Naturalmente el llamado a la conversión, elemento sustancial de la evangelización, no termina en el desenmascaramiento del pecado, sino que tiene necesariamente que desembocar en la nueva vida en Cristo, de modo que por la gracia de Dios, sea que vivamos, sea que muramos, todo nuestro ser sea para el Señor.

A veces pienso que estas palabras se usan como etiquetas que no corresponden a un contenido real y otras veces pienso que, sobre todo las dos primeras, sirven para estigmatizar personas en una forma que corresponde más bien a una caricatura que a un reflejo de lo que es objetivo.

Para un cristiano hay motivos muy profundos para ser optimista: Dios nos ha amado; ha enviado a su Hijo para salvarnos; nos ha dado gratuitamente su gracia; nos ha ofrecido el medio para reconciliarnos con él cuando hemos pecado; nos ha revelado quién es Él, quiénes somos nosotros y cuál es la relación verdadera con los demás, o sea, nos ha arrancado del error y de la mentira y nos ha transportado a la verdad, a la única Verdad que es Jesucristo. Revelándonos la Verdad, el Padre de los cielos nos ha introducido en el camino de la auténtica libertad, que no consiste en hacer lo que nos place, sino en acoger amorosamente la Voluntad de Dios que es siempre lo que más nos conviene y lo que nos conduce a la verdadera alegría. Es motivo de optimismo saber que Cristo, nuestro Señor, ha vencido al Maligno y que, luego de los avatares de la historia, ese triunfo será definitivo. Nos llena de alegría contemplar cómo la Virgen María, los mártires y los santos han encontrado su plenitud y su bienaventuranza en la plena disponibilidad a la voluntad del Señor, y que sus vidas fueron, ya desde este mundo, un himno de alabanza a la gloria de Dios y un cántico de gratitud por la inagotable largueza con que el Padre nos colma de sus dones. Y, a riesgo de omitir tantos otros motivos para mirar positivamente las cosas, la esperanza de la vida eterna y del gozo sin fin en el Reino de los cielos, nos conforta en medio de las pruebas y tribulaciones de nuestra peregrinación terrenal. Un cristiano no puede ser derrotista, porque sabe que el triunfo de Cristo y de su gracia es seguro y que sus palabras y promesas son más sólidas que las rocas. El discípulo de Jesús sabe que Dios es poderoso hasta el punto de poder hacer nacer de las mismas piedras hijos de Abraham y sabe también que todo coopera al bien de los que aman a Dios, hasta los mismos pecados, como glosó San Agustín. Así es que nada nos puede arrancar al amor de Cristo, salvo el pecado que es la peor de las calamidades y la única verdadera calamidad. Así se explica que San Pablo recomendara a los cristianos de su tiempo que estuvieran siempre alegres, pero alegres en el Señor, o sea, buscando la verdadera alegría allí donde se encuentra: en las bienaventuranzas, y no en las engañosas y falaces alegrías según la sabiduría del mundo, que a los ojos de Dios es suprema necedad, así como la sabiduría del Evangelio es tontería y locura para los sabios de este mundo.

Sería, sin embargo, una gran ingenuidad negar los muchos desajustes que nos rodean y la presencia terriblemente visible del mal en el mundo, en todas sus formas. Guerras, violencias, menosprecio de la dignidad de los seres humanos, corrupción, venalidad, odios, rencores, apetito insaciable de riquezas y bienestar, la mentira y el engaño como recursos generalizados y permanentes en la convivencia, la irresponsabilidad, el egoísmo desenfrenado, el erotismo y la lujuria como ingredientes de la publicidad cotidiana y como actitudes que se exaltan como valores y que reclaman la protección de la sociedad, de esa misma sociedad que corrompen desde adentro, todas estas son realidades que no pueden menos que entristecer y preocupar hondamente al discípulo de Jesucristo. Agreguemos la cifra pavorosa de los entre cincuenta y cien millones de seres humanos que son asesinados cada año antes de nacer, cifra muy superior a las víctimas de las guerras y de los atropellos a los derechos humanos, pero que representa una realidad muchas veces protegida por las leyes humanas y que llega incluso a reivindicarse como un auténtico derecho. Y no podemos olvidar el hecho de que comienza a extenderse una mentalidad que cohonesta el ejercicio de la homosexualidad y que se llega a denominar «matrimonio» a las uniones entre personas del mismo sexo. No se considera el adulterio como una realidad aberrante y contraria a la ley de Dios, el concubinato pasa por ser una realidad aceptable y no vituperable y los «modelos» que exhibe la publicidad están, con frecuencia, en manifiesta contradicción con los postulados de la naturaleza humana y con los principios del Evangelio. En Occidente los hechos y conductas que quedan reseñados han dejado de ser hechos aislados y excepcionales, para pasar a ser parte del marco de la existencia cotidiana. Así pues, no puede extrañar que el proyecto de Constitución de la Unión Europea ni mencione a Dios, ni haga alusión a las raíces cristianas de la cultura occidental. Es la triste y dura realidad de la «apostasía silenciosa» a que ha hecho referencia el Papa Juan Pablo II. ¿Cómo no pensar en las palabras del Apóstol San Juan, cuando dice, hacia el final de su primera carta, que «el mundo entero yace bajo el Maligno»? ¿Cómo olvidar que en el Evangelio el demonio es llamado «padre de la mentira», «homicida desde el principio», y «príncipe de este mundo»? ¿Cómo no tener presente que los cristianos nos encontramos en situación de peregrinos y forasteros, en medio de una sociedad que conserva algunas apariencias cristianas, pero que se va vaciando progresivamente de la médula de la fe? ¡Con cuánta razón el Papa Juan Pablo II dijo a un grupo de jóvenes que habían acudido a escuchar su enseñanza que debían acostumbrarse a «andar contra la corriente»! Nos encantaría poder mirar lo que acontece con complacencia y satisfacción, pero eso sería una suprema ingenuidad, un «echarnos tierra a los ojos», o esconder la cabeza en la arena para no ver el peligro, como dicen que hacen las avestruces.

No nos hagamos ilusiones: si en una época hubo signos de que los cristianos éramos una mayoría relevante en ciertos ambientes, hoy ya no es así: somos una minoría, un «pequeño rebaño», como dice el Evangelio, y no deberíamos adormecernos con la morfina cultural de consideraciones jurídicas, diplomáticas, económicas y sociales, que nos pueden hacer creer que el mundo está realmente permeado por el Evangelio. Es alarmante ver que incluso personas que dicen ser cristianos apoyan conductas radicalmente opuestas al Evangelio. La labor del «padre de la mentira» y del «poder de las tinieblas» llega hasta obtener increíbles logros de confusión, de ambigüedad, de incoherencia y de relativismo. Naturalmente, como lo dice Jesús, no podemos «salir del mundo», no podemos aislarnos de la realidad circundante, pero, por otra parte, no podemos identificarnos con el mundo, entendiendo por esta palabra los esquemas sociales reñidos con la voluntad de Dios y con los principios –todos, y no sólo algunos– del Evangelio.

Nuestra vida se irá haciendo progresivamente cada vez más difícil. Nos costará mucho conservar nuestra identidad cristiana y católica. Tendremos que soportar la incomprensión, el ser considerados necios e incluso locos. Nos tildarán de «integristas» y «fundamentalistas». Nuestra vida será un continuo ejercicio de mantener nuestra fe en medio de una realidad que ni siquiera atacará violentamente nuestra fe, sino que prescindirá de ella. Nuestra existencia tendrá a veces características de lo que era en otros tiempos una ciudad sitiada, o de lo que puede ser una atmósfera viciada y enrarecida, nociva para una sana respiración. Sería muy dañoso adoptar una posición agresiva ante el entorno difusamente hostil, pero tampoco podemos entrar en compromisos que traicionen la verdad tal como nos la enseña la Iglesia. Sólo el Espíritu Santo, a través de sus dones, especialmente de sabiduría, de consejo y de fortaleza, nos puede ir dando en cada momento y circunstancia la capacidad de discernir lo que es bueno y lo que es grato a los ojos de Dios. Nos ayudarán los buenos ejemplos de cristianos íntegros y coherentes, los consejos de personas sabias según el Evangelio y, sobre todo, el poderoso auxilio de la gracia de Dios a través de las Sagradas Escrituras, los santos Sacramentos, la oración, la lectura de escritos que nos hablan de Dios y que nos facilitan el discernimiento de sus caminos. Todo ello, naturalmente, en el seno de la Iglesia, alentados por la gracia que fluye sobre todo a través de la liturgia y particularmente de la participación de la Eucaristía, en la que el Señor Jesús nos comunica su vida y nos enseña a no vivir ya para nosotros mismos sino para Él, que por nosotros murió y resucitó.

En las difíciles circunstancias en que se desarrollará la vida de los discípulos de Cristo en un porvenir no muy lejano, creo que jugarán un papel muy relevante las formas asociativas de la vida católica, es decir, los muy variados modelos de lo que sociológicamente pueden llamarse «movimientos». La vida comunitaria, que es ante todo y primordialmente la vida en la Iglesia y en profunda comunión con sus legítimos Pastores, se expresa también en grupos de cristianos que se nutren de diversas espiritualidades y que encuentran en las intuiciones de los fundadores un alimento espiritual en el que reconocen una especial afinidad con la propia personalidad y el propio matiz de la vocación cristiana a la santidad. Sin ser los «movimientos» un esquema obligatorio, y mucho menos un esquema único, y menos todavía un esquema que pueda pretender ser mejor que los otros. Pero caminar juntos es más fácil, proporciona un sentimiento de apoyo que se da y se recibe, fortalece las defensas ante lo adverso y permite compartir los momentos de alegría y las satisfacciones de lo que se ha podido realizar. Adherir con libertad a un grupo asociativo no es separarse de los otros hermanos en la fe, sino recibir, con corazón agradecido, los beneficios de Dios a través de una espiritualidad con matices propios y que responden a la gracia multiforme que el Espíritu Santo distribuye generosamente entre los miembros del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia.

Comencé haciendo un recuento de los motivos que tenemos para no desalentarnos ni sucumbir al embate de lo adverso. Tenemos la firme convicción de que el Señor es poderoso y que las energías del mal no prevalecerán contra la gracia de Dios. No olvidamos que Jesús está resucitado y glorioso a la diestra del Padre y que nos espera para que compartamos un día su triunfo en el Reino de los cielos. Sabemos que el Espíritu Santo está a nuestro lado como Paráclito, es decir, como Defensor y como Consolador, y que su gracia nos acompaña y nos previene. Proseguí haciendo un recuento descarnado de la obra del Maligno en este mundo y en el corazón de los hombres. No es un recuento pesimista, sino realista. Ignorar la realidad o no aceptar su gravedad es algo muy dañoso y veo en ello uno de los frutos de la acción de Satanás, interesado en hacernos creer que lo que sucede es «normal», o no es «tan nocivo», o que no hay que preocuparse de ciertos hechos negativos porque hay otros peores. Los santos lloraron por los pecados con que a diario se ofende a Dios, y el Corazón de María fue traspasado por una espada de dolor a fin de que se hicieran patentes los pensamientos de muchos hombres. Aunque a numerosos contemporáneos no les agrade que se hable de pecados, y menos todavía que a los pecados se los llame por su nombre, el mensaje cristiano, que es mensaje de verdad, no puede renunciar a señalar sin ambigüedades ni eufemismos lo que es contrario a la ley de Dios, lo que conduce a la perdición y que, por lo tanto, es lo más perjudicial al bien verdadero del hombre. Naturalmente el llamado a la conversión, elemento sustancial de la evangelización, no termina en el desenmascaramiento del pecado, sino que tiene necesariamente que desembocar en la nueva vida en Cristo, de modo que por la gracia de Dios, sea que vivamos, sea que muramos, todo nuestro ser sea para el Señor.

El «realismo» consiste en ver como ve Dios, en pensar como piensa Dios, en confiar en su poder sin límites, y en saber, sin sombra de dudas, que Él en definitiva triunfará y nos asociará a su triunfo, a su bienaventuranza y a su gloria.

La Virgen María, con su Corazón traspasado de dolor, con su actitud valiente junto a la Cruz y con la plenitud de gloria que la inunda en los cielos, nos ayudará en la peregrinación, porque es Madre de gracia y de misericordia.


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