El clima de turbación e indiferencia comienza a disiparse.
El filósofo católico francés Jean Luc Marion, muy conocido por una vasta obra centrada en la fenomenología del don, ha escrito un breve libro para confortar a los católicos franceses en un momento de turbación y desánimo (Brève apologie pour un moment catholique [1], Grasset, 2017). Un poco más tarde, el presidente del gobierno francés, Emmanuel Macron, ha pronunciado un discurso inaudito en el Collège des Bernardins, un antiguo monasterio cisterciense, donde se había reunido la Conferencia Episcopal Francesa, en el que reconoce la contribución indispensable que prestan los católicos a la sociedad francesa e invita a deponer una larga historia de desconfianza y rivalidad mutua entre la Iglesia y el Estado en un momento que define como “un momento de gran fragilidad social, cuando el tejido mismo de la nación corre riesgo de rasgarse” (publicado en este mismo número de Humanitas). Ninguno de ellos ignora el largo proceso de decadencia del catolicismo francés conocido a través del síndrome de las “iglesias vacías” que contiene una caída dramática de las vocaciones sacerdotales (que alguna vez alimentaron las iglesias del mundo entero) y de la feligresía que asiste a la misa dominical. Ambos, sin embargo, encuentran que la verdadera decadencia no se encuentra tanto en el catolicismo, sino en la misma sociedad francesa, que ha perdido su capacidad de vivir en comunidad y que no encuentra ya los motivos para interesarse por el bien común.
¿De dónde proviene esta crisis? Según Marion, debe descontarse el impacto que tuvo Vichy y la derrota francesa en la Segunda Guerra Mundial, un trauma del que Francia nunca se ha recuperado y “que la dejó fuera de los constructores de la democracia moderna”. La crisis de la sociedad francesa se encuentra sobre todo en las consecuencias imprevistas del laicismo, que constituye la forma específicamente francesa de construir esa democracia, y que ha conducido a la sociedad francesa a un impasse singular. El laicismo francés —cuya acta de nacimiento es la Ley de 1905 [2]— debe entenderse como hostilidad del Estado hacia la religión y el esfuerzo específico por eliminar la religión del espacio público, principalmente a través del control estatal de la educación y la eliminación de las asociaciones religiosas. Esta hostilidad está fundada en dos convicciones muy profundas: la primera es que la religión está destinada a desaparecer en manos de nuevas formas de conciencia modeladas por la ciencia positiva y el humanismo secular. La segunda es que el Estado puede batírsela por sí mismo en la tarea de construir una verdadera comunidad política, aunque Rousseau sabía que sin religión el Estado no alcanzaba a constituir una comunidad de espíritu y, por ello mismo, inventó una religión cívica.
¿En qué consiste entonces el momento católico de Marion, es decir, el momento en que los católicos pueden dejar de lamentarse y cobrar conciencia de su importancia social? Marion observa que el catolicismo sigue siendo una comunidad portadora de dos atributos que la distinguen de cualquier otra comunidad religiosa. En primer lugar, define el cristianismo como el “pueblo de la separación”, es decir, como aquella comunidad que ha delimitado rigurosamente la frontera entre la religión y el Estado. Esta trayectoria puede trazarse, desde el comienzo, en el rechazo que los primeros cristianos hicieron del “culto al Emperador” hasta ahora, en la aceptación de la Ley de 1905 que consagra la separación moderna entre la Iglesia y el Estado que, como en todas partes, mereció el reproche de algunos en la primera hora, pero que fue muy rápidamente aceptada por todos. Entre medio de esta vasta trayectoria debe contarse la lucha de la Iglesia contra la pretensión del Emperador de arrogarse competencias teológicas en la época de los Padres de la Iglesia, la defensa del derecho de la Iglesia de nombrar sus obispos y el combate contra la simonía en la Edad Media y la lucha contra la pretensión revolucionaria de fundar iglesias nacionales que se conoce con el nombre de galicanismo, justamente porque arreció en suelo francés en la época moderna. Los cristianos acep-tan de buena gana el carácter laico del Estado, lo que significa que este renuncia a la pretensión de establecer una religión, cualquiera sea, incluso la propia, y “acepta por consiguiente el derecho de creer en una religión, de cambiar de religión y de no creer en ninguna”, para repetir los mismos términos que utiliza el Presidente Macron en su reciente discurso ante la Conferencia Episcopal Francesa. No han sido siempre los católicos, sino el Estado el que ha abandonado esta posición laicista en variadas oportunidades, particularmente el estado francés, con su hostilidad específica hacia diversas formas de libertad religiosa. Dice Macron: “En calidad de jefe de Estado, soy garante de la libertad de creer y no creer, pero no soy ni el inventor ni el promotor de una religión del Estado que sustituya la trascendencia divina con un credo republicano”.
La pretensión de sustituir la religión, o más exactamente de incapacitarla públicamente y relegarla al dominio privado, ha sido la tentación histórica del laicismo desde que Rousseau concibiera el republicanismo como una religión civil. Pero son los católicos, según Marion, quienes tienen muchas veces el “verdadero sentido del bien común” y quienes pueden “reestablecer el sentido de lo universal” en una comunidad política exhausta y desacreditada como la que prevalece actualmente. Desde el comienzo los cristianos rechazaron el “culto al Emperador”, pero fueron buenos ciudadanos, no solo no desafiaron la autoridad y se conformaron con ella como aconsejaba San Pablo, sino que construyeron relaciones inéditas de fraternidad, completamente desconocidas hasta entonces, como en el trato fraternal que brindaron a niños, mujeres y siervos. Todavía hoy Macron —el presidente francés— no duda en celebrar el “vínculo indestructible entre el catolicismo y la nación francesa” y la generosidad con que los católicos han servido al país que ha incluido el heroísmo y el martirio (por ejemplo, durante la Resistencia francesa a Vichy), pero sobre todo la santidad de religiosos y laicos que han dejado su vida en el servicio inmoderado a los demás. Macron no duda en infringir la regla básica del laicismo cuando atribuye esa capacidad pública de los católicos a su vocación religiosa: “Si los católicos quisieron servir a Francia y engrandecerla, si aceptaron morir, no es puramente en nombre de ideales humanistas. No es en nombre de una moral judeocristiana secularizada. Es también porque estaban impulsados por su fe en Dios y su práctica religiosa”. Este es también —y exactamente— el meollo del discurso de Marion. La Fraternidad es la palabra vacía del republicanismo francés, no la Libertad y la Igualdad en la que el Estado ha realizado progresos innegables en la sociedad actual. Marion recurre a la distinción entre intereses generales (en el sentido de la voluntad de todos que se expresa en la regla de la mayoría, lo que todos quieren o al menos lo que la mayor parte de una determinada comunidad desea), bienes comunes (en el sentido de la voluntad general de Rousseau, aquello que hace bien a la comunidad, independientemente de los intereses de cada cual) y comunión, que consiste en el bien que resulta de vivir juntos. Esta última fase del bien común solo se alcanza a través de la capacidad que cada cual tiene de donarse inmoderadamente a otros, es decir de un modo que sobrepasa las exigencias de la ley o de la prudencia. La primera forma de concebir el bien común —la aceptación de la regla de la mayoría y del principio formal de legalidad— puede tener una fundación secular, e incluso la segunda que implica reconocer el bien público como algo más que la agregación de intereses particulares, pero la tercera solo puede tener una fundación religiosa en la referencia cristiana al Dios del amor, que ha sido el soporte de tanta entrega desmedida al bien común.
¿Por qué los católicos son tan importantes en la vida en común? Esta respuesta debe analizarse en el ambiente nihilista del mundo actual. El nihilismo es el desvanecimiento de los valores superiores que pierden su objetividad, es decir, dejan de ser estimados por sí mismos y comienzan a depender de una evaluación que remite a la voluntad de quien evalúa (que por lo demás puede cambiar fácilmente). El nihilismo descubre que la verdadera medida de las cosas es la voluntad que lucha sutil o abiertamente por imponerse y prevalecer. ¿Cómo se puede enfrentar al nihilismo? Una manera de hacerlo es la que adquiere el budismo y diversas formas de espiritualidad contemporáneas, que aniquilan la voluntad e intentan apagar la llama del deseo en el retiro místico del mundo, en el contacto panteísta con la naturaleza, en la valorización creciente de lo no humano y en el aislamiento social. Casi toda esta espiritualidad es dulce y pacífica, pero esencialmente incívica e incapaz de fundar la vida en común.
La respuesta católica ha sido algo diferente: no se trata de aniquilar la voluntad, sino de orientarla hacia algo que está dado fuera de sí misma, tal como se dice en el Evangelio mismo: “Señor, aparta de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. Esta capacidad de conformarse con la voluntad de otro esconde, desde luego, la posibilidad de la sumisión religiosa y del abuso de poder, pero también ofrece la posibilidad de crear propiamente una comunidad cuyo fundamento ha sido siempre la disposición a hacer lo que otros quieren que se haga, antes que seguir el propio deseo. Marion entrega una respuesta propia de un fenomenólogo a la cuestión decisiva de dónde depositar la voluntad propia. En este caso, en efecto, no se trata de conformar la voluntad con la razón, ni con una ley escrita de antemano, sino solo con Aquel que te ama y que puede conducir buenamente tu vida incluso por senderos inescrutables. Los católicos son gente común y corriente —dice Marion—, “pero creen en Cristo y saben que lo único que cuenta es el amor”. Cualquiera que sepa realmente esto, puede entregar su voluntad con entera confianza y donarse sin tasa ni medida.
Macron, por su parte, habla de los dones que pueden ofrecer los católicos a la nación francesa en términos muy similares. Los resume de esta manera: primero, el don de la sabiduría, que define como la capacidad de ofrecer un sentido de lo Absoluto, un horizonte de salvación y una perspectiva que vaya más allá de lo efectuable. Al igual que en el texto de Marion, Macron coloca esta capacidad en la perspectiva del relativismo y del nihilismo contemporáneos que hace sentir a todo el mundo que “nada vale realmente la pena” e incapacita para actuar en el mundo público. Este sentido de lo Absoluto es el motor del compromiso —el segundo don que aportan los católicos—, que nace justamente de la esperanza de que existe algo mayor y que la medida de las cosas no es finalmente uno mismo. Macron celebra el catolicismo francés como “esa parte de la Nación que ha decidido ocuparse de la otra parte” y que se expresa en el compromiso con los enfermos, los ais-lados, los vulnerables, los abandonados, los discapacitados y los prisioneros, cualquiera sea su pertenencia religiosa, que son los nombres que adoptan hoy, al mismo tiempo, los niños que están por nacer y los refugiados que atraviesan el Mediterráneo en sus frágiles embarcaciones, perdiendo muchas veces la vida en ello. La Iglesia tiene la obligación de entregar aquello que sabe dar. Esta única capacidad, Marion la define como “la capacidad de producir santidad, es decir, vida en el Espíritu”. Marion cita los tres órdenes de Pascal: el orden de los cuerpos (el único orden donde el Estado puede ser eficaz), el orden del espíritu (que incluye la educación, las artes, la filosofía, donde el Estado ya tiene poco que hacer) y el orden de la santidad (donde el Estado no tiene definitivamente nada que hacer). Este último orden de realidad constituye la capacidad propia de la Iglesia, aquella que el Estado reclama a su favor porque no tiene cómo alcanzarla.
Los textos de Macron y de Marion deben observarse, asimismo, en una perspectiva más general como textos propios de lo que algunos han llamado una “sociedad post-secular”. Esta sociedad aparece tras un proceso de acomodación entre creyentes y no creyentes que en algún momento dejan de verse mutuamente como enemigos y rivales. Tal como recuerda Marion, los católicos han aceptado ampliamente la separación entre la Iglesia y el Estado, conceden el mismo valor que cualquiera a la libertad política y a la tolerancia religiosa, y no constituyen ningún riesgo de ingreso en la vida pública a través de una propuesta integrista (una inquietud que solo pervive, e incluso moderadamente, respecto del islam). Los no creyentes, por su parte, toman conciencia de que la religión no se va a acabar ni está destinada a desaparecer y, más aún, que la conciencia religiosa es portadora de motivos completamente únicos y especiales que promueven y alientan el desarrollo de bienes públicos, en particular ciertas formas de generosidad y de solidaridad que van mucho más allá de lo que el Estado puede hacer, incluso con un sistema eficiente de educación pública, de bienestar social y de democracia política. En este mismo sentido, deben recordarse las observaciones de Habermas [3] en su diálogo con el Papa Benedicto XVI el año 2004 en la Academia Católica de Baviera en Múnich [4], que inaugura esta nueva forma de observar la controversia entre Estado y religión. Habermas establece claramente que la constitución del Estado liberal puede satisfacer por sí misma su necesidad de legitimación con entera independencia de argumentos religiosos o metafísicos, pero una cosa son los presupuestos normativos en que descansa la democracia constitucional y otra las motivaciones que tienen los ciudadanos para participar en ella. Todo lo que el Estado puede esperar es que los ciudadanos no transgredan la ley, pero a la hora de solicitar un esfuerzo y un sacrificio adicional (incluso tan simple como participar en las elecciones con voto voluntario) aparecen las limitaciones. El stock de argumentos puede estar más en un lado, pero el stock de motivos está más en el otro, en una dirección que favorece ampliamente a la religión.
La sociedad secularizada se caracteriza por un declive sistemático de la religión en la sociedad en el marco de un clima de turbación y desánimo entre los católicos y las personas religiosas, y de indiferencia, y muchas veces de abierta animadversión, en la sociedad general. Este clima oscuro tiende, sin embargo, a disiparse, tal como lo expresan los textos de Marion y Macron. Marion reprocha a los católicos revolverse tanto tiempo en su propio sentimiento de decadencia y los exhorta a volver a la Iglesia con la frente en alto. Macron interrumpe sorpresivamente cien años o más de hostilidad religiosa del Estado y se detiene por vez primera a considerar las bondades de la religión, a riesgo de no encontrar a nadie dispuesto a escucharlo en las propias filas del catolicismo, lo que constituye precisamente el temor de Marion.
La formación de actitudes post-seculares en la Iglesia y en la sociedad constituye un desafío importante para el futuro de los católicos. Los católicos pueden retomar su misión en una sociedad definitivamente no religiosa a condición de volver a aquello que le es enteramente propio: su mensaje y testimonio de amor fraternal, tal como sucedió en los primeros tiempos, su inaudita capacidad de amar al prójimo que dejó atónita a la sociedad pagana de la época. Ante todo, se trata de la fraternidad entre los cristianos (“mirad cómo se aman unos a otros”), que se funda en la unidad que procede de la común participación en el Cuerpo de Cristo, no solamente como comunidad de creencia contenida en la advocación a un Padre nuestro, sino sobre todo como comunidad eucarística que exige volver al templo, como reclama Marion, y sobre todo abandonar las luchas de partidos y facciones que emponzoñan a las iglesias mayoritarias y las cúpulas religiosas. Pero la comunidad fraternal cristiana cumple su verdadera misión en el servicio a todos, tal como lo recuerda Ratzinger-Benedicto XVI a propósito del llamado de San Pablo para que el “amor servicial se ofrezca por completo a cualquiera que se acerque al cristiano y necesite de él; también cuando se recomienda que se ore por todos los hombres, que se respete totalmente a las autoridades no cristianas, y que se manifieste de manera plena que los cristianos hacen el bien a todo el mundo” [5].