En lo que a veces se ha llamado una «sociedad líquida» –por referencia a este mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras– cuesta sin duda bastante esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza.
¿En nombre de qué podemos afirmar que tal acto humano es bueno o malo, tal conducta justa o injusta, tal comportamiento correcto o no?
Nuestra época, nosotros mismos, perturbados muchas veces por los inmensos cambios que vemos a nuestro alrededor y que afectan de forma muy concreta nuestras vidas y las de nuestras familias, nos habremos de hacer muchas veces esta pregunta: ¿Sobre qué, a fin de cuentas, se apoyan los valores y los principios éticos?
Para responder a esta pregunta, las generaciones que nos precedieron se apoyaban sobre dos fundamentos. El primer fundamento era religioso: Dios manifestaba su voluntad a través de su ley. Este fundamento no excluía, sino que abrazaba asimismo el orden de la razón, como lo expresa con claridad Tertuliano, a quien cita el Catecismo de la Iglesia Católica en su capítulo sobre la Ley Moral: «El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo» [1].
Se entiende de este modo que es intrínseco a la dignidad del hombre que su inteligencia haya sido creada con la capacidad de aprehender la verdad. La verdad sobre el hombre puede así ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno, lo cual lejos de ser una limitación es la real garantía de poder obrar moralmente con libertad.
El segundo fundamento sobre el que se apoyaban los valores y los principios éticos era de carácter metafísico: los griegos (v.gr. Aristóteles y los estoicos) evocaban la naturaleza humana con lo que ella suponía de consonancia armónica entre el cosmos y la conciencia personal. Muchos siglos después, el filósofo alemán Emmanuel Kant –para quien la filosofía como moral se nutre en último término de la esperanza de que Dios exista– elegiría otra perspectiva metafísica: fundó su ética sobre el bien, buscado en cuanto él mismo («Hacer el bien porque es el bien») y percibido como un imperativo categórico.
¿Qué nos sucede entre tanto hoy?
Resulta claro que estos dos pilares –el religioso y el metafísico– que fundamentaban para nosotros y para nuestros mayores la moral y los valores, se han derrumbado ante nuestros ojos. La religión ya no representa una referencia común para las sociedades occidentales (a diferencia de lo que acontece en ciertas sociedades islámicas). Y por lo que se refiere a la metafísica, la hemos visto desmoronarse a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, derivando paulatinamente en tantas convicciones como conciencias individuales existan. En materia de fe y de costumbres habríamos abandonado así la era de la verdad y la certeza para entrar en la era de las convicciones, que en muchos casos se confunden con simples convenciones.
Una ficción que ilustra la actual realidad moral
El cuadro que se hace presente ante nosotros está bien figurado en la introducción del libro Tras la virtud, del filósofo y sociólogo británico Alasdair MacIntyre, a través de una imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que el mencionado autor denomina escuetamente «sugerencia inquietante».
Imaginemos, propone, que las ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado «Ningún-Saber» toma victoriosamente el poder y procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresando y ejecutando a los científicos que restan. Pasa luego un cierto tiempo y la gente ilustrada que ha sobrevivido a la catástrofe promueve una reacción contra la mencionada ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue. Poseen apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos desgajado sin embargo de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. A pesar de todo, se recogen esos fragmentos y se les incorporan a una serie de prácticas que se materializan resucitando para ellas los títulos científicos de física, química, biología, etc. Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y otras más, aunque poseen ahora un conocimiento muy restringido y parcial de cada una de ellas. Los niños son llevados a aprender de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que se está llevando a cabo no es ciencia natural bajo ningún concepto. Los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente. Algunos echan mano de expresiones como «peso atómico», «masa», «gravedad específica» con una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida provocada por la gran catástrofe. Pero acontece en realidad que las premisas implícitas en el uso de esas expresiones habrían desaparecido y su utilización nos revelaría elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita francamente sorprendentes. Se cruzarían razonamientos contrarios y excluyentes no soportados por ningún argumento.
¿A qué viene construir este mundo imaginario habitado por pseudocientíficos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y se responde: «La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario recién descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido –en gran parte, si no enteramente– nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral» [2].
Agrego a lo anterior, en forma libre, tres breves notas que respecto de esta crisis toma en cuenta MacIntyre y que contribuyen también a ilustrar nuestro tema:
Primero, la catástrofe sufrida por los habitantes de ese mundo imaginario debe haber sido de tal naturaleza que, con excepción de unos pocos, estos dejaron de comprender la naturaleza de esa misma catástrofe [3]. Algo similar nos parece ver, diríamos nosotros, en el campo de la moral y los valores.
Segundo, en el cuadro de grave desorden que sufre hoy el lenguaje de la moral –y que anticipó la metáfora de la catástrofe científica– «a partir de conclusiones rivales podemos retrotraernos hasta nuestras premisas rivales, pero cuando llegamos a las premisas, la discusión cesa, e invocar una premisa contra otra sería un asunto de pura afirmación y contra-afirmación. De ahí, tal vez, el tono estridente de tanta discusión moral» [4].
Tercero, hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Con esto no se afirma sólo que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue, ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural [5].
Dejemos aparte ahora el desarrollo que acomete el filósofo británico y adoptemos simplemente estas consideraciones como pórtico para nuestra propia reflexión acerca del tema que nos ha propuesto el Santo Padre.
El proceso a Dios
Decíamos recién que hemos visto el quebrantamiento de los dos pilares –el religioso y el metafísico– que fundamentaban para nuestros mayores la moral y los valores. La religión ha dejado así paulatinamente de ser una referencia común para la sociedad occidental, mientras que a partir de la crisis de la razón ética, en el siglo XVII, se produce el derrumbe de la metafísica. Éntrase entonces de lleno en lo que es común llamar el proceso de secularización de la cultura.
Como en la revolución acientífica llevada a cabo por los del movimiento «Ningún-Saber» que imagina MacIntyre, se abre en el siglo XVIII un proceso sin precedentes, el proceso a Dios, como lo llama el historiador Paul Hazard [6]. En el siglo XIX dicho proceso se transforma en un rechazo a Dios.
El ataque frontal contra la Iglesia católica y la fe cristiana desencadenado por el iluminismo del siglo dieciocho, que declara la fe cristiana irracional, mítica, legendaria, enemiga de la ciencia y del progreso, tiene portavoces como Voltaire, Bayle, Holbach, Helvetius entre otros. Su visión destructiva de la religión y de la Iglesia se profundiza en el siglo diecinueve con Hegel, Feuerbach, Marx, Comte, Nietzsche, Freud; y en el siglo veinte con el comunismo, el nacionalsocialismo [7], y luego con sucesivas generaciones de pensadores antirreligiosos y anticristianos como Sartre y de científicos materialistas y agnósticos. Lo que continúa hasta hoy, en las líneas generales que dominan la cultura –a pesar de espléndidas contraexpresiones–, no desdice estos antecedentes, sino que los ahonda.
La tercera etapa vio asimismo en el siglo XX el advenimiento del hombre-demiurgo. El extraordinario desarrollo de los conocimientos científicos y avances, más extraordinarios aún, de una técnica que interviene en todos los campos, impulsaron al hombre a ocupar el lugar de un Dios en lo sucesivo ausente. «Desde ahora –escribía Jean Rostand– contamos con el medio para actuar sobre la cosa vital (...) porque hemos penetrado en los arcanos de la naturaleza. (...) La ciencia ha hecho dioses de nosotros antes que merezcamos ser hombres» [8].
La secularización en su estadio actual exige una separación radical de toda expresión religiosa o metafísica. No siempre rechaza a la religión como tal, pero sí la supuesta pretensión de modelar la sociedad como en el pasado y de orientar las costumbres. Cada individuo debe usufructuar de autonomía respecto a ella; la religión ha de convertirse en asunto exclusivamente privado.
El mundo se ha «despojado de sus dioses y su Dios», dijo Martin Heidegger. Y sucede, aparentemente, algo así como si lo divino se hubiese retirado del mundo [9].
La cuestión de los valores hoy
Sin perjuicio del proceso de secularización descrito en sus grandes trazos, nos encontramos hoy a diario –principalmente en los medios de comunicación, escritos y sobre todo en los audiovisuales– con una retahíla de intercambios y discusiones que dan lugar a lo que algunos llaman la «cuestión valórica».
Se entiende en general por valor, en este marco, una opinión más estable, diferente de aquella otra que puede llamarse de coyuntura, como lo son en general las políticas, económicas o de índole semejante. Se homologará frecuentemente el tema del valor con un «reproche ético». Entran en la categoría de la discusión de valores, muy característicamente, aquellas referidas a temas como la familia, el aborto, el derecho a la vida, la reproducción sexual y similares. Nos encontramos aquí, sin embargo, con la necesidad de realizar una primera distinción. Pues un valor para ser reconocido como bien, necesita ser experimentado. Es esto algo de la esencia del valor cuando se trata del tema de la cultura.
Hablando en la Pontificia Universidad Católica de Chile a los constructores de la sociedad, durante su visita apostólica a nuestro país, así lo expresa el recordado Siervo de Dios Juan Pablo II: «La cultura es «el estilo de vida común (Gaudium et spes, 53c) que caracteriza a un pueblo y que comprende la totalidad de su vida: «el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan... las formas a través de las cuales aquellos valores o desvalores se expresan y configuran, es decir, las costumbres, la lengua, las instituciones y estructuras de convivencia social» (Puebla, 387). En una palabra, la cultura es, pues, la vida de un pueblo» [10].
La cultura, en otras palabras, sustantivo que deriva de cultivo, supone un tiempo y un cambio –el de la siembra y la cosecha decimos– e implica unos valores que nos hacen vivir y cambiar en una dirección consistente con ese desarrollo germinal.
La tradición aristotélica hablaba en este sentido de virtudes. Las virtudes las entendemos en cuanto fuerzas, capacidades de obrar. Los valores, mientras tanto, apuntan a bienes o cosas que son estimables. Pero sea como fuere, virtudes o valores, unos y otros lo son en cuanto realidades vividas y no en cuanto meras opiniones. Si no son capaces de cultivar a la persona –en el sentido de germinar en ella un cultivo de su ser– estamos en el plano de simples justificaciones o entelequias racionales, sin vinculación entitativa con el bien, la verdad y la belleza [11]. Se repetiría así, en el plano moral o del valor, la situación experimentada por aquellos que deseaban resucitar –en la ficción de MacIntyre– la ciencia fragmentada y desgajada de su contexto epistemológico, a consecuencia de la catástrofe producida por la revolución anticientífica que desencadena el movimiento «Ningún-Saber».
Todo lo cual nos pone de frente a la crítica de Nietzsche [12], quien formula una suerte de interesado «J’accuse» («Yo acuso»): el nihilismo es la situación en la que los valores se resquebrajan, dejan de tener fuerza, pierden su finalidad, donde no existe respuesta a la pregunta por qué, dice el autor de la «Genealogía de la moral» y de «El Anticristo». Se les ha situado, a los valores, en una esfera en la que no se les puede vivir, transformándose estos en meras justificaciones de la razón y de la voluntad de poder.
«Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado», grita Nietzsche. «Hemos cambiado el sentido de los valores, se les ha subvertido (se refiere a los valores trascendentales de la metafísica: la unidad, la verdad, el bien, la belleza). ¿Cómo es que no estamos temblando frente a la oscuridad que viene? ¿Cómo podrá el hombre vivir con esta realidad?», se pregunta. A lo cual responde: sólo el Superhombre es capaz de sobrevivir en este estado de cosas. Se burla entonces con sarcasmo de los que pretenden crear una moral después de haber dado muerte a Dios. ¿Tener en esta situación una moral? Absurdo, proclama Nietzsche.
Con diabólica lucidez, el filósofo saca las consecuencias –aplicadas a la historia humana que tiene ante sus ojos– de los dichos de la serpiente en el Paraíso. Los valores suponen por definición, ya dijimos, un algo estimable, pero su apreciación como tal supone a la vez un apetito ordenado. El fruto del árbol del Paraíso era apetitoso a la vista. Lo era, como lo son tantos bienes antes y después de la subversión provocada por la revolución nihilista que saluda Nietzsche, la que hizo despertar en el hombre poderosas fuerzas que, según él, la moral judeo-cristiana había enseñado a refrenar. Y entonces proclama: «Lo que hasta ahora era lo más valioso sobre la tierra, resulta lo más despreciable. Y lo que era lo más despreciable, es ahora lo más valioso». Como en el Paraíso, glosamos nosotros, donde el valor estaba en Dios y era según Dios, y la tentación de la autonomía lo quiso hacer del hombre y según el hombre.
Nietzsche habla desde el lenguaje de la subversión de los valores. Lo vital para él no es vivir según Dios, sino gozar lo apetitoso del fruto, sin Dios. Vivir «dionisíacamente». Pero fue Dios quien entre tanto hizo el fruto –hizo todas las cosas y todo lo hizo bien– y así, el esfuerzo de una antropología creatural, opuesta a la tendencia histórica que comentamos, apuntaría por el contrario a redescubrir la estimabilidad y belleza que las cosas tienen según Dios.
La salud no está en dejarse llevar por las fuerzas «dionisíacas» del «eros», sino por un amor razonable y verdadero. Pues Cristo, que no vino a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos, «viene a renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuánto hay en él de eternamente bueno y bello, y que constituye el sustrato del amor hermoso. «La historia del ‘amor hermoso’ es, en cierto sentido, la historia de la salvación del hombre», nos dice Juan Pablo II en la Carta a las Familias [13]. «Cuando hablamos de ‘amor hermoso’, hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor», agrega.
Para ahondar en la comprensión de la dualidad moral y valórica aquí planteada, y en las premisas de una verdadera «antropología creatural», conviene leer con cuidado la primera parte de la encíclica Deus caritas est. El Papa Benedicto XVI se detiene allí en los conceptos de «eros» y «agapé», como expresión del amor humano, según el uso dado a uno y otro de estos términos por los griegos y también por el Antiguo y el Nuevo Testamento. Con claridad y hondura, llama nuestra atención en el comienzo de esta carta hacia lo siguiente: relegar la palabra eros por la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, «denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor». Y agrega, en directa relación con lo que veníamos tratando: «En la crítica al cristianismo que se ha desarrollado con creciente radicalismo a partir de la Ilustración, esta novedad (la del amor entendido como «agapé») ha sido valorada de modo absolutamente negativo. El cristianismo, según Friedrich Nietzsche –sigue diciendo el Papa–, habría dado de beber al eros un veneno, el cual, aunque no le llevó a la muerte, le hizo degenerar en vicio. El filósofo alemán expresó de este modo una apreciación muy difundida: la Iglesia, con sus preceptos y prohibiciones, ¿no convierte acaso en amargo lo más hermoso de la vida? ¿No pone quizás carteles de prohibición precisamente allí donde la alegría, predispuesta en nosotros por el Creador, nos ofrece una felicidad que nos hace pregustar algo de lo divino?» [14]
«Antropología creatural» (y real dimensión del «Eros»)
Lo característico del amor cristiano –al que damos el nombre de agapé– es la oblación, el don. La cultura pagana, principalmente la griega, rendía culto por el contrario al amor vehemente y posesivo, es decir, el eros. El judeo-cristianismo no rechazó el eros, sino que combatió, desde el Antiguo Testamento, la desviación destructora que conduce a transformarlo en falsa divinidad, que le priva de dignidad y lo deshumaniza. «El eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser (...) [Mas le] hace falta una purificación y una maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni « envenenarlo », sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza (...) Porque ni la carne ni el espíritu aman: es el hombre, la persona, la que ama como criatura unitaria, de la cual forman parte cuerpo y alma» [15].
En la ribera opuesta de la Weltanschaung nietzschiana –que supone un eros envenenado por el cristianismo– Benedicto XVI nos recuerda los fundamentos religiosos y asimismo metafísicos que es imperioso guardemos en nuestros corazones hoy, cuando esa oscuridad presagiada por el filósofo ha caído sobre el mundo, a fin de animarnos a recuperarlos para la cultura en general: «El aspecto filosófico e histórico-religioso que se ha de subrayar en esta visión (…) es que, por un lado, nos encontramos ante una imagen estrictamente metafísica de Dios: Dios es en absoluto la fuente originaria de cada ser; pero este principio creativo de todas las cosas –el Logos, la razón primordial– es al mismo tiempo un amante con toda la pasión de un verdadero amor. Así, el eros es sumamente ennoblecido, pero también tan purificado que se funde con el agapé» [16].
Esta imagen de amor-eros por su pueblo, fundido y purificado en agapé de Dios, Único Señor [17], se corresponde muy justamente con el matrimonio monógamo e indisoluble. «El matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano» [18]. Esta verdad, como orientación de su amor, la encuentra plenamente el cristiano en la cruz y en la comunión, que nos hace un cuerpo, aunados en una única existencia. Por lo que se entiende asimismo que uno de los nombres de la Eucaristía sea propiamente agapé [19].
En dicha perspectiva ya no se ve al otro con los propios ojos y sentimientos, sino con los de Jesucristo. «La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en esta comunión de voluntad que crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mí algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mí que lo más íntimo mío» [20].
La acusación de Nietzsche, según la cual el cristianismo habría «envenenado» el eros, queda pues completamente refutada.
«Cruel tirano Herodes, ¿porqué temes que Cristo venga? Nousurpa los reinos de la tierra, elque viene a dar los celestiales»
El himno de la primera víspera de la fiesta de Epifanía desvirtúa poéticamente los temores que padece el hombre de nuestro tiempo, heredero de la cultura ilustrada.
Los valores y el problema del relativismo
Nietzsche no podía o no quería ver que la única forma en que los valores recuperaran entidad y fuesen consonantes para el hombre era acudiendo al puente de lo que llamamos teológicamente la gracia. Sin considerar las virtudes teologales –la Fe, la Esperanza, la Caridad–, hablar de valores en el contexto histórico en que nos sitúa el filósofo viene de nuevo a ser consonante con el nihilismo. Volvemos al escenario de los valores entendidos como entelequias lingüísticas. Justificaciones a posteriori de opciones hechas por la voluntad, sin tener realmente en cuenta los valores propiamente dichos. Engendro del más puro relativismo.
La única forma de ser razonable en la línea del logos, es que la razón brote de la experiencia. Esta radical formulación de Don Giussani se entiende perfectamente al mirar la experiencia de la santidad en la historia de la Iglesia [21]. La verdadera presencia del actuar divino se descubre porque esas virtudes teologales, de las que recién hablamos, verdadero y último fundamento de los valores, son una energía que visiblemente rehace la faz de la tierra. No podría confundírsele en caso alguno con algo estático o con cierto motor inmóvil. Se nos aparece asimismo como una expresión de belleza, en refulgente sintonía con la verdad y la bondad que transforman, y por tanto en profunda afinidad con lo entitativo de los valores [22]. La verdad es el alma de la belleza, enseñó Guardini [23].
Esta racionabilidad, coherente con el logos y con la experiencia viva –que es lo propio de lo que llamamos valor– se ha de ver asimismo en el marco de una experiencia mucho mayor, en el tiempo y en el espacio, como es la solidaridad intergeneracional, o lo que comúnmente conocemos como tradición. La continuidad en el amalgamiento de los valores por parte de las distintas generaciones e instancias de la sociedad civil, constituye algo que podríamos llamar un «consenso profundo», por contraste con aquel otro consenso del que oímos hablar a diario en los distintos medios, y que corresponde al acomodo interesado de «valores» o como quiera llamárseles, en todo caso en su versión de entelequias racionales.
Como puede fácilmente entenderse, y más allá de cualquier crisis, nos hallamos en este punto frente a una experiencia de communio cuyo natural efecto es el cultivo como personas de quienes participan de ella. Sin duda que, en este orden de comunión, la familia –«escuela del más rico humanismo» como la llama la Constitución Pastoral Gaudium et spes [24] nos ilumina por encima de cualquier otro cuerpo social. Su capacidad de transmitir cultura de generación en generación y ofrecerse como matriz de convivencia en todos los ámbitos públicos y privados, no tiene equivalencia. Sabemos que es en su seno donde se fragua el futuro de la humanidad [25].
Subrayando lo que específicamente nos ocupa –los valores– tenemos en la familia, a la luz de lo anterior, el paradigma de lo que socialmente es un bien o valor en sí mismo. Vemos, en efecto, como el consenso profundo de los siglos la consagra como tal. No está su bien específico en que ayuda a las personas a sobrevenir dificultades de una u otra índole, cuya lista sería largo enumerar. No. Lo propio del valor familia es el de una comunión que cultiva y cambia a las personas que de ella forman parte, rasgo intrínseco de su eclesialidad. Obra así también como genuina matriz del resto de los organismos que componen la sociedad civil. Su destrucción, debemos comprenderlo, no radica en la dispersión de sus partes –como sería el caso de una sociedad comercial cualquiera–, sino en la extinción de la misma. Lo que es un valor fundado en una experiencia de bien común, como es la familia, sólo sobrevive en comunión y no es susceptible de fragmentación; si se le fragmenta, se acaba ese bien. Así sucede también, por ejemplo, aunque en menor medida, en el caso de la escuela –que nace de la familia–, cuya destrucción más que la dispersión de la materialidad de sus instalaciones, estriba en la extinción de ese valor consistente en la comunidad de maestros y discípulos.
De seguir con el mismo ejercicio, veríamos que son también valores reconocidos y experimentados como bienes, los que dan su cuerpo real a la Doctrina Social de la Iglesia. Replegarse así en enunciados sobre el destino universal de los bienes, la solidaridad, el principio de subsidiaridad, el orden justo y otros, sin tener como punto de partida a la persona, la familia, la comunidad de trabajo, la experiencia de los grupos intermedios, la escuela, vale decir, la sociedad civil, puede arrastrar al enunciado de verdades parciales, cuando no de simples entelequias universales. Es lo que a menudo vemos en las ya clásicas confrontaciones ideológicas que disputan por más espacio para el Estado o para el mercado. A decir verdad, en tanto no aparezcan en el horizonte las personas y sus necesidades reales, cualquier discusión, incluso de temas tan atinentes como la subsidiaridad o la solidaridad, corre el peligro ya señalado.
Engendro del más puro relativismo, dijimos. En efecto, si se habla de relativismo de los valores, el problema debe ser visto en el plano de la experiencia. Pues este relativismo tiene que ver, más que con el lenguaje y los discursos, principalmente con los quiebres familiares, con la secularización de la mujer [26], con la crisis social de la figura del padre [27], con la voluntad de no compromiso, y tantas y tan variadas actitudes del género. El valor no se sostiene en un discurso, como es claro, sino en un modo de ser persona.
Obstáculos mayores
En el contexto globalizado en que vivimos, hay dos grandes factores –a los que no podríamos dejar de referirnos– que parecen incidir de modo particularmente negativo con respecto a la entidad de los valores que nos preocupa resguardar y fortalecer.
a. Uno es el problema que deriva de la técnica, tal cual es a menudo concebida hoy. «Cuando la tecnología deja de tener raíces profundas en la cultura, se transforma en una tecnocracia ciega a las necesidades humanas» [28]. Hablamos por cierto de una técnica no comprendida como servicio al otro, sino como valor supremo, desvinculado de los valores de la persona, y que gira, con respecto a ésta, en torno al binomio eficacia-sustituibilidad. El parámetro por el que se mide la civilización tecnocrática es evidentemente la eficacia; la tecnología por definición es eficacia. Si hay una parte que no funciona, se la cambia; lo mismo en cuanto al procedimiento, se busca otro.
Nadie podrá negar la íntima satisfacción que producirá en una persona ser eficaz en lo que hace, en sus labores profesionales, en la atención de su familia, y así en adelante. Pero en este último caso se trata de una eficacia entendida como un valor subsidiario, incardinado, por decirlo así, en las virtudes teologales que dan, según vimos, entidad al valor. Separadas de esas virtudes teologales, como sucede en el contexto secularizado de la cultura actual, la eficacia se traduce en una máquina despersonalizada. La afirmación de que cada ser humano es una persona, una vocación única de Dios, que la multiplicidad y variedad de los seres humanos enriquece a la humanidad, todo ello se termina con el binomio eficacia-sustituibilidad. Se lo defina o no como parámetro de la moral utilitarista, el hecho real es que tenemos hoy como criterio dominante o generalizado que la legitimación de cualquier persona o acción es dada por la eficacia a secas.
Especialmente preocupante resulta, en este mismo sentido, la circunstancia de que el fenómeno de la globalización está imponiendo, a todo el mundo, una concepción de la felicidad como puro producto progresivo de la tecnociencia. En esta visión de las cosas -donde se hace tan particularmente ausente la virtud teologal de la esperanza– no queda ya lugar para el alma, la resurrección de la carne, ni la vida eterna [29].
b. El segundo gran obstáculo para la entidad de los valores proviene, con toda evidencia, de los medios de comunicación de masas. Se trata, en cierto modo, de la situación ya muchas veces expuesta por el magisterio de la Iglesia y que recoge, por ejemplo, con toda claridad Juan Pablo II en la Carta a la Familias [30]. Es el drama de los modernos medios de comunicación sujetos a la tentación de manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre, produciendo con ello profundas alteraciones en este hombre de nuestro tiempo, a punto de poder hablarse en este caso de una «civilización enferma» [31].
Dicha enfermedad tiene sin duda mucho que ver también con la cuestión de la técnica, tratada en el punto anterior. Una civilización sana, entre otras cosas, es aquella que convive con las personas y con las realidades, y se atiene a ellas. La velocidad de las comunicaciones, el prurito de trabajar éstas en el «tiempo real», lleva a los medios a vivir en la anticipación de la información, a no esperar, a desarrollar la costumbre de generar expectativas, todo lo cual trastorna la percepción de la «realidad real». ¿No explica ello en parte el tráfago incontenible de atribuciones e imputaciones de todo tipo que circulan en los medios con perfecta indiferencia de la verdad? A esa dimensión del problema se añade sin embargo otra, que tampoco le es ajena. Los medios de comunicación, tomados por esa dinámica del «tiempo real», provocan cada vez más una acentuación del corto plazo y del presente, en perjuicio del mediano y largo plazo. La vigencia de la información es breve y se olvida luego. Como éstas son efímeras, los medios valoran también lo efímero, el instante. Sobra decir, pues lo tenemos a la vista, cuánto este criterio de temporalidad se traspasa también a la actividad política, cada vez más dependiente de esos medios, con grave perjuicio de su dimensión cultural, dimensión llamada a formar tradiciones y a realizar una transmisión intergeneracional de valores –indispensables para la estabilidad democrática– sólo infundibles al precio de la claridad, la paciencia y el tiempo [32].
La creciente dependencia en que vive la población de los muy variados medios que la técnica va cada día ofreciendo –al margen de la provechosa utilidad que obviamente puede generar su buen uso– va por otra parte generalizando el hábito mental de vivir «conectado», situación alarmante en cuanto se superpone y desplaza el natural y personal vivir «comunicado». Mientras lo segundo, lo dice la palabra, es propio de la comunión interpersonal, no sucede lo mismo con la conexión, crecientemente impersonal, paralela a –y sintomática de– la soledad en que vive el hombre contemporáneo, en particular los jóvenes.
El traspaso de esta problemática realidad al tema del lenguaje, puede desde luego observarse en todos los niveles. El lenguaje existe porque existe otro. Puede afirmarse, por la propia experiencia de la historia de la cultura, que en la medida en que ese «otro» –con letra O mayúscula o bien minúscula– ha sido sentido más fuertemente, el lenguaje se ha enriquecido hasta alcanzar cumbres absolutamente admirables. La desaparición del otro, su traslación al plano de la realidad virtual, tendrá enseguida efectos –hoy por lo demás muy visibles– en la «deconstrucción» del lenguaje, tanto del hablado como del escrito, particularmente en el ámbito de la red.
«La familia es una escuela del más rico humanismo» [33]
Sólo cuando otros nos reconocen, sea a través de vínculos de amistad, de los afectos familiares o de la fraternidad en el trabajo, tenemos verdaderamente la sensación de existir. Cuando nadie te ve, tienes la idea de no existir. En un mundo en el que los hombres están solos –porque este mundo es el de las grandes masas pero lleno de hombres solos, de hombres que no son reconocidos por los otros y que perciben su propia vida como si no tuviera significado– es fácil ser capturado en el plano de los valores, o más precisamente de los contravalores, por distintas formas de nihilismo. Nos explicamos perfectamente la atribución de Robert Spaemann para nuestro tiempo como el del «nihilismo banal».
Importa pues constatar que el reconocimiento del misterio de la vida –el de los valores, que tenemos el tiempo de nuestra existencia terrena para descubrir y vivir– está necesariamente vinculado a una relación humana. De ahí también las dificultades que registramos hoy para una auténtica experiencia religiosa. Falla a menudo ese factor humano que radica en la conciencia del otro, siendo que la experiencia religiosa siempre está relacionada al vínculo con el otro, está relacionada con una gratuidad que se muestra en un rostro, en una persona diferente de uno mismo.
En lo que a veces se ha llamado una «sociedad líquida» –por referencia a este mundo de relaciones humanas veloces, evanescentes, ocasionales y efímeras– cuesta sin duda bastante esfuerzo madurar una relación. Ello torna también difícil la experiencia del misterio de la vida. Porque dicha experiencia tiene que ver muy directamente con relaciones humanas verdaderas. Tiene que ver con el hecho de que me deje provocar y tocar por la humanidad del otro. Pues esa humanidad del otro, que ya es grande, es signo de algo aún más grande que la naturaleza. No andaba en este sentido descaminado el pensador hebreo Emanuel Lévinas, muerto en la última década del siglo XX, al afirmar que el rostro del otro es la huella del infinito.
Esta relación entre la experiencia del otro y la experiencia de Dios –el valor religioso por antonomasia– la expresó con particular belleza el Concilio, recordándonos que el Señor Jesús, «ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor. Esta semejanza muestra que el hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» [34].
La gran «revelación», el primer descubrimiento del otro, es la familia [35]. El hombre de hoy no puede aprender de la moderna cultura de masas los contenidos del «amor hermoso», observa el Siervo de Dios Juan Pablo II, quien nos recuerda que éste se aprende en cambio rezando, y rezando «con aquel escondimiento con Cristo en Dios» que enseña San Pablo.
Es la oración que inspiró en el umbral de la nueva alianza el «amor hermoso» de José y de María, y que hizo a José [36], informado por el ángel del Señor y obedeciendo su mensaje, acoger el don precioso de la Encarnación del Verbo en las entrañas de la Virgen, fuente y cimiento de todo genuino valor.