"Lo que nos parece más cercano ahora mismo es nuestra extrema vulnerabilidad y fragilidad, es decir, nuestra mortalidad."
* Kurt Schwitters (1887-1948) es el artista tras las obras que ilustran este artículo. Miembro de la Vanguardia europea, desarrolló un lenguaje que transgredió la tradicional materialidad del arte, logrando expresar la complejidad de su época.
© Humanitas 94, año XXV, 2020, págs. 338 – 351.
¿Una época de cambios o un cambio de época?
Los tiempos de pandemias son tiempos de grandes cambios. Cambios sociales, de estilos de vida, económicos, sanitarios y también culturales. Cambian nuestras maneras de relacionarnos con los demás (a través de la vida online, por ejemplo), nuestras costumbres (piénsese solamente cuántas veces en el día tenemos que lavarnos las manos), nuestra percepción del espacio (es muy distinto estar encerrados en un lugar a poderse desplazar libremente), nuestra percepción del tiempo (el aburrimiento es un gran indicio de esto), etc. Cabe preguntarse, una vez más: ¿estamos enfrentando una época de cambios o un cambio de época? Este mantra, que ya en los primeros años del 2000 rezaban los asesores empresariales, vuelve con gran potencia en nuestros días. En aquellos años se estaba comenzando a difundir el miedo informático global, con el “millennium bug”: el virus informático Y2K podía destruir nuestras vidas digitales, y, por ende, nuestras vidas cotidianas, en un mundo aun más automatizado e informatizado. En nuestros tiempos, en cambio, se difunde peligrosamente el miedo a las relaciones sociales y a los contactos: el virus Covid-19 es capaz de destruir nuestras vidas íntimas y sociales, en un mundo totalmente globalizado.
Sin embargo, así como en los años 2000, tampoco hoy en día parece que estemos asistiendo a un cambio de época. Se trata, seguramente, de una época de grandes cambios (tal como lo hemos destacado), pero no necesariamente de un cambio de época, es decir, del comienzo de una nueva era –tal como se anunció con el Antropoceno[1].
Entre esos cambios radicales se podrían destacar seguramente al menos dos: por una parte, una renovada conciencia de la vulnerabilidad y fragilidad humanas –en contra de la “antigua” ideología de la perfección–[2], y por otra, la creciente necesidad de seguridad –la que llamaremos “ética (o metafísica) de la seguridad”– como respuesta a la imprevisibilidad del acontecimiento (la pandemia, por ejemplo, difícilmente previsible). Abordaremos con más profundidad estos dos temas en los capítulos que siguen.
Vulnerabilidad, ética y recursos escasos: ¿cuánto vale una vida humana?
La época actual nos está mostrando, de muchas formas distintas, nuestra vulnerabilidad extrema. Claro está que dicha vulnerabilidad siempre ha acompañado al ser humano, y con ella, la conciencia de la finitud. Sin embargo, la época de la civilización tecnológica, para usar una afortunada expresión de Hans Jonas[3], de cierta forma había ocultado esta dimensión eminentemente humana a través de las grandes promesas de inmortalidad u omnipotencia. Piénsese solamente en las grandes narraciones transhumanistas y poshumanistas: el ser humano sería capaz, por medio de los últimos desarrollos tecnológicos, de superarse a sí mismo, hacia un futuro mejor y sin límites. La ciencia ficción nos está mostrando, de hecho, toda la potencia de ese futuro mágico.
El gran desafío de la propuesta transhumanista –cambiar o morir, como dice un famoso texto de Riccardo Campa[4]– desvela justamente la posibilidad de que la muerte no sea la única opción para el ser humano. La inmortalidad del ser humano se presenta, en las narraciones transhumanistas, como algo no necesario: el transhumanismo, de hecho, es
un movimiento cultural, intelectual y científico, que afirma el deber moral de mejorar las capacidades físicas y cognitivas de la especie humana y de aplicar nuevas tecnologías al ser humano, de modo que se puedan eliminar los aspectos no deseados e innecesarios de la condición humana, como el sufrimiento, la enfermedad, el envejecimiento e incluso su ser mortal.[5]
Sin embargo, parece más difícil creer en estas promesas hoy en día, en que lo infinitamente pequeño –el SARS-CoV-2– ha creado problemas de proporciones no imaginables. De hecho, lo que nos parece más cercano ahora mismo es nuestra extrema vulnerabilidad y fragilidad, es decir, nuestra mortalidad. En otro texto había ya detallado más detenidamente lo que dicha vulnerabilidad significa e implica:
Ya la etimología latina de la palabra lo sugiere: vulnerabilis, es todo aquello que es susceptible de ser dañado. En varias lenguas romances, además, el verbo dañar remite al latín ferire, que significa perforar o cortar. En este sentido, lo vulnerable es lo que puede ser herido. En términos más básicos, la vulnerabilidad está relacionada con un ser vivo en el que se puede incrustar otra entidad, tal que esta última pueda crear un daño funcional. Si así planteamos el tema, todos, justamente en cuanto seres humanos, y, más particularmente, en cuanto seres vivos, somos necesariamente seres vulnerables. Así, la característica intercepta una categoría antropológica básica, que dice algo de nuestra fragilidad. La corporeidad de los seres vivos, así como la dependencia de un sistema complejo de órganos, es el signo más evidente de dicha fragilidad y, al mismo tiempo, de nuestra subordinación vital al equilibrio individual y colectivo. En cuanto seres vivos, dependemos del ambiente, de las relaciones que en este se desarrollan, así como de los intercambios que necesariamente se dan con otros seres vivos. Esta es la gran lección de la ecología (“all things hang together”: todo está interrelacionado, dicen los ecólogos). En cuanto seres humanos, además, dependemos el uno del otro, para la articulación de la sociedad, en el desarrollo, el cuidado y la enfermedad, para sostener el impulso que exige la vida cotidiana y, en muchas fases distintas, a lo largo de nuestras vidas. Tanto el ser vivo como el ser humano se desarrollan –usando una bella imagen, algunos dicen: florecen– en el marco de un contexto relacional. La vida es inter-es (inter-esse, en latín), es decir, es compartir el propio ser. Con una palabra más actual, podríamos decir: la vida es inter-dependencia, o dependencia mutua. […] Nada quita el hecho de que somos seres abiertos, necesitados de relaciones y potenciales generadores de más y más vínculos.[6]
Dicha vulnerabilidad –la capacidad de ser herido o dañado funcionalmente, como experimentamos en tiempos de Covid-19–, que parece constituir un criterio ético importante para cuidar al ser humano –a todo ser humano, de acuerdo con su dignidad intrínseca–, choca hoy en día con otro criterio relevante: la escasez de los recursos para atender a cada paciente. Allí se genera un “dilema”, o, mejor dicho, un “problema ético”: el así llamado “dilema de la última cama”. Dicho dilema se refiere justamente a los criterios para la asignación de recursos en un contexto de escasez extrema. ¿A qué paciente debo elegir, cuando tengo menos recursos (camas) de los que necesito? Si tengo a disposición un solo ventilador, y hay dos pacientes que lo necesitan, ¿a quién tengo que asignarlo? Y, por último: ¿cuánto vale una vida humana, en un tiempo en que tengo que medir los recursos escasos?
Esos problemas en filosofía se conocen comúnmente como “dilemas éticos”: al elegir una opción, tengo que descartar inmediatamente la otra. Uno de los dilemas éticos más conocidos es el Trolley Problem[7]: hay un tren en movimiento que no se puede detener. Poco más adelante, hay cinco personas atadas a una vía. Para salvarlas, podría accionar un botón y redireccionar el tren. Pero, lamentablemente, en esa otra vía también hay una persona amarrada a los rieles. ¿Qué hacer? ¿Aprieto el botón y mato a una persona para así salvar la vida de otras cinco? El utilitarismo ha solucionado muy sencillamente este dilema: salvar a cinco vidas es mejor que salvar a una, si es que cada vida humana no tiene una dignidad y valor infinitos. El punto en discusión, entonces, es esta última parte de la frase anterior: si aceptamos que cada vida vale como toda la humanidad entera, se genera el dilema. Este punto lo retomaremos más adelante.
El dilema de la última cama, en cambio, no es un verdadero dilema, porque los médicos no razonan con certezas (como en el Trolley), sino con probabilidades ajustadas a la situación clínica del paciente, que puede cambiar rápidamente debido a muchos factores. En el Trolley Problem no hay espacio para acontecimientos que puedan cambiar el curso de la acción seleccionada; en la medicina, sí. De hecho, la medicina no es, en términos estrictos, una ciencia: es un arte, es decir, una techné. En este sentido, los criterios para juzgar al actuar médico no tienen que ser los estrictamente científicos, sino otros. Si el equipo médico decide asignar una cama en la UCI –o un ventilador– a un paciente, no sabe con seguridad si logrará salvarle la vida; al mismo tiempo, si decide no asignarlo a otro, no está matándolo, como en el Trolley. La complejidad de los factores clínicos impide, de hecho, esa reducción binaria en el ámbito de las decisiones. No se trata de todo o nada: en la medicina hay muchos grises. Y, justamente al revés del Trolley, en la medicina siempre hay algo que hacer.
Este “algo que hacer” tiene que ver con una virtud muy menospreciada en la época contemporánea: la prudencia, la que constituye “el engranaje tradicional entre el conocimiento y la acción”[8].
Sin título [Merzbild Kijduin] de Kurt Schwitters, 1923.
La deliberación prudencial, sin embargo, presenta algunos ‘problemas’. Básicamente se trata de que es falible, no garantiza nada, y a veces nuestras acciones, por más que sean el resultado de la prudencia, pueden producir efectos distintos de los buscados. El segundo problema es que la responsabilidad de la acción es indelegable. Tanto la falibilidad como la responsabilidad, y más aún si van juntas, pueden resultar cargas poco llevaderas. Quizá por eso la promesa de la modernidad tuvo tanto éxito: los logros de la nueva ciencia permitirían generar métodos de decisión infalibles en los que delegar la responsabilidad de la acción. Una ciencia con garantías, que aportase conocimiento cierto, no requeriría ya ningún intermediario prudencial que la conectase con la acción.[9]
La prudencia es la mejor respuesta a un arte que –por su definición– es falible (como la medicina), así como se ajusta más a un contexto extremadamente inseguro (el final de la vida de un paciente) y que sobrecarga al sujeto agente principal (el médico) de una gran responsabilidad.[10] Cabe, sin embargo, preguntarse: ¿cuáles son los criterios que pueden ayudar a los médicos en esta difícil toma de decisión? En otros documentos[11] hemos tratado de explicar claramente cuáles son los criterios injustos, o que discriminan arbitrariamente a los pacientes, es decir, a partir de elementos que no son decisivos en el juicio clínico. Estos criterios son:
- El criterio del corredor olímpico: first come, first served, es decir, quien llega primero, el cupo es suyo;
- El criterio utilitarista: hay que buscar el máximo beneficio posible, ya sea para el mayor número de pacientes o para el mayor número de años por paciente;
- El criterio de los fair innings o del tiempo cumplido: es mejor que alguien
que ya ha cumplido una cierta edad (y que ha alcanzado su meta en la vida) deje el paso al más joven, para que pueda cumplir su meta; - El criterio del laisser faire o del libre mercado extremo: quien pueda pagar, tiene también el derecho al recurso, además porque el pago permite que el sistema siga funcionando;
- El criterio populista: el que más conviene –a la sociedad o a un grupo definido– se merece el recurso;
- El criterio “meritocrático”: quien se ha portado de una forma más diligente (con referencia a su salud) se merece un tratamiento prioritario;
- El criterio del negocio, o del “cliente siempre tiene la razón”: lo que el paciente decida –sobre todo con referencia a no recibir algunos tratamientos– se transformará en la mejor decisión posible;
- El criterio del “triage militar”: se decide invertir recursos para salvar la vida solamente a aquellos que tengan más éxito terapéutico, sin desperdiciarlos con otros que no podrán sobrevivir.
Si estos son los criterios injustos, porque se enfocan en algo que no es esencial en la relación médico-paciente, hay que definir qué es lo más fundamental de esa relación. Esto nos sirve para decidir para qué paciente la “última cama” crítica en la UCI es la opción más apropiada, y para quién no.
Como sabemos, lo esencial de la medicina es la salud del paciente, entendido como el bien que el médico trata de preservar (o devolver) a un paciente. En este sentido, “la asignación debe hacerse de acuerdo con prioridades clínicas objetivas, según la valoración de especialistas (comité u oficial de triage), según la situación del momento y la estimación del pronóstico de recuperación según el juicio clínico”[12]. Por otro lado, no hay que olvidar que, al revés del Trolley Problem, la asignación de la cama crítica a este paciente no impide que el médico se haga cargo también de los pacientes para los que la cama crítica no era la mejor opción, cuidándolos, aun cuando no pueda curar.[13] De hecho, tanto como nos ocupamos
de a quién se le asignará ‘la última cama’, debemos determinar con la mayor atención el cuidado que se le brindará a quien no ocupará esa última cama. Para este grupo de pacientes se debe asegurar en todo momento una atención digna, respetuosa y compasiva, que incluya el adecuado manejo de síntomas y un adecuado acompañamiento[14].
Si todo paciente es vulnerable y, por eso, necesitado de cuidado, el médico tiene el deber ético de ofrecerle dicho cuidado, aun cuando ya no pueda curarlo. En un cierto sentido, de hecho, curar es cuidar,[15] y al revés: cada cuidar equivale a un curar. Esta perspectiva tiene sentido, evidentemente, si es que consideramos que vale la pena hacerse cargo de cada paciente, aun cuando pareciera que ya no hay nada por hacer. Es decir, cobra sentido si es que consideramos que cada ser humano tiene una dignidad y un valor irreducible a su condición física o a sus enfermedades, y que su vida “vale”, independientemente de lo que pueda hacer o no para la sociedad.
"Merz 1924,1. Relief mit Kreuz un Kugel" de Kurt Schwitters, 1924.
Quizás estas son algunas de las grandes enseñanzas éticas de esta pandemia, que habíamos olvidado en la época de la medicina todopoderosa o eficientista: por un lado, que también los médicos son seres humanos y, por eso, vulnerables; por otro, que hay que cuidar a cada ser humano, en cuanto tiene una dignidad que no depende de sus capacidades, función o utilidad para la sociedad.
La ética (o metafísica) de la seguridad
Si bien el “dilema de la última cama” ha sido probablemente uno de los problemas éticos centrales en tiempos de Covid-19, hay otros interrogantes éticos que es necesario plantearnos, pensando en los cambios que están aconteciendo.
Uno de los grandes temas presentes ha sido, con toda evidencia, el tema de la seguridad, que en muchos casos ha implicado “restricciones de las libertades individuales”. Una seguridad anhelada muchas veces por los ciudadanos, que “libremente” han decidido renunciar a sus posibilidades de desplazarse, trabajar, viajar, etc. Una seguridad otorgada por los gobiernos, que han tenido que restringir las actividades, la circulación y el funcionamiento “normal” de la sociedad, para resguardar un bien tan básico como la vida de sus ciudadanos. Una seguridad (y su fracaso) publicada en todos los periódicos, que no han perdido la ocasión para difundir y generar un clima de pánico, creando histerias colectivas, para poder tener más suscriptores o recuperarse de la crisis que los afecta desde hace años.
La seguridad como antídoto al temor y al miedo que
en los últimos años se ha extendido evidentemente en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivos, a los que la epidemia aún ofrece el pretexto ideal. Por lo tanto, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos se acepta en nombre de un deseo de seguridad que ha sido impulsado por los propios gobiernos y que ahora intervienen para satisfacerla.[16]
La centralidad de la seguridad en los discursos políticos del tiempo de pandemia introduce, así, un cambio novedoso en el discurso público, tal como lo destaca otra vez Agamben:
Después de que la política ha sido reemplazada por la economía, ahora, inclusive para gobernar, tendrá que integrarse con el nuevo paradigma de bioseguridad, al que deberán sacrificarse todas las demás necesidades. Es legítimo preguntarse si esa sociedad aún puede definirse como humana o si la pérdida de las relaciones sensibles, del rostro del otro, de la amistad o del amor puede compensarse realmente con una seguridad sanitaria abstracta y presumiblemente totalmente ficticia.[17]
Las palabras de Agamben –duras y radicales, por cierto– destacan un tema interesante: ¿estamos dispuestos a sacrificar a lo que “nos hace más humanos” en vista de una seguridad absoluta? Con esto, no se está acá afirmando que los ciudadanos deban transgredir todas las normas y ponerse en peligro a sí mismos y a los otros, sino que por lo menos nos parece necesario plantear la pregunta: ¿es lícito “asegurar” lo propiamente humano?[18]
Esta pregunta, en este sentido, no es simplemente política, sino que ética y metafísica al mismo tiempo:[19] ¿es el ser humano un ser “para” la seguridad? O, mejor dicho, ¿puede el ser humano encontrar su realización en la seguridad, a saber, en lo calculable y previsible? Lo que se está sacrificando, en un cierto sentido, es justamente “la potencia del acontecimiento”, que no se puede medir ni prever y que es lo propiamente humano. El ser humano hace proyectos, por cierto, y se esfuerza para organizar su vida y para calcular las consecuencias de sus actos, pero sabemos que lo imprevisible –el acontecimiento, que por su naturaleza no se puede prever– es lo que más caracteriza a la vida humana. Sin esto, en verdad, el ser humano sería esclavo de una vida programada, de su “hoja de vida”, reduciendo lo vivido y las circunstancias a lo simplemente calculable.
En este sentido, esta metafísica y ética de la seguridad transforma la vida humana normal en vida normada, es decir, esclava de las normas que el ser humano se ha creado para sí mismo. Por otro lado, lo imprevisible se vuelve así en lo peligroso, ya que no se puede controlar. Cabe considerar
que lo imprevisible es esencialmente lo “libre” (o lo azaroso, propio de la naturaleza), es decir, lo que no se puede razonablemente controlar. En este sentido, la amenaza más grande sería justamente el ser humano, el “otro”, que, con su libertad, pone en riesgo mi seguridad, dejándome sin la posibilidad
de controlarlo. ¿Cuántas veces hemos constatado este miedo del otro en estos últimos meses?
"Ja-was?-Bild" de Kurt Schwitters,1920.
Las “nuevas normalidades”
Escribe otra vez Agamben:
Otra cosa […] que la epidemia deja en claro es que el estado de excepción, al que los gobiernos nos han acostumbrado durante mucho tiempo, se ha convertido realmente en la condición normal. Ha habido epidemias más graves en el pasado, pero nadie había pensado en declarar para esto un estado de emergencia como el actual, que nos impide incluso movernos. Los seres humanos se han acostumbrado tanto a vivir en condiciones de crisis y emergencia perenne que no parecen darse cuenta de que su vida se ha reducido a una condición puramente biológica y ha perdido todas las dimensiones, no solo sociales y políticas, sino incluso humanas y emocionales. Una sociedad que vive en un estado de emergencia perenne no puede ser una sociedad libre. En realidad, vivimos en una sociedad que ha sacrificado la libertad a las llamadas ‘razones de seguridad’ y, por lo tanto, se ha condenado a vivir en un estado constante de miedo e inseguridad.[20]
Para terminar nuestras reflexiones sobre los desafíos éticos en la actualidad –modificada radicalmente por la pandemia– es necesario, siguiendo a Agamben, dar un paso más, es decir: ¿cómo será la vida pospandemia? Los medios de comunicación han difundido largamente, y en muchos países, el concepto de “nueva normalidad”, que se ha convertido en un verdadero manifiesto político para muchas instituciones. Por otro lado –el caso chileno es un claro indicio de esto–, este concepto mismo ha sido criticado duramente por parte de asociaciones y ciudadanos, que no quieren volver a la normalidad, en cuanto problemática y llena de peligros y preocupaciones.
Más allá de si pueda ser deseable o no una nueva normalidad, nos parece interesante detallar muy brevemente algunos elementos propios de las “anormalidades” que estamos viviendo (del estallido social a la pandemia, por lo que se refiere al caso chileno).
El primer elemento interesante es el uso del miedo como medio. El miedo –de la destrucción de “objetos materiales” o de “vidas humanas”– se transforma en el potente medio para vincular a las decisiones tanto éticas como políticas, que sean de las instituciones o de los ciudadanos. La famosa “heurística del miedo” jonasiana[21] se vuelve en el medio para cambiar y moldear las opiniones ciudadanas: los social network son un potente aliado para este fin.
El segundo elemento es la promesa de cambio que estas crisis conllevan: los dos eventos mencionados se acompañan con una promesa de un mundo mejor, tanto a nivel social como individual. La retórica del “después de esta crisis seremos personas mejores”, en este sentido, ha sido un medio muy potente para crear costumbres colectivas (ya sea: “vamos a manifestarnos” o “quédate en casa”). Dicha promesa, sin embargo, se olvida de un factor esencial de la personalidad humana: el cambio de mentalidad no es automático en el ser humano, ya que él tiene que trabajar sobre sí mismo para poder aprender de los eventos que se ofrecen a su juicio moral.
El tercer elemento es el olvido de que la vida humana conserva una aspiración a la trascendencia. La eliminación de los funerales religiosos y de los actos de despedida –tanto en Chile como en muchos otros países– ha sido el síntoma más evidente de una sociedad que ha olvidado el “más allá”, y que, por eso, lucha con extrema desesperación para arreglar el “más acá”. Olvidando, por otro lado, que nuestra vulnerabilidad es un indicio de la necesidad de una búsqueda de sentido más profunda, a la que ni la sociedad más justa ni la más segura podrán nunca responder.