El núcleo duro del desafío que presenta a la cultura actual la llamada «sociedad del conocimiento o de la información». Podría resumirse señalando que la sociedad introduce al conocimiento humano valor operacional medible y transable, mas solo a condición de reducir este conocimiento a las ventajas resultantes de la comparación de los puntos de vista disponibles para observar.
Varios son los nombres que se nos ofrecen en la actualidad para caracterizar a la sociedad de hoy: «sociedad globalizada o mundializada», «sociedad de la información», «sociedad del conocimiento», «sociedad del espectáculo» o también «sociedad tecnológica». Todos ellos son, desde cierta perspectiva, equivalentes, aunque ofrecen un matiz distinto que cada cual quiere resaltar por su importancia. Me parece que estos nombres tienen en común el deseo de superar los paradigmas ideológicos de la confrontación entre capitalismo y socialismo, usados hasta el término de la guerra fría, para describir ahora con mayor objetividad cuáles son los dinamismos sociales que movilizan las energías de la sociedad y la vida de las personas. Detrás de este deseo, se puede observar también la búsqueda de un equilibrio entre aquellas dos visiones extremas según las cuales, o bien la realidad es el resultado de la arbitraria «voluntad de poder», ejercida de forma individual o concertada, cayendo las explicaciones en un reduccionismo subjetivista, o bien la realidad es un mero producto del desarrollo de fuerzas productivas materiales o de mecanismos evolutivos de la sociedad, cayendo las explicaciones en un determinismo que apenas deja espacio para la conciencia y la libertad humanas. Los nombres que se nos ofrecen ahora permiten una visión más ponderada de la sociedad, puesto que al hablar de información, conocimiento, tecnología y espectáculo se alude simultáneamente a fenómenos de magnitud agregada, es decir, que no serían posibles sin la participación de amplios grupos de personas y hasta de la sociedad en su conjunto, pero al mismo tiempo, remiten también a la capacidad de la inteligencia humana de dar significado a todas las cosas, puesto que expresiones como las aludidas solo tienen sentido para una conciencia abierta a la observación, evaluación y decisión sobre la realidad.
Sin embargo, como suele suceder en la historia, hay muchos que quieren interpretar los hechos nuevos con las mismas categorías antiguas y someter nuevamente estas realidades emergentes a la alternativa ideológica entre determinismo y voluntarismo. La complejidad de la realidad social actual desacredita por sí misma estas simplificaciones y nos obliga a una interpretación menos unilateral de los dinamismos y tendencias en curso. Con todo, no quisiera hacer una descripción meramente sociológica de las macrotendencias actuales, sino que quisiera poder conectar estas tendencias con los desafíos antropológicos que resultan esenciales para la fe de la Iglesia y para las perspectivas de una nueva Evangelización. Por ello, quisiera desarrollar la siguiente hipótesis interpretativa: detrás de estos nuevos nombres que los científicos sociales ofrecen para describir la sociedad actual, se esconde un proceso relativamente nuevo de transformación social del saber en conocimiento e información que es esencialmente nihilista y que, en verdad, ha acompañado todo el desarrollo del mundo moderno, pero que ahora se hace más visible ante el «ocaso de las ideologías» y el desarrollo espectacular de las tecnologías electrónicas, las que comienzan a dar forma a nuestra experiencia cotidiana. Y agrego, enseguida, que en el horizonte abierto por la Encíclica Fides et ratio se nos exhorta a dar el paso siguiente, a veces antitético, a veces complementario del precedente, de transformar el saber en sabiduría, para no renunciar al sentido de totalidad propio de la vocación humana que la gracia del acontecimiento cristiano nos revela en su cumplimiento.
La dimensión sociológica
Dejándose llevar por su aspecto más visible, muchos parecieran inclinarse a atribuir la causa del actual proceso de globalización al desarrollo de la tecnología electrónica y describen la época contemporánea como la continua adaptación de las conductas sociales a las nuevas posibilidades de información y comunicación abiertas por estas tecnologías. Los sociólogos nos inclinamos a pensar que los hechos sociales se explican por hechos sociales y que el desarrollo tecnológico tampoco escapa a este contexto. ¿Cómo podría haberse producido el desarrollo tecnológico verdaderamente espectacular de los últimos cincuenta o más años, con los enormes recursos económicos y financieros involucrados, si la sociedad no hubiese valorado de antemano, como un recurso esencial para su propia organización, la comunicación y la transmisión de información, tanto en el plano operativo de la toma de decisiones como en el plano reflexivo de la descripción de sí misma, de su auto-observación? ¿De qué servirían las nuevas tecnologías de comunicación si la sociedad no hubiese estado en condiciones de sacar provecho del valor de oportunidad de estar bien informado en lugar de no estarlo? Tales presupuestos son sociales y no tecnológicos, y tampoco surgieron de un día para otro, sino que corresponden a un logro evolutivo de muchos siglos de preparación. Como planteó Heidegger en forma verdaderamente pionera para el pensamiento de su época, la esencia de la tecnología no se puede buscar en la tecnología misma, sino en la cultura que la hace posible o incluso, en el pensar metafísico y en su modo de hacerse efectivamente real en el destino histórico de los pueblos, es decir, en la formación de su cultura y organización social.
Son muchos los factores sociales que concurren históricamente a la formación de un concepto operativo de información. Quisiera concentrarme más bien en la pregunta por su novedad y significado. ¿Qué ha ganado evolutivamente la sociedad con el concepto de información? Podría responderse que se ha logrado definir una forma de organización social del saber que le otorga valor social, entendiendo por tal, el que ese saber, oportunamente conocido, es capaz de transformar de forma continua la realidad social y optimizar su funcionamiento. Estar informado es, desde luego, saber algo sobre algo o sobre alguien, sobre la realidad que lo constituye y sobre sus potencialidades de desarrollo. Esto no es novedad. Todas las sociedades conocidas han organizado sus saberes del modo que estimaban les resultaba a ellas más provechoso para una multiplicidad de propósitos. Sin embargo, solo en la época moderna se plantea, junto al saber mismo de una determinada clase de objetos, la necesidad de atribuir valor a lo que se sabe, relacionándolo con la capacidad de agregar valor a los objetos del mundo en virtud de lo que se sabe. «Saber es poder» ha sido uno de los lemas del desarrollo moderno, pero la mayoría de las veces se lo considera más como un prejuicio arrogante del racionalismo que como una forma de redefinición de los procedimientos sociales de suerte que el saber pueda llegar a ser realmente valorado por la sociedad.
Esto no era así en las sociedades premodernas. Platón, por ejemplo, en El Sofista, se ve en duros aprietos para distinguir entre el saber de un verdadero filósofo y el de un sofista, puesto que ambos tienen una apariencia social común, comparable a la de cualquier otro artesano o comerciante que vende sus productos para ganar su sustento. Ya entonces percibía que las ideas podían ser aparentemente compradas y vendidas, como las ilusiones y tantos otros productos intangibles que hoy abarrotan nuestros mercados. Sin embargo, se ve obligado a admitir la conclusión, de que solo el filósofo mismo, en el acto propio de filosofar, de amar la sabiduría, puede llegar a distinguir la verdadera filosofía de la argumentación demagógica del escéptico o del sofista, puesto que la diferencia entre ambos procede de la experiencia misma del saber-de-sí. Por ello, la exhortación «conócete a ti mismo» no representaba solo una suerte de ideal pedagógico, sino más bien el único camino que podía conducir a atribuir valor y dar su recompensa a la fatiga de conocer. Pero solo puede conocerse a sí mismo uno mismo. La sociedad queda marginada de este reconocimiento. A tal punto podía llegar la incomprensión social de ese saber que Platón adquiere la convicción de que solo la disposición a dar la vida en testimonio de su verdad, incluso si la muerte padecida es manifiestamente obra de la injusticia, podría inclinar a la sociedad, o al menos a algunos de sus discípulos, a apreciar el valor y la sabiduría de ese saber. También se puede comprender, a partir de esta conclusión, el escaso éxito social alcanzado por su reflexión acerca de la organización de la política, la cual reservaba la cúspide de su jerarquía de orden para el filósofo, es decir, para alguien capaz de saber solo en el saber-de-sí la diferencia entre el saber y el engaño.
Cabe entonces preguntarse: ¿Tiene solución la paradoja de que solo el sabio conoce su docta ignorancia y de que el ignorante, en cambio, ignora su ignorancia, de modo que la sociedad no tiene manera de saber quién es en verdad sabio y quién ignorante? Por lo menos podríamos decir que las sociedades premodernas no lograron resolver esta paradoja y ordenaron las diferenciaciones propias de la jerarquización social atribuyéndole valor a las formas de la sociabilidad según su refinamiento y su recato, su apariencia y dignidad exteriores, y no según el saber que las sustentaba. Hasta el siglo XVII la pertenencia a la nobleza podía prescindir aún de la exigencia de saber leer y escribir, puesto que para ello estaban los clérigos y doctorados, los cuales por su parte, en virtud de su saber, jamás accederían a cambiar su posición en la estructura social. Debían ser, adicionalmente, cortesanos o ser apreciados en sus círculos. La emergencia de una forma de diferenciación funcional de la sociedad, que se produce históricamente por la consolidación de la cultura burguesa, propone una forma social de resolver esta paradoja o neutralizar, al menos, sus consecuencias para efectos de la organización social. Me parece que ello ocurre mediante la introducción de dos nuevas distinciones no consideradas precedentemente. La primera de ellas, distingue entre el saber relativo a un objeto y el saber relativo a otro saber, o mejor dicho aún, a una expectativa de saber. El primero queda determinado por su objeto y es, por tanto, de público acceso. Desde Aristóteles se le llama «sentido común». El segundo, en cambio, queda determinado por la certeza del punto de observación escogido; por las ideas «claras y distintas», dirá Descartes; por la hipótesis, dirá el método científico, y queda, por tanto, vedado para aquellos que no están en condiciones de comprender su diferencia en relación al primer saber. En lenguaje cibernético actual diríamos que se trata de la introducción de una observación de segundo orden, es decir, de una observación de observadores, la cual introduce la particularidad de aceptar la provisoriedad de los puntos de vista con que se observa la realidad y de comparar y evaluar lo que se gana al observar desde un ángulo o desde otro. Ello permite delimitar el riesgo de las acciones realizadas bajo una determinada hipótesis cuando no es la única posible de ser considerada, adquiriendo sentido la simulación anticipada de escenarios y resultados alternativos. De este modo, la contingencia propia del proceso de conocer no se vuelve una carga o un lastre del cual hay que liberarse, sino una ganancia, porque a partir de ella es posible comparar y evaluar.
El saber se transforma, así, no en una relación del sujeto que piensa con su objeto pensado, sino en la relación social que organiza los diferenciales de saber obtenidos por escoger el punto de vista desde el cual se observa. Con ello cambia sustancialmente la noción misma del saber. No solo se trata de que alguien cree saber algo de alguien o de algo, sino de que sabe algo que otro no sabe y el valor informativo de ese saber reside precisamente en este diferencial del saber, que puede corresponder, evidentemente, a una diferencia con sustento en la realidad, pero puede corresponder también a una mera presunción respecto de la cual se estima de alto riesgo desconocerla o ignorarla.
La segunda distinción que introduce la cultura burguesa vincula el saber a la temporalidad, diferenciándose su valor de oportunidad. Solo tiene valor de información saber algo frente a lo cual existe socialmente una expectativa de saber y no tiene en cambio valor social saber algo cuando esa expectativa ya se extinguió. Este es el tipo de información que habitualmente se produce, circula y adquiere valor conjuntamente con el funcionamiento de los mercados, los que reflejan precisamente las expectativas de creación o agregación de valor en los distintos ámbitos de la vida social. A la vez, la temporalización del saber transformado en información hace posible su cuantificación. Esto es lo que está en la base del fenómeno social que muchas veces se conceptualiza erradamente, a mi parecer, como «economicismo», sugiriéndose con ello que se ha extendido en la sociedad actual una suerte de reductivismo materialista de carácter ideológico. En verdad estamos en presencia de un reductivismo, pero no tiene nada que ver con presupuestos materialistas, sino con la cuantificación de la información, la cual es una operación social de descripción del saber que no se realiza sobre los objetos, sino sobre el valor de oportunidad que tiene ese saber respecto de otros saberes. La circulación de la moneda deja así de vincularse semánticamente al atesoramiento, a la acumulación, a la avaricia y a la inclinación por los bienes de este mundo y comienza a asociarse a la oportunidad de dar valor presente al futuro y, por tanto, a las posibilidades de desarrollo de las personas y de los pueblos.
Estas son, según me parecen, las verdaderas transformaciones sociales radicales que preceden y explican el desarrollo contemporáneo de la tecnología y, particularmente, de las tecnologías de la información. Recién ahora podemos apreciarlas en toda su magnitud e importancia evolutiva por dos razones. En primer lugar, en el plano reflexivo, por el ocaso de las ideologías que, cualquiera sea su signo, subordinaban unilateralmente el saber propio de la sociedad y de su auto-observación a una opción determinista o voluntarista respecto de su futuro, opción que en el límite, era de carácter utópico. Se expresaba negativamente con las expresiones «sociedad sin clases, sin mercancía, sin moneda» y los neo-utopistas actuales agregarían «sin dogmas, sin normas, sin discriminación, sin autoridad, sin sentido». Positivamente, se expresaba como «orden espontáneo» o como «sociedad de competencia perfecta». Ambas fórmulas ocultaban, sin embargo, que el saber transformado en información se constituye, en verdad, sobre un diferencial de información y, por lo tanto, por un ocultamiento del saber entre unos y otros y no por una supuesta transparencia que se ganaría con mayor información. Cuando se sabe todo no se sabe nada. La total transparencia es la ausencia de información.
La segunda razón por la que ahora podemos entender mejor qué significa la transformación del saber en conocimiento e información es la progresiva convergencia que se produce entre el ser humano y la máquina a partir de la creación de la «máquina homeostática» o «inteligente», es decir, aquella que procesa como información el resultado de sus propias operaciones, produciendo un círculo de retroalimentación continua. Hasta entonces, la relación hombre/máquina se comprendía desde la distinción sujeto/objeto, siendo el primero el que realizaba las operaciones propias del saber, particularmente la definición de su finalidad, y siendo el segundo el que ejecutaba ciega o mecánicamente las instrucciones dadas por el primero. La máquina se asociaba a mecanicismo y todavía subsiste esta asociación simbólica en muchas personas. Sin embargo, la máquina inteligente permite trascender esta diferenciación sujeto/objeto, trayendo al ser humano a un espacio compartido con ella y que se puede definir genéricamente como «un protocolo de toma de decisiones». Su estructura básica está dada por la comparación de los cursos alternativos de acción posibles sobre la base de la información disponible, la valoración correspondiente de sus riesgos y de sus ventajas en relación a los resultados esperados y la elección de aquella alternativa que ofrezca las mejores expectativas de resultados ante riesgos equivalentes. A este protocolo se le ha dado el nombre de «teoría de los juegos» o de la «decisión racional» (rational choice). Son ya muchas las funciones sociales cotidianas en que resulta indistinto si la decisión la tomó un ser humano o una máquina y son muchas también aquellas en que la decisión de la máquina es más confiable que la humana, precisamente por la mayor cantidad de información que es capaz de procesar en una misma unidad de tiempo. Para que esta mayor eficiencia no produzca temor o angustia, desde el punto de vista psicológico, la tecnología audiovisual permite a las máquinas representar humanamente sus propias creaciones si se las provee de suficientes archivos de imágenes y de voz. La simulación se aproxima cada vez más a la perfecta imitación y, en algunos casos, a la sustitución.
Este es, en mi opinión, el núcleo duro del desafío que presenta a la cultura actual la llamada «sociedad del conocimiento o de la información». Podría resumirse señalando que la sociedad introduce al conocimiento humano valor operacional medible y transable, mas solo a condición de reducir este conocimiento a las ventajas resultantes de la comparación de los puntos de vista disponibles para observar.
La dimensión antropológica y teológica
¿Cuáles son las consecuencias antropológicas de esta operación? Me parece que se pueden resumir en el siguiente dilema: El ser humano, como nunca antes en la historia, posee una gran cantidad de información sobre sí mismo, sobre su estructura biológica y psicológica, sobre el funcionamiento de la sociedad, sobre su cultura y las restantes culturas del planeta, sobre sus oportunidades de acción y sobre las expectativas que los demás se han formado de sus posibilidades de desarrollo, sobre su entorno natural y sobre todo el universo. ¿Pero sabe más de sí mismo? ¿Es la información de sí un saber-de-sí? ¿Puede el ser humano comprenderse a sí mismo solo como un observador, como un observador de observadores? ¿Desde qué punto de observación puede el ser humano observarse a sí mismo en su completa realidad, sin excluir ni censurar ninguno de los factores que la constituyen?
Desde la organización funcional de la sociedad, señalan los sociólogos más destacados, no es posible encontrar un punto de observación que considere la totalidad de los factores, puesto que toda observación tiene un punto ciego. Observar es diferenciar y nadie se puede situar simultáneamente en los dos lados de lo diferenciado. La «diferencia que produce una diferencia», es decir, la información, no puede ser observada sino desde otra diferencia. En consecuencia, no se puede observar el todo. En cierto sentido, la Internet es un reflejo de la organización misma de la sociedad actual. Se puede navegar casi infinitamente por todos los sitios disponibles y vincular un sitio con otro, pero no existe un punto de observación de la red en su conjunto. Ninguna conciencia, por lúcida e informada que sea, podrá jamás observar la sociedad funcionalmente organizada en su conjunto ni podrá, en consecuencia, entender la sociedad por analogía con su propia autoconciencia. Aplicado al ser humano se puede señalar algo análogo. Se puede acumular toda la información que se quiera sobre sí mismo, pero no parece existir un punto de observación que permita interrelacionar todos estos datos con un significado cierto que no sea arbitrario, el producto de un mero punto de vista. El resultado es la pérdida del sentido o, simplemente, la ausencia de sentido. Pienso que Nietzsche fue uno de los autores que intuyeron más hondamente las consecuencias metafísicas que tendría para el pensamiento occidental la emergencia de la sociedad del conocimiento y de la información, aunque no elaborara para ello una explicación sociológica, sino que reaccionara casi visceralmente frente a la cultura burguesa que consideraba cínica y decadente. A esta nueva etapa la llamó «nihilismo» y la definió como aquella situación en que «los valores supremos pierden su validez, falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué» (Voluntad de poder. Nihilismo europeo, n.2). Y considerando la tradición filosófica de Occidente agregaba: «¡Todo ha sido inútil hasta ahora!» (ibid. n. 8). Desde entonces, el pensamiento ha tratado de censurar sistemáticamente la pregunta por la finalidad, de sustituirla por la retroalimentación de las propias operaciones cognitivas, de declararla inútil y carente de todo contenido informativo, aceptando, consecuentemente, la fragmentación del saber o proclamando la necesidad de su deconstrucción. En todos los casos se llega a la conclusión del sin sentido y a su aceptación: «¡Todo ha sido inútil hasta ahora!».
Personalmente, juzgo que el aporte más valioso que ha hecho la sociología contemporánea ha sido mostrar que la condición nihilista de la cultura actual no tendría su origen o su causa en un capricho o extravío del pensamiento, sino en la organización que la propia sociedad se ha dado a sí misma diferenciando sus operaciones desde la premisa de la observación de observadores, es decir, desde la transformación del saber en conocimiento e información. Frente a esta evolución, el ser humano se ha encontrado con el siguiente dilema antropológico: o bien renuncia a la pretensión de totalidad de su conciencia que busca el sentido último de todo, dándose por satisfecho con respuestas parciales y contingentes, o bien acepta que es un misterio para sí mismo y que no puede alcanzar por sí solo la respuesta a la pregunta por la finalidad, por el por qué. Me parece que es esta última alternativa la que ha desarrollado de manera coherente y sistemática el magisterio de la Iglesia desde el Concilio Vaticano II hasta nuestros días. Su proposición emblemática ha sido: «El misterio del hombre se aclara de verdad solo en el misterio del Verbo encarnado» (Gaudium et spes 22). En esta formulación parece aceptarse, por una parte, que desde el hombre, su deseo de totalidad y de realización del sentido último de todo no alcanza una respuesta satisfactoria. Pero lejos de concluir que la conciencia de esta imposibilidad conduce inevitablemente al sin sentido, afirma que ella conduce más bien a la comprensión de la vida humana como misterio. Tal comprensión solo puede darse en relación al misterio más grande, al misterio de Dios (Cfr. Centesimus annus 23). Pero comprender simultáneamente el misterio de Dios y el misterio del hombre solo puede hacerse desde la revelación que Dios hace de sí mismo como hombre: «La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre... Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble» (Fides et ratio 12).
No hay otra alternativa al nihilismo de la sociedad del conocimiento y de la información sino la convergencia de la razón y de la fe en la contemplación de la verdad (Cfr. Fides et ratio proemio). Sin embargo, no basta a la conciencia creyente descubrir que tiene fe para sentirse liberada del nihilismo. Esta ingenua pretensión ha sido uno de los factores, en mi opinión, que más duramente han sacudido y frecuentemente destruido la creencia religiosa contemporánea, particularmente entre los católicos. También la fe ha sido deconstruida y reconstruida como una observación de segundo orden, es decir, como un archivo abierto a la hermenéutica de la información. «Creo que creo» es el conocido título de un libro de Gianni Vattimo que ilustra admirablemente esta reconstrucción en la lógica de una observación de segundo orden. No cabe duda que Dios es también un tema de conversación de la cultura actual, como de la de todos los tiempos. La evidencia empírica comparada muestra incluso que ha aumentado el consumo de creencias religiosas por la irresolución de la pregunta acerca del sentido. Pero una cosa es hablar «de» Dios, lo que representa un acto propio y característico de la sociedad del conocimiento y de la información aunque se le quiera dar el nombre de «fe», y otra muy distinta es hablar «con Dios», relación absolutamente incomprensible para una clausura operacional de la razón a partir de las distinciones con que observa el mundo.
Y, sin embargo, este es el núcleo constitutivo de la inteligencia de la fe. ¿Qué otra cosa podría significar la Revelación para el ser humano, sino precisamente esta posibilidad de transitar desde el hablar «de Dios» al hablar «con Dios», de reconocerlo presente en medio de las circunstancias de la vida humana? La teología nos indica que el modo en que Dios se revela es la autodonación de sí, que no por ello anula la libertad humana sino, por el contrario, la hace posible. Esta es la esencia de la «teodramática», para usar la feliz expresión de Von Balthasar, pero analógicamente también, la esencia de la dramaticidad de la vida humana: que en su libertad se haga presente el don de la gracia transformando en experiencia la verdad de su destino. No se trata de una información, sino de un acontecimiento, de la presencia de la inmediatez de lo absoluto que trasciende la mediatez de toda distinción. No se trata de una expectativa, sino de un cumplimiento. Como ha escrito el Papa en una de las más hermosas frases de su magisterio: «En realidad el tiempo se ha cumplido por el hecho mismo de que Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo: ¿qué «cumplimiento» es mayor que éste? ¿qué otro «cumplimiento» sería posible?» (Tertio millenio adveniente 9).
Esta dimensión escatológica de la experiencia humana tocada por la gracia es lo que permite hablar propiamente de la vida humana como misterio, pero no ya solo en el sentido negativo de lo ignoto, inefable e inconmensurable, que está más allá de toda palabra y de toda distinción, sino en la positividad del signo, del sacramento, de la presencia visible de la verdad y de la caridad en la comunión humana. Ésta es la razón por la que el Concilio no duda en definir la santidad como la vocación universal de todo ser humano. No es la expectativa del moralista que busca el reconocimiento de quienes lo observan, ni la ensoñación utópica de quien imagina un mundo feliz, sin mal moral, sin injusticias, sin enfermedades y sin la muerte. Nada de eso. Es más bien la promesa del «ciento por uno» que realiza la vida humana en la verdad de su humanidad.
Ahora bien, el saber-de-sí de este cumplimiento es lo que la tradición bíblica y, recientemente, Fides et ratio, denominan sabiduría. No se construye analítica o dialécticamente, sino que se descubre y se contempla como presencia, y por esta misma razón, solo puede transmitirse humanamente por el testimonio. Es ésta otra palabra deconstruida y reconstruida en la lógica de la información y usualmente difundida por los medios de comunicación de masas como reconocimiento social, justificación, como documentación de la coherencia y de la perseverancia para el logro de los objetivos que se proponen cuando se realizan con los medios adecuados. Aplicada al catolicismo, recuerda el «partido de los devotos», de los «intelectuales de la felicidad» sobre los que ironizaba Pegúy. Si la consideramos, en cambio, en su lógica sapiencial, deberíamos decir que la sabiduría del testigo es excéntrica. No habla de sí misma, sino de la positividad de la realidad, de su sentido objetivo, de su significado. No busca distraer ni entretener, sino referir todos los hechos a su fundamento. Y no obstante, en esta excentricidad, en esta aceptación libre de la verdad de todo lo real, que no procede de sí misma, la conciencia descubre su propia consistencia. Más aún, descubre con estupor que en la conciencia humana acontece el significado del mundo.
A la transformación del saber en conocimiento e información que realiza la sociedad actual le hace falta ser complementada con la transformación del saber en sabiduría, de la que da testimonio la tradición sapiencial. Es esta una experiencia exclusivamente humana, extraña a la máquina homeostática, porque no se construye por la simulación de escenarios posibles ni por la comparación de cursos de acción alternativos y contingentes, sino por la inmediatez de lo absoluto que acontece como obra de la gracia en cumplimiento de la vocación humana. Hablo de complemento y no de sustitución, ya que la transformación del saber en conocimiento e información es un logro evolutivo de la sociedad sin el cual no podría funcionar actualmente en los niveles de complejidad en que lo hace. No me parece que haya nada intrínsecamente negativo en ello, excepto el hecho de que muchos se sienten arrastrados a buscar en este procedimiento lo que jamás podrán encontrar, como es la realización de la vocación humana. Mas esta búsqueda insensata no está determinada ni por la organización social ni por las máquinas de las que se sirve, sino por la pérdida o el adormecimiento del sentido religioso, es decir, de la búsqueda del significado total y último de la realidad en el conjunto de todos sus factores. Si la información procede por la delimitación de una diferencia, no hay información en el mundo capaz de proporcionar el conocimiento sintético del conjunto de los factores de la realidad. Por su misma lógica de construcción, una información solo lleva a otra información.
Las máquinas inteligentes están diseñadas para producir y almacenar esta clase de información. En cierto sentido, se trata de una imitación de la inteligencia humana y por ello no parece errado hablar de máquinas inteligentes. Pero, a diferencia de la máquina, la conciencia humana no puede separar o aislar su inteligencia de la condición humana misma, de su concreto y único modo de existir, el cual determina propiamente el qué y el porqué de la búsqueda del saber. Se trata de aquellos datos antropológicos elementales que no pone la inteligencia en la realidad, sino que le son dados por la vida misma. Nadie ha escogido venir a la existencia ni ha recibido la vida en virtud de un acto de su inteligencia. Nadie ha escogido su condición finita y mortal ni podrá trascenderla en virtud de un acto de su inteligencia. Esta puede aspirar a comprender el origen y el destino de la existencia, pero no puede determinarlos. Reducir la conciencia a la observación y la producción de conocimiento implica censurar en la inteligencia humana aquello que, en última instancia, es lo único que le interesa saber: qué sentido tiene estar en la existencia y cómo se armoniza este sentido con el significado de todo lo que existe. Sin esta apertura a la pregunta por la finalidad, por el por qué, tampoco tendría sentido averiguar qué puede significar para el ser humano ser inteligente. La censura en la conciencia de su radical apertura al misterio conduce inexorablemente a definir como real y verdadera expectativa de la conducta humana su constante adaptación a las necesidades sociales, del modo como la propia sociedad las define.
Encauzar a las personas a adaptarse con flexibilidad a las circunstancias imponderables y siempre cambiantes de la realidad social me parece que es un servicio que debe apreciarse en todo su valor y no pretendo aquí desconocerlo. Pero elevarlo a la categoría de finalidad del orden institucional, a la condición de fundamento de la moralidad de los actos humanos, introduce una distorsión antropológica de graves consecuencias. Tanto la tradición cristiana como el Estado de Derecho han reconocido el valor anterior y superior de la persona humana frente a cualquier clase de instituciones sociales. Pero ya no se sabe bien o no se recuerda por qué habría que reconocerle a la persona humana este valor tan prominente. Desde el punto de vista del funcionamiento de la sociedad más parece una rememoración romántica de una situación desmentida diariamente por la evidencia empírica. Lo que, de modo particular, queda de manifiesto en esta época es que tampoco puede justificarse este valor inconmensurable de lo humano apuntando a su condición inteligente, sin especificar, al menos, de qué inteligencia hablamos. Las máquinas inteligentes pueden avergonzar en ciertos dominios a la inteligencia humana. Por ello, se vuelve indispensable comprender la finalidad del orden institucional con aquella inteligencia que no es sustituible ni comparable con la inteligencia de las máquinas y que no es otra que aquella que pone a la conciencia humana en el umbral del misterio y le permite comprender su positividad.
Desde la inteligencia de la tradición sapiencial, puede describirse la moralidad de la convivencia, con las siguientes palabras del Padre Luigi Giussani: «La moral no es otra cosa que continuar la actitud original con la cual Dios crea al hombre frente a todas las cosas y en su relación con ellas» (El riesgo de educar; pág. XIII). La comprensión y transmisión de esta «actitud original» toca el fondo a la vez más íntimo y universal del saber-de-sí que no podrá jamás ser reducido a información, puesto que no se alcanza por una distinción hecha por un observador, sino por la experiencia de los maestros y testigos tocados en su humanidad por la gracia de la comunión eclesial, cuyo fruto más elocuente es el gozo en la verdad de todo lo que existe y el gusto por la vida.
Al observar las actuales tendencias culturales promovidas por la sociedad del conocimiento y de la información resalta con mayor urgencia que nunca la necesidad de los católicos de recuperar esta memoria cultural y formativa de su propia tradición. No se trata solo de un derecho que les asiste en virtud de la libertad religiosa y de conciencia, sino que se trata también de un derecho que tienen todos los seres humanos, de todos los pueblos, de alcanzar ese profundo saber de-sí que proviene de la tradición sapiencial y que solo se puede testimoniar. ¿De qué serviría la fatiga por adquirir todo el conocimiento e información del mundo si la inteligencia no descubre en este conocimiento el significado último de todo, la sabiduría de saber? Este sentido no procede de la información, ni puede ser, por tanto, materia de auto-aprendizaje con medios informativos. Solo puede percibirse y experimentarse como la «actitud originaria» con que una comunidad de testigos se abre a la verdad y conquista desde ella su libertad.
Fides et ratio ha dado a los católicos una brillante luz para comprender su misión cultural en medio de una sociedad atravesada trágicamente por el nihilismo y el sin sentido. Los prodigiosos avances de las ciencias y de las tecnologías de la información son de inmensa utilidad para el desarrollo de todas las habilidades humanas vinculadas precisamente a la transformación del saber en conocimiento e información. Pero tendríamos que repetir una vez más con Nietzsche: «falta la finalidad, falta la respuesta a la pregunta por el por qué». Es la pregunta que la tecnología de la información no puede formular porque traspasa la existencia humana en su totalidad y no solo el ámbito del diferenciar y observar lo diferenciado. Compromete a la razón y a la fe, a la inteligencia y a la libertad. Nos dice la encíclica: «La Revelación introduce en la historia un punto de referencia del cual el hombre no puede prescindir, si quiere llegar a comprender el misterio de su existencia; pero, por otra parte, este conocimiento remite constantemente al misterio de Dios que la mente humana no puede agotar, sino solo recibir y acoger en la fe. En estos dos pasos, la razón posee su propio espacio característico que le permite indagar y comprender, sin ser limitada por otra cosa que su finitud ante el misterio infinito de Dios» (Fides et ratio n.14). Solo el testimonio y las obras que nacen de esta libertad de la inteligencia pueden ser una esperanza para el mundo.