Newman ha escrito su propia experiencia de una conversión nunca acabada, y ha interpretado para nosotros no sólo el camino de la doctrina cristiana, sino el de la vida cristiana. La característica de todo gran Doctor de la Iglesia, me parece, es que enseña no sólo mediante su pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, entonces Newman pertenece a los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo ilumina nuestro pensamiento.

No me siento competente para hablar sobre la figura o el trabajo de Newman, pero tal vez sí tenga sentido decir algo sobre mi propio camino hacia Newman, en el que ciertamente se refleja algo de la presencia de este gran teólogo inglés en las luchas intelectuales y espirituales de nuestro tiempo.

En enero de 1946, cuando empecé a estudiar Teología en el seminario de Freising, que por fin había vuelto a abrir sus puertas después de la confusión de la guerra, un estudiante mayor que yo fue nombrado prefecto de nuestro grupo, que había empezado a trabajar en una disertación sobre la teología de la conciencia de Newman, antes incluso del comienzo de la guerra. En todos los años de su servicio militar, no había perdido contacto con este tema, al que ahora volvía con renovado entusiasmo y energía.

Pronto quedamos cautivados por una amistad personal, totalmente centrados en los grandes problemas de la filosofía y la teología. Desde luego, Newman estaba siempre presente. Alfred Läpple, así se llamaba el prefecto que acabo de mencionar, publicó su disertación en 1952 con este título: Der Einzelne in der Kirche (El individuo en la Iglesia).

Para nosotros, en aquel tiempo, la enseñanza de Newman sobre la conciencia llegó a ser una base importante del personalismo teológico, cuyo diseño se nos ofrecía equilibradamente. Nuestra imagen del ser humano, al igual que nuestra imagen de la Iglesia, quedaba penetrada por este punto de partida. Habíamos experimentado la pretensión de un partido totalitario que se entendía a sí mismo como la plenitud de la historia y que negaba la conciencia del individuo. Uno de sus líderes había dicho: “Yo no tengo conciencia. Mi conciencia es Adolf Hitler”. La apabullante devastación de la humanidad que vino después estaba ante nuestros ojos. Por eso, nos resultó liberador y esencial saber que el “nosotros” de la Iglesia no descansa en una liquidación de la conciencia, sino que, justo al contrario, sólo puede desarrollarse desde la conciencia. Precisamente porque Newman interpretó la existencia del ser humano a partir de la conciencia, esto es de las relaciones entre Dios y el alma, quedaba claro que este personalismo no es indi vidualismo, y que estar obligado por la conciencia no significa ser libre para hacer elecciones al azar, sino que es justo al revés. De Newman aprendimos a comprender el primado del Papa. Libertad de conciencia, nos decía Newman, no equivale a tener derecho “a prescindir de la conciencia, a ignorar al Legislador y Juez, a ser independiente de obligaciones invisibles”. Por tanto, la conciencia en su verdadero sentido es la piedra angular de la autoridad papal; su poder procede de una revelación que completa la conciencia natural, la cual está imperfectamente iluminada, y “la defensa de la ley moral y de la conciencia es su razón de ser”. No necesito mencionar explícitamente que esta enseñanza sobre la conciencia ha llegado a ser cada vez más importante para mí en el desarrollo continuo de la Iglesia y del mundo. Veo cada vez con más claridad cómo está en el frontispicio de la biografía del cardenal, que debe ser entendida únicamente en conexión con el drama de su siglo, para que de esta forma pueda hablarnos a nosotros. Newman llegó a la conversión en su calidad de hombre de conciencia; fue su conciencia la que le llevó a salir de las viejas ataduras y seguridades, conduciéndole al mundo del catolicismo, que era algo tan difícil y extraño para él. Pero este camino de la conciencia es todo menos una senda de subjetividad autosuficiente: es un camino de obediencia a la verdad objetiva. El segundo paso en el largo viaje de Newman hacia la conversión fue la superación de la posición evangélica subjetiva a favor de una comprensión del cristianismo basada en la objetividad del dogma. En esta conexión encuentro yo una formulación, tomada de uno de sus primeros sermones, que puede ser especialmente significativa hoy:

El verdadero cristianismo aparece (...) en la obediencia y no a través de un estado de conciencia. Por tanto, toda la obligación y todo el trabajo de un cristiano está compuesto de estas dos partes: Fe y obediencia; mirar a Jesús (Hb 2, 9) (...) y actuar según su voluntad (...) Pienso que estamos en peligro en estos días al no insistir en todo esto como debiéramos; considerando cualquier apreciación verdadera y cuidadosa del Objeto de la fe como estéril ortodoxia, técnica sutileza (...) y (...) convirtiendo en test de nuestro ser religiosos si tenemos o no lo que se suele llamar un estado espiritual del corazón.

En este contexto, me parecen importantes algunas afirmaciones tomadas de The Arrians of the Fourth Century (Los arrianos del siglo IV), que pueden sonar, de primeras, más bien sorprendentes:

(...) detectar y aprobar el principio en el que (...) la paz se fundamenta en la Escritura; someterse al dictado de la verdad en cuanto tal como principal autoridad en materias de conducta política y privada; comprender (...) que el entusiasmo es prioritario en la sucesión de las gracias cristianas con respecto a la benevolencia.

Para mí resulta siempre fascinante ver y considerar hasta qué punto en este camino, y sólo en él, a través del compromiso con la verdad, con Dios, recibe la conciencia su rango, su dignidad y fortaleza. En este contexto me gustaría añadir solamente una afirmación tomada de la Apología, que muestra el realismo en esta idea de la persona y de la Iglesia: “Los movimientos vivos no surgen de los comités”. Querría volver muy brevemente al hilo autobiográfico. Cuando proseguí mis estudios en Múnich el año 1947, me encontré con un buen lector y entusiasta seguidor de Newman en el teólogo de Fundamental, Gottlieb Söhngen, que fue mi verdadero maestro de teología. Él nos inició en Granmmar of Assent y, al hacerlo, a una forma o manera especial de certeza en el conocimiento religioso. Más profunda todavía fue para mí la contribución que publicó Heinrich Fries con motivo del jubileo de Calcedonia. Allí encontré acceso a la enseñanza de Newman sobre el desarrollo de la doctrina, que yo contemplo, junto a su doctrina sobre la conciencia, como su contribución más decisiva a la renovación de la teología. Con esto, puso en nuestras manos la llave para construir un pensamiento histórico en el seno de la teología, o todavía mucho más: nos enseñó a pensar históricamente en teología, y así, a reconocer la identidad de la fe en todos los desarrollos. En este momento, tengo que dejar de profundizar en estas ideas. Me parece que el punto de partida de Newman, también en la teología moderna, no ha sido todavía plenamente valorado. En él se encuentran escondidas posibilidades llenas de futuro que esperan un posterior desarrollo. Me gustaría ahora referirme de nuevo a los presupuestos biográficos de este concepto.

Es sabido cómo la reflexión en profundidad de Newman sobre las ideas del desarrollo influyó en su camino al catolicismo. Pero no se trata simplemente de una cuestión sobre unas ideas que se descubren. En el concepto de desarrollo juega su papel la propia vida de Newman. Creo que esto se me hizo patente en esas palabras suyas bien conocidas: “Vivir es cambiar, y ser perfecto es haber cambiado con frecuencia”.

Durante toda su vida, Newman fue una persona en permanente estado de conversión, una persona en permanente trance de transformación, y por eso siempre permaneció y llegó a ser cada vez más él mismo. En este punto, viene a mi mente la figura de San Agustín, con el que Newman estaba tan unido. Cuando Agustín se convirtió en el jardín Cassiciacum, comprendió su conversión de acuerdo con el sistema del respetable maestro Plotino y de los filósofos neoplatónicos. Él pensó que su pasada vida pecadora quedaría ahora definitivamente zanjada; desde ahora, en el convertido se daría algo totalmente nuevo y diferente y su posterior viaje sería una firme escalada hacia cumbres cada vez más puras de cercanía a Dios. Era algo parecido a lo que describió Gregorio de Nisa en su Ascensión de Moisés: Igual que los cuerpos, después de haber recibido un primer empujón hacia abajo, caen sin esfuerzo a las profundidades a una velocidad cada vez mayor, así, por el contrario, el alma que se ha desprendido de las pasiones terrenales se eleva en un movimiento rápido hacia arriba (...) superándose a sí misma de manera constante en un vuelo firme hacia las alturas.

La experiencia real de Agustín fue diferente. Él tuvo que aprender que ser cristiano es siempre un viaje difícil lleno de alturas y profundidades. La imagen del ascensus queda cambiada por la del iter, cuyo pesado cansancio se ve iluminado y fortalecido por momentos de luz que podemos recibir ahora y entonces. La conversión es el iter, es decir, el camino de toda una vida. Y la fe es siempre “desarrollo”, y precisamente de esta manera es la madurez del alma en la verdad, en Dios, que es más íntimo a nosotros de lo que somos nosotros mismos. En la idea de “desarrollo”, Newman ha escrito su propia experiencia de una conversión nunca acabada, y ha interpretado para nosotros no sólo el camino de la doctrina cristiana, sino el de la vida cristiana. La característica de todo gran Doctor de la Iglesia, me parece, es que enseña no sólo mediante su pensamiento y su palabra, sino también con su vida, porque dentro de él, pensamiento y vida se funden y se definen mutuamente. Si esto es así, entonces Newman pertenece a los grandes maestros de la Iglesia, porque toca nuestros corazones y al mismo tiempo ilumina nuestro pensamiento.

Roma, 28 de abril de 1990


Notas

[*] Presentación realizada por el autor -entonces cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe- con ocasión del primer centenario de la muerte del Cardenal John Henry Newman.

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