A través de un análisis de los datos arrojados por la Encuesta Nacional Bicentenario, Eduardo Valenzuela muestra cuán consistentes somos los chilenos en lo que toca a nuestra defensa de la vida en distintos aspectos, tales como la aprobación del aborto, la eutanasia, la pena de muerte y los linchamientos. La inconsistencia en el respeto por la vida es un hecho común y de graves implicancias.
Imagen de portada: “Pieta” por Vasiliy Myazin (Óleo sobre tela).
Humanitas 2022, C, págs. 410 - 417
El cardenal Joseph Bernardin (1928-1996), quien fuera hace unas décadas arzobispo de Chicago, se hacía la pregunta sobre cuán consistente era la ética por la vida entre los católicos de su propia diócesis, y más ampliamente en la población general.[1] Esta pregunta surgió en el contexto de la Iglesia norteamericana que mantuvo en alto su desaprobación del aborto después del fallo Roe vs. Wade (1973), pero que aceptaba la pena de muerte para crímenes graves o no mostraba igual consideración hacia los estragos de la guerra que provocaba su propio país (Vietnam entre ellas). Bernardin consideraba que una ética consistente por el derecho a la vida comprendía una reticencia igualmente tenaz hacia el aborto y la eutanasia como hacia la pena de muerte y la guerra ofensiva. No concebía que un católico pudiera oponerse incondicionalmente al aborto y la eutanasia, pero permanecer indiferente frente a la pena de muerte o ante la carrera armamentista, especialmente en países que poseen arsenal nuclear que cualquiera sea su forma de utilización dañaría irreparablemente la vida de poblaciones civiles. La inconsistencia católica se reproducía también en el lado liberal. Quienes se oponían tenazmente a la pena de muerte (y han conseguido su abolición en prácticamente todas partes) defendían leyes de aborto y eutanasia cada vez más permisivas.
La apelación por una ética consistente por la vida está en consonancia con ‘Evangelium vitae’ (1995), la encíclica del Papa Juan Pablo II que reitera la condena del aborto y la eutanasia, pero también modifica la actitud de la Iglesia Católica hacia la pena de muerte y la guerra.
La apelación por una ética consistente por la vida está en consonancia con Evangelium vitae (1995), la encíclica del Papa Juan Pablo II que reitera la condena del aborto y la eutanasia, pero también modifica la actitud de la Iglesia Católica hacia la pena de muerte y la guerra (sin llegar a condenarlas con la misma fuerza con que lo hace en aborto y eutanasia) y que ha modelado la postura de las iglesias católicas en todo el mundo a este propósito, que se han adherido a la abolición masiva de la pena de muerte y a las demandas crecientes de desarme del arsenal químico y nuclear de las grandes potencias. Es cierto que todas estas vulneraciones del derecho a l a vida pueden ser disímiles y no siempre comparables, pero la ética católica moderna tiende a hacer converger todo ello en una apelación por defender incondicionalmente la vida desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, cualquiera sea la circunstancia que se presente, salvo legítima defensa, que sigue siendo la única excepción tolerable.[2]
¿Cuán consistente es la defensa del derecho a la vida en nuestro país? La última versión de la Encuesta Bicentenario UC permite responder esta pregunta con algunos datos relevantes. Comencemos por el aborto: un 33% de los chilenos permitiría el aborto libre (sin causales) hasta los tres meses de gestación, mientras que un 24% se pronuncia en favor del aborto en cualquier circunstancia (aborto libre sin especificación de plazos de gestación). Muchos adoptan una posición indecisa, mientras que quienes desaprueban el aborto son 45% para el aborto sin causal con plazo perentorio (y solamente 19% para quienes rechazan el aborto en toda circunstancia).
Las aprensiones respecto del aborto disminuyen en el caso de la eutanasia activa. Así, 69% considera que debe permitirse la ayuda médica para morir en el caso de una enfermedad dolorosa e irremediable (con un escuálido 14% que se opone incluso en esta circunstancia) y un 60% simplemente cuando el enfermo determine su voluntad de morir (sin especificación de la causal de sufrimiento), un caso en que el rechazo sube apenas hasta 23%.
Respecto de la pena de muerte, un 53% se pronuncia en favor de su restitución en el caso de crímenes especialmente graves, mientras que apenas un 27% estaría de acuerdo con la ley actual que la prohíbe en cualquier circunstancia.[3] Una pregunta complementaria muestra asimismo que el 26% de los chilenos aprueba que una multitud linche a un delincuente sorprendido en flagrancia cometiendo un delito grave, aunque en este caso la desaprobación se eleva a 54%, invirtiendo las cifras que se obtienen para pena de muerte. La guerra es un asunto aparte. Una proporción masiva por encima del 80% se pronuncia en contra de la agresión por disputas territoriales[4] y contra la utilización de armas que puedan dañar poblaciones civiles.
Esta sensibilidad frente a la guerra se produce en un país que ha carecido de guerras nacionales en el último siglo y que no tiene arsenal nuclear ni tecnología militar de gran calado lo que compromete menos la respuesta socialmente deseable en esta materia. El dilema moral que planteó la bomba de Hiroshima para la sociedad norteamericana no tiene parangón en nuestro caso.
Observemos ahora los problemas de consistencia. Hemos considerado los cuatro ítems sobre los que existe controversia (aborto y eutanasia, por un lado; pena de muerte y linchamiento, por otro) y descartado la guerra, donde abunda un consenso favorable a la vida[5]. Una primera inconsistencia saliente se produce entre aborto y eutanasia, donde alrededor del 33% de la población es inconsistente en esta materia, oponiéndose al aborto pero aprobando la eutanasia. En los polos de consistencia existe un numerosísimo 52% que aprueba ambas cosas –aborto y eutanasia– y apenas un 14% que desaprueba ambas. Una inconsistencia de proporciones similares se encuentra en la pareja pena de muerte-linchamiento, 34% aprueba la pena de muerte, pero no el linchamiento, mientras que 39% aprueba ambos y un 20% ninguno. La inconsistencia que preocupaba más al cardenal Bernardin, aquella que desaprueba el aborto pero aprueba la pena de muerte, alcanza al 30%, mientras que un 13% muestra la inconsistencia al revés, aprueba el aborto, pero rechaza la pena de muerte. La consistencia favorable a la vida en ambas circunstancias alcanza un escuálido 14%, mientras que quienes marcan aprobación del aborto y de la pena de muerte se empinan al 43%. La relación entre aborto y linchamiento es más inconsistente todavía, 27% aprueba el aborto, aunque rechaza el linchamiento y un 17% al revés, desaprueba el aborto, pero no tiene objeciones a linchar a un delincuente sorprendido flagrantemente en un delito mayor.
La inconsistencia total puede cifrarse según estos datos en alrededor del 70% de la población general. […] Alrededor del 24% de los chilenos marca consistentemente una actitud contraria al derecho a la vida (aprueba el aborto, la eutanasia, la pena de muerte y el linchamiento), mientras que una ética enteramente coherente por la vida alcanza un ínfimo 5%.
La inconsistencia total puede cifrarse según estos datos en alrededor del 70% de la población general. Algo que preocuparía más todavía al cardenal Bernardin es que alrededor del 24% de los chilenos marca consistentemente una actitud contraria al derecho a la vida (aprueba el aborto, la eutanasia, la pena de muerte y el linchamiento, aunque esta cifra incluye a quienes se muestran vacilantes en estas materias), mientras que una ética enteramente coherente por la vida alcanza un ínfimo 5%.
Los católicos no se distinguen del promedio, y tampoco de los que no profesan ninguna religión, mientras que la religiosidad de una persona (cualquiera sea su confesión) y aquellas que profesan una religión distinta del catolicismo mejoran la adhesión a una ética consistente por la vida. La población evangélica/protestante aparece decididamente más favorable al derecho a la vida que cualquier otra confesión, sobre todo en el rechazo al aborto (65% desaprueba el aborto, en contraste con el 50% de los católicos y apenas el 29% de los que no tienen ninguna religión), pero también son más reacios a aceptar la pena de muerte (20 puntos porcentuales de diferencia respecto de los católicos, que marcan 22%) y el linchamiento (13 puntos porcentuales de diferencia respecto de los católicos, que marcan 50% de reprobación para este ítem). Las personas que se declaran más religiosas hacen una diferencia en todos los ítems, pero sobre todo en aborto (donde la desaprobación llega al 68% contra 30% en las personas no religiosas).
Los jóvenes y aquellos mejor educados abultan la proporción de quienes consistentemente objetan el derecho a la vida. La diferencia educacional se explica por la masiva aprobación del aborto entre aquellos que tienen educación superior (70%, en contraste con los que solo alcanzaron educación elemental, que marcan 38%), mientras que la educación no hace caer la aprobación de la pena de muerte y del linchamiento, que se mantiene pareja en los diversos niveles educativos. Esto mismo sucede con la edad. Los jóvenes apoyan mucho más el aborto y la eutanasia, pero conservan el mismo nivel de aprobación que los mayores en pena de muerte y son incluso más decididamente partidarios del linchamiento (59% en el grupo 18-34 años respecto de solamente 39% en el grupo de los mayores de 55).
Los datos de la encuesta Bicentenario muestran una altísima inconsistencia en la defensa del derecho a la vida entre los chilenos. Esta inconsistencia proviene de posiciones usualmente contrapuestas entre la pareja aborto/eutanasia, por un lado, y pena de muerte/linchamiento, por otro. Muchos de los que desaprueban el aborto (y en menor medida la eutanasia) favorecen la pena de muerte (y en menor medida el linchamiento) y, viceversa, partidarios del aborto rechazan la pena de muerte. La inconsistencia se reproduce dentro de las parejas mismas aborto/eutanasia y pena de muerte/linchamiento, generalmente en la dirección de quienes reprueban el aborto, pero aceptan la eutanasia y de quienes aceptan la pena de muerte, pero reprueban los linchamientos. Otras conclusiones son igualmente apremiantes. Aunque los católicos no muestran ninguna diferencia respecto del promedio (como es usual en países de religión mayoritaria), aparecen, sin embargo, como la categoría social más favorable a la pena de muerte. En ninguna otra categoría social –sea una categoría de sexo, edad, educación o religión– se obtiene tal aceptación de la pena de muerte.
Las personas religiosas mejoran la defensa de la vida, pero lo hacen modestamente y casi por completo en su rechazo al aborto; en los demás ítems no alcanzan a producir una diferencia contundente, lo que revela que la religiosidad (que en esta encuesta se obtiene por autorreporte) no aparece decididamente asociada con el respeto al derecho a la vida. Llama la atención que la provisión de educación superior y de alta escolaridad (el principal proceso de movilidad ascendente experimentado por nuestro país en el último tiempo) tenga un impacto rotundo en la aprobación del aborto –probablemente conectado con procesos concomitantes de secularización–, pero no en la reprobación de la pena de muerte y del linchamiento, lo que ha tenido como resultado la formación de una proporción significativa de jóvenes que se apartan del patrón de inconsistencia y adoptan una posición coherentemente desfavorable al derecho a la vida.
La inconsistencia en el respeto por la vida es un hecho común, pero de graves implicancias. La intuición del cardenal Bernardin fue que la defensa de la vida debía tomarse en el conjunto de todas sus determinaciones. No es posible abogar por los derechos de la vida del que está por nacer sin hacerlo simultáneamente por la del condenado a muerte, entre otras cosas porque en la protección de la vida del criminal, es decir, de aquel que con toda justicia merece un castigo semejante, se revela la incondicionalidad del derecho a la vida.
La inconsistencia en el respeto por la vida es un hecho común, pero de graves implicancias. La intuición del cardenal Bernardin fue que la defensa de la vida debía tomarse en el conjunto de todas sus determinaciones. No es posible abogar por los derechos de la vida del que está por nacer sin hacerlo simultáneamente por la del condenado a muerte, entre otras cosas porque en la protección de la vida del criminal, es decir, de aquel que con toda justicia merece un castigo semejante, se revela la incondicionalidad del derecho a la vida. ¿Con cuánta mayor razón hacerlo en el caso del nasciturus o del moribundo? No es conveniente, sin embargo, asumir un punto de vista demasiado moralista en estas materias. En un país que no está implicado en guerras nacionales se puede adoptar una posición justa en esta materia, pero en otro en que la inseguridad jurídica ha aumentado enormemente no deben sorprender las cifras altísimas de aprobación a la pena de muerte e incluso del linchamiento. También la desprotección de l as personas mayores y la ineficacia de nuestros sistemas de salud para tratar los trastornos de la longevidad han ayudado mucho a la legitimación abrumadora de la eutanasia. También el cardenal Bernardin hacía ver que la vida requiere de un contexto adecuado para su defensa y protección y que los defensores de la vida deben actuar no solamente sobre las conciencias, sino también sobre las condiciones que hacen eventualmente posible un respeto más amplio y coherente de la vida.