San Alberto Hurtado, sacerdote, ha pasado a la historia como el ángel de Getsemaní que consuela al Cristo Místico de las clases altas y de las clases bajas, que vivió desde el amor y para el amor, que extendió entre sus semejantes la convicción de que Dios los amaba hasta el extremo de morir en la cruz por ellos.
En los días previos e inmediatamente posteriores a la canonización del P. Alberto Hurtado [1] se han publicado innumerables artículos y estudios que han explorado a fondo su figura. Los medios de comunicación han recogido innumerables aspectos de su vida tomados desde muchos enfoques, de tal modo que hoy resulta prácticamente imposible presentar un estudio con pretensiones de originalidad.
Por eso, mi acercamiento es necesariamente repetitivo, aunque intentaré profundizar en su vida desde una óptica que define a san Alberto Hurtado en su más íntima esencia vital: la de su sacerdocio.
San Alberto Hurtado era ante todo sacerdote. Tenía claro que su sacerdocio no era simplemente una profesión o un añadido a su persona, sino un sacramento que definía profundamente su identidad y su misión. Había leído y meditado las palabras del Papa Pío XI dirigidas a los sacerdotes y sabía que el sacerdote «no es el hombre asalariado que trabaja por una recompensa temporal; ni el empleado que cumple, sí, a conciencia las obligaciones de su cargo, pero tiene también puesta la mira en su carrera, en sus ascensos; es el buen soldado de Cristo que no se embaraza con negocios del siglo, a fin de agradar a quien le alistó para su servicio [2]; es el ministro de Dios y el padre de las almas, y sabe que su trabajo, sus afanes, no tienen compensación adecuada en los tesoros y honores de la tierra» [3].
Ser sacerdote no era para él un modo de ser, sino su ser. Para San Alberto Hurtado ser sacerdote era una vocación de amor que venía de Dios y a la que él respondía con todo su amor, con toda su donación. En ella encontraba su verdadera felicidad: «¡Ya me tiene de sacerdote del Señor! Bien comprenderá mi felicidad y con toda sinceridad puedo decirte que soy plenamente feliz (...) Ahora ya no deseo más que ejercer mi ministerio con la mayor plenitud posible de vida interior y de actitud exterior compatible con la primera« [4]. Vida interior y actitud exterior compatible con ella. En esta frase se encierra el secreto de su coherencia sacerdotal, de su admirable correspondencia entre su ser y actuar. San Alberto Hurtado era sacerdote y siempre actuaba como sacerdote. Su identidad sacerdotal lo definía profundamente y marcaba claramente su actuar en cada momento del día.
Para San Alberto Hurtado, su vida era su sacerdocio y su sacerdocio era su vida. No había división, no había distinción. La unión era perfecta. Los dos, sacerdocio y vida, se unían en una clave de bóveda que daba sentido a todo lo que hacía, a todo lo que decía, a todo lo que era: el amor entendido como donación: amor a Dios sobre todas las cosas y amor al prójimo como Cristo lo amó, todo un programa de vida sacerdotal.
San Alberto Hurtado es modelo de sacerdote, un sacerdote orgulloso de serlo, que en público y en privado se presentaba como sacerdote, que siempre vestía su distintivo sacerdotal, que expresaba en cada poro de su piel, en cada movimiento, la esencia de la unción sacerdotal; un sacerdote que amaba su vocación sacerdotal. Todo en la vida de San Alberto Hurtado era ser sacerdote y serlo desde la donación, desde el amor auténtico, distintivo del cristiano y del sacerdote. Tenía la convicción de que «un cristiano sin preocupación intensa de amar, es como un agricultor despreocupado de la tierra, un marinero desinteresado del mar, un músico que no se cuida de la armonía. ¡Si el cristianismo es la religión del amor!» [5]. Por eso, su programa de vida era «hacer en Cristo la unidad de mis amores. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; un movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; un movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!» [6]. San Alberto Hurtado profesaba el amor, celebraba el amor, vivía el amor y oraba en el amor,
Profesar el amor
«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» [7]. Efectivamente, el cristianismo, en su esencia, no es otra cosa sino ser seguidor de Cristo, un discípulo del Señor que vive correspondiendo con su amor al amor que Dios le tiene. «La naturaleza específica de la fe es la relación con el Dios vivo» [8]. El sacerdote, además, por la unción recibe una configuración especial con Cristo sacerdote, es «otro Cristo».
El centro de la vida cristiana debe situarse en un constante dinamismo por conocer, amar, imitar y seguir a Jesucristo, viviendo en profunda unión de amor con Él. La fe cristiana es un seguimiento, una respuesta de amor al amor de Dios. Cuando el católico profesa su fe simplemente relata las intervenciones de Dios en la historia de los hombres. Nuestro «credo» recoge hechos, actos de Dios. En cada uno de ellos se percibe a Dios que quiere acercarse al hombre, que quiere nuestra salvación. Y desde el primer artículo de nuestra fe, en cada intervención de Dios en la historia, hay una motivación constante: el amor. Tanto, que en cada frase del «credo» podría añadirse la expresión «por amor» para explicar el significado profundo del actuar de Dios, de cada una de sus obras. Dios se da continuamente al ser humano por amor. Por eso creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, que por amor creó el Cielo y la Tierra, lo visible y lo invisible; creemos en un Solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, que por amor nació del Padre antes de todos los siglos, que por amor bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo, por amor, se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre; y por nuestra causa fue crucificado, y por amor padeció y fue sepultado, y por amor resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre. Y creemos en el Espíritu Santo que se nos da por amor, y en la Iglesia, don de amor de Cristo.
La profesión de fe del cristiano es un recuerdo del amor de Dios a los hombres expresado en sus obras, en sus intervenciones en la historia humana. Profesamos a un único Dios que en cada persona divina expresa una relación de amor auténtico, de donación, y el cristiano entra con todo su ser en ese misterio de amor.
El sacerdote no es sino la prolongación de ese amor de Dios que se sigue dando a los hombres en su Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo. Ser sacerdote es profesar ese amor trinitario, llevarlo a los hombres, mostrarlo con la confianza de quien sabe que lo que lleva entre manos es un don de Dios, con la responsabilidad de quien se sabe administrador, no dueño.
Estas convicciones estaban muy presentes en la mente y en el corazón de San Alberto Hurtado. Todo en él profesaba el amor que vivía. En sus gestos, en sus modales, en su sonrisa, había una convicción transmitida: la seguridad en el amor de Dios que se nos ha revelado; la certeza de que Cristo nos amó y se entregó por nosotros [9]. Como consecuencia de ello, su lema jesuítico: «ad maiorem Dei gloriam», se convirtió en su consigna de vida: todo era para mayor gloria de Dios, todo dirigido a Él. Esta frase no constituía en él un principio teológico adquirido intelectualmente, sino la explicación más profunda de su vida, lo que transmitía a cualquiera que lo encontrase en su camino.
San Alberto Hurtado vivía una espiritualidad fuerte, sólida, forjada en los ejercicios espirituales de San Ignacio, en el principio y fundamento de la vida espiritual, en la elección de vida. Y todo reflejado en una rica personalidad, de un hombre sonriente. Como él decía, «la sonrisa sólo existe cuando se da y nadie es tan pobre que no pueda darla»; esa característica sobresalía en su personalidad. Parecía que no hubiera tiempos difíciles para él. Su semblante sereno, su preocupación constante por los demás, su convicción de que «el amor jamás usa la palabra yo, sino tú», eran gestos que sobresalían en él.
No era hombre de grandes demostraciones intelectuales, sino de testimonio, pues como él decía: «no necesitamos demostradores, ¡necesitamos testigos!». Cada día de su jornada era un verdadero desgaste de energías puestas al servicio de Dios y de los demás, pues como él decía: «más vale gastarse que oxidarse». Siempre actuaba movido por el continuo deseo de mostrar a Cristo a los demás y de mostrar a Cristo en él para los demás, enseñando a «viajar como viajaría Cristo, a orar como oraría Cristo, a conducirse en política, en economía, en su vida de hogar como se conduciría Cristo».
Cristo era su vida, su apoyo: «Un bribón y un santo: ¿en qué se diferencian? En el tronco en el que se apoyan. Apoyémonos en Jesús entonces y el resto, ¡un regalo!».
San Alberto Hurtado profesaba el amor a Cristo allí donde estuviera, en sus escritos, en sus homilías, en sus conversaciones. Su vida fue un continuo expandir el «bonus odor Christi» [10], el buen olor de Cristo, en todo. Buen resumen de lo que debe ser la vida de todo sacerdote.
Celebrar el amor
El sacerdote no sólo profesa el amor, también celebra el amor. Dios entra en la vida de los cristianos por la liturgia, donde podemos tocar su amor infinito. El Bautismo es amor que nos toca. La Eucaristía es el sacrificio donde se come la Víctima Sagrada. «La Eucaristía nos adentra en el acto oblativo de Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega» [11]. La liturgia es fuente de amor, del amor de Dios, es el manantial que salta hasta la otra vida [12]. Pero la liturgia es también afirmación de nuestra identidad cristiana en la que se muestra el amor de Dios hacia el hombre. El sacerdote, celebrando y viviendo lo que celebra, cumple su misión de enviado de Dios, tomado de entre los hombres y puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios para ofrecer dones y sacrificios por los pecados [13].
Cuando el sacerdote levanta la Eucaristía, celebra el amor más grande. Cuando levanta en sus manos el cáliz y la patena, el cuerpo y la sangre de Cristo, y con ellos reza a Dios Padre, en la unidad del Espíritu Santo, está celebrando el amor de Cristo, que intercede ante el Padre. La sangre separada del cuerpo es Cristo muerto, Dios hecho hombre, que se presenta como el cordero inmolado por amor para la salvación de los hombres, de todos los hombres. El sacerdote ora a Dios Padre por intercesión de Cristo que se entrega de nuevo. El sacerdote es quien celebra el amor de Dios entre los hombres. Y esta es otra dimensión muy presente en la vida de San Alberto Hurtado.
San Alberto Hurtado celebraba el Amor cada vez que celebraba la Eucaristía, centro de su vida. En la Eucaristía veía realizadas todas las aspiraciones más sublimes del ser humano: «La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda santidad viene del sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Todas las aspiraciones más sublimes del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía» [14]. Para San Alberto Hurtado, la Eucaristía realizaba todas las aspiraciones humanas; en ella estaba la fuente de la santidad, la puerta de acceso a todos los bienes sobrenaturales. Por ello, en la Eucaristía, San Alberto Hurtado veía realizada la felicidad del ser humano a la que todos los hombres aspiran, la felicidad que es posesión de Dios.
«En la liturgia de la Iglesia, en su oración, en la comunidad viva de los creyentes, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestra vida cotidiana. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor. Dios no nos impone un sentimiento que no podamos suscitar en nosotros mismos. Él nos ama y nos hace ver y experimentar su amor, y de este «antes» de Dios puede nacer también en nosotros el amor como respuesta». En la Liturgia, Dios se nos da, sin reserva, sin medida, y en la Liturgia, el ser humano llega a ser como Dios. Si, desde el inicio del Génesis, el ser humano aspiraba a ser como Dios [15], en la Liturgia es donde se produce esa transformación profunda: «el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: Ya no vivo yo, Cristo vive en mí’ [16]. Dios, en su infinita generosidad, sobrepasa las falsas promesas de Satanás [17] y nos regala la participación en su vida divina por la gracia.
Además, San Alberto Hurtado tenía la certeza de que en la Eucaristía se cumple el deseo presente en todo ser humano de hacer cosas grandes. «El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad; ofreciendo la Misa salva la humanidad y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo». En el pensamiento de San Alberto Hurtado, la Eucaristía es, también, unión de caridad, otro de los grandes anhelos del ser humano: «Padre, que sean uno... que sean consumados en la unidad» [18].
San Alberto Hurtado consideraba la Eucaristía como realización de la comunión entre Cristo y nosotros: «esa donación de Cristo a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos, como Cristo se dio a nosotros».
San Alberto Hurtado solía decir: «¡Mi vida es una Misa prolongada!» y en esa frase encerraba una de las claves más profundas de su vida sacerdotal. San Alberto se hizo Eucaristía; su vida fue un celebrar el misterio de la presencia escondida de Cristo que se muestra en el pan y en el vino. Pero su vida fue también hacerse eucaristía dándose a los demás análogamente a cómo Cristo se da como alimento en el pan y en el vino. La Eucaristía es viático de peregrinos y San Alberto Hurtado fue consuelo de los hombres y mujeres cristianos en camino hacia el Padre, peregrinos de la Patria Celeste.
Vivir el amor
Vivir el amor es el distintivo del cristiano [19], el principal mandamiento de Cristo, un mandato nuevo [20] del que penden toda la ley y los profetas [21]. «Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero [22], ahora el amor ya no es sólo un «mandamiento», sino la respuesta al don del amor, con el cual viene a nuestro encuentro» [23]. Vivir el amor es amar como Cristo nos amó. Los sacerdotes son los custodios de este amor, los servidores que entregan su vida en la vivencia de este mandato del Señor, buscando siempre el bien de los hombres, sus hermanos. El sacerdote es el encargado por Dios para cultivar este don, para vivir en él la misma donación de Cristo a los hombres. Por eso, el sacerdote experimenta continuamente el aguijón del «ay de mí si no evangelizare» [24] y la preocupación constante por el bien de sus hermanos.
Para el cristiano, y especialmente para el sacerdote, la vida adquiere sentido cuando se vive en el amor: en el amor a Dios sobre todas las cosas y en el amor al prójimo. Estas son las coordenadas de la santidad, y todos los cristianos estamos llamados a ella [25]. San Alberto Hurtado tenía muy claro que su vida sólo tenía un sentido: la santidad. Para él, vivir era lo mismo que ser santo. En su diario recoge la reflexión de que la santidad: «a la que Dios me llama, que me parece austera... Toda la santidad a la luz de la eternidad, eso es vivir de verdad!». Vivir de verdad, «dar a la vida un sentido propio», son frases que acuñó San Alberto Hurtado y que reflejan el dinamismo con el que conducía su propia vida, algo muy lejano de la pereza y el acomodamiento al que parece tender la naturaleza humana caída.
San Alberto Hurtado vivió, como sacerdote, un apostolado incansable, sólidamente cimentado en la gracia, concebido como un deber de amor hacia Dios. No era simple activismo, aunque estuviera lleno de actividades y aunque su tiempo se le fuera en cientos de proyectos que ponía en marcha. Tenía muy claro que «el gran Apóstol no es el activista, sino el que guarda en todo momento su vida bajo el impulso divino. Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina...» [26]. Así, para él, el apostolado no era otra cosa que «almas para la eternidad, almas que sean felices para la eternidad, liberadas de un incendio». Con ello, se hacía eco de lo que el Papa Pío XII recomendaba a todos los sacerdotes del mundo: «Vuestro celo debe tener por objeto no cosas terrenas y caducas, sino eternas. El propósito de los sacer-dotes que aspiran a la santidad debe ser éste: trabajar únicamente por la gloria divina y por la salvación de las almas» [27].
En el inicio de sus proyectos, de su actuar, siempre existía una pregunta, tomada de su espiritualidad ignaciana: «¿Qué haría Cristo en mi lugar?». Frente a cualquier situación, su pregunta siempre era la misma: «ante cada problema, ante los grandes de la Tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la injusticia de nuestras obras: ¿Qué haría Cristo si estuviera en mi lugar?». Desde ahí comenzaba su actividad apostólica. Ese preguntarse por lo que haría Cristo en su lugar era como su rumbo constante.
El ejemplo de Cristo alimentaba, sobre todo, sus actitudes más profundas como pastor. Dos años después de la ordenación sacerdotal de San Alberto Hurtado, el Papa Pío XI publicó una encíclica en la que se dirigía a los sacerdotes y hacía con ellos un examen de conciencia que caló profundamente en el alma de San Alberto Hurtado: «¿Cómo podrá un sacerdote, al meditar el Evangelio, oír aquel lamento del Buen Pastor: Tengo otras ovejas que no son de este aprisco, las cuales debo yo recoger [28], y ver los campos con las mieses ya blancas y a punto de segarse [29], sin sentir encenderse en su corazón el ansia de conducir a estas almas al corazón del Buen Pastor, de ofrecerse al Señor de la mies como obrero infatigable? ¿Cómo podrá un sacerdote contemplar tantas infelices muchedumbres, no sólo en los lejanos países de misiones, sino desgraciadamente aun en los que llevan de cristianos ya tantos siglos, que yacen como ovejas sin pastor [30], que no sienta en sí el eco profundo de aquella divina compasión que tantas veces conmovió el Corazón del Hijo de Dios? [31]» [32]. San Alberto Hurtado recogió este eco profundo y sintió encenderse en su corazón este deseo de conducir a las almas hacia el Corazón de Cristo y ofrecerse al Señor coimo obrero infatigable.
Como sacerdote, nunca perdía de vista que su deber principal era iluminar a las almas con el mensaje de Cristo, con su Buena Nueva: «El apostolado es la iluminación de las almas. Dios, que podría iluminarlas por sí mismo, se vale de nosotros para ello. La Buena Nueva, el Evangelio, que trajo Cristo al mundo, es la reconciliación de las almas con su Padre. Esta Buena Nueva predicada y aplicada es el apostolado» [33].
San Alberto Hurtado era sacerdote de todos, sacerdote para todos, sin exclusiones: «A ejemplo del divino Maestro, el sacerdote, en todo cuanto pueda, vaya al encuentro de los pobres, de los trabajadores, de todos aquellos que se encuentran en angustia y en miseria, entre los que hay también muchos de la clase media y no pocos hermanos de sacerdocio. Pero no olviden tampoco a aquellos que, aun siendo ricos en bienes de fortuna, son con frecuencia los más pobres de alma y tienen necesidad de ser llamados a renovarse espiritualmente para hacer como Zaqueo: Doy a los pobres la mitad de mis bienes, y, si he defraudado a alguien en algo, le restituyo el cuádruplo [34]. En el campo de las disputas sociales, el sacerdote no debe, pues, perder nunca de vista el fin de su misión. Con celo, sin temor, debe exponer los principios católicos sobre la propiedad, la riqueza, la justicia social y la caridad cristiana entre las diversas clases, y dar a todos el ejemplo manifiesto de su aplicación» [35].
Su apostolado partía del amor a Dios sobre todas las cosas y a sus hermanos los hombres; de ver a Cristo en cada uno de sus hermanos y buscar su bien integral, sin visiones reductivistas. Era un amor eficaz, que se hacía operante en iniciativas dedicadas a ayudar al ser humano con el que se encontraba cada día. Cumplía así el ideal apostólico del sacerdote que el Papa Pío XI señalaba en su encíclica «Ad catholici sacerdotii» publicada dos años después de que San Alberto Hurtado recibiera la unción sacerdotal: «Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas debe, como se lee de Jesucristo en la Sagrada Escritura [36], devorar al sacerdote, hacerle olvidarse de sí mismo y de todas las cosas terrenas e impelerlo fuertemente a consagrarse de lleno a su sublime misión, buscando medios cada vez más eficaces para desempeñarla con siempre creciente extensión y perfección» [37].
San Alberto Hurtado no defendía causas ni ideologías, sino personas; atendía al Cristo que sufría en cada hombre. Su apostolado consistía en salir al encuentro del ser humano allí donde hubiera una necesidad, comprometerse con el destino eterno y temporal de cada persona:
«Lo primero, amarlos: Amar el bien que se encuentra en ellos, su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias... Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias... Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo almuerzo tranquilamente, y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, que me desgarre a mí también.
Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se desarrolle en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados. Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.
Y esto no es más que la traducción de la palabra amor» [38]
No se rendía ante lo heroico. Para él, como sacerdote del amor, el amar conllevaba naturalmente el heroísmo. Lo más humano era donarse completamente, heroicamente: «¿Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡se pasmaron! Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden el sentido de lo humano!». Tenía muy claro que no podía vivir sin comprometerse con los demás. Su vida no podía contentarse con no hacer el mal, tenía que hacer el bien, todo el bien posible: «Está muy bien no hacer el mal, pero está muy mal no hacer el bien».
San Alberto Hurtado fue hombre de realizaciones, fiel a su consigna: «Menos palabras y más obras». Sabía que «la fidelidad a Dios, si es verdadera, debe traducirse en justicia frente a los hombres» y por ello luchaba incansablemente por la justicia, yendo muchas veces más allá de sus fuerzas físicas, sin guardarse nada para sí. Tenía muy claro que «nunca habremos dado a Dios lo suficiente mientras no se lo hayamos dado todo».
Orar el amor
La oración fortalece el amor. Se puede decir que el sacerdote que no vive de la oración corre el riesgo de debilitarse en el amor a Dios y a sus hermanos. En la oración, el sacerdote se identifica con la voluntad de Dios, se posesiona de los sentimientos de Cristo que, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz [39]. La oración fortalece al sacerdote para poder vivir contra corriente y afirmar su identidad sacerdotal en una cultura que defiende unos valores opuestos a ella. Al mismo tiempo, la oración del sacerdote es expresión de su fe y de su amor. En ella vierte lo más íntimo de su ser, su capacidad de amar sublimada en su alianza esponsal con la Iglesia. En ella profundiza en el insondable misterio de Dios, en su amor.
San Alberto Hurtado era también y sobre todo un hombre de profunda oración, un alma auténticamente contemplativa. De la oración extraía las fuerzas para vivir su ministerio sacerdotal, su santidad. En ella se encontraba consigo mismo y con Dios.
«Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu. Nuestros planes de apostolado necesitan control, y tanto mayor mientras somos más generosos. ¡Cuántas veces queremos abrazar demasiado!, ¡más de lo que pueden contener nuestros brazos!
Para guardar el contacto con Dios, para mantenerse siempre bajo el impulso del Espíritu, para no construir sino según el deseo de Cristo, hay que imponer periódicamente restricciones a su programa de apostolado. La acción llega a ser dañina cuando rompe la unión con Dios. No se trata de la unión sensible, pero sí de la unión verdadera, la fidelidad, hasta en los detalles, al querer divino. El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación.
Esta vida de oración ha de llevar, pues, al alma naturalmente a entregarse a Dios, al don completo de sí misma. Muchos pierden años y años en trampear a Dios. La mayor parte de los directores espirituales no insisten bastante en el don completo. Dejan al alma en ese trato mediocre con Dios: piden y ofrecen, prácticas piadosas, oraciones complicadas. Esto no basta a vaciar al alma de sí misma, eso no la llena, no le da sus dimensiones, no la inunda de Dios. No hay más que el amor total que dilate al alma a su propia medida. Es por el don de sí mismo que hay que comenzar, continuar, terminar» [40].
Conclusión
San Alberto Hurtado, sacerdote, ha pasado a la historia como el ángel de Getsemaní que consuela al Cristo Místico de las clases altas y de las clases bajas, que vivió desde el amor y para el amor, que extendió entre sus semejantes la convicción de que Dios los amaba hasta el extremo de morir en la cruz por ellos: «Recordar a los hombres entristecidos del mundo moderno, que por encima de sus dolores hay un Dios que los ama, hay un Dios que es amor [41], un Dios que cuando ha querido escoger un símbolo para representar el mensaje más sentido de su alma, ha escogido el Corazón porque simboliza el amor, el amor hacia ellos, los hombres de esta tierra. Un amor que no es un vano sentimentalismo, sino un sacrificio recio, duro, que no se detuvo ante las espinas, los azotes, y la cruz» [42].
San Alberto Hurtado queda para la Iglesia como intercesor, pero queda también como modelo de sacerdote que edifica su vida desde el verdadero amor, desde la donación de sí mismo a Dios y a los demás.