En ese diálogo se observa un doble lenguaje en el socialismo español actual. Desde los órganos del partido se lanzan propuestas más radicales para imponer un creciente laicismo en la vida pública. Y, vista la reacción ante estos globos sonda, el gobierno puede ofrecer una actitud más dialogante. En cualquier caso, esta confrontación puede servir para calibrar la capacidad movilizadora de los católicos.

La izquierda española se ha creído llamada siempre a «redimir» a la sociedad de la influencia de la Iglesia católica, considerada un freno para su idea del progreso. Le molesta que la Iglesia católica tenga en la vida social una presencia preponderante respecto a otras confesiones, de modo que tiende a llamar privilegios a lo que no suele ser más que la consecuencia de que la gran mayoría de los españoles son católicos y no musulmanes o budistas. Su ideal sería que las creencias religiosas quedaran en el ámbito de la intimidad privada y del culto, sin relevancia pública.

Pero la Constitución española, que garantiza la libertad religiosa y la aconfesionalidad del Estado, dice otra cosa: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones» (art. 16). El precepto tiene una lectura clara: un Estado aconfesional o laico, no laicista; que tiene en cuenta las creencias religiosas, lo que es distinto de ignorarlas; donde la separación Iglesia-Estado no excluye la cooperación, de un modo especial con la Iglesia católica a la que se menciona expresamente.

Las relaciones con la Iglesia católica están enmarcadas sobre todo en los Acuerdos con la Santa Sede, firmados en 1979, después de la aprobación de la Constitución. Los acuerdos regulan aspectos jurídicos, económicos (la colaboración del Estado en el sostenimiento de la Iglesia), educativos y culturales (entre ellos, la enseñanza de la religión en la escuela), y la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas. En los 25 años transcurridos desde entonces, los Acuerdos han funcionado razonablemente bien, tanto con gobiernos del Partido Socialista como con los del Partido Popular. Los principales puntos de fricción se han dado en la enseñanza, sobre todo en el modo concreto de encajar la enseñanza de la religión en la escuela primaria y secundaria.

Arraigo social de la Iglesia

Los socialistas tienden a pensar que la influencia del catolicismo se basa más en «privilegios» concedidos por las leyes, que en el arraigo social. Su diagnóstico es que la progresiva secularización de la sociedad va reduciendo a marchas forzadas el peso de la Iglesia católica. Y, por lo tanto, se consideran llamados a adecuar la política a una nueva «sociedad laica».

Pero, por fuerte que sea la secularización, el catolicismo sigue teniendo una fuerte relevancia social. En las encuestas se declaran católicos el 81 por ciento de los españoles, frente a un 15 por ciento de no creyentes y un 2 por ciento de otras religiones. En el año 2000 se bautizaron el 72 por ciento de los nacidos. De cada diez matrimonios, más de siete se casan por el rito de la Iglesia (porcentaje que es mayor en el caso de los primeros matrimonios, ya que los divorciados y vueltos a casar solo pueden recurrir al matrimonio civil). La asistencia a Misa los domingos ha caído, pero aun así no hay ninguna otra convocatoria social que reúna a más gente: en torno a un 30 por ciento de la población frecuenta la Misa dominical, mientras que el 17 por ciento va varias veces al año y un 48 por ciento nunca o casi nunca. Las escuelas católicas tienen prestigio y lista de espera.

Todo esto es compatible con que en muchos casos las costumbres y la actuación pública de los católicos no sean coherentes con las creencias. En un reciente discurso que ha sido muy comentado, el vicepresidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Fernando Sebastián, reconocía el gran desequilibrio entre cristianos bautizados y cristianos coherentes: «La debilidad de la adhesión personal a las realidades y a la vida de fe, la escasa formación intelectual, la falta de estima por la propia fe, hacen a muchos de nuestros cristianos especialmente vulnerables a la acción descristianizadora del ambiente». Advertía que la Iglesia, superando una fácil mentalidad concordista, tiene que diferenciarse del conjunto de la sociedad española «que aunque conserve muchos elementos cristianos ya no es cristiana de corazón». Y reconocía que el «principal problema de la Iglesia es nuestra mediocridad espiritual» y las divisiones en grupos. Este clima de escaso vigor interno hace más difícil una decidida respuesta frente a propuestas legales que no están a la altura de la dignidad humana. Hoy día ser católico consecuente es algo incómodo en la vida pública española, y no otorga ninguna renta política.

Cambios radicales en el matrimonio

En su primer año de gobierno, Rodríguez Zapatero ha tenido buen cuidado de no hacer experimentos económicos que puedan arruinar la buena herencia recibida del Partido Popular. Sus pretensiones de mostrar un afán de cambio se han manifestado más bien en el área social. Y es en materias relacionadas con la familia, la bioética y la enseñanza donde han surgido las tensiones con la Iglesia.

Aunque la imagen pública cultivada por Zapatero es la de un político dialogante y moderado, sus propuestas sobre derecho de familia son de un radicalismo que le aleja del entorno europeo. Para dar efectos jurídicos a las uniones homosexuales, ha escogido la fórmula más extrema: el reconocimiento del matrimonio entre homosexuales. Esto situaría a España junto a los dos únicos países europeos que han dado ese paso, Holanda y Bélgica, yendo más allá de los países nórdicos que reconocen a las uniones homosexuales registradas derechos equiparables al matrimonio, mientras que Francia y Alemania solo les conceden algunas ventajas jurídicas y fiscales. Tampoco se ha dado en España un debate a fondo como el que se ha producido en EE.UU. y que ha llevado a que el asunto se decida en referendos en distintos Estados. En España un cambio tan sustancial se decide mediante una mínima modificación en el Código Civil («la identidad de sexo no será inconveniente para la celebración del matrimonio»), aduciendo como única razón la necesidad de no discriminar a nadie. Destacados juristas –y no solo de sectores católicos– han manifestado que tal reforma no es compatible con la idea de matrimonio expresada en la Constitución. El Consejo de Estado, máximo órgano consultivo, ha aconsejado en su dictamen que las uniones homosexuales tengan una regulación distinta a la del matrimonio. Su dictamen no ha sido atendido por el gobierno.

No menos radical es la propuesta de reforma del divorcio (la ley actual es de 1981) en un país que sufre una creciente inestabilidad matrimonial. El año pasado se produjeron 126 mil rupturas matrimoniales (79 mil separaciones y 47 mil divorcios), con un incremento del 10 por ciento respecto al año anterior. Ante esta situación, la reforma del gobierno solo se preocupa de «agilizar» el proceso de divorcio para evitar los retrasos judiciales. El proyecto del gobierno elimina la obligatoriedad de la separación como trámite previo al divorcio (antes debía transcurrir un año entre los dos), suprime las causas de culpabilidad y permite que el divorcio sea solicitado por uno de los cónyuges sin que el otro pueda oponerse. En suma, esto significa que a los tres meses de la boda uno de los cónyuges puede pedir el divorcio e imponerlo unilateralmente por cualquier motivo.

Este «divorcio exprés» no solo ha provocado la crítica de la Iglesia católica. En un dictamen consultivo, el Consejo General del Poder Judicial (órgano de gobierno de la magistratura) se ha manifestado muy crítico con el proyecto, especialmente por la supresión de las causas de divorcio, el corto plazo de tres meses tras la boda para solicitarlo y la falta de un «período de reflexión» que añada una nota de serenidad al proceso. Haciendo un estudio comparativo con 21 legislaciones europeas, el dictamen encuentra que solo dos países –Finlandia y Suecia– admiten el divorcio unilateral sin causa, y con un plazo mayor que en España.

Puntos de fricción

La experimentación con embriones humanos, «sobrantes» de los tratamientos de fertilización artificial, ha proporcionado otro motivo de fricción. Ante la acumulación de embriones congelados, el gobierno anterior había limitado a tres el número de óvulos que se podían fertilizar y ser implantados. El gobierno actual ha modificado la reglamentación para que se puedan producir embriones sin limitación, permitiendo que los «sobrantes» sean utilizados para obtener células madres (estaminales).

Para más adelante quedan otros proyectos como la equiparación de las parejas de hecho con los matrimonios, el aborto sin aducir motivos durante las primeras 12 semanas de embarazo (aunque hoy día con el sistema de indicaciones se aborta en fraude de ley con total libertad, y hasta vienen francesas y portuguesas a ser sometidas a abortos de más de 22 semanas), y se va creando el clima para la eutanasia, aunque el gobierno dice que no entra en sus planes para esta legislatura.

Se comprende que la Conferencia episcopal haya criticado en sendos documentos estas iniciativas, como lo han hecho otros episcopados cuando se han planteado en sus países. El gobierno de Zapatero se siente investido de autoridad para realizar estos cambios, aduciendo que figuraban en su programa electoral. Pero todo el mundo sabe que lo que catapultó al partido socialista al gobierno fue la onda expansiva de los atentados en Madrid tres días antes de las elecciones del 14 de marzo, y no que su programa fuera un best seller entre los votantes.

Por otra parte, al gobierno le resulta cómodo presentar cualquier objeción a estos cambios como algo peculiar de las convicciones católicas, creencias respetables, sin duda, pero que no pueden tenerse en cuenta a la hora de legislar para todos en una sociedad pluralista. Así, las propuestas del gobierno se presentan como el común denominador de una sociedad laica, mientras que las objeciones se descartan como creencias religiosas personales e intransferibles que no se pueden «imponer» a otros. Con este recurso se evita el debate sobre la argumentación de la propuesta, su necesidad y las consecuencias que puede tener.

La religión en la escuela

El asunto que los obispos consideran más decisivo y en el que están impulsando la movilización de los católicos es la enseñanza de la religión en la escuela. Según el sistema vigente, los colegios deben ofrecer la asignatura de religión católica, que es optativa para los alumnos. Los profesores son nombrados por los obispos, y pagados por el Estado. Los Acuerdos entre España y la Santa Sede establecen que la enseñanza de la religión se realizará «en condiciones equiparables a las demás materias fundamentales». Los problemas han surgido en torno a la equiparación: ¿debe haber otra asignatura de ética o cultura religiosa para los que no elijan la enseñanza de religión católica?; ¿la asignatura de religión se valora a efectos académicos?; ¿dentro o fuera del horario escolar?; ¿los profesores han de tener el mismo estatus que los demás?

Después de probar diversas fórmulas y dar lugar a sentencias del Tribunal Supremo, el gobierno de Aznar aprobó una ley de educación que proponía la enseñanza del hecho religioso en una asignatura para todos con dos versiones a elegir: una en la que la religión se estudiase dentro del marco de la religión católica (o de otras confesiones con las que se llegase a un acuerdo) y otra en la que se estudiase como cultura.

Para establecer esa asignatura, el gobierno anterior aducía que el conocimiento del hecho religioso es indispensable tanto para comprender la historia y la cultura como para entender el mundo de hoy. El partido socialista y organizaciones afines, que consideran que la enseñanza de la religión es incompatible con su idea de escuela pública «laica», pusieron el grito en el cielo. Y nada más llegar al gobierno, Zapatero ha suspendido la aplicación de la asignatura de religión no confesional y en su lugar propone un impreciso estudio del hecho religioso como materia dispersa dentro de las áreas de historia, filosofía y educación para la ciudadanía. Además, la enseñanza de la religión católica seguiría presente como optativa, pero sin que su calificación compute a efectos académicos. El temor de los obispos es que en la práctica quede relegada en el horario lectivo y que pierda importancia ante los alumnos.

Aunque este asunto se aborde como un elemento de las relaciones Iglesia-Estado, hay que tener en cuenta que la presencia de la enseñanza religiosa en la escuela no responde a una mera imposición legal, sino al deseo de las familias. En el curso pasado, más del 75 por ciento de los alumnos optaron por recibir clases de religión (el 72 por ciento en los centros públicos; el 85 por ciento en los privados civiles; el 99 por ciento en los religiosos). Apoyándose en esta demanda, la Iglesia ha impulsado una campaña de recogida de firmas entre los padres y a la salida de las iglesias para defender la asignatura de religión. Su planteamiento es que la escuela pública tiene que tener en cuenta las creencias religiosas en el ámbito escolar.

Dialogar y negociar

En el fondo de estos contenciosos entre la Iglesia y el Estado aparece también el problema de la financiación. La Iglesia en España se financia sobre todo con las aportaciones de los fieles, que en las diócesis más pobladas representa más del 60 por ciento de los ingresos. En torno al 30 por ciento es de dotación estatal, a través de una doble vía. En 1987, se acordó que en el impuesto sobre la renta los contribuyentes podían expresar su deseo de que el 0,52 por ciento del impuesto se destinara a la Iglesia católica (el último año así lo hizo un 34 por ciento de los contribuyentes). El Estado actuaría así como mero recaudador de esta asignación tributaria.

Como medida transitoria durante tres años, el Estado se comprometía a completar lo que faltara para que la Iglesia no recibiera menos que con el sistema anterior. Superado con creces el período de transición, la Iglesia no ha llegado a autofinanciarse. Y los sucesivos gobiernos, tanto del Partido Socialista como del Partido Popular, han complementado las aportaciones de los fieles con una dotación a fondo perdido. También el gobierno de Zapatero ha mantenido esta práctica en los presupuestos para el próximo año (141 millones de euros). Para que le bastara con la asignación tributaria, la Iglesia estima que habría que aumentar el porcentaje de la asignación hasta un 0,7 ó 0,8 por ciento.

El gobierno socialista se declara dispuesto a negociar y asegura que no busca ninguna confrontación con la Iglesia. Respondiendo en el Parlamento a preguntas sobre las relaciones con la Iglesia, Zapatero aseguró que «la revisión global de los acuerdos con la Santa Sede no figura entre las prioridades del gobierno ni figuró en el programa electoral». Sobre la financiación dio seguridades de que «el gobierno no tiene ninguna prisa en alterar la situación transitoria» y sí de «dialogar y negociar con la Iglesia católica».

En ese diálogo se observa un doble lenguaje en el socialismo español actual. Desde los órganos del partido se lanzan propuestas más radicales para imponer un creciente laicismo en la vida pública. Y, vista la reacción ante estos globos sonda, el gobierno puede ofrecer una actitud más dialogante. En cualquier caso, esta confrontación puede servir para calibrar la capacidad movilizadora de los católicos.


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