Para poner de relieve la posición de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio con respecto al problema de los cultos satánicos desarrollaré el tema en los siguientes puntos: la novedad del culto cristiano; la realidad de Satanás y sus insidias contra los hombres; los ritos satánicos en el juicio de la Iglesia; y posibles consecuencias de la participación en ritos satánicos. 

La herencia de la época moderna que ve, si no la derrota, por lo menos una drástica atenuación de la pretensión racionalista, nos presenta una inesperada explosión de lo sacro. La secularización de había anunciado como una reducción a términos “mundanos”, “no religiosos”, del discurso cristiano. Hoy, en cambio, pululan las más variadas formas de una sacralidad que se podría definir naturalista, pues encuentra respuestas al sentido religioso en una concepción de la naturaleza (del cosmos y del hombre) que -casi al estilo de la era precristiana- vuelve a ser considerada divina en sí misma (theia physis). Dioses y demonios pueblan el universo de este nuevo politeísmo irracional, paradójicamente alimentado por los extraordinarios medios que ofrecen la ciencia y la técnica.

No creer ya en Dios no significa creer en nada; por el contrario, significa creer en todo. Esta conocida intuición de Chesterton describe bien la condición de muchos hombres de hoy, los cuales, tras abandonar la fe cristiana y decepcionados de las pretensiones de la razón iluminista, se encuentran inermes frente a la realidad. No consiguen liberarse de la angustia de su soledad radical frente al mundo y al tiempo. Para dominarla recurren a la magia, que permitiría obtener la protección de poderes ocultos, y no renuncian a buscar una alianza con las mismas potencias del mal.

Por esto proliferan las prácticas mágicas; incluso algunos fieles cristianos participan en grupos satánicos que practican un culto abiertamente contrario a la religión católica. Ante esta situación, la Iglesia -y de modo especial los pastores- está llamada a dar un juicio claro, que se hace posible por el renovado anuncio de la victoria de Cristo sobre Satanás, sobre el pecado y sobre la muerte.

Para poner de relieve la posición de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio con respecto al problema de los cultos satánicos -sin dejar de subrayar su peligrosidad e inconciliabilidad con la naturaleza de la fe y de la moral cristiana- desarrollaré el tema en los siguientes puntos: la novedad del culto cristiano; la realidad de Satanás y sus insidias contra los hombres; los ritos satánicos en el juicio de la Iglesia; y posibles consecuencias de la participación en ritos satánicos.

La novedad del culto cristiano

“Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual (Rm 12,1). El culto cristiano, obra de Cristo sacerdote, al que se asocia el hombre, presenta un carácter del todo particular, que lo distingue radicalmente de cualquier otra forma de culto. Jamás puede reducirse a un puro rito o práctica de piedad. En efecto, la adoración a Dios, que culmina con la celebración de los sacramentos, sólo se realiza plenamente con el ofrecimiento de la propia vida como oblación agradable al Padre.

¿Dónde radica la originalidad del culto cristiano? En el acontecimiento de Jesucristo: “A este Jesús, Dios lo resucitó: de lo cual todos nosotros somos testigos. Y, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros veis y oís (…). Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (Hch 2, 32-33). De modo libre y gratuito, el Padre decidió antes de todos los siglos, hacer partícipe de su vida divina a los hombres, conformándolos con Jesucristo por obra del Espíritu Santo. Para realizar este plan de salvación, dio el ser a todas las cosas, visibles e invisibles, y entre ellas al hombre, creado a su imagen y semejanza y llamado a la vida sobrenatural. Con el pecado de Adán no cambió este “orden original”, sino que se manifestó su carácter redentor. El Hijo eterno de Dios se encarnó y, en el misterio pascual (muerte, resurrección, ascensión y don del Espíritu Santo), realizó la obra de la justificación. Ésta llega a los hombres de todo tiempo a través de la Iglesia, mediante los siete sacramentos. La justificación, según la conocida terminología neostestamentaria, engendra hijos en el Hijo: “En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos” (Rm 8, 14-17). El sacramento del bautismo, intrínsecamente orientado a la Eucaristía, obra en el creyente esta regeneración sobrenatural y lo introduce en la vida nueva en Cristo, haciéndolo capaz de actos meritorios.

Así, la potencia y la belleza de la obra de Cristo se manifiesta, en cierto sentido visiblemente, en la vida nueva del bautizado, caracterizada, ante todo, por las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La adhesión a Jesucristo en la obediencia de la fe, la práctica de una caridad acompañada de obras, para con Dios y con el prójimo, y la esperanza de que la misericordia de Dios nos dará la plenitud de la vida eterna, que ya es objeto, como prenda, de experiencia presente, son características de la vida de los santos, ejemplos privilegiados de la novedad existencial que Cristo trajo al mundo. La existencia del cristiano (en Cristo), que en sí misma es el nuevo culto, tiene su expresión culminante en los actos específicos de culto. El concilio Vaticano II, al hablar de la celebración litúrgica, hace referencia a la enseñanza de la Escritura y de la Tradición: “Toda celebración litúrgica, como obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium.7). en efecto, el acto de culto, que para el cristiano sólo puede dirigirse a Dios, tiene fundamentalmente la forma de una “respuesta” a la iniciativa gratuita del Padre en Jesucristo por obra del Espíritu Santo. En este acto están implicadas las tres virtudes teologales que, a su vez, abarcan todas las dimensiones constitutivas de la persona.

La realidad de Satanás y sus insidias contra los hombres

En este marco se puede hablar, con seriedad y sin caer en exageraciones, de los ritos satánicos: un árbol venenoso que crece en el terreno contaminado de la magia. Ante todo, no debemos olvidar que la Iglesia, por una parte, siempre ha rechazado una excesiva credulidad en esa materia, censurado enérgicamente todas las formas de superstición, al igual que la obsesión por Satanás y los demonios y los ritos y modalidades de maléfica adhesión a tales espíritus. Por otra parte, y sabiamente, también ha puesto en guardia contra un enfoque puramente racional de estos fenómenos, que termine por identificarles siempre y sólo con desequilibrios mentales. Una serena posición de fe ha sido la característica de la actitud de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Como nos recuerda san Juan Crisóstomo: “Ciertamente, no es un placer entretenerse con el tema del diablo, pero la doctrina que aquel me ofrece la ocasión de tratar resultará muy útil para vosotros” (Del diablo tentador, Homilía II, 1).

Hace veinte años no eran raros los discursos teológicos que negaban la existencia del diablo y de su obra real de insidia contra los hombres. Esto llegó a tal punto, que el Papa Pablo VI sintió la necesidad de recordar la fe de la Iglesia sobre esa materia, en la audiencia general del 15 de noviembre de 1972: “El mal no es ya sólo una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Quien rehúsa reconocer su existencia, se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica; como se sale también quien hace de ella un principio autónomo, algo que no tiene su origen, como toda criatura, en Dios; o quien la explica como una pseudo-realidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias” (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de noviembre de 1972, p. 3). Estas palabras recogieron la enseñanza constante del Magisterio de la Iglesia (siglos V-VI: Ds, 286,291, 325, 457-463; siglo XIII: Ds, 797: siglos XV-XVI: Ds 1.349, 1.511; siglo XVII: Ds, 2.192, 2.241, 2.243-2.245, 2.251; siglo XX: Ds, 3.514), especialmente la del Concilio IV de Letrán, celebrado en el año 1215, cuyo contenido ha sido analizado minuciosamente en el documento “Las múltiples formas de la superstición”, publicado por la Congregación para la doctrina de la fe (26 de junio de 1975). El pronunciamiento del IV Concilio de Letrán, contra los albigenses y los cátaros, afirma: “En efecto, el diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos. El hombre, después, pecó por sugerencia del demonio (Ds, 800). Juan Pablo II, en el ciclo de catequesis sobre la creación (9 y 30 de julio, y 13 de agosto de 1986) afirma la misma doctrina y el Catecismo de la Iglesia Católica la expresa claramente: “Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios que, por envidia, los hace caer en la muerte. La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven es este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo. La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios (…). El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 391). Por lo tanto, no se puede negar la existencia real de un ser creado por Dios. Sin embargo, debemos notar que el Catecismo, siguiendo toda la Tradición de la Iglesia, habla del diablo de modo subordinado a la historia de la salvación, en el ámbito de la creación y del pecado original. Esta opción priva de raíz toda posibilidad de dualismo que pretenda poner a Satanás al mismo nivel de Dios. La historia de la salvación no es la lucha, en igualdad de condiciones, entre Dios de misericordia y el padre de la mentira. Está definida, en cambio, por la omnipotencia del Padre, que ha enviado a su Hijo “para destruir las obras del demonio” (1 Jn 3, 8). No hay más que un principio del ser y, por lo tanto, no hay más que una posibilidad de victoria: toda la obra de Satanás está marcada, desde el comienzo, por las huellas del vencido. Sin embargo, el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero sólo criatura: no puede impedir la edificación del reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su reino en Jesucristo, y aun que su acción cause graves daños -de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física- en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la divina Providencia, que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero “nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28) (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 395). Aun siendo un vencido, Satanás no cesa de plantear dificultades a los hijos de Dios, porque la victoria de Cristo espera a manifestarse de manera incontrovertible en su parusía. Aquel que es llamado homicida desde el principio (cf. Jn 8,44) acecha continuamente a los fieles para que se separen de su Redentor. “Sería un funesto error comportarse como si, considerando ya resuelta la historia, la redención hubiera obtenido todos sus efectos, sin que sea ya necesario empeñarse en la lucha de la que hablan el Nuevo Testamento y los maestros de la vida espiritual” (Las múltiples formas de la superstición, op. Cit). La vida cristiana tiene una dimensión intrínseca de lucha, de la que ninguno se puede ver libre. San Agustín habla de las dos ciudades, contradictorias entre sí; y san Ignacion de Loyola, gran maestro de vida espiritual, en el libro de sus Ejercicios nos ha dejado la famosa meditación de las dos banderas, que expresa con viveza la lucha del cristiano. En efecto, la salvación, del hombre no puede ser automática, porque tiene en cuenta su libertad. Si no fuera así, consideraríamos la salvación, inevitablemente, como un factor extrínseco, no “conveniente” a nuestra persona, cuyo emblema es, precisamente, la libertad. Pero la experiencia de la libertad finita introduce -en el status viatoris- la posibilidad de error, que puede llegar, a causa del pecado, hasta la rebelión contra el Bien supremo. El hombre, en el ejercicio de su libertad, puede elegir un bien finito, considerándolo bien absoluto. El tema de la acción del maligno y sus tentaciones y seducciones se sitúa en el contexto de la naturaleza del hombre, limitada y herida.

Los ritos satánicos en el juicio de la iglesia

La acción ordinaria de Satanás consiste en inducirnos al pecado, que es un extravío culpable de la libertad. La enseñanza del concilio Vaticano II ilumina esta situación: “El hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas. De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (Gaudium et spes, 13).

Centrando ahora nuestra atención en el fenómeno de los ritos satánicos, conviene recordar que son muy variadas las circunstancias que pueden llevar a un hombre a tales prácticas, así como son diversas las formas y denominaciones que éstas asumen, según las corrientes y medios a los cuales están vinculadas. Actualmente, incluso en ámbito católico, existe literatura que describe este fenómeno de la forma más completa posible. Nuestro objetivo se limita, simplemente, a recordar el juicio de la fe y de la moral de la Iglesia acerca de los cultos satánicos.

Las advertencias de la sagrada Escritura sobre el carácter ilícito de los cultos o Satanás son constantes, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. El punto central de la condena de la Biblia es la conciencia de que estos cultos implican un rechazo del único y verdadero Dios. Efectivamente, lo que está en juego es el señorío de Dios sobre su pueblo: “Yo yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador” (Id 43,11). Al establecer su alianza con el pueblo de Israel, el Señor le había mandado. “Al Señor tu Dios temerás, a Él le servirás, por su nombre jurarás. No vayáis en pos de otros dioses, de los dioses de los pueblos que os rodean, porque un Dios celoso es el Señor tu Dios que está en medio de ti. La ira del Señor tu Dios se encendería contra ti y te haría desaparecer de la luz de la tierra. No tentaréis al Señor vuestro Dios como le habéis tentado e Massá” (Dt 6,13-16). La historia de la salvación sitúa a Israel en una relación totalmente particular con el Señor: se ha revelado como el verdadero Dios, el único capaz de liberar y de salvar al hombre.

La condena veterotestamentaria permanece intacta en el Nuevo Testamento. Más aún, precisamente al comienzo de la misión de Jesús, es recordada con fuerza: Dícele entonces Jesús: “Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, sólo a Él darás culto” (Mt 4,10). La lucha de Jesús contra Satanás y contra el pecado, sus curaciones y milagros, su muerte y resurrección libran al hombre de las potencias demoníacas, del mal y de la muerte. Los escritos apostólicos recogen con fuerza la condena de las brujerías: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios” (Ga 5,19-21).

Es unánime al respecto la doctrina de los Padres de la Iglesia, sobre todo de los primeros siglos del cristianismo, cuando abundaban los ritos mágicos y satánicos. Podemos recordar las palabras de Tertuliano: “De astrólogos, brujos, charlatanes de cualquier clase, ni siquiera se debería hablar. Y sin embargo, recientemente, un astrólogo que se declara cristiano ha tenido la desfachatez de hacer la apología de su trabajo (…). La astrología y la magia son torpes invenciones de los demonios” (De idolatría, IX, 1); así como las de san Cirilo de Jerusalén: “Algunos han tenido la osadía de despreciar al creador del paraíso, adorando la serpiente y el dragón, imágenes de aquel que hizo expulsar al hombre del paraíso” (Sexta Catequesis Bautismal, n. 10)

En ninguna época de la historia del cristianismo ha cambiado el juicio de la Iglesia sobre los cultos satánicos. Éstos entra en la categoría de la idolatría, porque atribuyen poderes o características divinas a un ser que no es Dios y que es el “enemigo del género humano”. Por lo tanto, son actos que apartan radicalmente de la comunión con Dios, ya que conllevan en el hombre una libre opción por Satanás en lugar de por el único Señor. Nos encontramos frente a un pecado contra el primer mandamiento de la ley de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2,110 ss). El anuncio de la potencia redentora del Resucitado, contenido esencial del Kerygma apostólico, es sustituido por “técnicas” y “ritos” con los cuales se pretende obtener, para sí o para otros, la protección del maligno. El Catecismo de la Iglesia Católica dice: “Todas las formas de adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone ‘desvelan’ el porvenir. La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a médiums encierran una voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios” (n. 2.116).

Hay otro aspecto de los cultos satánicos que no podemos olvidar. No sería difícil descubrir, en el universo conceptual de las personas que practican estos ritos, cierta visión maniquea de la realidad, tal vez inconsciente. Atribuir a Satanás algo que sólo pertenece a Dios implica, por lo menos de hecho, poner dos principios como fundamento del mundo y del tiempo, luchando entre sí y en busca de adoradores. Nada es más extraño a la fe católica que ese maniqueísmo. Las repetidas declaraciones del Magisterio de la Iglesia (baste recordar la polémica con el gnosticismo o, en el Medioevo, la sostenida con los cátaros y los albigenses), han reafirmado siempre el carácter de criatura propio del diablo y el origen del mal en su voluntad y en la libertad de los hombres.

Además, con esas prácticas no solamente se perjudica la fe. También sufre radicalmente la esperanza cristiana, porque quien lleva a cabo tales actos, confía su salvación, presente y eterna, a las potencias demoníacas y no a Dios. Tampoco podemos olvidar que los que rinden culto a Satanás, al ponerse al servicio de su obra de destrucción, actúan contra la caridad: baste pensar en las degradaciones morales que normalmente acompañan los ritos satánicos. Tratándose de culto, está en el juego todo el hombre, con su fisonomía cristiana, que se apoya en las virtudes teologales. En este caso no nos encontramos frente a una simple debilidad humana, sino frente a una opción libre y radical contra Dios, que debe ser considerada, en su aspecto objetivo, como pecado mortal. Y de paso conviene recordar, dejando el juicio jurídico a los canonistas, que los ritos satánicos contienen muchas veces, como parte integrante de su desarrollo, el sacrilegio (particularmente de la Eucaristía), por lo cual es necesario advertir que “quien arroja por tierra las especies consagradas, o las lleva o retiene con una finalidad sacrílega, incurre en excomunión latae sententiae reservada a la Sede apostólica” (Código de derecho canónico, c. 1.367). también esto puede ayudar a descubrir la gravedad de tales prácticas. Lo cual no significa que, en condiciones precisas, no se pueda obtener el perdón.

Posibles consecuencias de la participación en ritos satánicos

La participación en sectas y en cultos satánicos deja al hombre cada vez más inerme frente a Satanás. Aún convencidos por la fe de que el diablo no tiene poder sobre la salvación eterna del hombre si éste no se lo permite, no podemos considerar que la libertad (de modo particular, la libertad en estado de pecado) es omnipotente frente a las insidias del diablo. Cuanto más participa una persona en las prácticas aludidas, tanto más débil e indefensa se encuentra. En este sentido se puede suponer que los afiliados a sectas satánicas corren el riesgo de convertirse más fácilmente en víctimas de realidades como el “hechizo”, “el mal de ojo”, las “vejaciones diabólicas” y las “posesiones demoníacas”. En efecto, tanto en el “hechizo” como en el “mal de ojo”, no podemos excluir cierta participación del gesto maléfico en el mundo de lo demoníaco, o viceversa (cf Conferencia episcopal toscana, A propósito di magia e demonología. Nota pastorale, 1 de junio de 1994, n. 13).

De diversa naturaleza son las acciones extraordinarias de Satanás contra el hombre, permitidas por Dios por razones que sólo Él conoce. Entre éstas podemos citar: trastornos físicos o externos (basta recordar el testimonio de la vida de tantos santos); o intervenciones locales sobre casas, objetos o animales; obsesiones personales, que ponen al sujeto en estados de desesperación; vejaciones diabólicas, que se manifiestan en trastornos y enfermedades que llegan a hacer perder el conocimiento, a realizar acciones o a pronunciar palabras de odio contra Dios, Jesús y el Evangelio, la Virgen y los santos; finalmente, la posesión diabólica, que es la situación más grave porque, en este caso, el diablo toma posesión del cuerpo de una persona y lo pone a su servicio sin que la víctima pueda resistirse (cf. Ib., n. 14). Todas estas formas por misteriosas que sean, no pueden considerarse sólo situaciones de tipo patológico, como si fueran todas y siempre formas de alteración mental o de histerismo.

La experiencia de la Iglesia nos muestra la posibilidad real de estos fenómenos.

Frente a estos casos, la santa Iglesia, siempre que haya certeza de la presencia de Satanás, recurre al exorcismo. El Catecismo nos recuerda esta praxis eclesial: “El exorcismo intenta expulsar a los demonios o liberar del dominio demoníaco gracias a la autoridad espiritual que Jesús ha confiado a su Iglesia. Muy distinto es el caso de las enfermedades, sobre todo psíquicas, cuyo cuidado pertenece a la ciencia médica. Por tanto, es importante asegurarse, antes de celebrar el exorcismo, de que se trata de una presencia del maligno y no de una enfermedad” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1.673). la celebración de este sacramental, reservado al obispo o a ministros elegidos por él para ese fin, consiste en la reafirmación de la victoria del Resucitado sobre Satanás y sobre su dominio (Código de derecho canónico, c. 1.172).

Junto con los exorcismos, el nuevo Ritual incluye también bendiciones que manifiestan el esplendor de la salvación del Resucitado, ya presente en la historia como un principio nuevo de transfiguración de la vida del hombre y del cosmos. Estas bendiciones son apropiadas para confortar y ayudar a los fieles, sobre todo cuando no se tenga certeza de una acción satánica sobre ellos. Se incluyen, por lo tanto, en la práctica normal de oración de la comunidad cristiana.

Pero no olvidemos que el recurso fundamental contra las asechanzas de Satanás es la vida cristiana en su realidad diaria: la pertenencia fiel a la comunidad eclesial; la celebración frecuente de los sacramentos (sobre todo de la penitencia y de la Eucaristía); la oración; la caridad acompañada de obras y el testimonio gozoso frente a los demás. Éstos son los instrumentos principales a través de los cuales el cristiano abre plenamente su corazón al Resucitado, para asemejarse a Él. Son los signos tangibles de la misericordia de Dios hacia su pueblo y tienen el poder de redimir al hombre arrepentido, cualquiera que sea su pecado.

Contra la acción del maligno, que lleva a perder la esperanza de la salvación, el Padre jamás niega su perdón a quien se lo pide con corazón sincero. Cuanto mas fiel es la comunidad cristiana a su misión evangelizadora, tanto menos el cristiano deberá temer al maligno. Su libertad podrá confiar plenamente en Aquel que ha vencido a Satanás. Quien ha descubierto a Jesucristo no necesita buscar la salvación en otra parte. Él es el único y auténtico Redentor del hombre y del mundo.


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