Humanitas 2024, CVIII, págs. 400 - 405

Existe preocupación hoy en día respecto de lo que significa ser católico en un período de secularización de masas. No se trata de calcular cuántos permanecen católicos, sino cómo se lo es. Seguramente existen muchas maneras de serlo, y hasta se pueden distinguir tipos, es decir, una variedad de formas de serlo característicamente, pero también podemos fijarnos solamente en los promedios.

¿Cómo es un católico promedio hoy en día? Lo primero que salta a la vista es la escasísima observancia del precepto de asistencia dominical al templo. Según la encuesta Bicentenario apenas un 10% declara asistencia semanal (27% si se toma como referencia algunas veces en el mes, y casi la mitad nunca o casi nunca pisa un templo). El promedio de edad de quienes asisten asiduamente (50 años) es notoriamente mayor que el que corresponde al conjunto (44), lo que significa que el patrón de observancia de las nuevas generaciones es muy bajo (aunque los efectos de edad deben ser controlados). También la observancia está claramente mejor servida entre católicos de clase media y alta que entre los más pobres. Es sabido que el catolicismo –sobre todo el catolicismo popular– nunca fue una religión de templo, es decir, el precepto de ir regularmente a misa y comulgar con frecuencia no logró consolidarse entre nosotros, con la excepción de la élite católica. Pero la caída en la observancia en los últimos veinte años (desde 18% hasta la cifra actual del 10% para la frecuencia semanal) muestra que el catolicismo ha dejado de ser casi masivamente una religión de templo. El contacto con el templo es idiosincrático (se asiste como invitados a bautizos, matrimonios y funerales), ocasional (sobre todo la misa de Domingo de Ramos justo antes de la Semana Santa) y estacionario (con ocasión de los sacramentos que se reciben con gusto, especialmente bautizos, primera comunión y funerales). La columna vertebral de la piedad de templo –confesión y comunión frecuente– se encuentra desigualmente representada en su núcleo dogmático fundamental. La proporción de católicos que cree que los sacerdotes tienen la capacidad de perdonar los pecados en nombre de Dios alcanza un magro 14% (muy disminuido incluso entre católicos observantes), pero el misterio de la presencia eucarística, es decir, la creencia de que Cristo está verdaderamente presente en el pan y el vino consagrado alcanza un amplio 75% (con datos Bicentenario de 2022 y 2023). Esta dificultad de entrelazar la presencia bienhechora de lo divino (eucarística o mariana) con la estructura penitencial de la Iglesia ha sido un rasgo histórico del catolicismo nuestro y no ofrece una novedad singular de estos tiempos.

¿Se puede ser católico al margen del templo y de la mediación eclesiástica y sacramental que ofrece la Iglesia? Lo más sobresaliente es la frecuencia con que se hace oración personal: la mitad de los católicos reza una o más veces al día, algo que incluye a los no observantes en una proporción relevante (40%). Casi nadie deja de rezar con cierta frecuencia. El prejuicio de que los católicos solo rezan en situaciones desesperadas no tiene ningún fundamento. La oración es personal y se hace fuera del templo, pero tiene un componente institucional: no es oración libre, sino el rezo convencional de padrenuestros, avemarías y similares, que indica la pertenencia a una comunidad de creencia que se reconoce en una misma oración. Es cierto que abunda la oración de petición (rara vez la oración de alabanza, que es más común entre evangélicos), seguramente motivada por la confianza enteramente masiva en que las oraciones para pedir algo son casi siempre escuchadas (80% según Bicentenario de 2023). Esta comunidad de oración se acerca también masivamente a los santuarios –una o dos veces por año, en ocasiones todavía más– para cumplir una manda o para ofrecer un gesto de gratitud. Con alguna exageración se ha descrito el panorama religioso actual como aquel de “templos vacíos, santuarios llenos”. Los santuarios ofrecen un contacto singular con la religiosidad de templo, una misa bien escuchada, algunas veces la única comunión que se recibe en el año (casi nunca la confesión que no pertenece al catolicismo popular), aunque el contacto entre presencia eucarística y presencia mariana ha sido siempre difícil de lograr.

Como dice Charles Taylor, el mundo católico postridentino estuvo amenazado por la división entre el católico devoto y el católico común y corriente. La línea de división fue la asistencia dominical al templo, la intensidad de las devociones laicales (el rosario, sobre todo) y la corrección moral y doctrinaria. Curas y laicos formados en la religiosidad de templo miraban en menos a los demás, sobre todo a aquellos que vivían su fe a través de formas abiertas o soterradas de religiosidad popular. Esta división nunca caló hondo entre nosotros (como lo muestra el trato por lo general despectivo al laico demasiado devoto o moralmente ejemplar), aunque reverbera cada cierto tiempo y se apodera fácilmente de diversos movimientos de espiritualidad laicales que aprovechan la oportunidad de enarbolar su distinción religiosa.

La heterogeneidad de creencias religiosas ha sido un motivo para renovar estos reproches. Bicentenario ha mostrado que los católicos creen masivamente en el karma (mérito) y el samsara (reencarnación), las dos columnas vertebrales del hinduismo, aunque lo hacen de un modo sincrético y probablemente sin contenido religioso. Algunas manifestaciones renovadas del poder sagrado de la naturaleza –la eficacia sanadora de las piedras o de los árboles, por ejemplo– también han ganado mucho terreno. El contacto con los muertos sigue siendo endémico en el mundo católico, sobre todo la creencia en el poder de intercesión de los padres que han partido o el culto de las animitas, es decir, la creencia en el poder de gracia que tiene la muerte trágica. Nada de esto es demasiado novedoso. Bastaría recordar el furor que tuvo en el siglo antepasado el espiritismo que cundió incluso en los salones de la aristocracia católica criolla. La combinación de catolicismo con las técnicas del yoga y de la meditación está completamente admitida hoy en las élites educadas. La heterogeneidad de creencias está directamente relacionada con la debilidad de la religiosidad de templo, y es probable que en las condiciones actuales tienda por ello a aumentar. No se trata de heterodoxia, que nunca ha habido, sino de heterogeneidad, es decir, combinación del dogma trinitario (que permanece indiscutible) con otras creencias más o menos dispares.

Otra línea de división es la fidelidad de los católicos a la moral eclesiástica. Durante el siglo pasado el eje de esta división fue la Doctrina Social de la Iglesia, que fue respetada pero rara vez tomada en serio, tal como se quejaba el padre Hurtado hace casi cien años, sobre todo en lo que se refiere a la teoría del salario justo, que fue enteramente desacreditada con el neoliberalismo. Hasta el día de hoy los católicos –incluyendo a los observantes– no manifiestan preferencias redistributivas mayores que el resto de la población y su disposición a introducir solidaridad en la economía ha seguido siendo poco considerable. Desde “Humanae vitae” se ha abierto una nueva fisura que se ha ido ensanchando con la legitimación de católicos a las leyes de divorcio y la aceptación del matrimonio y la adopción homosexual. La observancia religiosa no hace hoy ninguna diferencia en la aprobación del matrimonio y adopción homosexual, que alcanza cifras altísimas entre católicos de cualquier condición (70%) y que solo es resistido por la población evangélica (40%). La unanimidad católica ha dejado esta materia prácticamente fuera de cualquier debate magisterial. En el caso del aborto, las cosas son algo distintas. El católico promedio acepta el aborto en tres causales, pero no el aborto libre. En este caso existe diferencia con el católico observante, que abulta la cifra de quienes rechazan absolutamente el aborto hasta un 40%, aunque la cifra de quienes aceptan el aborto libre es considerable (20%, igual que la cifra nacional). Lo mismo sucede con la pena de muerte, la que, no obstante, resulta ampliamente apoyada también por católicos observantes (50%), a pesar de las recomendaciones magisteriales (Bicentenario, 2021). Aquellos que no van al templo consideran casi unánimemente que cada cual debe guiarse por su propia conciencia y tienden a desconectar –como ha sido usual desde antiguo– religión y moral. O bien se trata de una moral natural, y por consiguiente la conciencia de la falta no es nunca concebida como pecado, es decir, como una falta ante Dios; o bien, en la formulación de estos días, la moral es un asunto que se dirime en conciencia (aunque rara vez la falta aparece como culpa enteramente personal). Quienes están formados en una religiosidad de templo son algo más dóciles a las enseñanzas de la Iglesia, aunque la mitad de los católicos observantes suscribiría también la primacía de la conciencia personal por encima de la enseñanza magisterial.

Sea bajo la forma de la pureza doctrinaria o de la fidelidad magisterial, se renueva hoy en día la pregunta acerca de la corrección en el modo de ser de los católicos. No es una pregunta nueva. Habrá que decir que nuestro catolicismo ha sido siempre algo sincrético, escasamente moralista o puritano y –a pesar de las apariencias– poco clerical. La religiosidad de templo nunca se impuso totalmente, y aunque no ha habido devoción libre ni heterodoxia, la religiosidad católica ha transcurrido largamente fuera de la mediación eclesiástica. La división entre devotos y no devotos no es tan profunda como en el protestantismo. La religión de élite y del pueblo coincide en demasiados aspectos como para trazar también una diferencia social sustantiva. Esta forma histórica de ser católicos requiere cuidado y atención pastoral, desde luego, pero fundada en la comprensión y respeto de todos los que viven su fe de alguna manera, aunque sea incorrectamente. Lo que menos necesita hoy el catolicismo es el desprecio de aquellos que viven su religiosidad fuera del templo, entre otras cosas porque ahí están casi todos.

EDUARDO VALENZUELA

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