Gisbert Greshake 

Ediciones Sígueme

Salamanca, 2014

133 págs.


¿Por qué sufrimos? ¿Por qué existe el dolor en sus múltiples y desgarradoras manifestaciones? Enfermedad, desamor, sueños rotos, desesperanza, tristeza, sentimiento de culpa, guerras, desastres naturales, sufrimiento de los inocentes… ¿Será Dios un malvado que se complace en el sufrimiento? ¿Es el dolor el gran argumento del ateísmo? Para el teólogo alemán Gisbert Greshake (1933-) eludir estas preguntas significaría renunciar a una “fe razonable” y es que una fe que se vuelve “irracional” siempre degenera en ideología e imposición hacia el otro. En este breve ensayo, Greshake nos propone vías de integración y transformación del dolor.

Cuando el dolor golpea se experimenta un desgarro interior que se apodera por completo de nuestra persona. Así, el dolor, entendido como “lo oscuro”, “lo que oprime”, lo agónicamente autorreferencial, se manifiesta hacia el mundo exterior en violencia psíquica e incluso física que golpea y hiere a los demás, “impregnando por completo las estructuras de la historia”, ya que somos “relacionalidad”.

Pero entonces… ¿podemos hacer algo frente al dolor? El primer paso para afrontar el dolor es no censurarlo: el dolor está presente y forma parte de mi humanidad. Frente a la tentación prometeica del hombre moderno del “yo puedo con todo” y del “yo puedo hacerlo solo”, reconozcamos que todos tenemos límites y que todos vamos a pasar por etapas de dolor y sufrimiento a lo largo de nuestra vida. Este camino no lo podemos hacer solos. El dolor en compañía se vive de manera diferente. El acompañamiento reconforta, sobre todo si huye de frases hechas, cuida el diálogo o simplemente se manifiesta en “presencia silenciosa”. Sin embargo, inevitablemente el dolor aparece como anuncio de la propia muerte. Decía el personalista francés Gabriel Marcel “amar a alguien significa decirle tú no morirás jamás...tú debes existir, tú no puedes morir”.

La oración puede abrir una vía nueva para manejar el dolor. Toda persona en un acto de libertad interior puede acudir a la oración, que es diálogo íntimo y personal con el Misterio. Este gesto rompe la autorreferencialidad del dolor (siempre centrípeto), permite alzar el rostro, salir fuera de sí, buscar.

Sin embargo, hay cotas de dolor que son insuperables: el silencio de Auschwitz, el llanto de un niño inocente… ¿Acaso Dios no cobra un peaje demasiado alto por la libertad y el amor de la creación? Decía la filósofa Simone Weil, comentando esta pregunta que aparece en “Los hermanos Karamazov”, “ofrézcaseme lo que se me ofrezca en compensación de las lágrimas de un niño, nada hay que pueda llevarme a aceptarlas. Nada, absolutamente nada que la razón idee”.

Pero ¿y si este océano de mal, de sufrimiento y de límite a pesar de todo no tuviera la última palabra? Podemos decir que a lo largo de la historia de la humanidad “las carencias físicas y los dolores psíquicos han sido a menudo el punto de partida de logros supremos en el arte, la filosofía, la ciencia y la economía”.

Finalmente para Gisbert Greshake la propuesta cristiana es cuanto menos provocadora, especialmente para afrontar la cuestión del dolor. Dios “se introduce en el dolor haciéndolo suyo”, “sufriendo en su corazón y en su cuerpo” hasta llegar al extremo de la cruz. Jesús mendiga así el corazón del hombre. Para el teólogo alemán el nazareno rompe la espiral de mal y violencia presente desde siglos en la Historia, tomándola sobre sí. La novedad cristiana es “belleza desarmada”, como dice Julián Carrón, y “promesa de resurrección”. Y es que “el que sufre en amor y por amor, sigue el camino de Dios que prefiere sufrir con la creación antes que retirarle su libertad”.


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Durante doce años Francisco fue el pastor de la Iglesia, un Papa argentino que llevó hasta el Vaticano lo mejor de la Iglesia de Latinoamérica: su sencillez, su espiritualidad, su actitud en permanente salida y su opción por estar junto a los últimos. Un Papa con voz firme y fuerte, pero que supo comunicar con ternura y sin enfrentamientos, humilde y franco, lleno de gestos y de sorpresas, que se fue haciendo anciano, pero que condujo la barca de Pedro con la fuerza de quien se deja mover por el Espíritu Santo.
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