Creo, sinceramente, que de esto se trata en la coyuntura actual, de la verificación existencial de los bienes culturales que han dado sentido a nuestra historia. ¿Y cuáles son los lugares propios de esta verificación existencial? La familia, la escuela, la universidad, el trabajo, las comunidades y movimientos eclesiales, las obras. En otras palabras, cualquier lugar en que es necesario tomar una decisión para la existencia y asumir una responsabilidad compartida sobre ella.
Un tema de la envergadura del que se enuncia en este título, no puede ser presentado sino con gran humildad. A nadie puede escapar la dificultad que representa ofrecer un balance ponderado sobre los acontecimientos de un siglo, teniendo en cuenta la complejidad que ha adquirido la vida social actual. Sabemos que la historia es un ámbito caracterizado por la contingencia de la libertad humana. Los grandes procesos sociales ciertamente condicionan, pero nunca determinan la racionalidad de la conciencia libre, abierta simultáneamente a la gracia y al pecado, al equilibrio y a la pasión, a la búsqueda del bien común y a la defensa de intereses particulares. Después de dejar atrás las grandes visiones deterministas y monocausales, se generaliza cada vez más en las ciencias sociales la convicción de que no existe ni puede existir, en sociedades tan complejas como la actual, un observador capaz de apreciar objetivamente todos los acontecimientos significativos para la evolución histórica de la sociedad.
Sin embargo, los cristianos disponemos de una gran ayuda para la interpretación del conjunto de los acontecimientos históricos si observamos las grandes líneas del magisterio de la Iglesia. Por una parte, su carácter católico da a la Iglesia una perspectiva universal difícilmente comparable con la de cualquier otra institución social. “Nada hay de verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”, aparece en Gaudium et spes [1]. Por otra, su carácter eminentemente histórico, en cuanto se sustenta en la “comunión” de los testigos de un acontecimiento histórico, la encarnación del Verbo de Dios, actualizada permanentemente por la acción del Espíritu y la sucesión apostólica, le hace estar atenta a las voces del tiempo, buscando en ellas los signos de la presencia de Aquél que la antecede como “camino, verdad y vida” en la realización del sentido de la existencia que es, simultáneamente, realización del sentido de la historia. Observar el magisterio es observar cómo la Iglesia observa desde aquella tradición sapiencial que abraza al mundo entero, no con aquella visión abstracta e idealizada de la unidad del mundo, de carácter neoplatónico o gnóstico tal como se presentó en la ideología modernista y se ofrece actualmente en la denominada “new age”, sino con la mirada propia del amor de predilección por el destino de cada hombre, “única creatura que Dios ha querido por sí misma” [2].
Sobre la base de esta premisa, podemos enmarcar la interpretación de los sucesos de este último siglo desde el doble criterio hermenéutico que desarrollan las encíclicas comprendidas entre Aeterni Patris (1879) y Fides et Ratio (1999), en el plano del pensamiento y de la cultura, y entre Rerum Novarum (1891) y Centesimus annus (1991), en el plano de la organización de la vida social y de sus principales instituciones. Estos documentos dan testimonio de la confianza de la Iglesia en la capacidad racional del ser humano para buscar la verdad, para comprender al mundo y a sí mismo, para conocer a Dios y descubrir las huellas de su presencia en los acontecimientos de la historia personal y colectiva, como también para comprender que en la victoria de Cristo sobre el mal y sobre la muerte encuentra el ser humano la fuente de su esperanza y de su dignidad. Estos documentos denuncian a la vez, contrario sensu, que cuando se desconfía de esta capacidad racional y sapiencial que es fruto de la unidad de la razón y de la fe en la contemplación de la verdad, el hombre pierde toda dimensión objetiva para mirar los sucesos de la historia y puede llegar a las arbitrariedades más extremas y a las peores denigraciones de su dignidad.
Los conflictos ideológicos del siglo
Quisiera comenzar, entonces, por el itinerario del pensamiento moderno post-iluminista, cuyos desafíos para el cristianismo han sido recogidos explícitamente por el magisterio. Positivismo, historicismo, laicismo, liberalismo, marxismo, modernismo y nihilismo, fueron las principales tendencias ideológicas desarrolladas durante el siglo XIX, las cuales prolongan la vigencia de sus rasgos esenciales durante todo el siglo XX, aun cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, adquirieron el rostro del pragmatismo, del eclecticismo y del cientificismo, más cercanos al ocaso de las grandes ideologías del progreso humano y al surgimiento de una civilización tecnológica, dominada crecientemente por la ciencia experimental. Si en la primera mitad del siglo el antropocentrismo -común a estas tendencias- parecía ocupar victorioso el antiguo lugar del teocentrismo, poniendo al ser humano “como medida de todas las cosas”, según la antigua afirmación de Protágoras, en la segunda mitad del siglo el propio antropocentrismo comienza a ser desplazado por un visión más bien antropofóbica que tiene la pretensión de atribuir a la evolución de la sociedad un carácter autopoiético, autónomo en relación a la conciencia humana, y que sólo la sociedad misma, haciendo uso de un paradigma constructivista de la ciencia que pueda liberarla de sus presuposiciones metafísicas tradicionales, estaría en condiciones de autodescribir y comprender.
Hay que reconocer que el siglo XX ha sido bastante hostil con la tradición del pensamiento cristiano, tanto con la metafísica como con la ética, no obstante los incontables esfuerzos de renovación y diálogo emprendidos por grandes filósofos católicos tales como Newman, Rosmini, Maritain, Gilson, Stein, Soloviev, kpara mencionar sólo algunos de los más importantes, recordador por Juan Pablo II en Fides et Ratio [3]. La encíclica Pascendi de Pío X, al comenzar el siglo, debió advertir a los hijos de la Iglesia los errores esenciales de la ideología modernista que se generalizaba por entonces, asumiendo las enormes incomprensiones de que fue objeto, no sólo fuera sino dentro de la misma Iglesia. A la distancia, como ha sucedido con tantos otros documentos del magisterio, se puede apreciar mejor y desapasionadamente su indesmentible valor profético respecto del itinerario que seguiría el pensamiento occidental: el despliegue del ateísmo y de la irreligiosidad como programa sistemáticamente desarrollado a través de las ideologías políticas que, en oscilación utópica y anti-utópica (marxismo, fascismo, nazismo), buscaban “realizar” históricamente un orden social para el cual Dios mismo y los valores supremos de la metafísica (la verdad, el bien y la belleza) eran considerados como una “alienación”, como una proyección de las necesidades humanas a un plano ilusorio trascendental.
Aunque la irracionalidad intrínseca de esta proposición terminó con los mismos regímenes que intentaron encarnarlo, quedando la conciencia humana estremecida por el horror de Auschwitz y de los Gulags, y aunque se ha abierto para la humanidad una nueva etapa de esperanza cimentada en las oportunidades abiertas por la globalización económica y por la consolidación de la democracia y del Estado de derecho, la sociedad tecnológica resultante, que suele recibir los nombres de “sociedad del conocimiento” o “sociedad de la información”, no parece haber resuelto ninguno de los temas básicos analizados oportunamente por el magisterio, sino sólo ha dado nueva forma a las corrientes ideológicas heredadas del siglo XIX. Así nos previene Fides et Ratio: “Si consideramos nuestra situación actual, vemos que vuelven los problemas del pasado, pero con nuevas peculiaridades. No se trata ahora de cuestiones que interesan a personas o grupos concretos, sino de convicciones tan difundidas en el ambiente que llegan a ser en cierto modo mentalidad común”, mencionando el Papa, en seguida, la desconfianza radical en la razón y el supuesto “fin de la metafísica”, el racionalismo de algunas teologías contemporáneas y los rebrotes de fideísmo que no aceptan la importancia del conocimiento racional para la inteligencia de la fe [4]. Y concluye; “En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales, y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva” [5].
Nadie se puede engañar respecto a que la proclamación del “fin de la metafísica” no es otra cosa que la pretensión de dar origen a una era post-cristiana. Nietzsche lo había entendido así desde el primer momento. Cuando se pregunta: “¿Qué significa el nihilismo?”, responde: “Que los valores supremos pierden validez. Falta la finalidad, falta la respuesta al por qué” y añade: “El nihilismo radical es el convencimiento de la insostenibilidad de la existencia, cuando se trata de los valores más altos que se reconocen, añadiendo a esto la comprensión de que no tenemos el menor derecho a plantear un más allá o un en-sí de las cosas que sea divino, que sea moral viva… Ésta es la antinomia. En tanto creamos en la moral, condenamos la existencia… Vemos que no alcanzamos la esfera en que hemos situado nuestros valores, con lo cual la otra esfera, en la que vivimos, de ninguna forma ha ganado en valor: por el contrario, estamos cansados, porque hemos perdido el impulso principal. ¡Todo ha sido inútil hasta ahora!” [6].
Esta última sentencia parece aplicarse con paradojal ironía mucho más que a la tradición metafísica cristiana, a la filosofía del “pensamiento débil” post-nietzscheano, a la proclamación del término de los grandes “metarrelatos” que habían dado unidad a la historia y a la “deconstrucción” de la tradición que busca renunciar a todo fundamento. A la exaltación de la voluntad de poder de la primera mitad del siglo XX ha seguido, al menos en el plano del pensamiento, la percepción del absurdo, del sinsentido, del vacío existencial, los que apenas logran ocultarse ante una casi desesperada búsqueda de valoración de lo efímero. Nuevas y abundantes formas de religiosidad emergen ante este vacío, pero ninguna con la capacidad de ofrecer la certeza de una verdad revelada sobre el destino de la historia humana, sino legitimando más bien la extravagancia de una imaginación sin límites que, desprendida de toda exigencia de realidad, tiene como igualmente posible todo lo objetivamente inverificable. Nada más patético en este ámbito que la confesión de Vattimo, de que no resultando ya tolerable la afirmación fuerte “creo”, sólo es compatible con el ideal democrático de la convivencia la debilitada afirmación “creo que creo”. ¿Qué dese de verdad podría satisfacerse con esta respuesta? Nietzsche tendría que volver a decir: ¡Todo ha sido inútil hasta ahora!
Tal debilitamiento de la razón que busca la finalidad última, el por qué, aunque ha mitigado la beligerancia ideológica anticristiana está muy lejos, sin embargo, de haberla suprimido. Así como anotaba agudamente Hans-Georg Gadamer [7] en relación con el pensamiento de la Ilustración, bajo la ilusión de despojarse de todo prejuicio este pensamiento termina también, paradojal e invariablemente, en el mayor de los prejuicios: el prejuicio de no tener prejuicio, de creer que la razón es fundamento de sí misma y no debe rendir cuentas ante nada ni nadie. El dogma de que no debe haber dogma, la utopía de un mundo sin utopías, la afirmación valorativa de la neutralidad valorativa o la afirmación intolerante de la tolerancia sin límites, han representado, durante el transcurso de la segunda mitad del siglo XX, distintas y recurrentes formas de la clausura de la razón delante del Misterio, que heredan y prolongan la tradición ideológica precedente. Con ellas se ha pretendido justificar, incluso jurídicamente, diversas formas de la “tiranía de los fuertes sobre los débiles”, según la expresión de Evangelium Vitae, para referirse a la legalización del aborto, de la eutanasia y de la manipulación de embriones con diversos fines. En lugar de la apertura y estupor ante la realidad y su significado, propias de la tradición sapiencial y de la inteligencia contemplativa, que construyen sobre la certeza de que la verdad se revela [8], se ha buscado la certeza en la duda, en la sospecha, en el juego del intelecto consigo mismo, en el procedimiento de su autoconstrucción, empequeñeciendo con ello la mirada sobre la realidad e instrumentalizando todas las cosas.
Al observar este itinerario tan autodestructivo del pensamiento de postguerra, tiene razón Del Noce cuando afirma que no obstante que “la expansión de la irreligión no ha sido nunca tan amplia, desde el punto de vista de la razón es, por el contrario, el pensamiento que se suele llamar ‘laico’ el que está en crisis y no el pensamiento cristiano”. Y agrega: “Las tesis tradicionales del pensamiento cristiano pueden hoy redescubrirse en su significado auténtico, a partir de las contradicciones insuperables en las que necesariamente se envuelve el pensamiento que pretende superarlas” [9]. Sin embargo, como el mismo autor sugiere, esta debilidad infructuosa y estéril, desde el punto de vista de la razón, ha buscado refugio en un cierto “sociologismo”, que remite todas las decisiones racionales, especialmente en el plano moral, a los procedimientos sociales en uso. Por ello, no obstante las terribles experiencias de los regímenes totalitarios y de tantas tragedias ocasionadas en todo el mundo por el uso político de la violencia, la mentalidad dominante se ha negado o simplemente no ha podido reconocer un fundamento moral del orden social, anterior y superior a la concertación de intereses, al pacto político e ideológico, a la voluntad legislativa que, incluso ha cambiado crecientemente su antiguo carácter programático por la mera regulación de situaciones de hecho.
En este contexto, el ser humano es visto como un producto de la evolución de la sociedad, del desarrollo de sus fuerzas productivas, del progreso científico-tecnológico, del equilibrio de los ecosistemas. Y aunque se proclame en el ordenamiento jurídico la dignidad de la persona humana y de los derechos individuales y sociales que de ella derivan, no ha sido posible hasta la fecha consentir en ningún fundamento para esta afirmación que no se propia voluntad política de los Estados que han concurrido a pactarla internacionalmente. Pareciera que el nivel de complejidad alcanzado por la civilización actual, no requeriría otro principio regulador que la tolerancia a la diversidad. Se espera ahora que el conjunto de las discrepancias sociales, en el mediano plazo, sume cero, y el hecho de que alguna de ellas alcance una ventaja de corto plazo es visto como resultado de la desigual distribución de las ventajas competitivas que puede revertirse en un momento subsiguiente. La autorreferencia del “sociologismo” del que habla Del Noce ha llevado a que el poder social cambie su tradicional legitimación ideológica y jurídica por la legitimación pragmática del procedimiento y de sus resultados y, como en cierto sentido ya lo había previsto Pascal, la “teoría de los juegos” se ha convertido en el método operativo socialmente más exitoso para la toma de decisiones.
Pero cabe preguntarse: ¿Es razonable pensar que la libertad pueda realizarse a despecho de una verdad universal y absoluta? ¿Es realista confiar en que la protección de los derechos de la persona sólo puede fundarse en la voluntad política de los Estados y de quienes controlan transitoriamente el gobierno de sus instituciones? ¿Puede alcanzarse el equilibrio social obligando al ser humano a renunciar a sus preguntas últimas y a trivializar sus existencia hasta el punto que ya no tenga nada relevante que preguntar ni que buscar? La experiencia de este siglo lleva a responder con Fides et Ratio: “Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente” [10].
La Iglesia durante todo el siglo, se ha visto en la necesidad de enseñar pacientemente al hombre de hoy que la fe cristiana no sólo no es obstáculo para la libertad humana, sino que la realiza en su expresión más alta. En sentido negativo, mostrando a la razón cuáles son los falsos ídolos que ella puede construir, consciente o inconscientemente, en su deseo de Absoluto. No todo lo que aparece como una elección libre, de verdad lo es. Bajo la apariencia de una libertad de elección, apenas logra ocultarse la dependencia de las personas a las grandes corrientes de opinión, a las supuestas inclinaciones de la mayoría, a la voz de los poderosos y exitosos o a las situaciones de hecho. La fe auténtica muestra los pies de barro en que se sustentan los ídolos, ayudándole a la razón a salir de su propio encierro y a abrir el horizonte de su visión a la presencia del Misterio.
Juan Pablo II describe con una hermosa expresión, inspirada en el argumento de San Anselmo, la liberación que produce la fe. Señala que la razón, de cara al misterio, “posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios” [11]. Es decir, esta limitación corresponde a la realidad misma del hombre frente a Dios, y por tanto no es la coacción de un límite humano arbitrario, sino la condición verdadera en que el hombre ejerce su actividad racional. Cuando Dios es reconocido como Dios y el ser humano como criatura, los falsos ídolos enmudecen y aflora la libertad como dimensión ontólogica de la persona, no concedida por poder social alguno, sino inscrita en la misma naturaleza de la razón humana.
Éste parece ser el núcleo del actual diálogo entre la Iglesia y el mundo, y el magisterio de la Iglesia lo ha recordado con particular coherencia y perseverancia a lo largo de todo el siglo, tanto en el plano antropológico y cultural, como en el plano económico, político y social, es decir, no sólo de cara a la herejía en sentido estricto, sino también y principalmente en este tiempo de “pensamiento débil”, de cara a los incontables sufrimientos causados a la población por la acción inspirada o “justificada” en la clausura de la razón sobre sí misma. La renuncia a la objetividad de la verdad y el desconocimiento de la trascendencia de la persona como portadora de la inteligencia del ser, no puede ser sino también una renuncia a la dignidad humana y a la libertad que de ella nace.
La modernización y la cuestión social
Los conflictos ideológicos, sin embargo, no logran comprenderse en toda su dimensión si no se los refiere a las condiciones sociales específicas en los que dejan sentir su influencia y a los problemas que intentan resolver. Por ello, debemos considerar también el criterio hermenéutico que se despliega en el magisterio social desde Rerum Novarum a Centesimus annus. En este plano se puede afirmar que el fenómeno social se presenta a la conciencia humana durante el siglo pasado como la consolidación de la sociedad industrial, primero, su evolución hacia la sociedad post-industrial, después, y en su fase más reciente, la emergencia de la así llamada sociedad tecnológica globalizada. Rerum Novarum da cuenta de los efectos de la primera etapa de este proceso causado por la industrialización acelerada: el inicio de un agudo proceso de concentración urbana por la migración masiva desde las zonas rurales, la extensión del mecanismo del mercado al trabajo humano, convirtiéndolo en mercancía, con la consiguiente tensión entre trabajo y capital, la formación del proletariado urbano como actor social que demanda nuevos derechos y exige formas de participación social y política, finalmente, la exigencia que pone todo este proceso a los Estados nacionales en materia de seguridad, para garantizar los logros alcanzados y para fomentar el desarrollo entre quienes se quedan rezagados.
La magnitud de estas transformaciones hace surgir la conciencia de que el desarrollo económico no es el resultado espontáneo de la coordinación de intereses privados por parte de una supuesta mano invisible, sino una empresa colectiva de ingentes inversiones públicas y privadas, con intereses competitivos y en conflicto, con consecuencias geopolíticas y con resultados que no sólo afectan el corto plazo, sino que condicionan también la vida de las futuras generaciones. La tensión ideológica entre tradición y progreso, entre iusnaturalismo y positivismo se desplaza progresivamente hacia la tensión entre individuo y sociedad, puesto que se hace visible la desproporción entre la pequeñez e insignificancia social de la vida de cada ser humano, individualmente considerado, y la fuerza colectiva que puede desarrollar una sociedad económica y políticamente organizada.
No es difícil, en este contexto, entender que el magisterio de la Iglesia haya debido empeñarse a lo largo de todo el siglo en la defensa incondicional de la dignidad de cada persona humana, con independencia de su capacidad laboral, de su productividad social, de su éxito económico. El valor de la persona por el exclusivo hecho de existir, se vuelve cada vez más incomprensible para quienes de forma ideológica o práctica comienzan a ver en el poder de masas y en la fuerza de la agregación social la única oportunidad de conseguir bienestar y de garantizar la sobrevivencia y el desarrollo de los pueblos. Que el siglo haya debido soportar dos guerras mundiales devastadoras, se puede entender mejor en el contexto de este colectivismo generalizado, como también la aparición de regímenes totalitarios, precisamente entre aquellas naciones que tenían conciencia de su pequeñez o atraso relativo en relación a las que comenzaron antes su proceso de industrialización y que buscaban acortar a “marchas forzadas” la distancia social producida por la nueva escala de agregación de valor, a cuyo logro cualquier precio era considerado justificado, fuera éste el sacrificio de una generación de personas o de todos aquellos que, por diversas razones sociales, no calificaban para esta empresa. La Iglesia, durante este período, no se cansa de proponer una y otra vez el principio de subsidiariedad como el criterio rector para garantizar la justicia y el bien común de la sociedad, la libertad y soberanía de la persona humana y de los grupos intermedios a los que ella está naturalmente ligada: la familia, la escuela, la comunidad laboral, las asociaciones de libre pertenencia, la comunidad religiosa, la nación. Es bastante conocida, por ejemplo, la influencia del así llamado “catolicismo social” en Europa, sin el cual sería casi inimaginable su reconstrucción después de la segunda guerra, e incluso, aunque no se lo quiera reconocer, su actual proceso de unificación. La Doctrina Social fue también fuente de inspiración por doquier para algunas de las experiencias sociales y políticas que intentaban la búsqueda de un camino propio y soberano, dando lugar, en algunos casos, a la formación de partidos políticos de inspiración cristiana, o estimulando, en otros, el asociacionismo y la sindicalización de los trabajadores en búsqueda de mayor justicia social, todo ello bajo el marco directivo de la subsidiariedad.
Sin embargo, la Iglesia no sólo propone este principio a nivel doctrinal, sino que estimula a los cristianos a su constante encarnación en obras, nacidas y sostenidas por la communio eclesial. Por ello, también habría que destacar la imponente obra misional realizada a nivel mundial durante todo el siglo, obstaculizada y muchas veces martirizada por las reacciones nacionalistas y las alineaciones estratégicas de los pueblos más pequeños y marginales con los grandes bloques geopolíticos e ideológicos, pero pese a ello, siempre constante y perseverante. La escuela católica ha llegado a ser una institución prácticamente universal que ha cruzado, además, todos los estratos de la sociedad, desde los campesinos y obreros urbanos hasta las clases dirigentes, pasando por las clases medias emergentes en búsqueda de movilidad social. Puede decirse que la presencia cristiana contribuyó a aliviar en forma consistente las angustias de la marginalidad social de los grupos emergentes fomentando su integración y participación en los beneficios del desarrollo, y creó tantas obras de caridad y de asistencia a la población que, en no pocos países, formaron una verdadera infraestructura de desarrollo social que ha sido, en parte, el soporte para la acción social posterior de los propios Estados. Cuando Pablo VI califica a la Iglesia ante la ONU como “experta en humanidad” hace justicia a la silenciosa labor de miles de cristianos repartidos por el mundo, comprometidos con la evangelización y la promoción humana.
Una mención especial merece, sin duda, la Acción Católica, estimulada por Pío XI, que estructuró una presencia más orgánica del laicado católico a nivel parroquial, diocesano y nacional, en los variados ámbitos de la actividad social, e incorporando decididamente a la mujer en ella. Dio a los propios católicos pertenecientes a los nuevos grupos emergentes una vía para canalizar sus acciones a favor de una mayor integración de la sociedad. Fue también un poderoso estímulo para el desarrollo de la conciencia de misión de los laicos en su propio ambiente, en una sociedad que crecientemente comenzaba a estructurarse por diferenciaciones funcionales antes que territoriales. Sin embargo, no se puede desconocer tampoco que esta misma novedad organizativa fue más de una vez fuente de conflictos e incomprensiones, situación que, en cierta medida, no ha logrado superarse del todo. La especialización expuso más fuertemente a sus miembros a las tensiones sociales propias de su ámbito, con el riesgo consiguiente de la pérdida de la unidad orgánica y de la ideologización y subordinación a dinámicas provenientes de fuera de la Iglesia. La radicalización sufrida por algunas de estas actividades especializadas en muchos países, acabó por disolver estos grupos.
No se puede negar que las tensiones ideológicas que acompañaron al período de la guerra fría pusieron a los cristianos muchas veces en bandos contrapuestos, desdibujándose el sentido de unidad de su presencia social. Siendo el magisterio de la Iglesia, por su misma naturaleza, el punto de referencia de la comunión cristiana, no es de extrañar que fuese contestado por los propios cristianos, divididos ideológicamente entre sí, quienes por su parte, perdida toda referencia a la unidad eclesial, quedaron totalmente desprotegidos frente a las tendencias de secularización que han acompañado todo el siglo XX. Así se comprende la paradoja de la polémica recepción del Concilio Vaticano II en los años inmediatamente siguientes a su realización. Mientras el tiempo transcurrido y la constante interpretación de sus textos realizada por el magisterio pontificio nos permiten entender ahora mucho más profundamente la dimensión orgánica de todas sus enseñanzas, como también la actualidad de su diálogo evangelizador con la sociedad y la cultura de esta época, la distorsión de la mirada introducida por el secularismo en sus distintas variantes, hizo obscurecer, en su momento, el juicio sobre los nuevos desafíos introducidos por la mentalidad fundada en el “pensamiento débil”, la idolatría del poder y de la riqueza y el ateísmo práctico. Y aunque este secularismo haya afectado la totalidad del pensamiento en sus diversos órdenes, fue la Doctrina Social de la Iglesia la que sufrió una más honda desvalorización, puesto que aparecía ante los ojos de la sociedad que los mismos cristianos no tenían acuerdos esenciales entre ellos y que las opciones ideológicas eran anteriores y superiores a los criterios ofrecidos por el magisterio. Una desafección tan honda con la tradición representada por el magisterio sólo podía ser superada por una intervención extraordinaria del Espíritu Santo en la renovación de la vida eclesial, en la experiencia misma de la comunión. Podemos dar gracias a Dios de que esa renovación efectivamente se ha producido y nuevos movimientos nacidos de la docilidad y obediencia a la fe, junto a la profética conducción del sucesor de Pedro, han puesto a la Iglesia nuevamente en camino de una presencia evangelizadora y misionera en el corazón de las culturas de nuestra época. Esta esperanza en una “primavera de vida cristiana” [12] -como la ha denominado el Papa- necesita, sin embargo, de una comprensión lúcida de las nuevas megatendencias sociales y culturales, las cuales ya no se expresan en el lenguaje de los grandes debates ideológicos de la primera mitad del siglo XX, sino que utilizan ahora las nuevas tecnologías de la información que permiten simultáneamente la fragmentación y la rearticulación de lo fragmentado en agregaciones de significado que tienden a imponerse en forma globalizada.
El paradigma actual de la modernización y globalización
Sobre el concepto de globalización, quisiera destacar sólo algunas características que me parecen relevantes de la etapa actual de modernización, que constituyen un gran desafío para el testimonio de la presencia cristiana en este período del ocaso de las ideologías y que se han generalizado progresivamente a todo el mundo. El criterio rector de esta etapa no parece ser la profundización de la cultura o, lo que viene a ser lo mismo, de la “soberanía” de los pueblos y des sus culturas, como recordó Juan Pablo II ante la ONU en 1995, sino la eficiencia económica, medida por los resultados, sobre todo con criterios cuantitativos, es decir, monetarios. Ello ha llevado a que el mecanismo de mercado se extienda progresivamente a todas las áreas importantes de la vida social, especialmente, al nuevo sector de los servicios. La misma cultura, la salud, la educación, el arte y hasta la procreación humana asistida han pasado a regularse con criterios de mercado, fenómeno verdaderamente nuevo en la historia de la humanidad. Igualmente la libertad, como capacidad de elegir razonablemente entre alternativas, comienza a modelarse bajo este mismo criterio, lo que ha significado generalizar el principio de la comparabilidad e indiferencia en la toma de decisiones. Bajo el paradigma de la “teoría de los juegos”, en efecto, una decisión es considerada razonable cuando se ponen en la balanza las alternativas de los posibles cursos de acción, se sopesan sus ventajas y desventajas, sus costos y beneficios, su oportunidad o extemporaneidad y se procede a elegir el camino más eficiente y ventajoso. En el límite, la decisión racional es aquella en que resulta indiferente el riesgo de escoger una alternativa o la otra y se elige, entonces, según una preferencia subjetiva.
Este proceso, que es evidentemente muy razonable tratándose de bienes comparables y transables, se vuelve irrazonable y hasta inhumano cuando se lo aplica a bienes que no son comparables ni transables, como la persona humana misma o aquellas actividades individuales o sociales que la involucran en la totalidad de su ser persona. Es el caso dramático de la situación actual del matrimonio, de la familia y de la procreación, pero también de la mayor parte de los bienes espirituales de la cultura. Cuando se considera indiferente formar una familia con una persona u otra, del mismo sexo u otro, concebir un hijo u otro, todo según las preferencias subjetivas, aunque se quiera resaltar la libertad del acto de preferir, lo que en verdad sucede es el ocultamiento de la comparación que declara indiferente las alternativas comparadas. Sólo los objetos pueden ser comparables según este criterio, precisamente, en cuanto son sustituibles. Pero las personas y los actos humanos que la involucran en la totalidad de su subjetividad y de su conciencia personal, no están sujetos al principio de la sustituibilidad, puesto que comprometen su propia autorrealización, su vocación y destino. Como enseña la antropología de Gaudium et spes y la tradición perenne de la Iglesia, cada persona es una y única, y por tanto indisponible para otros, excepto en la libre donación de sí misma en el amor [13].
No es de extrañar, en consecuencia, que la aplicación generalizada de este criterio de decisión por comparabilidad e indiferencia lleve por doquier a la reivindicación de la neutralidad ética del Estado y de todas las instituciones públicas, y con ello, al abandono de todo criterio antropológico que permita juzgar las decisiones sociales desde el valor y el significado de la persona humana. En el plano ideológico se lo intenta fundar con la idea de un pluralismo ético sin fronteras, con la idea de la tolerancia al disenso y con la descalificación como intolerantes de quienes defienden valores absolutos. Esto explica también, en buena medida, que -no obstante haberse pronunciado el magisterio de la Iglesia reiteradamente en defensa del valor absoluto de cada ser humano, tanto en el plano de la vida, como de la libertad de conciencia y de todas las libertades a ella asociadas- su voz resulta ser crecientemente una “voz que clama en el desierto”, incluso para muchos bautizados.
Cuando la sustituibilidad de la persona humana se pone como condición práctica del desarrollo económico y social, se hace imposible la justicia como valor rector de la convivencia social, que aspira a dar, precisamente, a cada uno lo que le es debido. Se está creando en todo el mundo un peligroso dualismo entre lo que se proclama como normas de derecho vinculantes para las personas y los Estados y la práctica habitual que suspende esta obligación o directamente la contradice en nombre de una solución eficaz. Mientras se observa, por una parte, un “Estado de derecho” cada vez más complejo y sofisticado, crece en todos los ámbitos el comportamiento extralegal: la corrupción, el tráfico de sustancias ilícitas, la suspensión de los derechos del trabajo y de la seguridad social, el crimen organizado, el recurso a la violencia. Grupos enteros de personas son víctimas de estas trágicas formas de exclusión social en muchas regiones del planeta, cuando no son sometidos a la lógica del desangramiento y exterminio de las variadas formas de guerras “locales”. Todos estos hechos son signos inequívocos de una mentalidad verdaderamente “neo-malthusiana” que, de hecho, no reconoce otro cierto rector de la conducta social que la selección “natural” de los más fuertes, con la aclaración, evidentemente, que ahora hay que entender por “natural” no sólo la espontánea manifestación del instinto de sobrevivencia, sino también la eficaz ayuda que presta el conocimiento científico y las complejas tecnologías de procesamiento, elaboración y transmisión de información.
En 1968, tratando de definir qué es la sociedad tecnológica, Augusto del Noce decía con gran penetración: “Propongo la siguiente definición: se trata de una sociedad que acepta todas las negativas del marxismo contra el pensamiento contemplativo, contra la religión, contra la metafísica; que acepta, pues, la reducción marxista de las ideas a instrumentos de producción; pero que, por otra parte, rechaza del marxismo los aspectos revolucionarios mesiánicos, es decir, lo que queda de religioso en la idea revolucionaria. Bajo este aspecto representa verdaderamente el espíritu burgués en estado puro; el espíritu burgués que ha triunfado de sus dos tradicionales enemigos: la religión trascendente y el pensamiento revolucionario… La sociedad tecnológica señala la abdicación del marxismo frente a los inventores de la organización racional de la sociedad indutrial, como Saint-Simon y Comte, considerando en estos dos filósofos la vertiente por la que se les considera representantes del esprit polytechnique, separado de la estrambótica religión con la cual querían juntar ese espíritu” [14].
Al considerar las tendencias del desarrollo histórico de la cultura occidental después de la caída del muro de Berlín y la creciente homologación de los modelos para tomar decisiones, no puedo sino admirarme ante esta tan aguda descripción de la situación. El “esprit polytechnique”, sin embargo, ha pasado a dominar no sólo las actividades sociales, sino la definición de lo humano como tal. En este mismo sentido se expresa en Centesimus annus: “El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado… Da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías, o bien como objeto de la administración del Estado, mientras se olvida de que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado… El hombre es, ante todo, un ser que busca la verdad y se esfuerza por vivirla y profundizarla en un diálogo continuo que implica a las generaciones pasadas y futuras” [15]. Al observar esta antinomia podemos entender mejor la urgencia y hasta la dramaticidad de que la cultura recupere la tradición sapiencial, interrogándose por el sentido último de todo, como plantea Fides et Ratio, para lo cual, a su vez, es necesario confiar en la capacidad metafísica de la razón humana para buscar a Dios incansablemente en toda experiencia natural y humana.
Junto con recordar Centesimus annus cuál es la antinomia central de nuestro tiempo, la misma encíclica da una preciosa sugerencia de cómo abordar a través del diálogo intergeneracional, la viva actualización de la tradición cristiana. Señala: “El patrimonio de los valores heredados y adquiridos es siempre objeto de contestación por parte de los jóvenes. Contestar, por otra parte, no quiere decir necesariamente destruir o rechazar a priori, sino que quiere significar sobre todo someter a prueba en la propia vida y, tras esta verificación existencial, hacer que esos valores sean más vivos, actuales y personales, discerniendo lo que en la tradición es válido respecto de falsedades y errores o de formas obsoletas, que pueden ser sustituidas por otras más en consonancia con los tiempos” [16].
Creo, sinceramente, que de esto se trata en la coyuntura actual, de la verificación existencial de los bienes culturales que han dado sentido a nuestra historia. ¿Y cuáles son los lugares propios de esta verificación existencial? La familia, la escuela, la universidad, el trabajo, las comunidades y movimientos eclesiales, las obras. En otras palabras, cualquier lugar en que es necesario tomar una decisión para la existencia y asumir una responsabilidad compartida sobre ella. Necesitamos que esa racionalidad sapiencial que nos invita el Santo Padre a redescubrir y profundizar en el diálogo de la razón y la fe sea transmitida como una experiencia de vida que pueda ser verificada. Ésta es la expresión más auténtica de la solidaridad intergeneracional que sostiene la vida personal y social, como don recibido y como don entregado. La confianza en la razón que se abre conmovida a la experiencia de la gracia, que se arrodilla humilde y obediente ante el umbral del Misterio, ante el don increado “es el acto más significativo de la propia existencia; en él… la libertad alcanza la certeza de la verdad y decide vivir en la misma” [17]. La libertad que brota cuando el ser humano alcanza la certeza de la verdad es el testimonio de esperanza que el mundo necesita.