El Cardenal Caro ejercitó con dedicación su oficio de maestro de la fe. Siempre que había una ocasión la aprovechaba para predicar y enseñar a quienes lo escuchaban, de cualquier condición que fueran. Y nunca, a no ser por motivos ajenos a su voluntad, dejaba de celebrar con fervor la Santa Misa. Lo hacía con profunda piedad y con delicada exactitud en el cumplimiento de las normas litúrgicas establecidas por la Iglesia.
Hace medio siglo, el 4 de diciembre de l958, fallecía en Santiago el Cardenal José María Caro Rodríguez, figura egregia del clero chileno, rodeado del respeto y de la veneración no sólo de los católicos, sino de todos sus compatriotas.
Fuentes escritas
Las fuentes para el estudio de la vida y obra de este insigne Príncipe de la Iglesia, honra y prez del catolicismo chileno, son principalmente tres que se describen a continuación.
La primera es el volumen titulado Monseñor José María Caro, Apóstol de Tarapacá, cuyo autor es el R.P. Juan Vanherk Moris, franciscano. Es un libro de 409 páginas, publicado el año 1963 por la Editorial del Pacífico, y contiene sobre todo antecedentes acerca de la actividad pastoral del futuro Cardenal cuando vivió en el norte de Chile, primero como párroco en Mamiña y más tarde como Vicario Apostólico de Tarapacá. No contiene referencias acerca de la juventud del futuro Cardenal, ni sobre el tiempo en que fue Obispo y Arzobispo de La Serena y, posteriormente, Arzobispo de Santiago.
La segunda es la publicación preparada por Monseñor Joaquín Fuenzalida Morandé, quien fuera, durante los años en que el Cardenal fue Arzobispo de Santiago, su secretario particular, y que lleva como título El Cardenal Caro. Es un volumen de 169 páginas, publicado el año 1969 e impreso por Artes Gráficas Mistral. Este volumen es particularmente importante porque contiene la autobiografía del Purpurado dictada por él mismo a su sobrino nieto, D. Osvaldo Martínez Caro. Contiene además unos «Apuntes y Recuerdos» redactados por Monseñor Joaquín Fuenzalida y que complementan muchos aspectos de la rica personalidad del Cardenal. Es justo destacar que entre estos recuerdos hay numerosísimas anécdotas que permiten tener un conocimiento muy exacto de la personalidad del Cardenal Caro porque tienen el sello de la espontaneidad y de la sabiduría campesina de su protagonista. A lo anterior se agregan varios documentos sobre el Cardenal, comenzando por su testamento.
La tercera es el volumen titulado Un Pastor Santo, publicado en 1981 por la Editorial del Pacífico y cuyo autor es el Excmo. Mons. Augusto Salinas Fuenzalida, ss.cc., que fuera durante nueve años Obispo Auxiliar del Cardenal Caro. Son 399 páginas con un amplio material informativo que abarca toda la vida del recordado Cardenal, encuadrándola en sus diversas etapas. La obra de Monseñor Salinas respira sentimientos de profunda admiración y veneración hacia el egregio Arzobispo de Santiago y constituye un testimonio valioso y fidedigno por provenir de quien fuera un colaborador suyo tan cercano y durante un tiempo considerable. Me consta que el Cardenal Caro tenía particular aprecio por Mons. Salinas, e incluso una sincera gratitud hacia él por la fidelidad con que lo acompañó en circunstancias difíciles para ambos.
Si me he referido a estas tres publicaciones es para recomendar su lectura y estudio a quienes se interesen por conocer más a fondo la trayectoria del insigne Cardenal, apenas esbozada en estas páginas.
Me doy cuenta cabal de que no puedo ni siquiera intentar resumir los rasgos más salientes de una vida tan larga y con tantas vicisitudes como fue la del Cardenal Caro. Con sencillez me permitiré agregar, al final, algunos recuerdos personales que provienen de las ocasiones en que tuve el privilegio y la alegría de tratarlo.
Breve reseña cronológica
Es útil tener en cuenta, desde un comienzo, algunas de las fechas más relevantes a lo largo de los noventa y un años de vida del recordado Cardenal.
23 de junio de 1866: nace en «Los Valles», lugar situado dentro de la hacienda San Antonio de Petrel, en aquel entonces provincia de Colchagua, actualmente provincia Cardenal Caro. Fueron sus padres don José María Caro Martínez y su esposa doña Rita Rodríguez Cornejo, matrimonio del que nacieron nueve hijos, el cuarto de los cuales fue el niño José María, que fue el primer hijo varón. La tradición dice que la matrona anunció el nacimiento saliendo a la puerta de la habitación diciendo escuetamente «¡Obispo!». Visité, cuando era Obispo de Rancagua, el lugar que me indicaron donde la tradición ubicaba el emplazamiento de la casa natal del Cardenal: no queda nada de ella, sólo una higuera que dicen ser retoño de la que había en la casa donde vivió la familia Caro.
15 de noviembre de 1866: recibe, en la parroquia de San Andrés de Cahuil, pueblo de Ciruelos, el óleo y el santo crisma, pues había recibido el agua bautismal luego de nacido, de manos de su abuelo paterno, D. Pedro Pascual Caro Gaete, seglar aprobado para bautizar cuando no se podía acudir pronto a un sacerdote.
Hacia 1870 o 1871: pasa a residir con sus abuelos paternos, D. Pedro Pascual Caro Gaete y D.a Cayetana Martínez Ríos, en la «Quebrada del Nuevo Reino», lugar más cercano a la parroquia de San Andrés, lo que le permitió asistir a la escuela (que en esa época no había en San Antonio de Petrel) y participar en la Misa parroquial. Aprendió también a ayudar Misa y el sacerdote le enseñó las respuestas en latín. Pero el joven Caro no vislumbraba la posibilidad de llegar a ser sacerdote, aunque una anciana que lo oyó pronunciar el «aleluya» dijo que Dios lo destinaba a ser ministro de Dios. Sea por pertenecer a una familia de limitados recursos (de ninguna manera mísera, ya que el propio Cardenal calificaba su situación como «holgada»), sea por la lejanía del lugar, el Seminario quedaba fuera del horizonte de los niños de la región. Y debe agregarse que el propio Cardenal recordaba que tenía una profunda reverencia hacia los sacerdotes, lo que le hacía imposible pensar en llegar a una tan grande dignidad.
Hacia marzo de 1881: recomendado por el canónigo D. Ramón Saavedra, con quien el padre del joven Caro había tomado contacto, ingresa al Seminario Conciliar de Santiago, a la Sección de San Pedro Damián, destinada a recibir a los candidatos provenientes de familias campesinas de situación más estrecha.
1887: el Arzobispo de Santiago, Iltmo. Sr. D Mariano Casanova, bien impresionado por las referencias recibidas sobre el Colegio Pío Latinoamericano, fundado hacía algunos años por el distinguido sacerdote chileno D. José Ignacio Víctor Eyzaguirre y apoyado por el Papa Pío IX, decide enviar dos seminaristas a proseguir sus estudios en Roma. Fueron seleccionados los jóvenes Gilberto Fuenzalida y José María Caro. El Arzobispo deseaba conocerlos personalmente y los citó a su oficina, pero al mismo tiempo llegaba el Conde Serra, secretario del Infante Carlos de Borbón, lo que impidió el encuentro con los dos seminaristas. Le oí comentar al Cardenal Caro que eso había ocurrido por designio de la Providencia, pues si el Arzobispo Casanova lo hubiera conocido, seguramente no lo hubiera enviado a Roma.
30 de septiembre de 1887: se embarcan en Valparaíso los seminaristas Fuenzalida y Caro, rumbo a Roma. Desembarcaron en Burdeos y prosiguieron el viaje por tierra hasta llegar a Roma donde llegan al Colegio Pío Latinoamericano, regentado por sacerdotes de la Compañía de Jesús hasta hoy día.
20 de diciembre de 1890: recibe en Roma la Ordenación sacerdotal y, al día siguiente, celebra su primera Misa en una de las capillas de la iglesia del Gesú. Antes de emprender su regreso a Chile obtiene el título de Doctor en Teología, otorgado por la Universidad Gregoriana.
19 de agosto de 1891: se embarca de regreso a Chile y llega a su patria en septiembre del mismo año.
1892: es profesor en el Seminario de Santiago y tuvo como alumnos al futuro Obispo Mons. Rafael Edwards y al futuro canónigo Mons. Aníbal Carvajal y Aspee. Ya entonces la salud del sacerdote Caro estaba muy resentida por la enfermedad contraída en Roma: la tuberculosis.
Marzo de 1899: Llega a Mamiña, en la Provincia de Tarapacá, al interior de Iquique, y se hace cargo de esa parroquia. Iba en busca de salud, confiando en que el clima de ese lugar le probaría bien, como sucedió.
Marzo de 1900: retoma su labor de profesor en el Seminario de Santiago, enseñando Teología dogmática y realizando, simultáneamente, diversas actividades pastorales.
6 de mayo de 1911: es nombrado Vicario Apostólico de Tarapacá, y parte a Iquique a hacerse cargo de su nueva responsabilidad pastoral. Como no fue nombrado Obispo de Tarapacá, no se ejercitó por parte del Gobierno la atribución constitucional de la presentación por parte de éste del candidato a la Santa Sede, hecho del que el señor Caro se felicitó, pues no deseaba depender de influencias políticas en el ejercicio de su ministerio.
28 de abril de 1912: recibe la Consagración episcopal, asignándosele la calidad de Obispo titular de Milas. Su labor pastoral en Tarapacá tropieza con la animosidad beligerante de elementos anticlericales.
14 de diciembre de 1925: trasladado, por el Santo Padre Pío XI, a La Serena, como Obispo de esa diócesis.
27 de agosto de 1937: el Papa lo distingue con el título de «Asistente al Solio Pontificio».
6 de noviembre de 1937: recibe del Papa el título de Conde Romano.
20 de mayo de 1939: es nombrado primer Arzobispo de La Serena.
23 de agosto de 1939: el Santo Padre lo nombra Arzobispo de Santiago, sucediendo al Excmo. Mons. José Horacio Campillo Infante, a quien se había aceptado la renuncia. Durante el fecundo gobierno arzobispal en Santiago del Cardenal Caro merece destacarse especialmente la creación de numerosas nuevas parroquias, más que duplicando las existentes hasta su llegada, y la construcción de los nuevos edificios del Seminario, tarea en la que el Arzobispo se prodigó generosamente, empeñándose en la recolección de recursos para una obra de tanta envergadura.
18 de febrero de 1946: Creado, por el Papa Pío XII, Cardenal presbítero de la Santa Iglesia Romana, recibiendo como iglesia titular la de Santa Maria della Scala, en la zona del Trastevere.
24 de octubre de 1950: el Papa Pío XII le otorga el título de Primado de Chile, anexo a su persona de por vida, pero no transmisible a sus sucesores en el cargo de Arzobispos de Santiago.
12 de octubre de 1958: parte a Roma, luego del fallecimiento del Santo Padre Pío XII, ocurrido el día 9 del mismo mes, para tomar parte en el Cónclave que elegiría a su sucesor, el Papa Juan XXIII. La salud del Cardenal, ya más que nonagenario, se debilitaba ostensiblemente y por eso hizo el viaje al Cónclave acompañado de su médico personal, el Prof. Roberto Estévez Cordovez. Regresó a Santiago el 11 de noviembre.
30 de noviembre de 1958: en la mañana preside la inauguración de la nueva parroquia de Santa Cristina y después de almuerzo acude a Curacaví para ayudar a su Obispo Auxiliar, Mons. Emilio Tagle Covarrubias, en la administración del Sacramento de la Confirmación. Regresa a su residencia extremadamente fatigado: se iniciaba su partida a la Casa del Padre.
4 de diciembre de 1958: fallece santamente en Santiago, rodeado del cariñoso respeto y de la veneración de todos los chilenos.
5 de diciembre de 1958: sus restos mortales, revestidos con los ornamentos episcopales, son trasladados sobre un vehículo descubierto y a través de las calles del centro de Santiago en las que se congregó una multitud de medio millón de personas, hasta la Catedral Metropolitana.
7 de diciembre de 1958: celebración, en la Catedral de Santiago, de la solemne Misa exequial en sufragio por el eterno descanso del alma y la gloriosa resurrección del santo pastor. Pronunció una sentida y emocionada oración fúnebre el insigne orador sagrado Monseñor Eduardo Lecourt y llegado el momento de conducir la urna a la cripta, fueron los Ministros de Estado quienes la tomaron con profundo respeto. Hoy sus restos mortales, después de dos sucesivos traslados descansan en la nueva cripta de la Catedral de Santiago, construida debajo del presbiterio durante el gobierno arzobispal del Eminentísimo señor Cardenal don Francisco Javier Errázuriz Ossa.
Esta sucesión de fechas, que puede parecer a primera vista árida y fría, constituye sin embargo el recuerdo de los hitos de una vida plenamente cristiana y sacerdotal, que se prolongó por algo más de noventa y un años, totalmente consagrada al servicio de Dios y de la Iglesia. Detrás de esas fechas y entre sus intervalos hay toda suerte de hechos y también de palabras que procedieron del corazón de un sacerdote y de un Obispo que ardía con admirable celo pastoral por la salvación de los hombres, sus hermanos, incluyendo por cierto en los caminos de la salvación la preocupación por toda clase de necesidades, espirituales y materiales.
Su familia
El Cardenal Caro solía insistir en la pobreza de su familia, pero es necesario entender bien ese calificativo. Ciertamente su familia no poseía abundantes bienes de fortuna: no eran personas que pudieran decirse ricas. Sin embargo sus padres vivían en «Los Valles», lugar perteneciente a la hacienda de San Antonio de Petrel, y allí tenían una «posesión», la mejor del vecindario, con buenas condiciones para las siembras y para la crianza de ganado. El Cardenal califica, en sus Memorias, su situación como holgada. Andando el tiempo su padre pudo adquirir en propiedad algunos terrenos en Cahuil y otros en Tunca. Sus abuelos paternos vivían en la Quebrada del Nuevo Reino, donde eran propietarios. Su familia materna tenía propiedades en Tunca (probablemente en Tunca «al medio», porque hay también «Tunca arriba» y «Tunca abajo») y eso explica que, siendo ya Cardenal, tomara algunos días de vacaciones en Tunca. Puesto que nació en «los Valles» y muy niño todavía fue a residir con sus abuelos paternos en la Quebrada del Nuevo Reino, su niñez y primera adolescencia tuvieron como marco «la costa», es decir la zona poniente de la entonces provincia de Colchagua, actualmente provincia Cardenal Caro. Las distancias entre los diversos lugares es grande, sobre todo en una época como aquella, cuando los caminos no eran buenos y los desplazamientos se hacían a pie, a caballo o en carretas. Hasta mediados del siglo XVIII el tráfico de Santiago al sur se hacía por «la costa», ya que sólo posteriormente, en tiempos del Gobernador Manso de Velasco, se hizo el trazado por el valle central, el «camino real» que coincide aproximadamente con la actual ruta cinco-sur. La población de la «costa» es de origen preponderantemente español, con menos mestizaje indígena que la población del valle central, donde la presencia aborigen era más importante. Lo dicho explica las características del tipo humano que hasta hoy se denomina «el costino».
El «costino» es serio, de pocas palabras, recio, constante y perseverante, agudo, cazurro, reservado, trabajador, sufrido, austero, sencillo, acogedor, un tanto desconfiado, franco pero sin mostrar todas sus cartas, respetuoso pero cuidadoso de guardar las distancias, es buen caminador y buen jinete pero atento a no tratar mal a la bestia que monta; a no ser que haya una gran urgencia, lleva el caballo al paso. Si uno lee el rico anecdotario del Cardenal Caro, descubre en él los rasgos de un auténtico «costino» con todas las características, y sobre todo las mejores, de ese rico tipo humano. Al considerar los muchos y largos viajes a caballo que el joven Caro realizó, sobre todo en la primera parte de su vida, es imposible no asociarlos con el hábito arraigado de montar por necesidad y también por agrado.
El ambiente de su familia era profundamente religioso, sin una formación catequística refinada, pero nutrido por la predicación de celosos sacerdotes y misioneros, así como por la vivencia de las fiestas patronales y festividades religiosas. En casa de sus abuelos, donde transcurrió algo más de diez años de su vida, el rezo del Santo Rosario era parte imprescindible del programa cotidiano. Incluso si llegaban visitas a la hora de la recitación del Rosario, éste no se postergaba ni se suspendía, sino que se las invitaba a incorporarse a la oración familiar. Nunca dejó su devoción por esta forma tan católica de oración. Le oí decir que cuando fue nombrado Arzobispo de La Serena, agregó la recitación de un segundo Rosario y al llegar a Santiago, un tercero.
El hombre de Dios
La raigambre familiar, el contacto con la naturaleza, los largos tiempos de silencio durante sus desplazamientos, los sufrimientos que le deparó la fragilidad de su salud a lo largo de casi toda su vida, su intensa vida de oración y el desapego de todo interés personal, fueron los elementos que se fundieron en admirable armonía para hacer del Cardenal Caro un hombre de Dios.
Nunca, a no ser por motivos ajenos a su voluntad, dejaba de celebrar con fervor la Santa Misa. Lo hacía con profunda piedad y con delicada exactitud en el cumplimiento de las normas litúrgicas establecidas por la Iglesia.
Cada día rezaba el Via Crucis, siguiéndolo en unas hermosas estaciones que le había prestado un sacerdote amigo, a quien estimaba y apreciaba: el Pbro. D. Francisco Donoso González, artista pintor, literato, poeta y crítico literario. Tal vez este dignísimo sacerdote le recordaba a quienes habían sido tíos suyos y sacerdotes también, don Justo Donoso y don Ramón Donoso, sobrinos a su vez del Obispo de la Serena, el Iltmo. Mons. Justo Donoso, que fue simultáneamente Ministro de Justicia durante la Presidencia de D. José Joaquín Pérez. Los vínculos del Cardenal con el clero diocesano de Chile eran vastos, variados y profundos, marcados con un sello de respeto, aprecio y vivencia de las tradiciones religiosas de nuestra Patria.
Fue un hombre profundamente humilde, en el más justo sentido de la palabra, ya que, según santa Teresa de Ávila, la humildad es la verdad. Nunca se sobrevaloró y siempre atribuyó sus éxitos a la bondad y misericordia de Dios, sin mérito alguno de su parte. Cuando sufrió alguna contradicción, reaccionó siempre respetuosamente. Fue siempre modesto en su modo de vivir y nunca los títulos y dignidades que recibió lo hicieron engreirse. Una dama santiaguina que lo vio en Tunca, sentado en una silla delante de la casa campesina de su hermana, mientras ella pasaba en su automóvil, conservó un recuerdo indeleble de la sencillez del Cardenal.
La humildad sincera del Cardenal Caro era perfectamente coherente con su amor a la pobreza. Sus orígenes, ajenos a lo superfluo, le permitían mantenerse lejos de la fascinación que suelen ejercer los bienes de este mundo. Cuando murió su compañero de estudios el Arzobispo D. Gilberto Fuenzalida, pidió a su albacea, como recuerdo, un par de zapatos, porque sólo tenía un par, y viejos, y un sombrero, porque el que tenía estaba ya muy deteriorado. Oí decir que cuando fue nombrado Cardenal, no mandó confeccionar el atuendo cardenalicio, sumamente complicado y excesivo, como se usaba entonces, sino que adquirió los ropajes que habían pertenecido al Cardenal jesuita Pietro Boetto, que acababa de fallecer. Una dama que poseía muchos bienes de fortuna, le ofreció una valiosa cruz pectoral, creo que de esmeraldas: el Cardenal la rehusó con gentileza, explicando que una joya tan valiosa no condecía con sus orígenes modestos. Cuando recibió la dignidad cardenalicia, el Papa le obsequió un anillo de oro con una piedra roja: lo usaba sólo en las grandes solemnidades, en tanto que diariamente usaba uno muy sencillo adornado con un camafeo con la imagen de Jesús coronado de espinas que, según le oí decir, le había costado ciento veinte liras. No le agradaba la fastuosidad del atuendo cardenalicio, pero lo usaba con espíritu de obediencia para cumplir las disposiciones protocolares de la Santa Sede, sin dejar de expresar, en privado, el deseo ferviente de que fuera simplificado, lo que paulatinamente ha ido sucediendo. Así es perfectamente explicable que, siendo Vicario Apostólico de Tarapacá, solicitara y obtuviera su incorporación a la Orden Tercera franciscana: el Obispo Caro vivía en forma ejemplar el espíritu de abnegación y de desasimiento del pobrecillo de Asís.
Su programa cotidiano era sencillo, austero y marcado por su profundo sentido del deber. Se levantaba a las cinco de la mañana. Una hora después hacía su meditación, rezaba el Oficio divino y a las 7.30 celebraba la Santa Misa. A las 9 comenzaba su trabajo: estudio, redacción de escritos y acogida de visitas. A medio día continuaba el rezo del Breviario, veneraba una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y almorzaba frugalmente: era vegetariano. Después del almuerzo, luego de un breve descanso, acudía a su oficina en el Palacio Arzobispal, donde cada día atendía a quienes desearan hablar con él. Enseguida se reunía con sus Vicarios, atendía su correspondencia y al finalizar sus labores acudía a visitar a los enfermos en los hospitales. A las 20 horas recitaba el oficio de Completas y enseguida rezaba el Santo Rosario con las dos religiosas que hacían de dueñas de casa y lo atendían. Los días domingo y en las fiestas religiosas solía presidir la Santa Misa en diversos lugares y celebraba el Sacramento de la Confirmación: uno de sus biógrafos estima que a lo largo de su vida pastoral habría confirmado alrededor de unos quinientos mil fieles. Todo un programa de orden, cuidadosamente organizado y reflejaba a cabalidad la recomendación de Jesús a sus discípulos de estar siempre atentos a servir y de no buscar ser servidos.
El maestro de la fe y testigo de la verdad
Un Obispo es testigo de la fe, y por lo tanto maestro, Pontífice del culto litúrgico, y depositario de la autoridad pastoral para el mejor servicio de la comunidad: son los tres campos del ministerio pastoral que, si bien son diferentes, se entrelazan entre sí, se iluminan y se complementan mutuamente.
El Cardenal Caro ejercitó con dedicación su oficio de maestro de la fe. Siempre que había una ocasión la aprovechaba para predicar y enseñar a quienes lo escuchaban, de cualquier condición que fueran. Hay una hermosa fotografía suya tomada en la escalinata del ingreso al pabellón de profesores en la casa de vacaciones del Seminario, en Punta de Tralca, en que el Cardenal, ya anciano, aparece enseñando el Catecismo a los niños hijos de los trabajadores del fundo.
El elenco de los escritos del Cardenal Caro –según orden y clasificación que de ellos propone Mons. Augusto Salinas Fuenzalida en las páginas 391 y 392 de su biografía (ver recuadro)– no me ha sido posible compulsarlos personalmente. En todo caso, la sola lectura de los títulos revela las preocupaciones e intereses pastorales de su autor. Las fechas permiten situar cada escrito en las diversas épocas de la actividad pastoral del Cardenal Caro en Tarapacá, La Serena y, finalmente, en Santiago.
La arista política
Si se tiene presente que toda acción humana tiene relación con la moral, es claro que la política necesariamente también la tiene. La justa autonomía del orden temporal, reconocida por el Concilio Vaticano II, no significa que las autoridades políticas posean una autoridad absoluta y que sean dueñas, por así decirlo, del bien y del mal. Por sobre las autoridades humanas existe el derecho natural, fundado en la naturaleza humana creada por Dios, y también el derecho divino establecido en la divina revelación. La persona humana tiene ciertos derechos inalienables que no proceden del arbitrio del Estado, sino que le son inherentes por voluntad de Dios y con respecto a los cuales el Estado tiene como misión y deber reconocerlos, protegerlos y asegurar su correcto ejercicio. Cualquier acción de una autoridad política que desconozca o atropelle los derechos humanos fundamentales, es inmoral y no puede reclamar la obediencia por parte de los miembros de la comunidad política: no es un ejercicio legítimo de la autoridad, sino un repugnante abuso del poder.
Las autoridades de la Iglesia no han sido establecidas por Dios para sustituirse a las autoridades civiles y políticas, ni para asumir el gobierno de la comunidad temporal. Si eso ha ocurrido en ciertas circunstancias, puede juzgarse que ello haya sido históricamente legítimo e incluso provechoso, pero eso no significa que la asunción de responsabilidades temporales sea una necesidad para la autoridad de la Iglesia, derivada de su naturaleza y de su misión, que son espirituales y con vistas a la salvación de los hombres.
Dado que la Iglesia peregrina en este mundo y puesto que los cristianos son a la vez miembros del Cuerpo de Cristo y de la sociedad temporal, es natural que en ciertas circunstancias se produzcan contactos e incluso diferencias y aún contraposiciones entre las autoridades eclesiásticas y las civiles o políticas. El diálogo es un buen camino para superar constructivamente las eventuales diferencias. Pero cuando se trata de la defensa de los derechos de la persona humana y de la legítima libertad de la Iglesia, ella no puede callar. E incluso cuando no se da una situación de abierto conflicto, es deber de la Iglesia hacer presente los valores morales que son el necesario fundamento de una sociedad verdaderamente humana.
El Cardenal Caro, que había tenido como profesor de Teología dogmática al eminente Padre Billot, y había escuchado las lecciones de moral del insigne Padre Bucceroni, ambos jesuitas, estaba bien preparado para hacer frente a las posibles dificultades que surgieran entre las responsabilidades propias de la Iglesia y las de las autoridades políticas. Con estas últimas fue siempre respetuoso, e incluso acogedor y amable, pero jamás servil, y fue por ellas respetado porque conocían su rectitud y la firmeza de un roble que se escondía bajo las apariencias modestas, sencillas y frágiles del venerable pastor.
La estadía en Roma del joven Caro coincidió con el Pontificado del gran Papa León XIII y es seguro que la Encíclica Rerum Novarum caló hondo en su espíritu. Tuvo siempre una honda preocupación por los pobres y manifestó simpatía por quienes realizaban acciones que pudieran aliviar los sufrimientos de las personas menesterosas. Exteriorizó su aprecio hacia quienes remuneraban con justicia y generosidad a sus empleados y trabajadores, así como manifestaba su desaprobación hacia quienes con ellos fueran mezquinos. Hubo quien interpretó estas actitudes del Cardenal como si procedieran de una mentalidad de izquierda, pero una tal apreciación no es exacta porque lo que él deseaba era el conocimiento y la aplicación de la doctrina social de la Iglesia, que no es sino la consecuencia de la moral católica y del derecho natural.
El Cardenal nunca se identificó con algún partido político, cualquiera que este fuera.
Su predecesor, Monseñor José Horacio Campillo, había tenido actitudes diferentes: tomó parte personalmente en el regocijo que acompañó la caída de su primer mandato del Presidente D. Carlos Ibáñez del Campo y reconocía, en privado, al partido conservador como «nuestro» partido, como se lo oí a mi abuelo Carlos, a la sazón diputado conservador.
Hay algunos episodios de la vida del Cardenal que merecerían un mayor análisis, que no cabe dentro de estas páginas. Entre ellos, sus dificultades en Tarapacá con la masonería, que en la zona era agresivamente militante. También su pronto reconocimiento del triunfo de D. Pedro Aguirre Cerda sobre su contrincante D. Gustavo Ross Santa María, al que se impuso por una muy pequeña diferencia de votos. El señor Caro era a la sazón Arzobispo de la Serena y en los medios más allegados a la Iglesia se temía que el Presidente Aguirre Cerda, llevado al Gobierno por el Frente Popular, fuera a ser un peligro para el catolicismo chileno.
Quizás el perfil de Mons. Campillo Infante, tan diverso del de Mons. Caro, haya influido en que la Santa Sede hubiese aceptado su renuncia y le diera como sucesor al Arzobispo Caro Rodríguez. Entre estas vicisitudes hay que anotar la referente a la disputa por el control de El Diario Ilustrado, periódico católico y bastión del Partido Conservador. Y creo que en este tipo de acontecimientos hay que colocar los alejamientos de sus cargos en Santiago del Obispo Auxiliar, Mons. Salinas Fuenzalida; del P. Alberto Hurtado Cruchaga, jesuita y Asesor Nacional de la Acción Católica de Jóvenes, y de mi tío, Mons. Francisco Vives Estévez , entonces Pro-Rector de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Algún estudioso que se ocupe de la historia eclesiástica de Chile y que no la escriba haciéndole «cirugía plástica», podrá precisar los contornos precisos de estos hechos.
Algunos recuerdos personales
Tuve la alegría y el privilegio de conocerlo, primero cuando yo era seminarista y él solía ir al Seminario Pontificio de Santiago cuando terminaban los ejercicios espirituales de comienzos de año, los que el Cardenal clausuraba con una última meditación cuyo tema solía ser acerca del hecho de que Dios no es amado y que los cristianos tenemos el deber de amor de ofrecerle reparación por las muchas ofensas que se le hacen: un tema del todo coherente con su profunda devoción al Sagrado Corazón de Jesús. No recibí de él la Ordenación sacerdotal, porque había ido a Roma para participar, en septiembre de 1954, en las celebraciones de la canonización del Papa san Pío X, el Pontífice que lo había llamado al ministerio episcopal en el ya lejano año 1912. Me ordenó sacerdote, en la Catedral de Santiago, su Obispo Auxiliar Monseñor Pío Alberto Fariña y Fariña.
Poco tiempo después de mi Ordenación sacerdotal, el latinista del Arzobispado, Mons. Eladio del Villar, tuvo que hacerse cargo de la traducción al castellano del Primer Concilio Plenario chileno, cuyo original, aprobado por la Santa Sede, estaba en latín. Fue un trabajo largo y acucioso, pero que no tuvo la relevancia que se esperaba porque no muchos años después, a instancias de la Conferencia de los Obispos de Chile, fue derogado y no se cumplió con los deseos de Roma de que se rescatara de él lo que fuera aprovechable. Ese Concilio había sido presidido, en calidad de Legado pontificio, por el Cardenal Arzobispo de Santiago, don José María Caro Rodríguez, y se había celebrado en diciembre de 1946.
Fue entonces cuando el Cardenal Caro me llamó al servicio de la Curia arzobispal de Santiago, para reemplazar a Mons. del Villar, en calidad de ayudante de Archivero y encargado de redactar los borradores en latín de las cartas y peticiones que se enviaban a Roma con la firma del Arzobispo. No era una tarea fácil para mí, porque sólo había estudiado latín durante dos años y con ocho horas semanales de clases sobre esa magnífica lengua. Haciendo esos trabajos, pude darme cuenta de la seguridad y soltura con que el Cardenal Caro manejaba la lengua de Cicerón. Como por su avanzada edad y a causa de un glaucoma tenía la vista muy debilitada, me hacía leerle los borradores y, al solo oído, me corregía con paciencia las faltas de sintaxis, de declinaciones o de regímenes verbales. Me demostró confianza, a pesar de que algunos respetables sacerdotes manifestaban reticencias al hecho de que yo estuviera a cargo del Archivo arzobispal, por mi corta edad: tenía yo a la sazón alrededor de treinta años. De tiempo en tiempo tenía que llamar por teléfono al Cardenal, a su casa, para pedirle que trajera las llaves del archivo secreto, para buscar allí algún documento muy reservado y se lo entregara a él. A su llegada a la oficina, me entregaba las llaves, pero nunca fue él mismo a abrir la caja fuerte del archivo secreto: cuando yo había encontrado el documento, se lo entregaba, junto con las llaves. Quizás influyó en esa confianza el hecho de que el Secretario General del Arzobispado, Monseñor Alejandro Huneeus Cox, muy virtuoso sacerdote, me estimaba y había sido condiscípulo con mi padre en un kindergarten de Santiago, llamado, pretenciosamente, «Trinity College».
Recuerdo que en ese archivo había un legajo, cuidadosamente cerrado y sellado con lacre que contenía documentos referentes al proceso de beatificación de Fray Andrés Filomeno García, el santo donado que vivió y murió en el convento de la Recoleta franciscana, a quien el pueblo santiaguino daba y da aún el cariñoso apelativo de «Fray Andresito». Había también otro sobre cerrado con el rótulo «El Diario Ilustrado» en el que se contenían, seguramente, antecedentes sobre la relación de ese periódico con el Arzobispado, asunto que originó fuertes tensiones y ocasionó el alejamiento de Mons. Augusto Salinas Fuenzalida de su cargo de Obispo Auxiliar de Santiago, hecho que fue muy doloroso para el Cardenal Caro.
Conclusión
La Conferencia Episcopal de Chile, en su sesión plenaria realizada en Chillán, en los días 6 a 11 de mayo de 1968, acogió la introducción de la causa de beatificación y canonización del Cardenal José María Caro Rodríguez y posteriormente el Cardenal Arzobispo de Santiago, D. Raúl Silva Henríquez, salesiano, con fecha 4 de diciembre de1969, nombró Postulador y Procurador de la causa del Siervo de Dios, al Pbro. D. Iván Larraín Eyzaguirre. No creo que sea difícil obtener la aprobación de la ortodoxia de los escritos del Cardenal Caro, ni creo que sea dificultoso probar la heroicidad de sus virtudes. Ojalá que el Señor nos conceda la alegría de ver autorizado por el Santo Padre el culto público de quien fuera un santo sacerdote, un egregio pastor de la Iglesia y un ejemplo cabal del ejercicio humilde, perseverante, sencillo y sobrenatural del sagrado ministerio apostólico.