Celebración de las 100 Asambleas plenarias de la Conferencia Episcopal de Chile.
* Palabras del autor y Decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile que introdujeron el acto conmemorativo que tuvo lugar en esa Facultad el miércoles 10 de noviembre.
Para la Facultad de Teología es motivo de gran alegría poder participar de la celebración de las 100 Asambleas plenarias de la Conferencia Episcopal de Chile. Agradecemos muy sinceramente a la Comisión Doctrinal del Episcopado, presidida por Mons. Fernando Chomali, e integrada por los Obispos Felipe Bacarreza y Andrés Arteaga, el que nos hayan dado la oportunidad de organizar esta celebración académica.
Queremos agradecer muy cordialmente también la presencia de cada uno de Uds.: del Presidente de la Conferencia Episcopal, Mons. Alejandro Goic; de nuestro Obispo y Gran Canciller, Cardenal Francisco Javier Errázuriz; de nuestros Vicarios Episcopales, del Sr. Rector de la Universidad, Prof. Ignacio Sánchez; de los profesores y estudiantes de nuestra Facultad, y también de los administrativos que colaboran con nuestra tarea.
Pienso que esta celebración constituye un momento privilegiado para reflexionar acerca de las relaciones entre Magisterio y Teología, tarea que queremos abordar, brevemente, partiendo por explicitar nuestra comprensión tanto del magisterio como de la teología, como también de la referencia de ambos al sentido de la fe de todo el pueblo de Dios (sensus fidei).
El Magisterio eclesiástico se debe comprender como un ministerio, es decir, como un servicio encomendado especialmente a los Obispos, que tiene por finalidad ayudar a toda la comunidad de los creyentes a permanecer fiel al Evangelio de Cristo, el único Maestro (Mt 23,8-10), interpretando auténticamente la palabra revelada de Dios [1].
Por su parte, la teología “es la búsqueda de una comprensión racional, en la medida de lo posible, de los misterios de la Revelación cristiana, creídos por fe: fides quaerens intellectum —la fe busca la inteligibilidad—, por usar una definición tradicional, concisa y eficaz” [2].
Tanto el magisterio como la teología se deben a la Revelación de Dios en Jesucristo que ha sido acogida mediante la fe. Por ello, en esta distinción entre magisterio y teología hay que reconocer una unidad que la antecede y la determina internamente: y esto es el sensus fidei. Como explica el Papa Benedicto XVI, se trata de un «magisterio que precede» la labor teológica y toda definición dogmática: es “la capacidad infusa del Espíritu Santo, que habilita para abrazar la realidad de la fe, con la humildad del corazón y de la mente” [4].
Como lo hemos expresado hace poco, con ocasión de la inauguración del año académico el año 2008, estos tres testimonios de la comprensión y vida de la fe no siempre se han reconocido en la vida de la Iglesia, no se han comprendido relacionalmente, no se han vivido en la comunión a la que todos ellos se deben.
Como afirmaba Juan Pablo II, “debemos constatar una difundida incomprensión del significado y de la función del Magisterio de la Iglesia” [5]. En efecto, en un contexto cultural en el que la subjetividad de la persona se erige como criterio decisivo de la verdad, en el que la libertad del pensar se comprende como autonomía absoluta de la razón y donde las expresiones institucionales de la verdad y de la libertad gozan de escasa credibilidad, surge inevitablemente la pregunta por el sentido de aquello que llamamos “magisterio eclesiástico” [6].
En ocasiones existe la percepción —para algunos, la convicción— de que los Obispos se pronuncian sobre temas, sin antes haber escuchado suficientemente a los teólogos, menos aún al pueblo de Dios. Se piensa que algunos de sus pronunciamientos no sólo fallan por las condiciones en que se comunican a la sociedad (deficiencias en el lenguaje, estilo, oportunidad, etc.), sino que, además, difícilmente se reconoce en ellos una voluntad de hablar de Dios y de su mensaje de salvación en Jesucristo. Las enseñanzas de los obispos no son así percibidas en su sentido teológico más hondo, sino como otro de los tantos discursos de órganos oficiales, defendiendo intereses institucionales, normalmente asociados a la defensa, pervivencia y expansión de la propia institución. Tampoco podemos dejar de considerar las tensiones y conflictos que se han producido entre el magisterio y la teología. Aunque estas tensiones no sean un hecho nuevo en la historia de la Iglesia [7], durante los últimos decenios ellas han provocado desconcierto y dolor.
Por su parte, la teología es experimentada como lejana de la vida del pueblo creyente. En las librerías, las estanterías teológicas son reemplazadas con libros de esoterismo, de autoconocimiento y de autoayuda. Para muchos creyentes la teología no dice nada, no significa nada, ni siquiera saben qué pudiera ella ser. Los teólogos a veces nos contentamos con la coherencia lógica de nuestras proposiciones, sin siquiera preguntarnos por el significado que ellas pudieran tener para la comunidad de los creyentes o para la sociedad. Algunos piensan que cultivamos una teología para nosotros mismos.
¿Y qué pasa con el sentido de la fe de los creyentes, con el así llamado sensus fidei fidelium, con este “magisterio que precede” todo magisterio y toda teología? Lo primero que pasa es que la mayoría de los creyentes preguntaría: ¿y qué es eso del sensus fidei?. Deferentemente, podríamos responder traduciendo el concepto. Pero, es probable, con ello no avanzaríamos mucho más.
No ayuda a la comprensión del sensus fidei su identificación casi inmediata con la opinión de las mayorías en la Iglesia y, por tanto, con una cuestión que es determinable estadísticamente. Por esta misma vía se utiliza el sensus fidei —identificado con la opinión de las mayorías— como un argumento de autoridad para cuestionar y contrarrestar la autoridad episcopal, o bien para simplemente demostrar cómo algunas de sus enseñanzas —particularmente las relativas a la sexualidad— no han sido acogidas por la comunidad de los creyentes [8]. Sin embargo, el fundamento teológico [9] de este sentido de la fe se encuentra en la acción del Espíritu, quien genera en cada cristiano y en toda la Iglesia de Cristo una especial capacidad para comprender y vivir la fe. Por la gracia del Espíritu, la comprensión y la vida de la fe no son prerrogativa de unos pocos —sean obispos o teólogos—, sino que don acogido en el amor y la libertad.
Todo lo dicho, por cierto, son generalidades; probablemente, no representan a nadie en particular; sin embargo, indican un ambiente, una atmósfera, una experiencia eclesial en la cual teología, magisterio y pueblo de Dios no se reconocen en sus mutuas referencias, no se constituyen desde sus estructuras relacionales más fundamentales, ni se desarrollan en una auténtica comunión. Por este fundamento teológico, específicamente pneumatológico y eclesiológico, el sensus fidei no puede consistir en la simple adhesión a proposiciones que una mayoría circunstancial pudiera determinar como verdaderas [10]. El auténtico sensus fidei no se establece estadísticamente, sino por la conformidad de aquello que se cree y vive, con el Evangelio de Jesús, según éste ha sido testimoniado por los Apóstoles y luego por la tradición viva de la Iglesia. La coherencia con la revelación de Dios en Cristo es el criterio de la verdad y no la simple iluminación de algunos, sean estas mayorías o minorías [11]. De este modo, no todo lo que siente, piensa y expresa un creyente proviene directa e inmediatamente del Espíritu Santo [12]. El sensus fidei se constituye al interior de un proceso de discernimiento en el que progresivamente se va manifestando que lo creído y vivido está en profunda coherencia con la Sagrada Escritura, con el magisterio, con la tradición viva de la Iglesia. Es de este modo como el sensus fidei contribuye —junto a la teología y al magisterio— al acontecer del consenso de la fe. Este consenso, según Y. Congar, “es un efecto del Espíritu Santo y el signo de su presencia. Es lo que constituye la unidad de la Iglesia en el espacio y en el tiempo, es decir, según su doble dimensión de catolicidad y de su apostolicidad o de su Tradición” [13].
No sólo el sentido de la fe de los creyentes se valida en su capacidad de contribuir al consenso de la fe, sino que también a este consenso se deben orientar tanto el magisterio como la teología. Esta orientación no se establece como una imposición externa a lo que ellos son, sino que es reconocida desde las estructuras pneumatológicas y eclesiológicas que les dan origen y sustentan como testimonios del acontecer de la verdad en nuestra historia. También el magisterio y la teología se constituyen en testimonios históricos de la revelación de Dios, justamente por su capacidad para contribuir a la comunión. Y así como el sentido de la fe requiere del magisterio y de la teología para su propia realización, también el magisterio y la teología requieren del sentido de la fe de los creyentes para contribuir efectivamente al consenso y comunión de la Iglesia.
Nada ni nadie habla unívocamente del sensus fidei. Pero, gracias a Dios, todo puede llegar a ser signo de la acción del Espíritu en la Iglesia y en el mundo. Aunque no sepamos “de dónde viene ni a dónde va”, podemos oír su voz. Esa voz la podemos escuchar en las palabras de nuestros Obispos en comunión con el sucesor de Pedro, la podemos escuchar en el pensamiento teológico y en las múltiples formas en las que el pueblo creyente vive y celebra su fe. Y hoy —más que nunca en la historia— disponemos de los más variados medios de comunicación e información, a fin de que podamos oír mejor lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia (cf. Ap 2,7).
Ahora bien, la tensión entre Magisterio y Teología es un hecho evidente a lo largo de la historia de la Iglesia [14] y durante los últimos decenios esta tensión ha tenido momentos bastante álgidos. Pero, como muy bien enseña la Congregación para la Doctrina de la Fe, el significado que se confiere a estas tensiones y el espíritu con el que se las afronta “no son realidades sin importancia: si las tensiones no brotan de un sentimiento de hostilidad y de oposición, pueden representar un factor de dinamismo y un estímulo que incita al Magisterio y a los Teólogos a cumplir sus respectivas funciones practicando el diálogo” [15].
No nos vaya a suceder como aquel pueblo del que decía Jesús: “la mente de este pueblo está embotada, tienen tapados los oídos y los ojos cerrados, para no ver nada con sus ojos ni oír con sus oídos, ni entender con la mente ni convertirse a mí para que yo los cure” (Mt 13,15). Todos tenemos necesidad de conversión. La santidad de la Iglesia —enseñó el Vaticano II— se expresa justamente en que —sostenidos por el Espíritu— buscamos permanentemente la conversión y renovación [16]. En la conversión —ha afirmado el Papa Benedicto XVI— “la mente se libera de los límites que le impiden acceder al misterio y los ojos se vuelven capaces de fijar la mirada en el rostro de Cristo” [17]. En lugar de afirmar unilateralmente parcelas de autoridad y poder, por legítimas que ellas sean, de lo que se trata es de la conversión a Cristo y a su Evangelio, para discernir en la comunión y el diálogo, la voz del Espíritu en nuestra historia, que nos impulsa a ser testigos de la Vida y de la Verdad.
Las 100 Asambleas Plenarias de los Obispos chilenos son un testimonio de comunión, de servicio eclesial y de servicio a la sociedad. Los múltiples y complejos problemas que ellas han abordado son expresión de cómo el Espíritu impulsa a su Iglesia a ser fiel a su Señor y Maestro en las condiciones concretas de la historia. Han sido más de cuarenta años en los que se ha querido compartir los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de nuestro pueblo, especialmente de los que más sufren. Celebramos estas 100 Asambleas no en virtud de los resultados de cada una de ellas, sino en virtud de la esperanza, de la fe y la caridad que ellas en su conjunto han querido animar.
Dios quiera que esta celebración sea anticipo de una colaboración entre Magisterio y Teología cada día más fraterna, lúcida y creativa, que nos ayude a obispos y teólogos a hacer una contribución más eficaz al consenso de la fe, a ser un testimonio más creíble de la Verdad. Así lo espera la Iglesia y la sociedad. Para ello hemos sido llamados, según la gracia del Espíritu.