Las tiranías, nuevas y antiguas, de mayorías o minorías, tienen sus raíces en el nihilismo.

Un primer asunto, en orden a perfilar este tema, es aclarar que anarquismo y anarquía pueden a lo mejor coincidir, pero no necesariamente, y no son exactamente lo mismo, al menos según las posibles definiciones que ofrece la RAE. [1] La siguiente exposición se referirá principalmente al anarquismo, en cuanto movimiento político que persigue la abolición de la autoridad. Nos detendremos primero más bien en algunas de las acepciones de lo que se entiende por anarquía, la que en principio la Academia define como “desconcierto, incoherencia y alboroto”. Algo que también, como fenómeno social extendido en nuestro tiempo, Robert Spaemann, académico honorario de esta corporación, ha llamado nihilismo banal.

Segundo asunto, es que hemos hablado de cierta inferencia de lo discutido en otras sesiones de esta corporación. Recordemos, en este sentido, la primera sesión de la Academia verificada este año, donde dos reconocidos especialistas [2] desentrañaron con lucidez las infinitas incógnitas que abre el tema de la reforma educacional. Junto a lo que aprendimos sobre el tema, ¿qué impresión y qué juicio recogen finalmente, a nivel país, los señores académicos presentes de una discusión de tanta gravedad sino que lo que prevalece es sobre todo una profunda confusión de las lenguas? Confusión, desconcierto, incoherencia, podrá decirse, en la que se cruzan cierto oportunismo estratégico y otros varios ardides propios del plano de la praxis, pero que en definitiva, si se hurga bien, como en esa sesión, muestra un ofuscamiento en el plano más profundo del logos, o del entendimiento. Uno de los mismos expositores de esa sesión, miembro de esta Academia, debe sufrir pocos días después una funa durante su exposición sobre el mismo tema educacional en una universidad privada, y él mismo califica, me parece a mí, muy precisamente —con relación a nuestro tema— a qué responde dicha agresión: es “un acto utópico fundamentalista —dice— cuyo pensamiento (o emotivismo, podríamos quizá agregar nosotros) no está dispuesto a someterse al control del razonamiento crítico”.

La intolerancia y el vandalismo que campea en los grupos movilizados de estudiantes nos prenden una luz de alarma, pero en ningún caso, me parece, son el núcleo del tema. Anarcofeministas, anarcopunks, okupas que ensucian y destruyen las ciudades, violentan el lenguaje en los muros con grafitis, proclamas obscenas o incendiarias, no son en sí mismos la anarquía a que me estoy refiriendo, sino la epidermis de un fenómeno al parecer mucho más vasto, que hunde sus raíces en un plano por decir así epistemológico, cultural y moral, bastante más hondo que el político, en el cual se expresa, cuando ocasionalmente muestra allí su fuerza, como mera consecuencia de lo anterior.

Son infinitas las realidades, de los más variados niveles, que se cruzan en nuestra cotidianidad, asumiendo similar carácter de desafío al logos —o a su expresión más aterrizada, el sentido común—, empujándonos al riesgo de acostumbrarnos a su connotación anómala. Tenemos la insustancialidad o “antilógica” con que se comportan y sobre todo argumentan jóvenes estudiantes secundarios que concurren a las tomas, así como lo es el condicionamiento a que someten a las autoridades. Pero hay también variados episodios callejeros, singulares, distintos entre sí, que califican en este mismo sentido: se desata por ejemplo el primer temporal de lluvia invernal sobre la capital en una tarde en que esta corre ciertamente el riesgo de colapsar, y es este el momento que eligen para atormentar a conductores y peatones “los ciclistas furiosos”, como se autodenominan, que efectivamente terminan por colapsarla. Les ayudan, cómo no, los “furiosos del Transantiago”, que ante el retraso de algunas líneas, deciden bloquear con sus cuerpos empapados las calles de una comuna eje en el tránsito de la ciudad, como es Providencia, de tal manera que el flujo de las máquinas que marchan con dificultad se detenga por largo tiempo, mientras la población aguanta el diluvio. Es decir, se traslada a las calles de sectores relativamente pacíficos hasta ahora, sin demasiada explicación, algo que podríamos identificar con el clima psicológico de las “barras bravas” de los estadios.

Seguramente no pertenecían a las “barras bravas” la mayoría de los compatriotas nuestros que debieron ser expulsados de Brasil por el grave y peligroso comportamiento vandálico que tuvieron en el estadio de Maracaná de Río de Janeiro. ¿Hasta qué punto el efervescente clima impuesto por muchos pares suyos brasileños en torno a los estadios, hasta pocos días antes del Mundial, incentivó ese comportamiento? No lo sabemos, pero sí sabemos que el fenómeno no es exclusivo de Chile, sino que recorre el mundo entero, y en todos los niveles de la sociedad.

Me impresionó leer, porque cayó casualmente en mis manos el editorial del New York Times del 13 de junio pasado, Iraq in peril. El resumen allí estampado de los hechos que se arrastran por muchos años, si no fuese en sí mismo tan inmensamente trágico, podría ser un tenebroso cuento de fantasmas.

La “desmesura” —la pérdida catastrófica de aquello que nos da la perspectiva de nuestros actos y palabras— podría ser el adjetivo para calificar la “ilogicidad” o el desfondamiento epistemológico que caracteriza al presente momento histórico.

Suena por ejemplo en nuestros oídos, como un reclamo paradigmático, LA IGUALDAD, pero subsumida esta igualdad también en el contexto de la confusión y de la carencia de lógica, ya poco y nada tiene que ver con lo que antes vimos y oímos. ¿Qué se pide en su nombre?

Todos sabemos, ciertamente, lo que IGUALDAD quería decir, v.gr., para la Revolución francesa. También lo que quiso muy justamente decir para los que sostuvieron la Guerra Civil a mediados del s. XIX en EE.UU. de Norteamérica. Conocemos perfectamente lo que significaba para los propulsores de la Revolución de Octubre, Lenin y compañía. Más que igualdad, empero, supimos también, y trágicamente, lo que significaba DESIGUALDAD para la ideología racista del Tercer Reich alemán.

Con todo, hay que observar, asimismo, que en el curso de dicha historia, de sucesos tan importantes, frente a esa misma claridad, existen por contraste algunos momentos —de una fuerza telúrica de hondura incomparable— en que ella, esa claridad, parece desaparecer y subsumirse en el pandemónium, distinto uno de otro según la época. Tenemos así la expansión telúrica del 68, inesperada, confusa y de fuerte anarquismo callejero, que inaugurará un cambio de época, el cual, además de una revolución universal, por ejemplo, en las costumbres sexuales, llevará asimismo a su colapso a los grandes sistemas ideológicos que dominaron el siglo XX. Previamente —hace ahora cien años— otro ejemplo, teñido también de anarquismo y confusión: unos hechos políticos y militares que se suceden a velocidad inesperada y como escapándose de las manos de todos, desencadenan una guerra imprevisiblemente mundial, la primera de este género, la cual, además de millones de muertos, abre precisamente la era de las tragedias ideológicas que luego atravesarán todo el siglo XX.

¿En qué medida esas señales de anarquía —acompañadas y no acompañadas de anarquismo político— pueden parecerse a las que tenemos en este tiempo y en qué medida son compañeras de ruta y son signo, más que de una época de cambios, de un cambio de época?

Sugerencia inquietante

No es de ningún modo posible formular una respuesta clara y definitiva. Lo prudente parece ser enunciar el problema y esbozar, a manera de hipótesis, una aproximación. Me valdré para ello de una metáfora que expone el filósofo británico Alasdair MacIntyre al comienzo de su libro “Tras la virtud”. Imagen metafórica relativa a las ciencias naturales, que el mencionado autor denomina escuetamente una sugerencia inquietante.

Imaginemos, dice MacIntyre, que las ciencias naturales sufren los efectos de una gran catástrofe. La población mundial culpa a los científicos de grandes desastres ambientales. Se producen motines, se asaltan los laboratorios y se les incendia, se da muerte a los físicos, los libros y los instrumentos son destruidos. El movimiento llamado “Ningún-Saber” toma victoriosamente el poder y procede a la abolición de la ciencia que se enseña en colegios y universidades, apresando y ejecutando a los científicos que restan.

Pasa luego un cierto tiempo, y la gente ilustrada que ha sobrevivido a la catástrofe, promueve una reacción contra la mencionada ola destructiva anticientífica. Intentan resucitar la ciencia, aunque se encuentran con el problema de que han olvidado en gran parte lo que fue. Poseen apenas fragmentos: cierto conocimiento de los experimentos, desgajado, sin embargo, de cualquier conocimiento del contexto teórico que les daba significado; partes de teorías, sin relación tampoco con otro fragmento o parte de teoría que poseen, ni con la experimentación; instrumentos cuyo uso ha sido olvidado; semicapítulos de libros, páginas sueltas de artículos, no siempre del todo legibles porque están rotos y chamuscados. A pesar de todo, se recogen esos fragmentos y se les incorporan a una serie de prácticas, que se materializan resucitando para ellas los títulos científicos de “física”, “química”, “biología”, etc. Los adultos involucrados en este esfuerzo disputan unos con otros sobre los correspondientes méritos de la teoría de la relatividad, la teoría de la evolución y otras más, aunque poseen ahora un conocimiento muy restringido y parcial de cada una de ellas. Los niños son llevados a aprender de memoria las partes sobrevivientes de la tabla periódica y recitan como ensalmos algunos de los teoremas de Euclides. Nadie, o casi nadie, comprende que lo que se está llevando a cabo no es ciencia natural bajo ningún concepto. Los contextos que serían necesarios para dar sentido a toda esta actividad se han perdido, quizás irremediablemente. Algunos echan mano de expresiones como “peso atómico”, “masa”, “gravedad específica” con una ilación de lenguaje que recuerda los tiempos anteriores a la pérdida provocada por la gran catástrofe. Pero acontece, en realidad, que las premisas implícitas en el uso de esas expresiones habrían desaparecido y su utilización nos revelaría elementos de arbitrariedad y hasta de elección fortuita francamente sorprendentes. Se cruzarían razonamientos contrarios y excluyentes no soportados por ningún argumento.

¿A qué viene construir este mundo imaginario habitado por pseudocientíficos ficticios?, se pregunta MacIntyre. Y se responde: “La hipótesis que quiero adelantar es que, en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en aquel mundo imaginario recién descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral, continuamos usando muchas de las expresiones-clave. Pero hemos perdido —en gran parte, si no enteramente— nuestra comprensión, tanto teórica como práctica de la moral”. [3]

Agrego a lo anterior tres breves notas que, respecto de esta crisis, toma en cuenta MacIntyre y que contribuyen también a ilustrar nuestro tema:

Primero, la catástrofe sufrida por los habitantes de ese mundo imaginario debe haber sido de tal naturaleza que, con excepción de unos pocos, estos dejaron de comprender la naturaleza de esa misma catástrofe. [4]

Segundo, en el cuadro de grave desorden que sufre hoy el lenguaje de lo moral —y que anticipó la metáfora de la catástrofe científica— “a partir de conclusiones rivales podemos retrotraernos hasta nuestras premisas rivales, pero cuando llegamos a las premisas, la discusión cesa, e invocar una premisa contra otra sería un asunto de pura afirmación y contra-afirmación. De ahí, tal vez, el tono estridente de tanta discusión moral”. [5]

Tercero, hoy la gente piensa, habla y actúa en gran medida como si el emotivismo fuera verdadero, independientemente de cuál pueda ser su punto de vista teorético públicamente confesado. El emotivismo está incorporado a nuestra cultura. Con esto no se afirma solo que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural. [6]

Hasta aquí la reflexión primordialmente epistemológica de MacIntyre, centrada en la cuestión de la deconstrucción del logos moral. Es el prolegómeno de su libro “Tras la virtud”. Dicha deconstrucción, bien ilustrada por él, tiene sin embargo antecedentes previos y más amplios que los de la sola cuestión moral. A ellos se refirió con extraordinaria claridad Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona, el año 2006.

Podemos ahora preguntarnos, ¿en qué medida lo que subyace a esa marea social que hoy, a nuestros ojos, va y viene, agitando y entrelazando —confundiendo muchas veces como una sola cosa, tendencias y corrientes muy dispares—, es la expresión de una anarquía, que puede guardar algunas similitudes si se quiere con otras, de otros momentos de la historia moderna, pero que se caracteriza esencialmente por una deconstrucción del logos, sin igual que nosotros sepamos?

¿En qué medida este extendido fenómeno psico-social (como podríamos llamarlo) condiciona o bien permea transversalmente toda la vida política, al punto de que ella no puede pasarse sin hacerlo en parte suyo?

¿Qué relación guarda este fenómeno de deconstrucción, que observamos a diario, con el logos cultural, con el simple no logos o con el logos reducido a pura praxis tecnológica [7], que distancia a personas mayores y más jóvenes, y que problematiza la transmisión intergeneracional de una tradición cultural, seguramente como nunca hasta ahora en tal grado y magnitud?

Son algunas de las mucha preguntas que creo podemos hacernos en orden a penetrar esta complejísima realidad.

¿Cuáles pueden ser sus consecuencias? Muchos pensadores del siglo XX han sostenido que las tiranías, nuevas y antiguas, de mayorías o minorías, tienen sus raíces en el nihilismo. Hannah Arendt, por ejemplo, afirmó: “El sujeto ideal del gobierno totalitario no es el nazista convencido o el comunista convencido, sino aquel para el cual la distinción entre hecho y ficción (es decir, la realidad de la experiencia) y entre verdadero y falso (es decir, los parámetros del pensamiento) ya no existe”.


Notas:

[*] Ponencia realizada en la sesión ordinaria de la Academia de Ciencias Sociales Políticas y Morales del Instituto de Chile, el 28 de julio de 2014.
[1] Anarquismo (RAE): Doctrina basada en la abolición de toda forma de Estado y de gobierno y en la exaltación de la libertad del individuo. 2. Movimiento político inspirado por esta doctrina. Anarquía (RAE): 1.- Falta de todo gobierno en un Estado. 2.- fig. Desorden, confusión, por ausencia o flaqueza de la autoridad pública. 3.- Por ext. Desconcierto, incoherencia, barullo. 4.- “Anarquismo”: doctrina política.
[2] El académico de número Sr. José Joaquín Brunner y el ex ministro de educación Sr. Harald Beyer. Los textos de sus exposiciones se pueden leer en el sitio web de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.
[3] Cfr. MacIntyre, Alasdair. Tras la virtud. (Crítica, Barcelona, 2004), pp. 14-15. Los subrayados de la cita son nuestros.
[4] Ibíd. p.16.
[5] Ibíd. p.22. ídem.
[6] Ibíd. p.39.
[7] “En la conciencia vulgar, el escepticismo deviene ‘pensamiento débil’, es decir, sustancial indiferencia entre las diversas alternativas intelectuales y morales. El homo debilis de nuestra época está permanentemente sometido, como mostró agudamente Georg Simmel, a una ‘intensificación de la agitación neurótica’ a causa de la sucesión continua y rápida de estímulos externos, cada uno de los cuales expulsa al otro antes que siquiera sea posible preguntarse si era verdadero o falso. El tecnopolita es escéptico, pero no se da tiempo para percatarse de ello”. (Gianfranco Morra, en Humanitas 37, p. 92).

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