Por Karol Cardenal Wojtyla
(Publicado originalmente en L'Osservatore Romano, 5 de enero 1969)
Gandhi y el significado de la sexualidad
Parecerá extraño que nosotros comencemos nuestras reflexiones sobre la encíclica Humanae vitae partiendo de la autobiografía de M. Gandhi. “Según mi opinión, -escribe este gran hombre indio- afirmar que el acto sexual sea una acción espontánea, análoga al sueño o al alimentarse, es crasa ignorancia. La existencia del mundo depende del acto del multiplicarse -de la procreación, nosotros diremos- y ya que el mundo es dominio de Dios y reflejo de su poder, el acto del multiplicarse -de la procreación, diremos nosotros- tiene que ser sometido a la norma, que aspira a salvaguardar el desarrollo de la vida sobre la tierra. El hombre que tiene presiente todo esto, aspirará a toda costa al dominio de sus sentidos y se proveerá de aquella ciencia necesaria, para promover el crecimiento físico y espiritual de su prole. Él transmitirá luego los frutos de esta ciencia a los venideros, más allá que usarlos a su beneficio”. En otro pasaje de su autobiografía, Gandhi declara que dos veces en su vida ha padecido el influjo de la propaganda que recomendaba los medios artificiales para excluir la concepción en la convivencia conyugal. Sin embargo él llegó a la convicción, “que se tiene que actuar más bien por la fuerza interior, en el dominio de sí mismo, o sea a través del autocontrol”.
La ley escrita en el corazón de todo hombre
Con respecto a la encíclica Humanae vitae, estos trazos de la autobiografía de Gandhi adquieren el sentido de un particular testimonio. Nos recuerdan las palabras de san Paolo en la carta a los romanos, acerca de la sustancia de la Ley impresa en el corazón del hombre y certificada por el dictamen de la recta conciencia, (Rm 2, 15). También en el tiempo de san Paolo una tal voz de la recta conciencia fue un reproche para aquéllos que, incluso siendo “los poseedores de la Ley”, no la observaron. Quizás sea un bien también para nosotros tener delante de los ojos el testimonio de este hombre no cristiano. Es oportuno tener presente “la sustancia de la Ley” escrita en el corazón del hombre y atestiguada por la conciencia, para lograr penetrar en la profunda verdad de la doctrina de la Iglesia, contenida en la encíclica de Pablo VI Humanae vitae. Por ello al principio de nuestras reflexiones, que aspiran a aclarar la verdad ética y el fundamento objetivo de la enseñanza de Humanae vitae, hemos recurrido a un tal testimonio. El hecho que sea históricamente antecedente a la encíclica en alguna década, no disminuye para nada su significado: "la esencia del problema, en efecto, es en ambos la misma, las circunstancias son muy parecidas".
El amor conyugal es inescindible de la paternidad responsable
Para contestar a las preguntas formuladas al principio de la encíclica (Humanae vitae n. 3), Pablo VI hace el análisis de las dos grandes y fundamentales “realidades de la vida matrimonial”: el amor conyugal y la paternidad responsable (n. 7), en su mutua relación. El análisis de la paternidad responsable constituye el tema principal de la encíclica, ya que las preguntas puestas al principio ponen precisamente este problema: “¿no se podría admitir que la intención de una fecundidad menos exuberante, pero más racionalizada, transforme la intervención materialmente esterilizante en un lícito y sabio control de los nacimientos? ¿No se podría admitir que la finalidad procreadora pertenezca al conjunto de la vida conyugal, antes que a sus actos individuales? (...) ¿no ha llegado el momento de confiar a la razón y a la voluntad más que a los ritmos biológicos del organismo -humano- la tarea de transmitir la vida?” (n. 3). Para dar una respuesta a estas preguntas el Papa no recurre a la tradicional jerarquía de los fines del matrimonio, entre los que el primero es la procreación sino, como se ha dicho, hace el análisis de la mutua relación entre el amor conyugal y la paternidad responsable. Es la misma perspectiva del problema, propia de la Constitución pastoral Gaudium et spes.
El matrimonio como amor total que compromete a todo el hombre
Un análisis correcto y penetrante del amor conyugal presupone una idea exacta del matrimonio mismo. El no es “producto de la evolución de fuerzas naturales inconscientes” sino una “comunión de personas” (n. 8), basada sobre la recíproca donación. Y por eso un recto juicio sobre la concepción de la paternidad responsable presupone “una visión integral del hombre y su vocación” (n. 7). Para adquirir un tal juicio, no bastan de hecho “las perspectivas parciales, sean de orden biológico o psicológico, demográfico o sociológico” (n. 7). Ninguna de estas perspectivas puede constituir la base para una adecuada y justa respuesta a las preguntas arriba formuladas.
Toda respuesta que se dé desde perspectivas parciales deberá ser también por fuerza parcial. Para encontrar una respuesta adecuada, hace falta tener presente a una recta visión del hombre como persona, ya que el matrimonio establece una comunión de personas, que nace y se realiza a través de la mutua donación. El amor conyugal se caracteriza con las notas que resultan de tal comunión de personas y que corresponden a la personal dignidad del hombre y la mujer, del marido y de la mujer. Se trata del amor total, o sea del amor que empeña todo el hombre, su sensibilidad, su afectividad y su espiritualidad, y que conjuntamente ha de ser fiel y exclusivo. Este amor “no se agota todo en la comunión entre los cónyuges, sino que está destinado a continuarse, suscitando nuevas vidas” (n. 9); es, por tanto, un amor fecundo. Una tal amorosa comunión de los cónyuges, por la que ellos constituyen según las palabras del Génesis, 2, 24 “un sólo cuerpo” es como la condición de la fecundidad, la condición de la procreación. Esta comunión, en cuanto es una particular actuación de la comunión conyugal entre personas, dado su carácter corporal y sexual, en sentido estricto, debe realizarse en el nivel de la persona y respetando la dignidad de la misma.
La paternidad, propia del amor de personas, es paternidad responsable
Con este fundamento se debe formular un juicio exacto de la paternidad responsable. Este juicio respecta ante todo a la esencia de la paternidad - y bajo este aspecto es un juicio positivo: “el amor conyugal pide a los esposos que ellos conozcan oportunamente su misión de “paternidad responsable”” (n. 10). La encíclica en todo su contexto formula este juicio y lo propone como respuesta fundamental a las preguntas puestas antes: el amor conyugal tiene que ser amor fecundo, o sea “orientado a la paternidad”. La paternidad propia del amor de personas es paternidad responsable. Se puede decir que en la encíclica Humanae vitae la paternidad responsable se convierte en el nombre propio de la procreación humana. Este juicio, fundamentalmente positivo, sobre la paternidad responsable precisa sin embargo de algunas aclaraciones. Sólo gracias a estas aclaraciones encontramos una respuesta universal a las preguntas de partida. Pablo VI nos ofrece estas aclaraciones. Según la encíclica, la paternidad responsable significa “sea (…) la deliberación ponderada y generosa de hacer crecer una familia numerosa, sea (…) la decisión (…) de evitar temporalmente o también a tiempo indeterminado, un nuevo nacimiento” (n. 10). Si el amor conyugal es un amor fecundo, es decir orientado a la paternidad, es difícil pensar que el sentido de la paternidad responsable, deducida de sus propiedades, esenciales, pueda identificarse solamente con la limitación de los nacimientos. La paternidad responsable es realizada por tanto sea por parte de los cónyuges, que gracias a su ponderada y generosa deliberación si deciden a engendrar una prole numerosa, sea por parte de los que llegan a la determinación de limitarla, “por graves motivos y en el respeto de la ley moral” (n. 10).
Procesos biológicos y respeto de la dignidad de la persona
Según la doctrina de la Iglesia, la paternidad responsable no es, y no puede ser sólo el efecto de una cierta “técnica” de la colaboración conyugal: ella en efecto tiene ante todo y “por sí” un valor ético. Un verdadero y fundamental peligro -al que la encíclica quiere ser precisamente un remedio providencial- consiste en la tentación de considerar este problema fuera de la órbita de la ética, de hacer esfuerzos por sacarle al hombre la responsabilidad de sus propias acciones que están tan profundamente arraigadas en toda su estructura personal. La paternidad responsable -escribe el Pontífice- “significa el necesario dominio que la razón y la voluntad tienen que ejercer” sobre las tendencias del instinto- y de las pasiones (n. 10). Este dominio presupone por tanto “conocimiento y respeto de los procesos biológicos” (n. 10), y eso pone estos procesos no solamente en su dinamismo biológico, sino también en la personal integración, es decir a nivel de la persona, ya que “la inteligencia descubre, en poder de dar la vida, leyes biológicas que conciernen a la persona humana” (n. 10).
La inseparabilidad de los significados del acto conyugal
El amor es comunión de personas. Si a ella corresponde la paternidad, y la paternidad responsable, el modo de actuar que conduce a una tal paternidad, no puede ser moralmente indiferente. Más bien, ello decide, si la realización sexual de la comunión de personas sea o sea no auténtico amor, “salvaguardando estos dos aspectos esenciales, unitivo y procreativo, el acto conyugal conserva integralmente el sentido de préstamo y auténtico amor” (n. 12).
El hombre “no puede romper por su iniciativa la conexión inescindible entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreativo” (n. 12). Es precisamente por esto que la encíclica sostiene la precedente posición del Magisterio y mantiene la diferencia entre la así llamada regulación natural de la natalidad, que comporta una continencia periódica y la anticoncepción que recurre a medios artificiales. Decimos “mantiene”, porque “los dos casos difieren completamente entre sí” (n. 16). Hay entre de ellos una gran diferencia respecto a su cualificación ética.
Una norma inscrita en el corazón humano
La encíclica de Pablo VI como documento del supremo Magisterio de la Iglesia presenta la enseñanza de la moral humana y juntamente cristiana en uno de sus puntos clave. La verdad de Humanae vitae es pues ante todo una verdad normativa. Nos recuerda los principios de la moral, que constituyen la norma objetiva. Esta norma incluso está escrita en el corazón humano, como prueba al menos aquel testimonio de Gandhi, al que hemos recurrido al principio de estas consideraciones. No obstante, este objetivo principio de moral padece fácilmente sea de las subjetivas deformaciones sea un común obscurecimiento. Parecida es la suerte de muchos otros principios morales, como por ejemplo de los que le han sido evocados en la encíclica Populorum progressio. En la encíclica Humanae vitae, el Santo Padre expresa ante todo su plena comprensión de todas estas circunstancias que parecen hablar contra el principio de la moral conyugal, enseñada por la Iglesia. El Papa se da cuenta también de las dificultades a las que el hombre contemporáneo está expuesto, como también de las debilidades a que está sometido. Sin embargo, el camino para la solución de las dificultades y los problemas no puede pasar sino a través de la verdad del Evangelio: “No disminuir en nada la saludable doctrina de Cristo es una eminente forma di caridad hacia las almas” (n. 29). El motivo de caridad hacia las almas y ningún otro motivo, mueve a la Iglesia que “no deja (…) de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral sea carácter que evangélica” (n. 29).
El valor de la vida humana
La verdad normativa de Humanae vitae está estrictamente ligada a aquellos valores que se expresan en el orden moral objetivo, según su propia jerarquía. Estos son los auténticos valores humanos que están ligados a la vida conyugal y familiar. La Iglesia se siente custodia y garante de estos valores, como leemos en la encíclica. Frente a un peligro que los amenaza, la Iglesia se siente en el deber de defenderlos. Los valores auténticamente humanos constituyen la base y al mismo tiempo la motivación de los principios de la moral conyugal, recordados en la encíclica. Conviene subrayar, aunque ya se hayan puesto de relieve en las argumentaciones anteriores, y la cosa está bien clara, ya que el verdadero significado de la paternidad responsable ha sido en la encíclica ya expresado en relación al amor conyugal.
El valor que está a la base de esta demostración es el valor de la vida humana, es decir de la vida ya concebida y también en su brotar, en la convivencia de los cónyuges. De este valor habla la misma responsabilidad de la paternidad, al que la entera encíclica está principalmente dedicada.
La concepción de la persona a través de las personas
El hecho que este valor de la vida ya concebida o también en su brotar no se examina en la encíclica sobre el fondo de la procreación misma como fin del matrimonio, sino en la perspectiva del amor y la responsabilidad de los esposos, pone el valor mismo de la vida humana en una nueva luz. El hombre y la mujer en su convivencia matrimonial que es convivencia de personas, deben dar origen a una nueva persona humana. La concepción de la perso-na a través de las personas -he aquí la justa medida de los valores, que debe ser operada aquí. He aquí al mismo tiempo la justa medida de la responsabilidad, que tiene que guiar la paternidad humana.
La encíclica reconoce este valor. Aunque ella no parezca que hable de ello muy, al menos indirectamente lo destaca todavía más, cuando lo pone firmemente en el contexto de otros valores. Estos son valores fundamentales para la vida humana, y junto los valores específicos para el matrimonio y la familia. Son específicos, ya que solamente el matrimonio y la familia -y ningún otro ambiente humano- constituyen el campo específico en que aparecen estos valores, casi un suelo fértil, en el que crecen. Uno de estos es el valor del amor conyugal y familiar, el otro es el valor de la persona o sea su dignidad que se manifiesta en los más estrechos y más íntimos contactos humanos. Estos dos valores se permean tan profundamente, que en cierto modo constituyen un solo bien.
El logro de la plena madurez espiritual
Éste precisamente es el bien espiritual del matrimonio, la mayor riqueza de las nuevas generaciones humanas: “los esposos desarrollan integralmente su personalidad enriqueciéndose de valores espirituales: ella (la disciplina), aporta a la vida familiar frutos de serenidad y de paz (…); favorece la atención hacia el otro cónyuge, ayuda los esposos a desterrar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y profundiza su sentido de responsabilidad en el cumplimiento de sus deberes. Los padres adquieren con ella la capacidad de un influjo más profundo y eficaz en la educación de los hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y armonioso de sus facultades espirituales y sensibles” (n. 21).
He aquí el pleno contexto y al mismo tiempo la perspectiva universal de los valores, sobre los que se funda la doctrina de la paternidad responsable. El comportamiento de responsabilidad se extiende a toda la vida conyugal y sobre todo al proceso de educación. Sólo los hombres que han alcanzado la plena madurez de la persona a través de una completa educación logran educar a nuevos seres humanos. La paternidad responsable y la castidad de las mutuas relaciones de los cónyuges a ella inherentes, son una verificación de su madurez espiritual. Ellos por tanto proyectan su luz sobre el entero proceso de educación, que se cumple en la familia.
El amor conyugal: auténtica donación de una persona a otra
Además de contener normas claras y explícitas sobre la vida matrimonial, la paternidad consciente y el justo control de la natalidad, la encíclica Humanae vitae señala los valores a través de dichas normas. Ella confirma su recto sentido y nos pone en guardia de aquel falso. Ella expresa la profunda solicitud de salvaguardar el hombre del peligro de alterar los valores más fundamentales.
Uno de los valores más fundamentales es el del amor humano. El amor encuentra su manantial en Dios que “es Amor”. Pablo VI pone esta verdad revelada al principio de su penetrante análisis del amor conyugal, porque ello expresa el más grande valor que se debe reconocer en el amor humano. El amor humano es rico en experiencias que lo componen, pero su riqueza esencial consiste en el ser una comunión de personas, es decir de un hombre y de una mujer, en su mutua donación. El amor conyugal es enriquecido por la auténtica donación de una persona a otra persona. Precisamente esta mutua donación de la persona misma no debe ser alterada. Si en el matrimonio se debe realizar el amor auténtico de las personas por la donación de los cuerpos, es decir por “la unión en el cuerpo” del hombre y la mujer, precisamente respecto al valor mismo del amor, no se puede alterar esta mutua donación en ningún aspecto del acto conyugal interpersonal.
La castidad matrimonial es salvaguardia del amor
El valor mismo del amor humano y su autenticidad exigen una tal castidad del acto conyugal, como es solicitada por la Iglesia y es reclamada en la encíclica misma. En varios campos el hombre domina la naturaleza y la subordina a sí, mediante los medios artificiales. El conjunto de estos medios equivale de algún modo al progreso y a la civilización. En este campo en cambio, en que se debe actuar a través el acto conyugal, el amor entre persona y persona, y donde la persona tiene que darse auténticamente a sí misma (y “dar” quiere decir también “recibir” a su vez), el uso de los medios artificiales equivale a una alteración del acto de amor. El autor de Humanae vitae tiene presente el valor auténtico del amor humano que tiene a Dios como manantial y que es confirmado por la recta conciencia y por el sano “sentido moral”. Y justo en el nombre de este valor el Papa enseña los principios de la responsabilidad ética. Ésta es también la responsabilidad que salvaguarda la cualidad del amor humano en el matrimonio. Este amor se expresa también en la continencia -también en aquella periódica- ya que el amor es capaz de renunciar al acto conyugal, pero no puede renunciar al auténtico don de la persona. La renuncia al acto conyugal puede ser, en ciertas circunstancias, un auténtico don personal. Pablo VI escribe a este propósito: “esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de dañar al amor conyugal, le otorga en cambio un más alto valor humano (n. 21).
La donación presupone autodominio
Expresando la atenta solicitud por el auténtico valor del amor humano, la encíclica Humanae vitae se dirige al hombre y reclama el sentido de la dignidad de la persona. El amor en efecto, según su auténtico valor, tiene que ser realizado por el hombre y la mujer en el matrimonio. La capacidad a un tal amor y la capacidad al auténtico don de la persona solicitan de ambos el sentido de la dignidad personal. La experiencia del valor sexual tiene que ser permeada por una viva conciencia del valor de la persona. Este valor explica precisamente la necesidad del dominio de sí que es propia de la persona: la personalidad en efecto se expresa en el autocontrol y en el autodominio. Sin ellos el hombre no sería capaz de donarse a sí mismo ni de recibir.
La encíclica Humanae vitae formula esta jerarquía de valores que se demuestra esencial y decisiva para todo el problema de la paternidad responsable. No se puede invertir esta jerarquía y no se puede mutar el justo orden de los valores. Arriesgaríamos una tal inversión y cambio de los valores si para solucionar el problema nosotros partiéramos de aspectos parciales y no en cambio “de la integral visión del hombre y su vocación”.
Otros aspectos del problema
Cada uno de estos aspectos parciales en sí mismo es muy importante y Pablo VI no disminuye para nada su importancia: sea del aspecto demográfico-sociológico, que del biopsicológico. Al contrario, el Pontífice los considera cuidadosamente. Él quiere impedir solamente que uno cualquiera de los aspectos parciales -cualquiera sea su importancia- pueda destruir la recta jerarquía de los valores y pueda quitar el verdadero significado al amor como a comunión de personas y al hombre mismo como persona capaz de auténtica donación, en el que el hombre no puede ser reemplazado por la “técnica”. En todo esto, sin embargo, el Papa no descuida ninguno de los aspectos parciales del problema, más bien Él los afronta, estableciendo el contenido fundamental y, unido a ello, la recta jerarquía de los valores. Y justo sobre este camino existe la posibilidad de un control de los nacimientos y por lo tanto también la posibilidad de solucionar las dificultades socio-demográficas. Y por ello Pablo VI ha podido escribir con toda seguridad, que “los poderes públicos pueden y tienen que contribuir a la solución del problema demográfico” (n. 23). Cuando se trata del aspecto biológico y también de aquel psicológico -como precisamente enseña la encíclica- la vía de la realización de los respectivos valores pasa a través de la valorización del amor mismo y de la persona. He aquí las palabras del eminente biólogo, profesor P. P. Grasset de la Academia de las Ciencias: “La encíclica está de acuerdo con los datos de biología, les recuerda a los médicos sus deberes y al hombre le señala el camino, sobre el que su dignidad –sea de parte física como de aquella moral- no padecerá ninguna ofensa (Le Figaro, 8 de octubre de 1968).
Se puede decir que la encíclica penetra en el núcleo de esta problemática universal que ha empeñado al Concilio Vaticano II. El problema del desarrollo “del mundo”, sea en sus instancias modernas, como también en sus perspectivas más lejanas, despierta una serie de preguntas que el hombre se pone sobre sí mismo. Algunas de ellas, son expresadas en la Constitución pastoral Gaudium et spes. No es posible una justa respuesta a estas preguntas sin darse cuenta del sentido de los valores que deciden del hombre y de su vida verdaderamente humana. En la encíclica Humanae vitae Pablo VI se empeña en el examen de estos valores en su punto neurálgico.
El testimonio cristiano
El examen de los valores y a través de ellos la norma misma de la paternidad responsable formulada en la encíclica Humanae vitae llevan sobre sí una particular huella del Evangelio. Conviene todavía notar esto al final de las presentes consideraciones, aunque desde el principio ninguna otra idea haya sido su hilo conductor. Las cuestiones que agitan a los hombres contemporáneos “exigían del Magisterio de la Iglesia una nueva y profunda reflexión sobre los principios de la doctrina moral del matrimonio: doctrina fundada en la ley natural, iluminada y enriquecida por la Revelación divina” (n. 4). La Revelación como expresión del eterno pensamiento de Dios nos permite y al mismo tiempo nos ordena considerar el matrimonio como la institución para transmitir la vida humana, en la que los cónyuges son “libres y responsables colaboradores de Dios Creador” (n. 1).
Cristo mismo ha confirmado esta su perenne dignidad y ha injertado el conjunto de la vida matrimonial en la obra de la Redención y la ha insertado en el orden sacramental. Del sacramento del matrimonio “los cónyuges son corroborados y casi consagrados por el cumplimiento fiel de los propios deberes, por la actuación de la propia vocación hasta la perfección y por un testimonio cristiano específico frente al mundo” (n. 25). Habiendo sido expuesta en la encíclica la doctrina de la moral cristiana, la doctrina de la paternidad responsable, entendida como recta expresión del amor conyugal y la dignidad de la persona humana, constituye un importante componente del testimonio cristiano.
Y nos parece que sea precisamente este testimonio un cierto sacrificio que el hombre debe cumplir por los valores auténticos. El Evangelio confirma constantemente la necesidad de un tal sacrificio y además lo confirma la obra misma de la Redención que se expresa totalmente en el Misterio Pascual. La cruz de Cristo se ha convertido en el precio de la redención humana. Todo hombre que camina sobre la vía de los verdaderos valores, tiene que asumir algo de esta cruz como precio que él mismo debe pagar por los valores auténticos. Este precio consiste en un particular esfuerzo: “la ley divina, como escribe el Papa, solicita un serio empeño y muchos esfuerzos”, y enseguida añade que “tales esfuerzos son ennoblecedores para el hombre y beneficiosos por la comunidad humana” (n. 20).
El esfuerzo necesario para obtener el valor del amor
La última parte de la encíclica es una llamada a este serio empeño y a estos esfuerzos, sea a la dirección de las comunidades a fin que “creen un clima favorable a la educación de la castidad” (n. 22), sea respecto de los poderes públicos, como también a los hombres de ciencia, para que logren “dar suficientemente una base segura a una regulación de los nacimientos, fundada en la observancia de los ritmos naturales” de fecundidad (n. 24). La encíclica hace un llamamiento finalmente a los cónyuges mismos, al apostolado de las familias por la familia, a los médicos, a los sacerdotes y los obispos como pastores de las almas.
A los hombres contemporáneos, inquietos e impacientes, y al mismo tiempo amenazados en el sector de los más fundamentales valores y principios, el Vicario de Cristo recuerda las leyes que rigen este sector. Y ya que ellos no tienen paciencia y buscan las simplificaciones y aparentes facilidades, Él les recuerda cuál deba ser el precio por los verdaderos valores y cuánta paciencia y esfuerzo hace falta para alcanzar estos valores. Parece que a través de las argumentaciones y llamadas de la encíclica, llenos por otro lado de una dramática tensión, nos lleguen las palabras del Maestro: “con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas” (Lucas 21, 19). Porque en definitiva se trata de esto.