No tendría ningún sentido discriminar a unos ciudadanos por el hecho de que son obedientes a un magisterio confesional en ejercicio legítimo de su libertad religiosa. Lo importante es que, al proyectar esas convicciones sobre lo público, tengan el arte de argumentarlas de manera que alguien que no suscriba ese mismo magisterio pueda también admitirlas.
En sociedades crecientemente multiculturales, la apelación a un consenso homogéneo y mayoritariamente compartido se hace cada vez más problemática. Para Rawls -un autor con el que no coincido demasiado, pero de gran influencia en el planteamiento actual de esta materia-, la principal consecuencia de ese fenómeno será que «la unión social no se funda ya en una concepción del bien, tal como se da en una fe religiosa común o en una doctrina filosófica, sino en una concepción pública compartida de la justicia que se compadece bien con la concepción de los ciudadanos como personas libres e iguales en un Estado democrático» [1]. La ética pública se presenta como una ética procedimental, porque no señalaría criterios ni establecería conductas obligatorias para alcanzar el bien. Lo segundo, sin embargo (la no imposición de una moral), no prueba la necesidad de lo primero (la ausencia de todo criterio ético que no sea puro procedimiento), ya que es también obviamente posible establecer conductas obligadas sólo para hacer viable la pública convivencia, sin aspirar a imponer una determinada concepción del bien, pero yendo -en cuanto al fundamento de esas opciones- más allá de lo procedimental.
Probablemente hay cuestiones de ámbito público que se pueden resolver sólo procedimentalmente, por ejemplo, el tráfico: decidir si en una calle se circula en una dirección o en la otra es un problema meramente procedimental.
En cambio, hay otros problemas que no admiten una solución puramente procedimental, sino que obligan a una toma de partido desde un punto de vista ético. En el fondo, todo el que propone una determinada solución para esas cuestiones que no son resolubles procedimentalmente, consciente o inconscientemente, está aportando una determinada idea del bien, que es la que él personalmente suscribe: lo que algunos autores llaman una ética comprehensiva, un planteamiento que John Rawls calificaría como filosófico, moral o religioso.
Rawls ante el aborto
Esta realidad invita a mantenerse sobre aviso ante el riesgo de que, inconscientemente, el juego procedimental acabe enmascarando la opción neta por determinados contenidos materiales, identificándola a priori con el sentir común.
No deja de resultar sintomático, por ejemplo, que la pulcra fundamentación procedimental de Rawls se venga estrepitosamente abajo al abordar -en una nota al pie, perdida entre los centenares de páginas de su obra- lo que él mismo califica como «el espinoso tema del aborto» (LP, nota 32 de las pp. 278 y 279). Tres «valores políticos» entrarían, a su juicio, en liza: «el debido respeto a la vida humana», otras cuestiones que incluyen «de alguna forma a la familia» y «finalmente la igualdad de las mujeres». Cuando somete a esta prueba de fuego su constructivismo procedimental, Rawls llegará a la sorprendente conclusión de que «cualquier balance razonable entre estos tres valores dará a la mujer un derecho debidamente cualificado a decidir si pone o no fin asu embarazo durante el primer trimestre», ya que «en esta primera fase del embarazo, el valor político de la igualdad de las mujeres predomina sobre cualquier otro». Para Rawls, «iríamos contra el ideal de la razón pública si nuestro voto estuviera cautivo de una doctrina comprehensiva que negara ese derecho».
Consciente, sin duda, del impacto de su anatema, Rawls acaba concediendo que «una doctrina comprehensiva no es, como tal, irrazonable porque lleve a una conclusión irrazonable en uno o varios casos; puede que sea razonable la mayoría de las veces»; sabia generosidad que le sirve de indulto, en la medida en que puede ser aplicada con toda justicia a su caso.
En definitiva, siempre que el derecho actúa, salvo en cuestiones que sean de verdad meramente procedimentales, está imponiendo un determinado concepto del bien porque, en el fondo, lo justo presupone siempre un concepto de lo bueno. Por eso, en realidad, lo que hay que entrar a valorar es qué elementos éticos vamos a proyectar sobre lo público, a través de qué procedimientos, y en qué medida se puede vetar que determinadas personas puedan aportar sus propios elementos éticos sin romper con ello las reglas del juego democrático.
El código penal impone convicciones
«Prohibido imponer convicciones a los demás» es una tesis muy extendida, cuya vigencia real constituiría para algunos el arquetipo de una sociedad democrática, incluso precisando más ese enunciado: prohibido imponer convicciones, y muy especialmente si se trata de convicciones religiosas.
Lo que se sostiene, en definitiva, es que el modo de solucionar la relación entre la moral y el derecho -cuando se contrapesan lo público y lo privado- sería eliminar del ámbito público aquellas convicciones morales emparentadas con confesiones religiosas, por entender que aportan a los problemas una innecesaria crispación polémica adicional.
La ética pública, en cuanto marca los criterios que han de organizar la vida social, desborda con mucho una dimensión meramente procedimental y formal. Exige determinados contenidos materiales, sin perjuicio de que su alcance sea más modesto que el omnicomprensivo de las éticas privadas; o de que la delimitación de sus contenidos exija peculiares procedimientos. En consecuencia, pierde sentido todo intento de defender un espacio público que -por procedimental- fuera éticamente «neutral».
Esto es tan real como que en todos los países civilizados existe un código penal, por el que se trata de obligar a determinadas personas a que no lleven a cabo acciones que están convencidos de que podrían realizar, o que les interesa realizar. Un terrorista está convencido de que por defender sus ideas políticas puede y debe matar. Cada uno tiene -o dice tener- su manera de entender las cosas, pero ya se ve que el código penal pretende que -al menos en determinadas cuestiones básicas- todos nos entendamos igual, sean cuales fueren nuestras convicciones personales.
Consenso de los indiferentes
Así las cosas, la pregunta sería: ¿Tiene sentido, en el momento de proponer un consenso social, marginar a todos aquellos que estén demasiado convencidos de cuál es la solución, entendiendo que esa convicción implica un peligro público y un atentando al discurso racional y democrático? Cuando tal neutralidad pretende imponerse, se da paso a una nada pacífica actividad neutralizadora, dudosamente compatible con la efectiva democracia.
Así ocurre cuando de manera drástica se pretende excluir del ámbito toda propuesta sospechosa de parentescos confesionales -sin molestarse siquiera en considerar si atiende o no a razones- bajo el socorrido tópico de que no es lícito imponer las propias convicciones a los demás. En el fondo, quien esgrime esa supuesta prohibición está imponiendo las suyas, que se presentan como si fueran neutras mientras que a las de los demás se las considera parciales por definición.
Esta actitud sí que haría imposible a todas luces cualquier discurso racional y democrático. Por ejemplo, Rawls considera que «la razón pública no exige a los ciudadanos ‘erradicar sus convicciones religiosas’ y pensar acerca de aquellas cuestiones políticas fundamentales como si partieran de cero, poniendo entre paréntesis lo que en realidad consideran las premisas básicas del pensamiento moral», ya que «esta concepción sería de todo punto contraria a la idea del consenso» (LP, p. 203 y nota 33 de la p. 279).
Fundamentalismo laicista
No cabe, en efecto, excluir que los contenidos de una ética privada, que -en cuanto tal- es sólo de sus creyentes, puedan legítimamente extenderse al conjunto de los ciudadanos de un país, no todos creyentes. Sobre todo, si quienes suscriben dicha ética renuncian al fundamentalista argumento de autoridad y optan por aportar razones atinentes a la dimensión pública de sus exigencias. Desde este punto de vista, dar por supuesta una tentación fundamentalista de las religiones en general no sería sino dejarse llevar de un prejuicio cultural; dar por hecho, además, que dicha tentación es invencible supondría suscribir un paradójico fundamentalismo alternativo de cuño laicista.
El intento de presentar a quien suscribe convicciones religiosas como a un ciudadano peculiar, incluso peligroso, no deja de resultar arbitrario. Nadie, sea cual sea el grado de conciencia con que lo haga, deja de suscribir una concepción del bien. Cabe dar por supuesto que «todos los ciudadanos abrazan alguna doctrina comprehensiva con la que la concepción política está de algún modo relacionada», ya que «todos tenemos un punto de vista comprehensivo que se extiende más allá del dominio de lo político, aunque sea parcial y, a menudo, fragmentario e incompleto» (LP, pp. 42 y 131).
Se admiten ideas
Sentado, pues, que un ciudadano puede ser al mismo tiempo creyente y que todo creyente es ciudadano, el problema consistirá en cómo establecemos la frontera entre un afán de absoluta y global coincidencia o identificación entre esas dos dimensiones de la persona y lo que serían influencias recíprocas, indiscutidamente legítimas.
No tendría mucha lógica -a la hora de configurar la ética pública- conferir mayor importancia al grado de convicción con que privadamente se suscriban determinados puntos de vista que a los argumentos que se aportan acerca de su repercusión sobre la garantía de una convivencia digna del hombre. Lo contrario daría paso, en versión descalificadora, a la rechazada vía del argumento de autoridad.
Citaré de nuevo aquí a John Rawls, que afirma que no le parece «irrazonable en general abrazar cualquiera de las varias doctrinas comprehensivas razonables», y que «al abrazarla, una persona, obvio es decirlo, la cree verdadera, o simplemente razonable». No sería normal, evidentemente, lo contrario: abrazar una doctrina que uno cree que es falsa, sería cosa un tanto peregrina. Continúa Rawls reconociendo que el hecho de que «alguien puede, evidentemente, sostener una doctrina razonable de modo irrazonable» -por ejemplo, ofuscada o caprichosamente- «no convierte a la doctrina en cuanto tal en irrazonable» (LP, p. 91 y su nota 14).
El que la gente crea en cosas e intente aportarlas a la vida social no es, por tanto, ningún peligro público; al contrario, es señal de una sociedad viva donde se cuenta con unos valores éticos con respaldo. Lo peligroso sería una sociedad anónima en la que nadie sepa qué es verdad o mentira, qué es bueno y qué es malo, y donde como consecuencia puede pasar cualquier cosa en cualquier momento. Convertir el convencimiento personal en motivo de exclusión a la hora de configurar lo público llevaría -con dudosa ventaja- a identificar ética pública con capricho mayoritario.
El arte de argumentar
Tampoco la existencia de un magisterio público, reconocido como tal, de determinada confesión religiosa tiene por qué suponer en una democracia problema alguno. La legitimidad de sus funciones queda, dentro de una sociedad democrática, fuera de toda duda: si es normal que el ciudadano suscriba doctrinas omnicomprensivas, será lógico también que puedan libremente dirigirse a él los encargados de ilustrarlas. Esta actitud, lejos de levantar sospechas sobre presuntas indebidas injerencias, sería precisamente síntoma de la voluntad de esas confesiones de lograr apoyos mediante la pública argumentación, renunciando a todo uso opresivo del poder.
Resultaría absurdo pensar que, por el simple hecho de que dichos magisterios presenten propuestas a las que atribuyen sólido fundamento, condujeran inevitablemente al fundamentalismo.
Este último fenómeno sólo se daría si, recurriendo al argumento de autoridad, intentaran proyectar abruptamente determinados contenidos sobre la ética pública, sustrayéndose al procedimental debate político.
Si ninguna confesión puede pretender monopolizar la ética pública, tampoco tendría sentido relegarlas obligadamente a lo privado, ignorando su positiva dimensión social. Rawls incluye a las «iglesias» -sin discriminarlas respecto a las «universidades» o «muchas otras asociaciones de la sociedad civil»- entre las «razones públicas» que alimentan lo que llama «trasfondo cultural, en contraste con la cultura política pública. Esas razones son sociales, y desde luego no privadas». «La autoridad de la iglesia sobre sus feligreses» no le plantea mayores problemas, ya que, «dadas la libertad de culto y la libertad de pensamiento, no puede decirse sino que nos imponemos esas doctrinas a nosotros mismos» (LP, pp. 247, 255 y 256-257).
Por lo tanto, no tendría ningún sentido discriminar a unos ciudadanos por el hecho de que son obedientes a un magisterio confesional en ejercicio legítimo de su libertad religiosa. Lo importante es que, al proyectar esas convicciones sobre lo público, tengan el arte de argumentarlas de manera que alguien que no suscriba ese mismo magisterio pueda también admitirlas.