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- Ricardo Moreno
19 de octubre de 2017
En el Evangelio de hoy (Lc 11,47-54), escribas y fariseos se consideran justos y Jesús les hace ver que solo Dios es justo, porque los doctores de la ley se han “quedado con la llave del saber; vosotros, que no habéis entrado y habéis cerrado el paso a los que intentaban entrar”. Ese apoderarse de la capacidad de comprender la revelación de Dios, de entender el corazón de Dios, de comprender la salvación de Dios –la llave del saber–, podemos decir que es una grave omisión: se olvida la gratuidad de la salvación, se olvida la cercanía de Dios y se olvida la misericordia de Dios. Y los que olvidan la gratuidad de la salvación, la cercanía de Dios y la misericordia de Dios, se apoderan de la llave del saber.
Así pues, se olvida la gratuidad. Es la iniciativa de Dios la que nos salva, pero estos se inclinan por la ley: la salvación está ahí, para ellos, y llegan a un montón de prescripciones que, de hecho, para ellos se convierten en la salvación. Pero así no reciben la fuerza de la justicia de Dios. La ley, en cambio, siempre es una respuesta al amor gratuito de Dios, que tomó la iniciativa de salvarnos. Y cuando se olvida la gratuidad de la salvación se cae, se pierde la llave del saber de la historia de la salvación, perdiendo el sentido de la cercanía de Dios. Para ellos Dios es el que ha hecho la ley. Y ese no es el Dios de la revelación. El Dios de la revelación es el Dios que empezó a caminar con nosotros, desde Abraham hasta Jesucristo, Dios que camina con su pueblo. Y cuando se pierde el trato cercano con el Señor, se cae en esa mentalidad obtusa que cree en la autosuficiencia de la salvación con el cumplimiento de la ley.
¡La cercanía de Dios! Cuando falta la cercanía de Dios, cuando falta la oración, no se puede enseñar la doctrina ni hacer teología, mucho menos teología moral. La teología se hace de rodillas, siempre cerca de Dios. Y la cercanía del Señor llega a su punto más alto en Jesucristo crucificado, habiendo sido nosotros justificados por la sangre de Cristo, como dice San Pablo. Por eso, las obras de misericordia son la piedra de toque del cumplimiento de la ley, porque se va a tocar la carne de Cristo, tocar a Cristo que sufre en una persona, sea corporal o espiritualmente.
Además, cuando se pierde la llave del saber, se llega también a la corrupción. Pienso en la responsabilidad de los pastores de la Iglesia hoy: cuando pierden o se apoderan de la llave del saber, cierran la puerta a nosotros y a los demás. En mi País, oí varias veces de párrocos que no bautizaban a los hijos de las madres solteras, porque no habían nacido en el matrimonio canónico. Cerraban la puerta, escandalizaban al pueblo de Dios. ¿Por qué? Porque el corazón de esos párrocos había perdido la llave del saber. Sin ir tan lejos en el tiempo y en el espacio, hace tres meses, en un pueblo, en una ciudad, una madre quería bautizar al hijo recién nacido, pero estaba casada civilmente con un divorciado. El párroco le dijo: “Sí, sí. Bautizo al niño. Pero tu marido está divorciado. Que se quede fuera, no puede estar presente en la ceremonia”. ¡Esto pasa hoy! Los fariseos, los doctores de la ley no son de aquellos tiempos, también hoy hay muchos. Por eso es necesario rezar por los pastores. Rezar para que no perdamos la llave del saber y no cerremos la puerta a nosotros y a la gente que quiere entrar.
Fuente: almudi.org
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- Ricardo Moreno
17 de octubre de 2017
La palabra necios sale dos veces en la Liturgia de hoy. Jesús la dice a los fariseos (Lc 11,37-41), mientras que San Pablo se refiere a los paganos (Rm 1,16-25). Y también a los Gálatas cristianos el Apóstol de las Gentes les había llamado insensatos porque se dejaron engañar por las nuevas ideas. Esa palabra más que una condena, es una advertencia, porque muestra el camino de la necedad que conduce a la corrupción. Y los tres grupos de necios son corruptos.
A los doctores de la Ley Jesús les decía que se parecían a sepulcros blanqueados: se volvían corruptos porque se preocupaban de embellecer solo lo exterior de las cosas, pero no lo de dentro, donde está la corrupción. Estaban corruptos por la vanidad, las apariencias, la belleza exterior, la justicia exterior. Los paganos, en cambio, tienen la corrupción de la idolatría: se hacen corruptos porque cambian la gloria de Dios –al que habrían podido conocer a través de la razón– por los ídolos, que también hoy existen, como el consumismo o buscar un dios más cómodo. Finalmente, esos cristianos que se han dejado corromper por ideologías, es decir, que han dejado de ser cristianos para volverse ideólogos del cristianismo. Y los tres grupos, a causa de esa necedad, acaban en la corrupción.
La necedad es un no escuchar, literalmente “nescio”, “no sé”, no escuchar. Es la incapacidad para escuchar la Palabra, cuando la Palabra no entra, no la dejo entrar porque no la escucho. El necio no escucha. Cree que escucha, pero no lo hace. Va a lo suyo, siempre. Por eso la Palabra de Dios no puede entrar en el corazón, y no hay sitio para el amor. Y si entra, entra filtrada, transformada por mi concepción de la realidad. Los necios no saben escuchar. Y esa sordera les lleva a la corrupción. No entra la Palabra de Dios, no hay sitio para el amor y, en definitiva, no hay sitio para la libertad. Y se vuelven esclavos, porque cambian la verdad de Dios con la mentira, y adoran a las criaturas en vez de al Creador. No son libres, y no escuchar, esa sordera, no deja lugar al amor ni a la libertad: nos lleva siempre a una esclavitud. ¿Escucho yo la Palabra de Dios? ¿La dejo entrar? Lo hemos oído en el Aleluya: la Palabra de Dios es viva y eficaz, juzga los deseos e intenciones del corazón. Corta, va adentro. Esa Palabra, ¿la dejo entrar o estoy sordo? ¿La trasformo en apariencia, en idolatría, en costumbres idolátricas, o la trasformo en ideología? Y no entra… Esa es la necedad de los cristianos.
Fuente: almudi.org
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- Francisco
En el Evangelio de San Lucas (11,15-26) Jesús dice: «Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros». Conviene hacer examen de conciencia y obras de caridad, de esas que cuestan, que nos llevarán a estar más atentos y vigilantes para que no entren en nosotros los demonios. El Señor nos pide que estemos vigilantes, para no caer en la tentación. Por eso, el cristiano está siempre en vela, vigilante y atento como un centinela. El Evangelio habla de la lucha entre Jesús y el demonio, y que algunos decían que Cristo tenía “permiso de Belcebú” para hacer milagros. Jesús no cuenta una parábola, sino que dice una verdad: «Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero, como no lo encuentra, dice: "Volveré a la casa de donde salí". Al volver, se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».
La palabra “peor” tiene mucha fuerza en el texto, porque los demonios entran como “en sordina”. Empiezan a formar parte de la vida, y con sus ideas e inspiraciones “ayudan” a ese hombre a vivir mejor; entran en la vida del hombre, en su corazón y, desde dentro, comienzan a cambiarlo, pero tranquilamente, sin hacer ruido. Es distinto que la posesión diabólica, que es más fuerte: esta es una posesión como “de salón”’, digamos así. Eso es lo que hace el diablo lentamente, en nuestra vida, para cambiar los criterios, para llevarnos a la mundanidad. Se mimetiza en nuestro modo de obrar, y difícilmente nos damos cuenta. Y así, ese hombre, liberado de un demonio, se vuelve un hombre peor, un hombre preso de la mundanidad. Eso es lo que quiere el diablo: la mundanidad. La mundanidad es un paso más en la posesión del demonio. Es un encantamiento, una seducción, porque es el padre de la seducción. Y cuando el demonio entra tan suave y educadamente y toma posesión de nuestras actitudes, nuestros valores pasan del servicio de Dios a la mundanidad. Así se hace el cristiano tibio, el cristiano mundano, como una “macedonia” entre el espíritu del mundo y el espíritu de Dios. Todo eso aleja del Señor.
¿Y qué se puede hacer para no caer y salir de esa situación? Con vigilancia, sin asustarse, con calma. Vigilar significa saber qué pasa en mi corazón, significa pararme un poco y examinar mi vida. ¿Soy cristiano? ¿Educo más o menos bien a mis hijos? ¿Mi vida es cristiana o es mundana? ¿Y cómo puedo saberlo? La misma receta de Pablo: mirando a Cristo crucificado. La mundanidad solo se descubre y se destruye ante la cruz del Señor. Y ese es el fin del Crucificado delante de nosotros: no es un adorno; es precisamente lo que nos salva de esos encantamientos, de esas seducciones que te llevan a la mundanidad. ¿Miramos a Cristo crucificado, hacemos el Vía Crucis para ver el precio de la salvación, no solo de los pecados sino también de la mundanidad? Y, como he dicho, examen de conciencia: ver qué pasa. Pero siempre delante de Cristo crucificado. ¡La oración! Además, nos vendrá bien tener una “fractura”, pero no de huesos: una fractura de las actitudes cómodas, mediante las obras de caridad: soy cómodo, pero haré esto que me cuesta: visitar un enfermo, ayudar a alguien que lo necesite…; no sé, una obra de caridad. Y eso rompe la armonía que intenta hacer el demonio, esos siete demonios con su jefe, de llevarnos a la mundanidad espiritual.
Fuente: almudi.org