarar obsoleto el culto y sobre todo la espiritualidad del Sagrado Corazón, como tal vez desearían algunos?
Ciertamente, en el plano estrictamente individual y personal, el «buen cristiano» no está obligado a adoptar tal o cual práctica de una devoción ni a recitar tal o cual letanía ni a llevar a cabo ciertos ejercicios de penitencia antes que otros o ninguno. Los caminos del Señor son infinitos, del mismo modo que pueden ser infinitas las formas de devoción y espiritualidad. Cada uno tiene sus carismas, sus capacidades, sus sensibilidades y sus preferencias y conocimientos. Para salvarse, en el fondo basta con creer en Cristo y observar los mandamientos, sin demasiados oropeles.
No obstante lo anterior, es preciso afirmar y destacar al menos dos cosas. Ésta es la primera (la segunda se considerará en el párrafo siguiente): el «corazón de Jesús» no es un símbolo cualquiera entre muchos otros posibles, y el correspondiente culto tampoco es una práctica cualquiera entre muchas que pululan en el mundo católico. ¡Absolutamente no! El corazón de Jesús ha sido y es algo real –por consiguiente más que simbólico– porque Dios fue en verdad un hombre de carne, un hombre con nuestra misma naturaleza, y su corazón fue en verdad traspasado. Eso se manifiesta como preludio de la resurrección y la redención del mundo. Aquí es inevitable referir un pasaje de la Segunda carta de Pedro: «En efecto, no hemos sacado de fábulas o de teorías inventadas lo que les hemos enseñado sobre el poder y la venida de Cristo Jesús, nuestro Señor. Con nuestros propios ojos hemos contemplado su majestad» (2 Pe 1, 16). No se puede, en todo caso, no recordar también Lucas 24, 37-43, en que Jesús resucitado dijo a los discípulos asustados: «Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo… ¿Tienen aquí algo que comer?». ¿Y no fue invitado el incrédulo Tomás a poner el dedo en las llagas y el costado de Jesús resucitado (Jn 20, 24-29)? ¡Felices los que no han visto, pero creen!
De todo lo anterior se desprende que adorar el corazón amoroso de Jesús significa adorar a Cristo entero, al Hombre-Dios que nos diviniza a través de su humanización, a través de su sangre que fue en verdad derramada. ¿Cómo podría esta «teología del corazón» no seguir siendo actual y válida? Los contenidos de esta teología son efectivamente elementos esenciales y perennes de la espiritualidad y la fe cristiana: contemplación del corazón, imitación del corazón, evangelización, reparación, institución de los sacramentos, participación en el sufrimiento, amor [16]. Podría ciertamente bastar este último término general, el amor, para reasumirlo y comprenderlo todo: amar al prójimo como a nosotros mismos y amar a Dios más allá de nosotros mismos. Con todo, el hombre también necesita especificar, analizar, aferrarse a imágenes, revivir cada uno de los hechos de la existencia de Cristo. Ésos son los motivos por los cuales la referencia al corazón de Cristo jamás podrá pasar de moda.
El «corazón de Jesús» no es una invención pietista de alguien, no es el resultado de la creatividad poética de algún santo, no es una metáfora de sabor dulzón y antropomórfico, sino un punto central y privilegiado desde el cual mirar e iniciar una existencia cristiana rica en verdad y caridad.
La devoción del Sagrado Corazón emprendida por muchos siempre será actual porque posee innegables fundamentos bíblicos y magisteriales. Muchos textos clásicos de la espiritualidad cristiana la han atesorado. Véase, por ejemplo, la Filotea, la Imitación de Cristo o los Relatos de un peregrino ruso. Es más, también muchos filósofos que deberían ser los máximos representantes del «concepto» y la «racionalidad pura» se han sumado en proponer una «filosofía del corazón». Véase, por ejemplo, la doctrina del amor en Platón y Agustín, los escritos de Anselmo de Aosta y Buenaventura, la metafísica de Eckart, la dialéctica de Kierkegaard y Rosmini, la lógica de Newman, el pensamiento ruso de Florenkij y Soloviev, la ética de Guardini, etc.
Esta observación nos lleva ahora a profundizar la relación corazón/razón.
Sobre la relación corazón/razón
La segunda afirmación que debemos hacer es la siguiente: el corazón no carece de razones, y la razón humana no puede estar sin el corazón. La primera parte de la tesis es necesaria para no caer en el sentimentalismo, en el subjetivismo de la conciencia, en la individualidad del instinto. Son típicas las frases: «¡Al corazón no se le dan órdenes!»; «¡Tuve que hacerlo de inmediato porque así lo sentí!». Aquí el corazón es sobre todo el consabido sentimiento, expresión no conceptual del espíritu, algo difícil de definir y catalogar, y con todo algo real; el sentimiento nos acompaña siempre y penetra en todas nuestras facultades [17].
Sin embargo, la medicina moderna nos dice que el asiento de los «afectos» y el «sentir» no se encuentra en el corazón, sino en el cerebro, en la mente. Al mismo tiempo, también la medicina (en su especialización llamada «psicosomática») nos informa que nuestro pensamiento, volición y preocupación van acompañados de efectos y/o los provocan en las demás partes del cuerpo alejadas del cerebro, como el corazón, por ejemplo (que late cuando nos enamoramos y nos emocionamos), y las vísceras (es muy sabido y demostrado que muchas enfermedades abdominales no tienen una causa orgánica, sino psíquica y espiritual).
Las ideas más frías y abstractas también pueden gustar y apasionarnos. Pensemos en la magia de los números, en las hipótesis de la geometría, en las teorías astrofísicas sobre los comienzos de la tierra… Los conceptos filosóficos, muy en el fondo, también capturan nuestra existencia de manera total y nos inducen a prácticas de vida vivida. Teoría y práctica, intelecto y acción, a pesar de ser distintos, nunca se separan. En todo nuestro compromiso de trabajo, en todo nuestro calculado deber, siempre es necesario «incluir también el corazón, que es suavidad» [18].
Y todo esto ocurre simplemente debido a la constitución intrínseca del hombre, que es un sujeto espiritual encarnado en un cuerpo. La persona humana es composición y presencia simultánea de elementos y facultades ciertamente distintos, pero jamás desvinculados: el alma, la mente, el corazón y la carne siempre en colaboración. Cuando eso no ocurre, el hombre se enferma y rompe su admirable equilibrio psicofísico. Privilegiar o exaltar de manera desmedida una parte en perjuicio de las otras significa comprometer la unidad fundamental del «compuesto humano» [19]. Quienes se dedican únicamente al corazón y al sentimiento renuncian al alma racional, que es lo que define la esencia del hombre diferenciándolo del resto de lo creado (Tomás de Aquino).
Es sumamente famosa la frase de Pascal: «El corazón tiene sus razones, que la razón no conoce» [20]. Parecería a primera vista que el corazón queda definitivamente victorioso y la razón debe sucumbir para siempre; pero recordemos que Pascal no era sólo un piadoso creyente, sino también un físico, un matemático y un teólogo (y la teología es indagación racional sobre la fe), de manera que no podía ciertamente despreciar la «razón». Las «razones» del corazón serán también, entretanto, una especie de razón, si no queremos jugar con las palabras y degradar el término a algo absolutamente desconocido. Ciertamente, la «racionalidad del corazón» no puede ser una racionalidad de tipo matemático [21], una racionalidad que calcula y sopesa toda conveniencia e interés (es ésta la «razón económica»); y sin embargo siempre será algo «razonable», no contradictorio, no imposible, no insensato… ¡humano, en suma!
Así, con esto, no se debe ubicar al corazón y la razón en el plano del conflicto y la oposición, ya que ambos son reales y tienen los mismos derechos de ciudadanía. Dichoso el hombre en quien el corazón y la razón se integran e iluminan recíprocamente. Un sentimiento ciego y servil, una pasión encendida, una idea puramente sentida y no meditada pueden extraviar y en los casos más graves conducir a resultados bastante nefastos (fanatismo, irracionalismo, intolerancia, etc.). El corazón del hombre no debe vivir aislado porque el hombre no es un ser construido «en compartimientos estancos». El corazón siempre está acompañado por el buen sentido, la prudencia, el consejo, la justicia, la jerarquía de los valores, y en todas estas cosas se requiere intelecto.
Por su parte, una «racionalidad absoluta», sin la sombra del alma, el querer, el temor, el amor, el corazón que late e incluso nuestros humores orgánicos, no es algo deseable, no es algo humano. Semejante «razón pura» es solo aquella propia de las inteligencias artificiales: los mitificados computadores.
Recordamos a propósito un pasaje de los Proverbios 14, 33: sólo «en el corazón sensato habita la sabiduría». Por consiguiente, el corazón debe tener «juicio» y estar en condiciones de «saber». Se plantea nuevamente la necesaria colaboración entre el corazón y la razón, entre la intuición y el conocimiento desplegado. Si por una parte el corazón no es puramente lo que siente y llora, por otra parte la razón no debe volverse soberbia, arrogante, déspota. La razón de los presuntuosos, en realidad, es rápidamente «confundida por el Señor» (ver Mt 11, 25; Lc 10, 21). Dios es el que «destruye la sabiduría de los sabios y hace fracasar la pericia de los instruidos» (1 Co 1, 19).
Epílogo teológico: corazón/sacro, corazón/razón
Volvamos a Jesús. Fue «corazón», pero también fue con todo inteligencia, logos, ley, maestro, verdad. Jesús «explicó» muy bien quién era y qué deseaba. Por esto se requiere cierta «capacidad mental» además de, obviamente, el don de la fe. Jesús, sin embargo, aun cuando fue Logos y Verbo, siempre «razonó» en un contexto de caridad: he aquí una vez más la simbiosis de corazón y razón. Sin el alma racional, el hombre no alcanza plenamente (o nunca) su propia identidad; pero además, sin la virtud más grande –la caridad– el hombre no es plenamente hombre, ni mucho menos podrá ser alguna vez un verdadero y buen creyente (no se dan creyentes sólo «intelectualmente» ni tampoco «moralmente»).
Nunca podrá imponerse o proponerse a alguien verdad alguna sin la libertad, el amor y el respeto por la dignidad y la diversidad del prójimo. Por una parte, el cristiano no debe despreciar el intelecto (que es también uno de los dones del Espíritu Santo, don que debe hacerse fructificar y no mantenerse oculto en el cajón) ni la reflexión racional y filosófica (fideísmo, condenado por el Concilio Vaticano I) [22]. Pocos católicos conocen los pasajes del Concilio Vaticano II en que se recomienda a los laicos y se obliga a los seminaristas la formación filosófica (ver Optatam totius, n. 16; Apostolicam actuositatem, n. 29; Gaudium et spes, n. 44; Dei Verbum, n. 6). ¡En el cristianismo, la razón no es algo opcional! Esto es repetido también por los documentos más recientes, como el Catecismo de la Iglesia Católica (§ 286) y la encíclica Fides et ratio (§ 35).
Con todo, además de la ciencia y la razón, todo individuo debe confiar también en el corazón, o sea, en la voluntad (cuando es buena y recta), en el sentimiento (cuando es altruista y sensato), en el afecto (cuando es gratuito y oblativo). Luego el cristiano tiene una marcha y una obligación más, por cuanto tiene a Jesús como modelo, un modelo sin el cual nuestro pobre corazón humano sólo puede ocasionarnos incomodidad, escándalo y pecado. San Josemaría Escrivá invitaba a tomar «nuestro corazón en las manos», invitaba a estrecharlo, apretarlo con fuerza, decirle suavemente: «¡Corazón, corazón en Cruz, corazón en Cruz!» [23]. Y luego: «Pongamos pues a nuestro Señor Jesucristo en todos nuestros amores. De otro modo, el corazón vacío se venga y se llena de las bajezas más despreciables» [24].
Cristo nos amó con su corazón y por consiguiente nosotros debemos mirar eso y de eso aprender a amar: «Gracias, Jesús mío, ¡y danos un corazón a la medida del Tuyo!» [25]. El corazón de Jesús no es en conclusión una metáfora teológica, sino, como quiere Karl Rahner, un «símbolo real originario» [26].
Así, el «corazón», con todo cuanto contiene este amplio término, no puede ciertamente considerarse algo superado, ni en el plano antropológico ni mucho menos en el plano religioso (teología del corazón, culto del Sagrado Corazón, arte sacro, etc.). Si la ciencia reconoce que el hombre es un conjunto de animalidad y carácter psíquico, y si la filosofía le agrega la racionalidad y la espiritualidad, la religión completa en forma absoluta al hombre proporcionándole un corazón (moralidad, afectividad, caridad) y sobre todo un alma inmortal.
La categoría del corazón es algo irrenunciable, sobre todo para el cristiano de todos los tiempos: el cristiano debe su vida al corazón misericordioso de Jesús, enseña el Nuevo Testamento. Sin «corazón», Jesús no habría aceptado la Cruz ni se habría aparecido nuevamente a sus amados discípulos para animarlos y prometerles el Espíritu de Recapitulación. Jesús tuvo corazón porque fue un verdadero hombre, como nosotros, y nosotros podemos ser verdaderos cristianos sólo restituyendo a Él nuestro corazón.
En conclusión y apretada síntesis, decir que el hombre es corazón significa decir que el hombre es un ser vivo y pulsante, que es conjuntamente espíritu y materia, que es persona sensible e inteligente, capaz de dar y recibir. Éste es, con todo, el plano puramente humano. Junto a dicho plano, debemos afirmar también el otro, del corazón como fe, de la lucha interior contra el pecado, del abandono en el corazón de Jesús Salvador.