La edificación de la «casa común europea», para ser algo más que un conjunto de relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda y afirmación de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto por la identidad, la dignidad de todo ser humano, y los derechos fundamentales de los hombres en modo alguno recortados, anteriores a cualquier ordenamiento de la sociedad.
I. El fenómeno de la secularización y su derivación en el laicismo ideológico imperante
El proceso de secularización constituye, lo sabemos bien, el latido del corazón de la modernidad. El fenómeno de la secularización, al menos en algunos países, asume cada día con más fuerza la forma de un laicismo, más o menos oficial, radical e ideológico, en que Dios no cuenta; se actúa «como si Dios no existiera», y a la fe se le reduce o recluye a la esfera de lo privado. En algunas partes, este laicismo se está convirtiendo en el dogma público básico, al tiempo que la fe es solo tolerada como opinión y opción privada, y así, a decir verdad, no es tolerada en su propia esencia. Este tipo de tolerancia privada ya se le concedió a la fe en la misma Roma del imperio: el sacrificio al emperador, en último término, sólo perseguía el reconocimiento de que la fe no representaba ninguna pretensión de carácter público, al menos de manera significativa. El desarrollo de este laicismo toca al núcleo y fundamento de nuestra sociedad; afecta al hombre en su realidad más viva y a su propio futuro.
El fenómeno de la secularización, en su forma de laicismo esencial o ideológico, de hondas raíces, en efecto, está afectando a todo: ha afectado no sólo a la sociedad en general, sino que hasta ha podido invadir también la fibra religiosa. No se trata ya, como en otros momentos, del reconocimiento de la justa autonomía del orden temporal, en sus instituciones y procesos, algo que es compatible enteramente con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella. Se trata aquí de algo muy hondo que afecta al modo de ser, de pensar y de actuar, puesto que conlleva la voluntad de prescindir de Dios en la visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos o fines de sus actividades personales y sociales.
Este laicismo ideológico comporta un modo de pensar y vivir en el que la referencia a Dios es considerada, en el fondo, como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad. Así se va implantando la comprensión atea de la propia existencia. Este laicismo arrastra a muchos a la ruptura de la armonía entre fe y razón que tanto alcance tiene, y a pensar que sólo es racionalmente válido lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido por el ser humano, como si fuéramos verdaderos y únicos creadores del mundo y de nosotros mismos: todo parece que sea obra humana y que no pueda ser nada más que obra humana. De ahí esa nueva antropología, que se ha difundido por doquier, que concibe al hombre, no como ser, como alguien, por sí mismo pensado, creado y querido por Dios, o como naturaleza y verdad que nos precede y es indisponible, sino como libertad omnímoda o como decisión: La libertad individual viene a ser como un valor absoluto al que todos los demás tendrían que someterse, y el bien y el mal habría de ser decidido por uno mismo, o por consenso, o por el poder, o por las mayorías.
Esto, a mi entender, constituye el gran drama de nuestro tiempo. Porque en tal secularización y laicismo, el hombre, se diga lo que se diga, se queda solo, en su soledad más extrema, sin una palabra que le cuestione, sin una presencia amiga que le acompañe siempre, sumido con frecuencia en la soledad del vacío y de la nada; «solo como creador de su propia historia y de su propia civilización, solo como quien decide por sí mismo lo que es bueno y lo que es malo, como quien habría de existir y continuar actuando etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiera. Pero si el hombre por sí solo, sin Dios, puede decidir lo que es bueno y lo que es malo, también puede disponer que un determinado grupo de seres humanos sea aniquilado». (No podemos olvidar a este respecto que, apoyadas en similares raíces de pensamiento, determinaciones de este tipo ya se tomaron, por ejemplo, en el Tercer Reich, por personas que, habiendo llegado al poder por medios democráticos, se sirvieron de él para poner en práctica los perversos programas de la ideología nacionalsocialista, y que medidas análogas tomó también el Partido Comunista en la Unión Soviética y en los países sometidos a la ideología marxista) (Juan Pablo II, en Memoria e identidad).
Todas las corrientes de pensamiento y todos cuantos tienen responsabilidades sociales, culturales o políticas en el mundo, deberían considerar a qué perspectivas podría conducir la exclusión de Dios de la vida pública. No es posible un Estado ateo. Como diría el Cardenal J. Ratzinger: «No lo es en ningún caso en cuanto Estado de derecho duradero. Esto implica que Dios no puede quedar relegado incondicionalmente a la esfera de lo privado». No parece posible un Estado, «confesionalmente» laicista, de iure o de facto, que excluya a Dios de la esfera pública. No podría sobrevivir a largo plazo un Estado de derecho bajo un dogma ateo en vías de radicalización. Para poder sobrevivir es necesaria una reflexión fundamental que haga caer en la cuenta de qué es lo que está en juego en toda esta temática.
Por lo demás, la democracia funciona si funciona la conciencia, y esta conciencia enmudece si no está orientada conforme a valores éticos fundamentales, previos a cualquier determinación, válidos y universales para todos, indisponibles, conformes con la recta razón, que pueden ser puestos en práctica incluso sin una explícita profesión de fe, y en el contexto de una religión no cristiana» (J. Ratzinger, en Iglesia, ecumenismo y política, Madrid, 1986, p. 257; cfr J. Ratzinger, Fede, Verita, Tolleranza. Il cristianessimo e le religione del mondo, Siena, 2003, pp. 223-275). Es contrario a la razón actuar contra la naturaleza de Dios, como también es contrario a la naturaleza de Dios no actuar con la razón (Cf. Benedicto XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona, septiembre 2007). «La negación de Dios priva de su fundamento a la persona y, consiguientemente, la induce a organizar el orden social prescindiendo de la dignidad y responsabilidad de la persona” (Juan Pablo II, Centessimus Annus, 13; cf 14, 17, 18, 41, 44).
II. La laicidad no es laicismo. Necesidad de Dios que entraña lo último, lo incondicional
La laicidad no es laicismo. Dios entraña lo último, lo incondicional, lo que concierne de manera decisiva, el definitivo sentido de todo, el último juez de la ética y supremo garante contra todos los abusos del poder ejercidos por el hombre y sobre el hombre. Él es y manifiesta lo «sagrado», lo que reclama respeto por encima de todo y siempre. En Él se funda lo indisponible, lo innegociable, lo inviolable, toda sacralidad, la sacralidad que es la persona humana, con su dignidad y destino irreductible, que es cada uno de los seres humanos, que son los otros y las cosas últimas y decisivas, que es el terreno de la conciencia, que son los mismos derechos fundamentales del hombre no negociables ni cambiables. Los antiguos griegos habían descubierto ya que no hay democracia sin la sujeción de todos a una Ley, y que no hay Ley que no esté fundada en la norma de lo trascendente de lo verdadero y lo bueno. Hay algo, por ello, que no puede faltar en la sociedad, y que significa un saludable límite al poder, siempre cambiable, de los hombres: Se trata del límite de lo que, en la recta razón, para vivir dignamente y sobrevivir no es manipulable ni sometible por el hombre, es decir, «el respeto a aquello que es sagrado para otros, y el respeto a lo sagrado en general, a Dios, un respeto perfectamente exigible incluso a aquel que no está dispuesto a creer en Dios», porque, además, pertenece a la razón, o confirma la razón. Por eso, «allá donde se quiebra este respeto, algo esencial se hunde en la sociedad» (J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, p. 87).
En ese conjunto de sacralidad que reclama tal respeto, los derechos fundamentales del hombre no son creados por el legislador ni concedidos a los ciudadanos, sino que más bien existen por derecho propio y han de ser reconocidos y respetados por el legislador, pues se anteponen a él como valores superiores. La vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política remite en última instancia al Creador: sólo Él puede crear derechos que se basan en la esencia y verdad del ser humano y de los que nadie puede prescindir. En este sentido, aquí se codifica una herencia cristiana esencial en su forma específica de validez. Que haya realidades, valores, derechos, que no son manipulables por nadie, «sagrados», es la verdadera garantía de nuestra libertad, de la grandeza del ser humano, de un futuro para el hombre: la fe ve en ello el misterio del Creador y la semejanza conferida por Él al hombre; por esto, ve también la verificación de lo que está entrañado en la máxima de Jesús: «Dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César», tan acorde, por lo demás, con la recta razón, que presupone la limitación, el control y la transparencia del poder, la no manipulación del derecho y el respeto a su propio espacio intangible, y, finalmente, la fundamentación del derecho sobre normas morales, sobre la verdad y el bien, lo que es bueno y verdadero por sí mismo.
La unidad y la convivencia de las gentes y de los pueblos sólo serán posibles si surge, en el horizonte presente de la historia, un sujeto social capaz de construirlas pacientemente, porque su experiencia de vida y su respuesta a interrogantes fundamentales del hombre le hacen capaz de amar a toda persona humana en tanto que persona, partícipe del mismo misterio y de la misma vocación, por encima de cualquier otra determinación de raza, cultura y religión, pueblo, clase social o adscripción política.
Por lo demás, «la absoluta profanidad que se ha construido en Occidente es profundísimamente ajena a las culturas del mundo. Esas culturas se fundamentan en la convicción de que un mundo sin Dios no tiene futuro» (J. Ratzinger, Iglesia, ecumenismo y política, p. 87). Esta es, opino, una de las grandes cuestiones y retos que plantea hoy el islamismo al mundo secularizado y sometido a un laicismo ideológico.
III. Fe en Dios, afirmación del hombre.
Existe, con frecuencia, una cierta confusión entre neutralidad y laicidad, entre lo que es un Estado no confesional, neutral, y un Estado de confesión laicista, expresa o tácita, pero real, o entre «libre pensamiento» y secularidad, o que se contrapongan fe y razón, religiosidad y ciencia, como si la fe y la religiosidad fuera algo superado, que queda para la individualidad y la privacidad, que no es universalizable para la organización social y para el progreso, y que, por supuesto, debe dejar todo el espacio a la razón humana abandonada a sí misma o a la ciencia y sus avances. Es necesario atreverse a decir, como están haciendo los últimos Papas, que la afirmación de Dios conduce a la afirmación del hombre, que es raíz y fundamento de la dignidad e inviolabilidad de todo ser humano y lleva consiguientemente a la paz y a la cohesión de la sociedad, basadas siempre en el respeto y promoción de la dignidad de todo hombre.
El silenciamiento de Dios o el abandono de Dios, su confinamiento o reducción a la esfera de lo privado es con mucho el acontecimiento fundamental de estos tiempos en Occidente. No hay otro que se le pueda comparar en radicalidad. Ni siquiera la pérdida del sentido moral. El hombre puede excluir a Dios del ámbito de su vida personal y social o pública. Pero esto no ocurre sin gravísimas consecuencias para el hombre mismo y para su dignidad como persona, para la asunción de aquellos valores que son base y fundamento de la convivencia humana, para todas las esferas de la vida.
Afirmar a Dios es afirmar al hombre. Me remito, con toda sencillez, a la persona de Jesucristo, acontecimiento real de nuestra historia: toda su existencia, todo su ser, todo su obrar, es una manifestación de Dios, nos remite a Dios; y todo Él es el «sí» más pleno e incondicional de Dios al hombre; todo Él nos ha revelado que Dios es Amor, su rostro es el de Dios que ama al hombre hasta el extremo y sin condiciones, lo apuesta todo por el hombre. A partir de Jesucristo, Dios sólo puede ser afirmado afirmando al hombre; nunca al margen o a costa del hombre; y el hombre no puede ser afirmado o reconocido plenamente al margen, y, menos aún, en contra de Dios.
La fe en Dios, en el centro de la creación, de la existencia humana y de la historia, no es una merma del ser del hombre, sino que lo conduce a lo más alto de la condición humana y reclama el desarrollo de la razón. A partir de la fe en Dios, con rostro de hombre, no debería caber la intransigencia ni la autosuficiencia, ni la prepotencia que conduce a la exclusión y al desprecio de los demás; sino únicamente el inclinarse ante todo hombre y elevarlo a su dignidad más alta, encontrarse con todos con el amor verdadero, fraterno y amigo. Esta es la gozosa esperanza con que la Iglesia, animada por la fe, mira el destino de la humanidad. Nada hay genuinamente humano que no le afecte. La fe, de suyo, rechaza la intolerancia y obliga a un diálogo respetuoso, a no excluir a nadie, a ser universalistas, a buscar la unidad, a trabajar por la paz basada en la justicia, en el real reconocimiento de la dignidad inviolable de todo ser humano y en el respeto inconmovible a todos sus derechos fundamentales e inalienables, y la promoción de todas las libertades, empezando por la libertad religiosa y de conciencia.
IV. Necesidad de un cambio cultural para una convivencia entre los hombres. La superación de la fractura entre fe y razón, clave del futuro
Esto nos lleva a la necesaria y complementaria aportación de los diversos modos de comprender la sociedad y la convivencia social, y la apertura de unos y otros para que en la búsqueda y encuentro de la posible armonía de la sociedad pueda crear y respetar el espacio común en que las personas puedan realizarse personal y socialmente. Uno de los motivos en que algunos apoyan sus tesis laicistas y secularizadoras es su visión de la fe como algo que de suyo conduce a la confrontación y a la exclusión; el nuevo modo de convivencia, se piensa, entre los hombres sólo podrá venir de la razón ilustrada que no tiene en cuenta a Dios, y busca cómo llegar a un entendimiento razonable y a una correcta organización de las relaciones en la sociedad basada en la razón ilustrada, con sus diversas formas y expresiones, y en el consenso social.
Para la nueva convivencia, consiguientemente para una nueva sociedad, es necesario que se proponga una mutación cultural que impida el hundimiento y derrota de lo humano, y la fractura de la sociedad. El Papa Benedicto XVI, en su Encíclica Deus caritas est, ofrece caminos nuevos para la superación de las aporías sociales en las que se ha visto y se ve sumergida la sociedad de nuestros días, de un modo especial la sociedad europea, tanto en lo que mira a la persona humana como a la organización de la sociedad. (Pensemos sólo por un instante en la fatídica sombra del nacionalsocialismo y del comunismo histórico).
Tengamos en cuenta, además, que uno de los elementos principales que conlleva la secularización generalizada de nuestro tiempo, desarrollada en lo que he denominado «laicismo ideológico», es la separación entre fe y razón. La armonía o la ruptura entre fe y razón es una cuestión que viene de lejos, y que resulta especialmente urgente tanto ante las cuestiones de una nueva convivencia y sociedad, como ante los interrogantes, reclamos y exigencias de la modernidad. Podríamos afirmar sin caer en exageraciones unilaterales, que el entendimiento entre los espacios que se asientan en la sola razón y los que amplían el horizonte desde la perspectiva de la religión están llamados a la íntima colaboración para que la Humanidad no cierre caminos de futuro y estemos abocados a previsibles hendiduras sociales. Es necesario centrar los esfuerzos, como hace Benedicto XVI en su larga trayectoria de pensamiento y honestidad intelectual, en favorecer el acercamiento entre la visión racional, o si queremos mundo laico, y la perspectiva religiosa, o mejor la perspectiva creyente, para que sobre la base de una armonía con la dimensión religiosa se puedan no sólo reconocer sino cimentar los derechos fundamentales del hombre y de la sociedad; y se pueda proponer, con garantía, la realización de los mismos para la superación de las conflictividades sociales cada día más crecientes debido al rechazo de la armonía fe-razón, sin la cual no se puede establecer un auténtico diálogo en el que se engloben todas las dimensiones fundamentales del hombre.
Recuerda Benedicto XVI en Ratisbona que, actuando bajo la razón y comprometidos en el ejercicio de la responsabilidad de cada uno con el recto uso de la misma, es posible la experiencia del saber y del vivir desde la universalidad, a la par del saber y vivir en la propia especialidad, desde lo más propio y concreto. La experiencia de la armónica existencia en la convivencia con los demás, si no queremos correr el riesgo de independizar el saber del vivir y caer en el peligro de un saber que alejándonos de la sabiduría (es decir, del saber para la vida) nos sumerja en la espiral de la ideología, nos está reclamando la armonía fe-razón, la reconciliación con la naturaleza para no ser víctima de una continua aversión al Creador. A nadie se le escapa que la convivencia no es posible allí donde el rechazo del Creador hace inviable la comprensión y acogida de la creación, de especial modo de la criatura humana. Se nos impone el esfuerzo de mostrar la necesidad y la posibilidad de conciliación de la fe y la razón como respuesta a los problemas de la modernidad, como la clave existencial de comprensión de la historia, y como superación de las aporías del laicismo y de la secularización radical de nuestros días. Se debería conceder el primado a lo que aparece como indiscutible en las raíces de la Europa cristiana: la no ruptura de la cohesión interior en el cosmos de la razón cuando no deja de estar presente la pregunta sobre Dios –puesta en el corazón del hombre– y la respuesta de Dios mismo dada a su criatura (la Revelación). Se puede deducir del discurso de Ratisbona y de otras muchas intervenciones de Benedicto XVI, y antes del teólogo o cardenal Joseph Ratzinger, que es radicalmente imposible la convivencia y cohesión social si Dios es el gran ausente. El eclipse y el silenciamiento de Dios conlleva el eclipse y silenciamiento del hombre (E. Romero Pose).
Lo que está en juego en esta sociedad y cultura dominante secularizada y laicista en orden a alcanzar la justa y necesaria convivencia entre todos, es una recta visión del hombre, una consideración válida para todos de la persona en sí misma, que, en la antropología cristiana, no es inteligible sin Dios en el centro de la creación. Benedicto XVI, en su Mensaje para el 1 de enero de 2007 y en toda su doctrina, propone una paz, nueva, verdadera y estable, y ofrece un criterio que «no puede ser otro que el respeto de la ‘gramática’ escrita en el corazón del hombre por su divino Creador» (Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada de la Paz 2007, n.3). Y añade: «En esta perspectiva las normas del derecho natural no han de considerarse como directrices que se imponen desde fuera, como si coartaran la libertad del hombre. Por el contrario deben ser acogidas como una llamada a llevar a cabo fielmente el proyecto divino universal inscrito en la naturaleza del ser humano... El reconocimiento y el respeto de la ley natural son también hoy la gran base para el diálogo entre los creyentes de las diversas religiones, así como incluso entre los creyentes y no creyentes. Éste es un gran punto de encuentro y, por tanto, presupuesto fundamental para una paz auténtica». Es necesario aprender que la paz está conectada con el abrirse a Dios, y, por tanto, con la superación del laicismo imperante. Para construir la paz es preciso estar muy atentos para no caer en esa mentalidad que tan amplia como poderosamente está actuando en nuestro mundo inspirada por el laicismo ideológico, totalitario y excluyente. Mentalidad o «ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública. Un recto concepto de libertad religiosa no es compatible con esta ideología, que a veces se presenta como la única voz de la racionalidad. No se puede cercenar la libertad religiosa sin privar al hombre de algo fundamental» (Juan Pablo II); esto promueve necesariamente una mentalidad negativa para la convivencia y la paz.
Por todo ello, es urgente dar la primacía al entendimiento fe-razón aprisionados por una cultura y una sociedad transida de escepticismo radical. Sólo así se impedirá que la Humanidad no se extravíe y ésta pueda progresar por caminos de entendimiento y convivencia solidaria. Benedicto XVI, en Ratisbona, apuntó y desveló la decisiva importancia de la racionabilidad de la fe para dar respuesta a los problemas no sólo de la sociedad occidental, sino a los que están emergiendo con fuerza nueva en los distintos lugares del globo: desde la guerra hasta el entendimiento intercultural y el diálogo interreligioso, para la libertad y la paz y la justa distribución de bienes, para la armonización entre minorías y mayorías. Benedicto XVI, al reclamar suma atención a la íntima y amigable relación entre la fe y la razón, y la superación misma de la mentalidad secularista y de la ideología laicista, invita a los responsables de la sociedad a que no cierren sus ojos –por no aceptar propuestas racionales a la par que espirituales y religiosas–, a la decadencia y fin de una civilización, al derrumbamiento demográfico, a la crisis del derecho y la justicia que son aceptados como soporte de una débil e inestable convivencia. Benedicto XVI va aún más lejos. La necesaria y urgente llamada a poner a Dios en el centro de la sociedad en armonía con la razón, para que la convivencia humana no se convierta en un problema crónico e irresoluble, conlleva no renunciar a la profesión explícita de que la garantía de toda convivencia y entendimiento humano es actuar según la razón y ésta ha lugar cuando se actúa conforme a la naturaleza de Dios. Exiliar a Dios es el anuncio del destierro de la razón, es entregarse al arbitrio de la irracionalidad. En diálogo con Habermas, en la Academia Católica de Baviera, Joseph Ratzinger llamaba la atención sobre la necesidad de recuperar en la conciencia de la sociedad occidental las certezas básicas en torno a lo que es el hombre, su origen y destino, superando lo que él llatípicas del actual momento social, calificado por el filósofo alemán como «postsecular». Superación tanto más necesaria y urgente política de la religiosa tanto en el ámbito privado como público. Es preciso reconocer que de la fe, del reconocimiento y afirmación de Dios brota el más profundo humanismo. La lección magistral del Papa en Ratisbona abre grandes horizontes y perspectivas, arroja una gran luz sobre nuestro momento actual y sobre el tema que nos ocupa. Ahí se nos muestra un gran futuro para la Humanidad, y en concreto, para Europa. Olvidarlo o rechazarlo pudiera acarrear grandes sufrimientos.
Para finalizar. La secularización y el laicismo comportan un verdadero reto para la Iglesia y para Europa. Ese reto comporta una pregunta: ¿hacia dónde se encamina Europa? De la reflexión que venimos haciendo, hay un aspecto que quisiera en estos momentos destacar. Europa, como concepto cultural e histórico, como «acontecimiento del espíritu» por el encuentro entre el logos griegos y el Logos divino que se ha hecho carne, es cuna y morada de las ideas de persona, verdad y libertad, es decir, de la dignidad humana. Con independencia de otras cuestiones y análisis, se nos plantea ahora preguntarnos por aquello que pueda garantizar el futuro de Europa y que sea capaz de mantener su identidad interna a través de los cambios históricos. Se nos plantea, pues, la insoslayable tarea de edificar sobre lo que hoy y mañana prometa mantener la dignidad humana y una existencia conforme a ella.
La edificación de la «casa común europea», para ser algo más que un conjunto de relaciones empíricas, ha de construirse sobre la búsqueda y afirmación de la verdad de la persona, único fundamento posible al respeto por la identidad, la dignidad de todo ser humano, y los derechos fundamentales de los hombres en modo alguno recortados, anteriores a cualquier ordenamiento de la sociedad. Ha de construirse sobre la posibilidad de una respuesta a cuestiones de fondo que han sacudido dramáticamente, en los últimos siglos, la cultura europea. Por ello, es necesario recordar y exigir la vigencia de la dignidad humana previa a toda acción y decisión política. Esto es decisivo para el futuro de Europa y de los europeos, de todos, también de los españoles y de la Nación española. Por eso, reducir lo cristiano y la fe a la privacidad, es encaminar e impulsar a Europa a que deje de hacer su historia.