Paul Glynn
Ediciones Palabra
Madrid, 2012 (primera edición en inglés 1988)
314 págs.
En este convulsionado siglo XXI las palabras perdón y misericordia podrían parecer fuera de lugar hasta que se reflexiona más profundamente en ellas y se advierte que son el último grito de esperanza del hombre de hoy. “Misericordia”, dice el Papa Francisco en la Bula Misericordiae Vultus, “es la vía que une a Dios y al hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados sin tener en cuenta el límite de nuestro pecado”.
Y es por eso que este libro, escrito hace veinte años, resuena tan actual, porque cuenta la vida de un gigante japonés de la misericordia, Takashi Nagai, que hizo sonar la campana del perdón entre los hombres, con más fuerza que las bombas destructoras de Hiroshima y Nagasaki.
Seguramente varios japoneses budistas, sintoístas o cristianos entendieron con el tiempo que ante el horror de la bomba atómica no quedaba más que perdonar, pero Takashi Nagai lo entendió tan pronto y de una manera tan expresiva que se convirtió en un héroe japonés y en un santo dentro del cristianismo.
Nagai, un prestigioso médico experto en rayos X, una ciencia nueva, había contraído leucemia en el mismo año que cayó la bomba. Perdió a su mujer Midori, él mismo estuvo a las puertas de la muerte y como un auténtico samurái escribió su canción de despedida: En lo alto el cielo brillante de otoño… me despido. Se recuperó y se dedicó a curar a los enfermos de Nagasaki. A los tres meses le pidieron decir el homenaje a la Catedral arrasada que había sido construida con tanto sacrificio. Ante el estupor de los asistentes dijo que debían tomar lo ocurrido como una hansai, ofrenda mística a Dios.
En alguna película se ve la reacción de furia de los presentes, gente que había quedado inválida, cancerosa, que había perdido a toda su familia. Nagai logró imponerse, porque se veía tan desamparado y enfermo como ellos, porque había trabajado tanto o más que ninguno en restablecer el hospital y los servicios básicos y porque la palabra ofrenda tenía una resonancia histórica. En esta misma región los japoneses convertidos al catolicismo habían sido cruelmente perseguidos por diferentes dictadores, y el más cruel de ellos había obligado a 26 cautivos a caminar desde Tokio a Nagasaki para ser crucificados allí. Fueron la semilla del cristianismo japonés. Ahora, explicaba Nagai, ellos eran la nueva ofrenda ofrecida a Dios por los pecados cometidos por los hombres durante la segunda guerra mundial.
Esta idea, de una profundidad espiritual superior a nuestras pobres explicaciones políticas, caló de alguna manera en esta comunidad dolorida. La catedral comenzó a construirse nuevamente y Nagai consiguió plantar cien cerezos en flor en el terreno arrasado. Este médico poeta escribió un libro “Las campanas de Nagasaki” que ningún editor quería publicar. Una explicación es que la gente no quería oír hablar más del tema, y otra más internacional es que los aliados, vencedores de la guerra, querían explayarse sobre sus sufrimientos y que no le salieran al paso los sufrimientos de los vencidos.
Nagai había descubierto el cristianismo de una manera curiosa. Su padre era sintoísta, descendiente de samurái, seguidor de Confucio, con gran veneración por los antepasados. Nagai estudió medicina y en la Universidad perdió la fe de sus mayores, influido por médicos que daban una explicación materialista de la ciencia y de la historia. Sin embargo, también en la Universidad descubrió a Pascal, un científico y pensador católico del siglo XVII. A Nagai no le importaban las polémicas de Pascal ni el jansenismo. Lo que le llamó la atención es la famosa “apuesta” de Pascal: el hombre que vive honradamente y actúa como si Dios existiera está en lo cierto, porque si Dios no existe no habría perdido nada. A Dios, decía también Pascal, se llega por la fe y no por la razón. Cada vez más atraído por estas ideas, Nagai decidió buscar pensión en una casa de católicos para ver como se vivía el cristianismo por dentro.
Providencialmente cayó dentro de la casa de los Murayami, descendientes de los mártires japoneses. Allí Nagai descubrió a Cristo. Además se enamoró de Midori, hija de los dueños de casa y acabó casándose con ella, ante la consternación de su padre que no entendía el abandono de los antepasados y del sintoísmo.
En realidad, más difícil de entender es la profundidad espiritual que alcanzó Nagai en poco tiempo. Vivía para la fe y eso explica su reacción ante la bomba atómica, su dedicación a los pobres y enfermos, su estoicismo ante el dolor físico, su muerte y su recuerdo.
El autor del libro, Paul Glynn es un misionero australiano que vivió 20 años en Japón y tenía la obsesión de recomponer vínculos entre Japón y Australia, tan destrozados por la guerra mundial. Su obra tiene un glosario de términos japoneses y está llena de preciosas leyendas niponas para demostrar que Japón es un gran país, muy culto y muy artista. Pero lo mejor del libro es presentar un héroe universal, cuya figura es válida para todos los continentes y para todos los tiempos.